La (im)posibilidad de la maternidad

Lauri García reflexiona sobre el significado de la maternidad contemporánea y los obstáculos que vuelven a esta una tarea casi imposible.

 

Lauri García Dueñas

 

Hace unos días en el supermercado vi a un niño de unos cinco años haciendo una pataleta descomunal. Un hombre de seguridad del local acudió ante los gritos y empezó a pedir ayuda por radio. Me acerqué para ver qué pasaba. El niño tenía dos caramelos en el brazo derecho que exigía que su mamá le comprara y parecía realmente angustiado. A lo lejos, su madre, una mujer con un bebé en brazos, lo miraba, también angustiada.

Una transeúnte tomó al niño de la mano, generosa, lo calmó y se lo entregó a su progenitora. Luego del suceso, los trabajadores del supermercado criticaron en voz alta a la madre. Yo no. Sentí una tremenda identificación con ella. Mi hijo tiene un año y cinco meses y sus pataletas descomunales me dejan exhausta, angustiada y con la cara desencajada como la de la señora del súper.

Somos víctimas del acoso de las fantasías, como el título de la obra del filósofo Slavoj Žižek. La maternidad, supuestamente, sería algo hermoso e impoluto, una forma en la cual íbamos a abrazar el arjé de la physis, un paraíso en la tierra, una incondicionalidad virtuosa. En la realidad, no lo es, por más que algunos insistan en hacérnoslo creer mediante campañas publicitarias con madres bien peinadas y sonrientes. En la realidad, la maternidad suele ser una experiencia hermosamente espantosa llena de desvelo y angustia.

Un día, a veces después de una intervención médica con violencia obstétrica, expulsas o sacan de ti a un mamífero irredento que no abraza la cultura, que llora irracional y desesperadamente, y te conviertes en su principal cuidadora, no solo por naturaleza sino por imposición social. Las personas que te rodean preguntarán por el bebé y, personalmente, empezarás a sentir una rabia incontrolable al sentirte obliterada. Y el luto, por tu antigua vida, liberal e individualista, será largo.

Como el cuerpo y la existencia se abren en dos al dar a luz, surgen dos obstáculos predominantes que vuelven a la maternidad una tarea casi imposible. El primero, las condiciones socioeconómicas que experimentamos las mujeres, como ya lo mencionaba Virginia Woolf en 1929, no son estables ni promisorias. En Latinoamérica y en el resto de países del planeta, el Estado de bienestar ha recibido el embate del sistema neoliberal que considera un gasto la inversión en salud y seguridad social. Por lo cual, muchas mujeres no contamos con seguros médicos y sociales adecuados para afrontar el embarazo, parto y crianza y, aun las que hemos estudiado en la universidad (actualmente hay 153 millones de estudiantes universitarios según la UNESCO, es decir, solo una pequeña parte de la población mundial accede a estudios universitarios), vivimos en una constante inseguridad económica.

¿Cómo se pueden hacer campañas para promover la lactancia y la crianza con apego si las licencias para las empleadas duran tres meses y las empresas e instituciones no cuentan con salas acondicionadas para extraernos la leche? ¿Cómo se puede garantizar la lactancia materna si las mujeres tienen que salir a trabajar en empleos sin prestaciones o en el comercio informal ante la paliza económica?

El segundo gran obstáculo para la maternidad es el simbólico. La idea socialmente inoculada de que tenemos que ser buenas madres y buenas mujeres es insoportable. Hagamos lo que hagamos, siempre estaremos en la mirilla de la sociedad y de otras madres que compiten por indicar quién hace mejor las cosas. Y eso, emocionalmente, destruye.

Cuando publiqué mis pequeños textos sobre lo difícil de la maternidad en la postmodernidad, empecé a recibir decenas de mensajes de mujeres de distintas partes del mundo. La mayoría eran mensajes privados. Un par de ellas me envió mensajes esperanzadores y altamente poéticos. Otras me agradecían por decir en voz alta lo que habían sentido pero les daba culpa aceptar frente a la sociedad. Dos de ellas, que suelen subir a sus redes fotografías de sus familias fantasiosamente felices, me confesaron que desde que son madres toman medicamentos contra la ansiedad y la depresión. Una amiga cercana me compadeció cuando estaba viviendo los primeros tres meses del bebé, pues ella, como yo, fantaseaba con huir de su casa. Una mujer de más de sesenta años me aseguró que la maternidad no es tan dramática como yo la describo. Pero ahora entiendo por qué mi madre, que tuvo cinco hijos, soñaba con fugarse sin nosotros a un hotel. También comprendo por qué su temperamento es nervioso.

Frente a toda esta avalancha de significantes, significados y hormonas femeninas, puedo subrayar mi hipótesis: ser madre en este siglo, y con las condiciones materiales propias del sistema capitalista, es convertirse, como lo dice la poeta salvadoreña Carmen González Huguet, en un animal imposible. La rutina diaria se siente como una losa en la espalda y nunca se sale indemne de ninguna jornada. Ser madre en la posmodernidad es casi imposible. Porque la cultura occidental nos adiestró para ser consumidores ejemplares, egoístas e individualistas consumados, pero nos separó de las cualidades instintivas e intuitivas necesarias para cuidar de nuestros críos.

También se nos ha hecho creer que la crianza es solo responsabilidad de la pareja que ha concebido al bebé y no de la familia o grupo extendido, mucho menos del Estado. Pedir ayuda o llevar a los niños a lugares públicos donde pueden incomodar a otros adultos es socialmente mal visto. En este sistema, para criar y sobrevivir medianamente cuerdo cada día, hay que ir a contracorriente de los estereotipos infligidos y las condiciones materiales. Y lo cierto es que, a grandes rasgos, la sociedad occidental todavía cree que la mayor parte de la responsabilidad-tiempo que implica la crianza debería ser asumida por la madre y que esta debe sacrificar otros aspectos de su vida para cumplir con esta expectativa.

Sin embargo, a mi juicio, lo positivo de la debacle del ideal de la maternidad está en que ahora las mujeres podemos rebelarnos contra este rol social y la manera en que se nos ha impuesto. Deberíamos poder elegir ser madres o no. La telúrica reacción con la que fue recibido el libro de Orna Donath #madresarrepentidas comprueba la resistencia que tiene la sociedad a abrazar el tormento de las madres que se sienten arrepentidas de serlo, pues no ven ninguna ventaja en este rol. Todavía se condena desobedecer o rebelarse al «llamado» de la especie. Pero la dosis de desasosiego y zozobra (económica y emocional) que implica la maternidad existe y hay que escucharla.

En lo personal, no me siento arrepentida de ser madre, pero sí me es incómodo sostener a diario mi deseo de serlo; no obstante, el abrazo de mi crío me consuela y me otorga gozo corporal frente a la angustia existencial que me produce cuidarlo. Eso sí, todos los días me siento una mala madre, como Paulina Simon en su entrañable publicación «Yo, la mala madre».[1] Suscribo sus palabras:

Lo otro, lo romántico, el amor de madre, ese que nos han vendido, ese, no sé qué es. Pero el amor que experimento por ellos es un instinto animal, algo que ahora no me siento capaz de explicar. Todas las noches, después de días agotadores, harta de todo, me meto con ellos en la cama. Nos abrazamos, leemos, empiezan a sudar, empiezan a quedarse dormidos, uno metido en mi axila, otro acostado sobre mi brazo. Carne con carne. Son míos. Salieron de mí. Los deseo profundamente. Son cachorros. Animales como yo. Nos fundimos en ese abrazo que dura poco y es todo. Ya mañana seremos otra vez niños malcriados y mala madre. Tenemos una vida por delante.

 

Mediática, social y simbólicamente, la madre sigue siendo el centro de la crianza, esa luz tan inclemente que puede desviar la atención de la figura necesaria del padre corresponsable. Aplaudimos a la madre soltera luchona pero no reparamos en su precariedad económica y emocional. Exigimos la participación de los padres en la crianza pero, cuando ellos quieren tomar el lugar que les corresponde para reescribir su masculinidad, se les excluye automáticamente (salas de partos, salas de pediatras, guarderías públicas y otros espacios). Una gran mayoría de ellos no participa activamente en la crianza.

Por otra parte, la maternidad y la paternidad implican un vaivén incontrolable que puede llevar al naufragio del proyecto de pareja. Se cree que un hijo une, pero también separa si no logran articularse los acuerdos necesarios para esta etapa tan vertiginosa.

Mi marido siempre repite la frase de Michel Houellebecq de su libro La posibilidad de una isla: «El matrimonio es un infierno consentido (de mutuo acuerdo)». Bastante contrario a Erick Fromm que nos dice en El arte de amar que el amor debe ser respeto, responsabilidad, cuidado y conocimiento.

En la construcción del matrimonio y la familia, oscilamos entre la mezquindad de nuestro espíritu y las ideas platónicas. Queremos dormir y que nuestra pareja pase el mayor tiempo con el crío indócil. Así, la vida de pareja y familiar se puede convertir en un infierno, si la tendencia a la virtud, la negociación y la paciencia no se imponen.

Lo cierto es que «la era del vacío», esa que describe el filósofo Gilles Lipovetsky, nos acecha, y el individualismo propiciado por el sistema económico se opone a la necesaria generosidad que hay que desarrollar para atender a un bebé indefenso que depende de nosotros, sus padres. Pero no solo se trata de la virtud de la generosidad sino de los acuerdos que cada pareja tome para hacer de la crianza una experiencia más gozosa y menos angustiante.

El idealismo apaciguador es hoy extremadamente popular. La sociedad de mercado está atravesada por espejismos idealistas que suministran soluciones imaginarias a urgentes problemas reales. Sobrestimamos sistemáticamente la autonomía individual y la capacidad de transformación de las subjetividades y subestimamos el peso de la herencia material. La psicología positiva, el coaching y los libros de autoayuda nos animan a interpretar nuestras dificultades como una oportunidad de realización personal. Como si el paro, la enfermedad o la exclusión pudieran esfumarse haciendo un pequeño esfuerzo de reelaboración emocional y gestión personal, apunta César Rendueles en Malas noticias: materialismo.[2]

Lo anterior significa que son precisamente los espejismos, el acoso de las fantasías sobre la maternidad y el peso de la cultura occidental y patriarcal los que nos hacen a veces tortuosa la tarea diaria de la maternidad. Sobre todo porque a las mujeres se nos exige socialmente criar a los hijos y además ser productivas, bellas, delgadas y llevar la administración material y emocional de los hogares. Es demasiado para nuestros endebles aparatos emocionales, debilitados por el desvelo y el posparto.

Considero que actualmente hay una legión de padres que están reescribiendo sus masculinidades y desean ser corresponsables en la crianza de sus hijos pero, como ya mencioné, no siempre las instituciones, los usos y las costumbres se los permiten. También para ellos es muy difícil porque la sociedad los ha educado para tener que demostrar capacidad y control en todos los ámbitos sociales, como explica la antropóloga argentina Rita Segato en Por qué la masculinidad se transforma en violencia.[3]

Los hombres, obviamente, también son víctimas del patriarcado, puesto que se les exige ser proveedores, se les heteronorma y su educación emocional se trunca con todo tipo de represiones. Y a la hora de tener hijos, muchas de sus enfermedades emocionales salen a flote.

Es difícil para los hijos sanos del patriarcado comprender la vorágine emocional y psíquica por la que las mujeres atravesamos cuando damos a luz o amamantamos. Es difícil armonizar la vida en pareja y la crianza sin que afloren el egoísmo y la competencia. Los hijos, sin embargo, necesitan de nuestra generosidad y de nuestro tiempo. Pero como hijos obedientes del capitalismo nuestro individualismo nos impide ceder.

Mi propuesta es que la maternidad debe ser una subjetividad respetada y que, mientras se cuide de la integridad de los hijos, cada una puede escribir su maternidad a su manera, sin dejarnos guiar por el deber ser o el ideal de la buena madre, abnegada y sacrificada.

Cuando hablo de lo difícil y horrible que es querer dormir, leer, escribir y además cuidar a mi bebé, temo quitarle las ganas de reproducirse a mis amigas que aún no tienen hijos.

Nunca le diría a nadie «ten un bebé» pero tampoco le diría «no lo tengas». Como dice la poeta mexicana Zaria Abreu, ser madre tal vez sea tan difícil porque «está puesta toda la sangre en ello». Es casi imposible ser madre en estos días, el trabajo y la responsabilidad colectivas es hacerlo posible, pero no desde la individualidad descarnada y competitiva, sino desde una sociedad y un Estado menos autoritario con las maternidades, donde sean realmente el libre albedrío y el deseo de las madres los que circulen. Y, sobre todo, donde se nos otorguen los derechos económicos y sociales para ser madres sin tener que torear, además de la difícil rutina, la precariedad económica. De lo contrario, solo quedan las consecuencias nefastas, en cuestión de seguros sociales, de la flexibilidad laboral.

 

NOTAS

[1] Paulina Simon, «Yo, la mala madre», en Zoila, 22 de mayo de 2017. Obtenido de https://www.soylazoila.com/yo-mala-madre/, consultado el el 13 de septiembre de 2017.

[2] César Rendueles, «Malas noticias: materialismo», en Minerva, número 28, s/f. Obtenido de http://www.circulobellasartes.com/revistaminerva/articulo.php?id=704, consultado el el 13 de septiembre de 2017.

[3] Josefina Edelstein, «Por qué la masculinidad se transforma en violencia», La Voz, 4 de mayo de 2017. Obtenido de  http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/por-que-la-masculinidad-se-transforma-en-violencia, consultado el 13 de septiembre de 2017.

 

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Lauri García Dueñas (San Salvador, 1980) es maestra en Comunicación y Cultura por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), becada por la Fundación Heinrich Böll. Escritora y periodista. Ha publicado cinco libros de poesía y dos libros de investigación periodística. Actualmente, es profesora de Filosofías de la Comunicación en la Universidad Loyola del Pacífico. Y, por supuesto, es la atribulada mamá de Agustín.

 

Posted by Revista Cuadrivio

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

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