Friday, 10th January 2014

Las flores del infierno y la magia de la pantalla

Publicado el 21. abr, 2013 por en Artes, Portafolio

La flor, transfigurada de una cultura a otra, es quizá uno de los objetos que más simbolismos ha acogido a lo largo de la historia de la humanidad. El sexo, los genitales expuestos directamente, también como emblema de tanto y de tantas cosas. Las flores y el sexo, tan disímiles en forma, encuentran un estado de unión (literal y simbólica) en Naturae, trabajo fotográfico de Paolo Goli. Se traduce aquí un texto de Marc Lenot, que acompañó el catálogo de la  misma obra; además se complementa el escrito con algunas de las fotografías de la exposición. 

(Paolo Gioli 1)

 

Marc Lenot

Para una exposición fotográfica, Naturae, de Paolo Gioli, inaugurada en Roma (en el Studio Orizzonte, en la vía Barberini) el 29 de septiembre, en el marco del Festival Romain de la Photographie, escribí este texto para el catálogo (publicado en italiano y en inglés).

No hay más Infierno.

¿No más infierno?

Foto1

El Infierno fue, hasta 1969, la sección de la Biblioteca Nacional de Francia en la que se conservaban las obras opuestas a las buenas costumbres, libros, grabados y fotografías pornográficas y/o eróticas, según la definición de cada cual. Pero hoy en día no hay mucho que pueda ser decretado opuesto a las buenas costumbres, nada que cause impacto, incluso si una cierta censura conservadora militante está todavía en ocasiones al acecho. El sexo, en nuestros días, se ha convertido casi en un objeto de consumo común; y los sexos, masculino o femenino, son visibles por todos lados, o casi, sin que nadie pestañee o reclame, o casi. A apariciones discretas, ocultas o disimuladas detrás de pretextos artístico-históricos, siguió una omnipresencia afirmada sin complejos. El sexo (femenino, puesto que casi sólo hablaremos de él) ha sido durante mucho tiempo objeto de celebraciones, de homenajes, de glorificaciones. Y primero fue nombrado; de El Aretino a Brassens (y también antes, y también después) recibió nombres poéticos y nombres vulgares, nombres tiernos y nombres insultantes. Se inventaron, para designarlo, adorarlo o cantarlo, las más bellas perífrasis y las peores crudezas. Estuvo en la cima, más bien en el centro, del arte del blasón del cuerpo femenino. La larga lista de nombres dados al sexo femenino se despliega en nuestros diccionarios, resuena en los patios de recreo de nuestras escuelas y colma los bajos fondos de nuestros puertos. Además, buena parte de esos nombres posee coloraciones hortícolas, florales, vegetales, agrícolas: a menudo es una cuestión de jardinería (como el jardín cerrado del Cantar de los Cantares), de labranza, de arbustos (inclusive de arbustos ardientes) o de brotes (evidentemente tumefactos). A nuestros poetas y a nuestros sinvergüenzas, que a veces son los mismos, jamás les faltó imaginación en la materia.

Además, no contentos con nombrarlo, se le muestra, se le dibuja, se le pinta, se le esculpe. La historia de la representación del sexo femenino comienza sin duda con la representación simbólica de diosas madres prehistóricas provistas de una abertura al centro de un triángulo. Continúa con la imagen púdica y lisa, como idealizada, que los escultores antiguos muestran del sexo de las diosas y de las mortales. Después del eclipse medieval, los pintores de los tiempos modernos regresan a esa representación de la Antigüedad, suficientemente conforme a la anatomía pero siempre depilada, bajo la influencia del tabú de la representación del vello púbico. Las primeras representaciones realistas que yo conozca (en Occidente por lo menos, puesto que se encuentran representaciones más tempranas en Japón, lejos del puritanismo judeocristiano) son las de un dibujante de arquitectura visionario de finales del siglo XVIII, Jean-Jacques Lequeu, quien, cuando sus bosquejos de edificios le dejaban un poco de tiempo libre, dibujó impresionantes «figuras lascivas» cuya precisión anatómica no tiene nada que envidiar a las láminas de un diccionario médico. Es a partir de mediados del siglo XIX que el realismo triunfa en la materia: numerosos fueron entonces los artistas que, liberados de todo complejo, se entregaron con júbilo a la glorificación de la vulva, y con Courbet, Rodin, Schiele, Klimt y muchos otros hasta nuestros días, se escribe un nuevo capítulo de la historia de la representación del sexo femenino.

 

Foto2

En el momento mismo de esta «liberación» aparece la fotografía, primero como «la muy humilde sirviente de las artes» (Baudelaire). No entraremos aquí en el viejo debate entre pintura y fotografía, entre idealización y representación de lo real. Lo que es cierto, es que la invención de la fotografía animó una pulsión voyerista que se tradujo en una amplia producción de imágenes que se situaron entre el erotismo y la pornografía (aunque con una difusión comercial todavía «por debajo de la mesa»). El pionero parece haber sido el franco-americano Alexis-Louis-Charles Gouin, quien realizó los primeros daguerrotipos de un sexo femenino. Entre sus émulos, el más conocido en el siglo XIX fue, sin duda, Auguste Belloc quien maravillosamente sacó provecho de la visión estereoscópica, ofreciéndonos la ilusión de relieve en visiones sexuadas aptas para suscitar unas ganas irresistibles de acercar la mano hacia el objeto de deseo y de tocarlo. Hasta hoy, innombrables han sido los fotógrafos que pusieron en la mira el sexo de sus modelos, algunas veces incluso de manera obsesiva; conformémonos con mencionar a Henri Maccheroni y su serie de dos mil fotografías del sexo de una mujer.

Foto3

Antes de abordar el tema mismo de esta exposición, digamos un par de palabras respecto a las flores y al sexo, flores del mal, tal vez, flores del infierno, flores del deseo. Mientras que Georgia O’Keeffe pintó grandes flores sensuales que, a los ojos de todos (a pesar de que ella siempre lo negó), parecen explícitamente sexuales, decoradas con pétalos húmedos como si fueran labios y con pistilos erguidos como si fueran clítoris, Nobuyoshi Araki, en un proceso inverso, fotografió, él, sexos femeninos como si fueran flores. Hace poco encontré a una artista británica que me interesaba porque había hecho con su boca lo que Paolo Gioli hizo con su puño, a saber, estenotipos; mientras me contaba la fábula de su vida, me confió que, más joven, había hecho algunos performances en los que se transformaba en un florero que acogía una sola flor: desnuda, caminando sobre las manos frente a la audiencia, con una flor de lis plantada en su vagina mirando hacia el cielo. Ese encuentro entre una flor y un sexo femenino, esa transformación de un sexo en florero, esa travesía de una frontera todavía inexplorada, vinieron a mi memoria delante de las fotografías de Paolo Gioli que podemos ver sobre los cimacios o en estas páginas.

Foto4

Veámoslas en conjunto. Lo que impacta a primera vista es el enfoque en primer plano, la visión frontal de esos sexos femeninos más grandes que los naturales. El shock visual es total, estamos ahí, en lo más cercano ‒de alguna manera está justo frente a nuestras narices‒, cercados por todas partes, forzados a ver, sin poder escapar, excepto si nos reusamos a ver, si cerramos los ojos; pero, incluso así, con una actitud de rechazo, de negación, de pánico, la imagen permanecerá impresa en nuestra retina ‒resurgirá inclusive en nuestros sueños. No recuerdo haber experimentado, de adulto, una impresión de malestar parecido, excepto, tal vez, en el 2005 en la Galería Nacional del Juego de Palma, en una sala decorada con fotografías de prostitutas de Ámsterdam de Jean-Luc Moulène, las cuales exhibían sus sexos de manera tan directa como molesta; pero Moulène, con ellas, hacía un trabajo político y no poético, mostraba instrumentos de trabajo y no altares.

Foto5

Tal vez, antes de observar las fotografías de Paolo Gioli, su centro, su tema, deberíamos primero, curiosa, prudente o molestamente, dejar correr la mirada sobre los márgenes, sobre los bordes. Como siempre en las polaroids de Gioli, el marco parece cortado, rasgado, inacabado, no terminado. Se detectan rastros de química, o de alquimia quizá: Gioli conserva los «desperdicios» de la polaroid, lo que se tira comúnmente, los bordes imperfectos, los estuches de los productos químicos. Al mostrar la «cocina» del fotógrafo, al revelar el proceso al mismo tiempo que el producto final, al no ocultar nada de las fallas, de las imperfecciones, de los errores, la imagen se ubica de golpe en las antípodas de la foto pulida, «bien hecha», demasiado bien hecha. Dado que Gioli transfiere él mismo la imagen de la película polaroid al papel mediante un rodillo de mano, y dado que no siempre presiona con una fuerza igual, se ve, en lo bajo de las pruebas, pequeños espacios blancos, vírgenes, muescas puntiagudas, rastros de un faltante, impresiones de un vacío. Percibí ese subterfugio visual hacia los confines como un medio para aguzar nuestra vista, para prepararnos a la confrontación con esas mujeres, con esos sexos; de alguna manera es una forma de advertencia, un aviso discreto: no olviden que esto que ven no es un sexo, sino una fotografía de un sexo, hecha por la mano del hombre. No se dejen engañar, llevar, confundir: un artista está ahí, estuvo ahí, demiurgo actuando escondido en la sombra.

Pero vengamos sin más preámbulo a las mujeres, a sus sexos. Las que vemos aquí son mujeres de carne y hueso, modelos ocasionales, campesinas u obreras de la llanura del Po de las que no podríamos adivinar la edad, adolescentes o mujeres maduras, con los muslos redondos, cuyas pieles blancas emergen de la sombra. Ocasionalmente la materia misma de la fotografía parece crear un efecto húmedo, volver la piel sudorosa, aperlada, al punto de desear tocarla, pero no se trata sino de una ilusión fotográfica, de un espejismo. Creemos distinguir venitas, moretones, pero su disposición sorprende, parece artificial: se trata de hecho de la impresión de los dedos del fotógrafo sobre la película polaroid, de la reacción química de su piel, de su sudor con las sales fotográficas. También vemos colores amarillos, estrías anaranjadas: no se trata de los humores femeninos que hubieran manchado la película como podría creerse a primera vista, sino que se trata de rastros del montaje de varias hojas fotográficas una vez cortadas. De nuevo, la mano del fotógrafo está presente.

Esas mujeres no son diosas ni ninfas silvestres (además, observar a una diosa así desnuda nos hubiera expuesto, cual Acteón, a los más grandes peligros), son mujeres comunes y corrientes, con el cuerpo no siempre perfecto: el primer plano traiciona, aquí o allá, las pequeñas irritaciones rojizas de la piel, los rastros de una depilación incompleta. Pero nuestra mirada las vuelve bellas y atrayentes. De ellas no vemos ni la cabeza, ni los senos, ni las manos, ni los pies, solamente el regazo, del ombligo hasta los muslos, con el sexo al centro. Sin ojos, sin mirada que responda a la nuestra. No sabremos nada de ellas, de sus historias, de sus alegrías o de sus cargas, de sus personalidades, vemos solamente su carne, su piel, sus vellos, su vulva, repetida veinticinco veces, siempre idéntica y siempre diferente. Puesto que cada una es diferente. Las más jóvenes, creemos percibir, presentan sexos enteramente depilados, infantiles y brutales a la vez, evidentes, demasiado evidentes; sus madres o sus hermanas mayores exhiben pilosidades negras, rizadas, tupidas o escasas, que desvían de golpe la mirada de una fijación inmediata sobre sus labios. Y al fondo, siempre, el negro misterioso de la entrepierna.

Sobre ese fondo negro es que se desprenden las flores. Flores extrañas por excelencia, que al botanista más experimentado le cuesta trabajo reconocer; se adivina aquí una flor de lis, allá el pétalo de un anturio tropical. ¿Habrá también ese tipo de iris que se llama, en latín, Hermodactylus tuberosus, el dedo de Hermes, con el que Paul-Armand Gette, artista apasionado por la botánica y por el cuerpo femenino, hizo sus delicias? No lo creo; un dedo de Hermes (o más bien de Mercurio) hubiera sido, sin embargo, totalmente pertinente para cosquillear el sexo de una joven italiana. La mayoría de las flores son irreconocibles, imposibles de identificar: son quimeras botánicas, flores compuestas por el artista (a menos que sea por la modelo misma) que ensambla como un alquimista vegetal fragmentos de una, tallo de otra, creando así monstruos de la naturaleza que nadie ha visto jamás en ninguna otra parte. Algunas flores son a penas visibles, surgiendo a medias de la penumbra, otras se exhiben orgullosamente. Hay flores puntiagudas, que asumimos duras, tensas, violentas, fálicas, y otras redondas, suaves, tiernas, abiertas, que ofrecen delicadamente su pistilo al vacío de una corola acogedora. La sombra de un pistilo rojo y brillante como el sexo de un perro en celo se proyecta sobre un muslo, dibujado como un signo de posesión diabólica, como una marca de propiedad. Pero ninguna flor aquí es violenta o agresiva, no hay espinas de rosa que hubieran hecho brotar una gotita de sangre perlada, no hay flores venenosas, ni carnívoras: ¿será porque hubieran podido hacer nacer un peligroso fantasma, una vagina dentata?

Las flores del infierno y la magia de la pantalla

(Paolo Gioli 2) (Continuación del texto del catálogo de la exposición Naturae de Paolo Gioli en Roma)

Foto6

Por supuesto, es en el placer en lo que pensamos enseguida, placer femenino que tal vez suscitó realmente esa penetración floral (pero eso, nadie lo sabrá), o más probablemente placer masturbatorio alusivo sugerido por esas flores cuyo aspecto evocaría a veces un clítoris gigante o un consolador de colores. Pero sería demasiado simple satisfacerse con esa visión demasiado evidente. Por mi parte, sin duda demasiado condicionada, primero creí ver un injerto fálico, una respuesta botánica a la envidia del pene (al complejo de castración) teorizada por Sigmund Freud. Pero es más bien una cuestión de ambigüedad, de androginia de lo que se podría tratar en este caso: esas mujeres-flores parecen dotadas de sexos más completos, más perfectos que sus congéneres, sexos que les permitirían alcanzar una autosuficiencia sexual en la que el hombre y su pene estarían excluidos, una partenogénesis ideal gracias al polen fértil. Me vinieron a la memoria las fotografías de Nadar de un hermafrodita, curiosidad médica de la época que el fotógrafo documentó con esmero, pero también el trabajo del artista transgénero estadounidense Melsen Carlsen, un hombre joven dotado de una vagina que utilizó como camera oscura, como Paolo Gioli utilizó su puño y Lindsay Seers su boca.

¿Pero no se trata aquí solamente de placer? ¿La femineidad no se manifestaría aquí más bien por sus fluidos corporales, orina tal vez (la micción es un tema raro en el arte, dejando de lado la Pisseuse de Rembrandt) o, más probablemente, menstruaciones que hubieran sido fijadas de repente, congeladas, solidificadas? En ese caso también el tabú es grande, la representación rarísima, y el malestar está en su apogeo. En los inicios del feminismo, la austriaca Valie Export fue sin duda la primera en osar afirmar la presencia de sus reglas en su arte, anunciando el cunt art de Judy Chicago en los años setenta. Desde entonces, Paul Armand Gette realizó, con fresas y frambuesas aplastadas, su serie de las Menstruaciones de la Diosa, Diana o Venus. Pero estas flores parecen apenas estar en ese registro, son más reacias a interpretaciones tan imaginativas.

Foto7

Tal vez, entonces, se trate de un nacimiento, tal vez esas mujeres dan a luz una flor, la expulsan de sus cuerpos sin dolor; tal vez las mujeres de Gioli están en este mundo para poner flores en él. Su raza va, de esta manera, poco a poco, a modificarse genéticamente; veremos, de madres a hijas, el surgimiento de mujeres-flores, la fusión de lo humano y de lo vegetal. A partir de ese momento, la imaginación puede tomar el vuelo hacia la espléndida Dafne de Bernini, cuyos dedos se convirtieron en ramitas, cuyos miembros se convirtieron en ramas, cuyo cuerpo se convirtió en laurel. ¿Estaríamos aquí frente al sexo de Dafne, objeto del deseo de Apolo?

Pero no vemos a ningún Apolo aquí, ninguna otra presencia masculina que aquella de los observadores que, reflejándose en el vidrio que protege las fotografías colgadas en los muros, se convierten también en partícipes. En otro momento, Paolo Gioli, en su serie Autonanatomie, dejó que su propia mano entrara en el campo, que se aventurara cerca del cuerpo codiciado, que manifestara su presencia y su deseo; pero aquí permanece invisible. La única mano que veremos en esta exposición es aquella del afiche de la entrada, imagen menos explícita, con tonos más pardos; y es la mano de la modelo sosteniendo un paño rojizo sobre su vientre. La mano de Paolo Gioli permanece fuera del campo, no está, como otras, visible, activa, participante, no es aquí instrumento visible, pero está presente: su mano es la que transfirió las fotografías con ese rodillo caprichoso, su mano es la que, tocando la película en lugar de la piel, dejó moretones, su mano es la que finalmente sostuvo la brocha y el pincel y retocó algunas de las fotografías.

Foto8

Ya que la mitad de las fotografías presentadas aquí están embellecidas con un doble: un ocultador, una pantalla, un velo que esconde la parte de arriba de la imagen, dejando florecer apenas el pubis florido –y «florecer» es la palabra justa para esta disposición‒, estas imágenes compuestas están colmadas de misterio; a la vez cubriendo el cuerpo y desdoblándolo, estas pantallas dejan ver un reflejo invertido, como un espejo en la pantalla retocada. En estos arañazos, estas sombras, descubrimos una profundidad otra, percibimos el estremecimiento del material, tanto pictórico como fotográfico, como un eco al estremecimiento de la carne misma. Los filamentos de pintura desplegados con la brocha sobre la pantalla hacen eco de los vellos púbicos por debajo de ellos: las manchas pintadas podrían ser salpicaduras que hubieran brotado de repente de una fuente de placer, como si el fluido hubiera maculado generosamente el lienzo, contaminándolo como la pintura contaminó la fotografía, ya que Gioli nombra algunas de sus composiciones Contaminazioni. En ese gesto manual, manejando brocha y pincel, Gioli afirma otra vez su presencia física, su existencia como artista más allá del registro fotográfico de lo real. Ahí se encuentra una constante en todo su proceder artístico: así, en su trabajo con el estenotipo, escoge un día implicar su cuerpo como ningún otro fotógrafo lo había todavía hecho, transformándolo en camera oscura, utilizando su puño cerrado como una cámara fotográfica. Esa importancia del gesto, el compromiso de su propio cuerpo, le permite reconciliar la fotografía y la pintura, destilándolas para casarlas mejor. De la misma manera, en su serie de Les Inconnus, hacía resaltar el trabajo de retoque sobre retratos encontrados, señalaba el trabajo manual, pictórico del fotógrafo-retocador más allá del simple registro fotográfico.

Foto9

En ese casamiento de los dos medios, esa manifestación manual del artista es sobre una pantalla que nosotros la vemos, sobre una pantalla que disimula en parte la fotografía: no la parte más escandalosa del cuerpo, la más obscena, que estaría desde ese momento fuera de la escena, sino al contrario, aquella que podría parecer la más insignificante, vientre y ombligo. La pantalla es la que incita, la que deja ver, y no una cubierta censora. Cuando Khalil Bey mandó a hacer L’Origine du monde a Gustave Courbet, lo colgó en su baño e hizo confeccionar un triángulo provisto de una cortina verde que podía hacer deslizar a voluntad frente al cuadro; si el barón de Havatny prefirió otra pintura de Courbet, Le Château de Blonay, para disimular el sexo que no podía exhibir, Jacques y Sylvia Lacan, cuando adquirieron la obra de Courbet, pidieron a su amigo André Masson una pantalla: para recubrir el cuadro, Masson realizó otra pintura (Terre érotique) que representaba el mismo tema en la misma posición, pero de una manera menos realista, más lineal y menos escultural, un doble y un escondite a la vez, una pantalla mágica de alguna manera. Un desdoblamiento de la misma naturaleza es el que me parece que se encuentra en la obra, en las pantallas pintadas de Paolo Gioli. Ellas nos incitan a ver y no a esconder, me parece que tienen la misma función que las dos miras de la vetusta puerta de madera que, en el Museo de Filadelfia, controlan la visión de un espectador único de Étant Donnés: 1º la chute de’eau 2º le gaz d’éclairage, de Marcel Duchamp, otro cuerpo femenino sin cabeza, otro sexo exhibido y, también en ese caso, algunas plantas o flores del campo. En suma, en esas Naturae hay, entre las flores del infierno y la pantalla mágica, lo que Gioli muestra y lo que disimula, lo que es obvio y lo que está implícito, y está en nosotros hacer lo nuestro.

Fotos tomadas del sitio de Paolo Gioli

Traducción del francés de Marco Antonio Gallardo Uribe

_____________

Marc Lenot es candidato a doctor en Historia del Arte por la Universidad de París 1 Panteón-Sorbona, donde realizó investigaciones sobre fotografía experimental contemporánea bajo la dirección de Michel Poivert. Siendo especialista en el fotógrafo checo Miroslav Tichy, Lenot ha publicado diversos artículos sobre su obra en diversos libros de fotografía, así como en la revista Études Photographiques. Es autor del blog de referencia sobre arte contemporáneo Lunettes Rouges (http://lunettesrouges.blog.lemonde.fr/), sostenido por el periódico Le Monde.

Por otro lado, Marc Lenot es tesorero de la Sociedad Francesa de Fotografía, presidente de la compañía de danza Les Gens d’Uterpan y miembro del comité estratégico de la asociación  Mozaïk RH. Pasa su tiempo entre París y la Toscana.

Tags: , , , ,

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*

* Copy This Password *

* Type Or Paste Password Here *

19.124 Spam Comments Blocked so far by Spam Free Wordpress

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>