Monday, 2nd April 2012

Los asesinos del cuadrante norte. Segunda y última entrega

Publicado el 11. dic, 2011 por en Literatura, Novela


 

alfredo lèal

IV.

Los colores son todos vivos, luminosos; excepto, claro, la gama que abunda en la parte de los viejos. Rojos, naranjas, amarillos, colores que incendian cada uno de los objetos, rodeados siempre por el verde de las plantas, de la selva, del Amazonas que, por alguna razón, quiso abandonarnos. Pero en cada color permanece esa presencia de verde, delatando la esencia misma con la que hemos vivido, dejando una huella ahí, en cada cosa. Frutas, niños que juegan fútbol, señoras con vestidos finos devastados por los rayos de sol. ¿Qué no ha sido devastado por los rayos del sol aquí? Ni la piel ni el cabello ni la madera. Todos están quemados del mismo modo, con el mismo lengüetazo de sol. Excepto ella. A ella tengo que alejarla de todo. Debo salvarla. Tal vez cuando se vea ahí, retratada tal cual es, quizá sea entonces cuando sepa que yo siempre la he visto ajena a todo este trajín sin sentido, sin dirección. Me pregunto qué pasaría si viera esto. Me pregunto por qué lo escribo, qué gano con ello. Él piensa que yo necesito un boceto, un mapa a seguir para pintar mi mural. Piensa que soy como él: metódico, apegado al ritmo impuesto por los otros, por los que vinieron antes o vendrán después, pendiente de todo lo que no le incumbe. Entrometido. Si tan sólo pudiera quitarlo de mi camino; si tan sólo… Ella estaría conmigo. Tal vez querría que la pintara. Nada vulgar; todo lo contrario. Le pedí a mamá el vestido con el que iba a Río cuando era joven. En el retrato que pienso hacerle quiero que ella aparezca como una dama del XIX. Entera, limpia; una dama sin pecado, sin culpas. Una niña, tal vez. Como el Retrato de Mäda Primavesi, de Klimt. Así luce ella, idéntica. También en el concepto: todos los retratos de Klimt tienen escondida parte de esa perversidad (o libertad, quién sabe) sexual que caracteriza el resto de su obra; los desnudos, los sexos abiertos, expectantes, los dedos que se tuercen en formas que, por momentos, parecen inconcebibles, para alcanzar el placer oculto dentro de nosotros, presente en nosotros, en cada acto. La sutileza de Klimt a la hora del retrato radica en colocar ese aspecto sexual-monstruoso escondido en algún detalle en apariencia inofensivo, que la gran parte de los espectadores no logra desvelar. En el caso de Mäda el detalle está en la orquídea prendida al pelo castaño de la joven Primavesi. Una orquídea que aguarda en su lejanía, que espera el momento de abrirse, de entregar su líquido diamantino a aquel que logre despertarla; una orquídea que duerme en la mirada fija y los labios de la niña, rosas, afilados como hacia el frente, hacia el espectador. Ese conjunto de elementos: ojos, labios, orquídea, nos enseña las verdaderas intenciones de Klimt para con ella. Eso mismo quiero que suceda con el retrato de ella. Será también el retrato de una casta, de una joven hermosa que es el final de la casta más importante del pueblo: los Ribeiro. Gentes decentes, respetables. Como ella, quien en el retrato aparecerá con el vestido de mamá. Y el rostro levemente maquillado. O, mejor, sin maquillaje alguno. Pura. Limpia. Nueva. Mía.   

V.

De regreso del funeral de Rafinha, don Matías pasó a comer a casa dela Matita. Comosiempre, entró sin llamar a la puerta. La mesa estaba puesta, esperándolo. Dio unos pasos hasta llegar al final del comedor, donde ya se vislumbraba el principio de la cocina; se miró al espejo que reflejaba el sol cayendo sobre las plantas del jardín, allá, detrás del ventanal de la sala; regresó a la mesa, abriendo dos sillas con cada una de sus manos: una silla, a un lado de la cabecera, para sentarse, la otra, la silla siguiente, para colocar el sombrero. El espejo quedaba lo suficientemente lejos como para que no viera lo mal acomodado que tenía el cabello: todo aplastado, sudoroso.

Se quedó así, inmóvil. Esperando. Como si recordara un pendiente, sacó del bolsillo de su chaleco el diario de Rafinha –encontrado en el interior de su saco gris de pana– lo miró, como se mira un perro muerto sobre la acera y lo colocó junto al plato de porcelana, vacío, que tenía frente a sí, esperando. Había leído el diario, página por página, desde el día del asesinato. La noche del asesinato, se dijo, corrigiéndose como sólo lo hacía in mente. Afuera, cuando hablaba, nadie nunca había escuchado que él se autocensurara, que rectificara un error en la pronunciación de tal o cual palabra, que se excusara por algo. Así había sido siempre. Y así iba a continuar hasta que el tiempo o el destino o Dios o quien quiera que controlara su vida se lo permitiera. Luego habría tiempo de arrepentirse.

Ahora era el silencio de un comedor vacío, expectante; eso era él.

Miró en torno suyo: en la mesa había lugar para tres personas más, aparte de él yla Matita. Pensóen las deudas, en los asuntos por concluir, en las negociaciones que tenía conla Matitay pensó, sí, que tal vez la mujer pudiera pagarle como siempre lo hacía. Entonces los lugares serían ocupados por esos dos chiquillos malolientes y alguna de las Mininas. Esta vez quería una chica no tan tostada por el sol. Una virgen de piel. Quería cubrir la ausencia de Ana Ribeiro en ese cuerpo nuevo, en esa piel… Recordó, como una maldición, el texto de Rafinha. Imberbe pervertido. ¡Mira que meterse con una Ribeiro, aunque fuera en sueños y textos escritos a una sola mano! Sin duda era eso lo que había causado el asesinato. En su caso, claro. Lo demás eran historias inconclusas, piezas que no embonaban. Y no era su trabajo hacer que embonaran. De ningún modo. De todos modos, ¡pobre diablo ese tal Rafinha!

Estaba en eso, sonriendo para sí, cuando Roberto llegó intempestivamente a la mesa, jaló la silla que estaba justo frente al lugar ocupado por don Matías e hizo a un lado el plato vacío para colocar un enorme mapa del Brasil, que estaba coloreando para su clase de Geografía.

Hola, Roberto. ¿Qué haces?, ¿tu tarea?

El niño subió la vista, entrecerró los ojos, y saludó discretamente para luego volver a su mapa.

La Matitaarrastró los pies, a paso de elefante, desde la cocina hasta la mesa del comedor. Su carne –enfundada en una tela casi transparente donde alguna vez alguien había pintado algunas flores– se bamboleaba de lado a lado, palmo por palmo, a medida que sus pies se levantaban sólo lo mínimo del suelo para desplazarla hacia la cabecera. Caminaba como a punto de parir, con los mismos dolores, los mismos pujidos. La carne de sus brazos, colgante hacia el suelo, copiaba el ritmo interno de su andar, yendo y viniendo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. En las manos, la mujer llevaba en una charola de plata, brillantísima, platos más pequeños que los que esperaban sobre la mesa, todos éstos con fruta rebanada muy finamente y adornados con flores amarillas, verdes, rojas; diminutas. Los ojos dela Matita, breves destellos de un negro muy profundo escondidos entre los pliegos de la carne, saludaron a don Matías, con el habitual silencio con que se comunicaban. Hola, Martha. Tengo hambre. Ya te habías tardado.La Matitaintentó sonreír, haciendo un esfuerzo sobrehumano por gesticular, por mover aunque fuera uno solo de los músculos de su rostro. Como no lo lograra, don Matías continuó: te traje el diario, para que te rías.

Amanda caminó a paso firme desde la cocina hasta la mesa. Se notaba cierta prisa en ella, cierta ansiedad. ¿Cómo está? Muy bien, Amanda; vine a traerles las últimas noticias de las fiestas. ¡Pero si de eso quería hablarle precisamente!, interrumpió ella, dejando sobre la mesa los platos que traía y sentándose a un lado de Roberto, quien seguía coloreando el mapa, inmutable. No entiendo cómo siguen pensando en hacer las festividades después de todo lo que ha pasado. Supo que hoy en la mañana hubo un nuevo asesinato, ¿verdad? Si lo sumamos al de ayer por la noche y los cuatro que hubo el miércoles… ¡Haga la cuenta, vamos!, espetó Amanda, estirándose para alcanzar un trozo de pan desde el extremo opuesto de la mesa. En haciendo eso, la Matitagiró el rostro desde su sitio en la cabecera, reclamando. Silencio. Silencio de una madre que regaña a su hija en silencio. ¡¿Qué?!, no pienso comerme esa mierda de fruta y lo sabes. La Matitaclavó firmemente la mirada en Amanda, aumentando el tono de su regaño. O eso parecía, porque, como respondiendo a una charla muda, Amanda contestó: porque no me gusta y punto, ¿sí? No estoy de humor para discusiones ahora. Don Matías las miró. Quería reírse; la escena era lo bastante patética como para hacerlo. Sin embargo, mirando a Amanda, lamentó su suerte: tendría que ser ella la que le pagara las deudas de la Matita. Lamentósu suerte, es decir, la de él. Si había alguien con quien no le gustaba pasar las horas de cama esa era Amanda. Frígida, voluble. Egoísta. Tan fría como una argentina, pensaba, tan indiferente como una paraguaya, tan vacía como una chilena. Pero, bah, que iban a saber estas indias de todas las analogías posibles: él sí era hombre de mundo, él sí conocía más allá de la región de Río, más allá del mar. No del Gran Mar, del mar extenso, abandonado –por los dioses o los siglos ola Muerte– en esta tierra. No. Si algo podía reclamarse ese algo era que nunca había podido cruzar esa barrera espacial que era el mar y dejarse llevar hacia la raíz de donde todos venían. ¿África? ¡Para nada…! ¡Europa! Don Matías, ¡¿qué le pasa?!, gritó Amanda, pasando la mano frente a la mirada del hombre. Se había perdido en sus pensamientos. Y no sabía nada de lo que había pasado. De lo que pudo haber dicho.

¿En qué estábamos, perdón?

Nos estaba contando del funeral de Rafinha.

Ah, sí, ya recuerdo, mintió el viejo. ¡Dios, ese pobre niño no vivió lo suficiente! Miren, aquí está la prueba, dijo don Matías, levantando el diario de Rafinha. Si quieren, ahora mismo puedo leerles alguno de mis subrayados para que lo constaten. No se preocupe, dijo Amanda, no, no es ninguna molestia… dijo él, estableciendo las jerarquías, no se impacienten, aquí había un fragmento bastante ilustrativo… ah, aquí está, escuchen: siento que me pierdo cada vez más en lo profundo de la espera; siento que la pierdo, a ella, mientras espero, que se escapa de mí y de mis palabras; que nos hacemos otros, desconocidos, ajenos

Don Matías bajó el diario, expandiendo una gran sonrisa a punto de reventar, misma que se encontró frente a frente con la mirada atenta de Amanda. ¿Qué, eso es todo? Sí, ¿no les parece risible? No. Para nada. Me parece poético. Don Matías se volvió intempestivamente haciala Matita: en ese momento ella penetraba en su propia boca con una ciruela sin cáscara. Los ojos, al parecer, miraron a don Matías. Y luegola Matitamordió la ciruela, deglutiéndola toda en un bocado. Era un gesto de afirmación, de concordancia con lo que había dicho Amanda.

Don Matías no lo podía creer. Estaban hipnotizadas, embobadas.

Ahora entiendo, dijo Amanda –los labios embadurnados con la grasa de la carne que comía sin miramientos–, porqué Tiao dijo que Rafinha tenía mucho futuro.

Don Matías no contestó. Miró el plato de porcelana que tenía frente a sí. Estaba vacío aún.

Se hizo un silencio, interrumpido sólo por el continuo llevar-trozos-de-fruta-a-la-boca deLa Matitay el deglutir incesante de carne por parte de Amanda. Y el siseo diminuto de los crayones sobre el mapa de Roberto.

Don Matías observaba la escena. Inmóvil. Esperando. Amanda lo miró. ¿No va a comer? Dijo que tenía hambre, ¿no? Espere, ya le traigo algo que le va a gustar.

Amanda se levantó y caminó hacia la cocina. Aunque era breve el trayecto, don Matías no perdió detalle: las nalgas se movían, rebotaban bajo la falda, que ondulaba como si el aire hiciera olas de colores dentro de ella; olas pesadas, carnosas; las piernas de Amanda, morenas, toscas, gruesas, fiel copia del cuerpo de su madre en la adolescencia –cuerpo que Matías había recorrido una y otra vez; cuerpo deforme, transformado en el bulto inmenso que ahora yacía sobre la silla de la cabecera, como si toda vida en ella no fuera más que un resabio oculto–, se transparentaban, deliciosas, a través de la tela. Don Matías se llevó la mano al bolsillo del pantalón. Sostuvo, a través de la tela, su verga, que ya hinchaba.

Amanda regresó a la mesa con una botella de vino. Para usted, dijo. A ver si se le abre el apetito. Gracias, dijo Don Matías, al tiempo que sacaba la mano de su pantalón, sonriendo, como siempre, a sabiendas de que todo servicio era gratis para él.

Se miraron. Discutieron con la mirada. El uno quería, la otra se negaba.

Lo siento, Don Matías, dijo Amanda, levantando su plato y caminando de regreso hacia la cocina: esta noche no se va a poder: tengo cita con un cliente del centro.

Don Matías dejó la botella de vino sobre la mesa. Se levantó y, sin despedirse, tomó su sombrero y salió.La Matitase quedó comiendo. Roberto, coloreando su mapa. La tarde terminaba de caer; parecía interminable.

VI.

Ana Ribeiro se levantó de la cama y salió de la pieza. Tiao la miraba. Sentado en la cama, encendió un cigarro. ¿Cuándo nos vamos?, preguntó. Ana Ribeiro se volvió; preguntó, a su vez: ¿quieres café? Tiao negó con la cabeza y la vio desaparecer rumbo a la cocina. Al llegar, Ana Ribeiro encendió la lumbre y calentó un poco de agua. Tomó una taza de la alacena, una cuchara que metió en el bote del bote de café y dejó caer después al fondo de la taza. Ayer hablé con mi papá, dijo Ana Ribeiro, con un volumen de voz más alto que lo habitual, para que Tiao la escuchara hasta la pieza, al fondo del pasillo. Quiere conocerte. Ah, gritó Tiao, girando el cigarro entre sus dedos, mirando las formas múltiples en que el humo decidía escapar de la punta, huir oscilando, bailando. Ana Ribeiro salió de la cocina y vio a Tiao. ¿Por qué te gusta fumar en la cama? ¿Sabes que se queda toda apestosa, que no me deja dormir?, dijo. Ana Ribeiro dejó la taza de café sobre la mesa donde había un televisor. ¿Alguna vez lo enciendes?, preguntó Tiao. No. ¿Para qué lo tienes, entonces? No sé, porque todo mundo tiene un televisor en la pieza, uno en la estancia, uno en la cocina. Tiao, cigarro en boca, se acercó al aparato. ¿Está conectado? Supongo. Te dije que nunca lo enciendo. No creo que esté conectado; no enciende. No importa eso. Tiao se volvió hacia ella. La miró a través del humo: tienes razón: este pueblo no llega ni a noticiero, ¿para qué quieres encender el televisor? Cualquiera se podría morir en este momento y a nadie le importaría. No. Pero eso no es exclusivo de este pueblo y lo sabes, dijo Ana Ribeiro. Pero, en fin, si tanto odias el pueblo por qué no te largas de una vez. Nadie te necesita aquí. Tiao la miró, una vez más. Ella tenía razón. No había necesidad de argumentar más nada. Tampoco de negarlo. No, porque el televisor, de alguna forma, había encendido al fin. Y había un partido dela Libertadores: Boca-Sao Paulo. En Buenos Aires.

VII.

Tiao se sentó a la mesa frente a don Matías. Tomaron café, sin hablar. Tres cigarros se consumieron hasta que don Matías rompió el silencio, sentenciando: no habrá fiestas este año.

Tiao lo miró, acercando su taza de café a los labios.

Don Matías llamó a la mesera y le pidió un vaso con agua. Por otra parte, dijo, se acercan las candidaturas. Me han pedido que te quedes para ayudarnos.

Silencio. La mesera llegó con el vaso.

Ana habló conmigo. Decidió postularse.

Los dos evitaban hacer contacto con la mirada, como si quisieran irse lo más pronto posible.

Luego de un silencio, Tiao dijo:

Anoche hablé con los magos. Conseguí que volvieran para la función privada que había prometido. Será mañana por la noche.

Don Matías, luego de un sorbo largo de café, dijo: anoche mataron a Amanda. En el centro.

Tiao lo miró.

La función es a las siete, dondela Matita. Estáusted invitado, por supuesto.

VIII.

Casi todo el pueblo fue invitado a la función de magos. Muchos de ellos, empero, no asistieron. O no quisieron asistir.

Al llegar, del brazo de Ana Ribeiro, Tiao vio ala Matitacon el vestido que había guardado para las fiestas del verano: una tela que le cubría de pies a hombros, de tonos rojizos, con estampados de flores y trasparencias en el área de los brazos. Todo tipo de flores se dibujaban a lo largo del cuerpo dela Matita, como una visión de la selva que ha tomado forma en el cuerpo de la mujer, probablemente, más vieja del pueblo. Cerca del cuello, en el escote de donde los senos colgaban como hamacas con dos hurones gigantes durmiendo en ellas, Tiao vio el dibujo del ave mística que nadie había visto nunca, esa cuyo canto se escucha emerger del sonido de la selva, invitando a seguirla como sólo se siguen los sueños, hasta que quien la sigue se sumerge en las profundidades donde ni siquiera Dios es capaz de encontrarlo.

Tiao siguió caminando hacia dentro de la casa, hasta el jardín donde todo estaba listo para la función. Un grupo de hombres trabajaba en la colocación de las tarimas. Hasta entonces recapacitó en lo majestuoso del jardín dela Matita, lo extenso. Los hombres movían las hojas de las palmeras y hacían a un lado las rosas del jardín, al fondo. Tiao aguardó junto a Ana Ribeiro, quien miraba en torno suyo, comprometida como estaba a no irse; iba a tener un puesto más alto, tal vez llegara a ser, un día, diputada, gobernadora. Mas ni siquiera era capaz de fijar la vista entre tanto alboroto, hasta que frente a sus ojos cruzaron los cuerpos de Roberto y Mirabel que iban y venían por la casa como dos colibríes persiguiéndose. Mirabel veía a Roberto acercarse. Corría, giraba, se escondía tras un cuerpo extraño, que resultaba ser el de Tiao y miraba al niño descalzo correr hacia ella con los ojos apretados y la risa estallando una y otra vez en su boca, contagiándola, obligándole a pegar el rostro contra la pierna de Tiao que en ese momento le acariciaba el cabello.

Ana Ribeiro lo miró a los ojos, e intentó sonreír. Tiao por su parte la miraba como con certeza, como si quisiera aprovechar el último detalle de su rostro y guardarlo en su mente, sólo para él. No me gusta no saber lo que estás pensando, exclamó Ana Ribeiro.

Sin soltarse, caminaron hacia dentro de la casa. Don Matías entraba en ese momento, colgaba su sombrero en el perchero y se despojaba del saco, buscando una silla para colgarlo en el respaldo. Tiao se acercó a don Matías, que sonreía. ¿Cuánto falta para que empiece el show? Unos minutos, todo está preparado ya. ¿Está usted cansada, Anita? No, don Matías, es sólo que ya quiero que empiece el espectáculo.

Don Matías acomodó el cuello de su camisa, levantó la mirada, se limpió la garganta con un carraspeo y dijo: buenas noches a todos. Como sabrán, ésta es la primera vez que es necesario cancelar las fiestas del verano en toda la historia de nuestro pueblo. Las razones son varias, y ninguna. Todos conocemos el asunto de los asesinatos, por ello no quiero hablar de eso ahora. Somos nosotros mismos los que hemos decidido no hacer las fiestas e, irónicamente, aquí estamos, esperando un espectáculo que no será nada que no hayamos visto, que no podremos ver después. En la calle, los niños siguen jugando. A ellos no les importa nada de esto. Y los adultos, nosotros, estamos aquí, esperando a los magos. Irónico, pienso. Pero, en fin, alguien debe estar aquí, eso es seguro. Y esta noche, mientras estemos aquí, viendo con los ojos lo que muchas veces imaginamos ver en nuestros sueños, entonces, cuando niños, seguro sabremos que nada vale realmente la pena. No hay razones para festejar hoy. Quiero decir, hoy en día: el mundo es inhabitable; el país, nuestro pueblo hoy por hoy es tierra donde nadie puede vivir, y no creo que eso sea motivo de celebración. No obstante, don Matías hizo una pausa para mirar a los asistentes, aquí estamos.

Un par de manos se juntó en la forma abstracta del aplauso, ese sonido parco, bestial, que nos remite a lo básico de la aceptación en las mutas congregadas alrededor del fuego, hasta que al fin, aquellos que aplaudían –como si comprendieran su reacción casi animal– callaron.

Se abrió el telón. Un hombre, vestido totalmente de blanco, estaba de pie en medio de dos cajas del tamaño de un potro adolescente, de las cuales, cuando se encendieron las luces del escenario y la música comenzó, se asomó la mitad del cuerpo de dos muchachas blancas. Cada una llevaba una espada en las manos. El hombre vestido de blanco se acercó a las jóvenes y tomó ambas espadas. Luego hizo algunos movimientos, como si realizara un conjuro. En el sonido, una flauta se expandía y se retraía oscilando en el aire como el humo de los cigarros, marcándole el ritmo a los magos; un ritmo lento, parsimonioso, que se desdobló en el ambiente hasta que el sonido de un piano surgió desde la oscuridad, tocando dieciseisavos en una escala igualmente oscura. El hombre vestido de blanco tomó las espadas y las alzó hacia el cielo descubierto, donde la noche ya pintaba sus colores, sus ausencias. Acto seguido, ambas jóvenes salieron completamente de las cajas que las contenían y caminaron hacia el hombre. Lo besaron, cada cual en su respectivo flanco, untando sus cuerpos contra el cuerpo de él, quien cerraba y abría los ojos al ritmo de la música, misma que, si hubiera cantado en lenguaje humano, sonaría como el siguiente verso de Jobim: «¡ven, pena de mí!»

El espectáculo siguió, para la impaciencia de algunos, de la misma manera por unos cuantos minutos más. Luego, el hombre vestido de blanco tomó las espadas. La mayor parte de la gente cerró los ojos cuando éste las incrustó en su cuerpo, una entrando por cada lado, saliendo del lado contrario. En un instante, cuando sacó las espadas, la ropa cayó sobre el pasto del jardín; vacía; sin cuerpo, ni hombre, ni nada. Las muchachas caminaron hasta donde yacían las prendas y las levantaron hacia el cielo. Bajándolas nuevamente hacia el público, mostrándolas, pesadas, como si fueran de hierro, ambas jóvenes sonrieron. En su sonrisa se delataba el triunfo de los que saben más que los otros, de los que conocen, de los que han visto en lo profundo y han regresado al mundo para compartir nada, para callar; el silencio de los que sobreviven.

La música se detuvo.

No fue sino hasta que un nuevo piano comenzó a sonar, allá, a lo lejos, dibujando tonos azules que se expandían como plumas en el aire, que la ropa blanca del hombre comenzó a moverse. Algo estaba naciendo dentro de ese vacío, algo cobraba vida, se extendía en el espacio, bailaba de un lado a otro, subiendo con la ropa a cuestas, explayándose en una risa silenciosa que se combinaba con la música lejana. Los hombros del hombre oscilaban bajo las prendas otrora vacías, reflejando, desde adentro, la luz de la luna como una luciérnaga gigantesca.

Tiao fue el primero en aplaudir, al momento que el hombre, vestido enteramente de blanco, esbozó una sonrisa e hizo una reverencia para los espectadores. La demás gente coreo el aplauso de Tiao, que se convirtió en un ruido ensordecedor que ocupó todo el espacio, el tiempo.

IX.

Después de esa noche, la gente comenzó a morir sin descanso. A todas horas del día se oían disparos, estertores que anunciaban la última hora, el instante final. De un momento a otro, en las calles se caminaba entre cadáveres en descomposición. Los paseantes avanzaban indiferentemente, como si nada. Tal vez porque, en el fondo, la muerte no es sino una consecuencia, una necesidad. Como la tierra necesita purificarse y produce la hierba mala, como el árbol necesita cambiar de hojas y la flor cerrarse en el invierno para volver a nacer en la primavera, así el hombre tiene que morir para que la especie se renueve. Qué mejor si todos pueden morir al mismo tiempo, cada quien en el sitio arbitrario donde la muerte lo tome por sorpresa. Cada quien en su individualidad pensante, como deben morir los delfines en el fondo del mar. Abandonados, solos, a pesar de que alguna vez fueron parte de una sociedad. Qué mejor que la muerte para renovar la vida. Porque sí, después de la muerte la necesidad de vida se vuelve cada vez menos imperiosa, y se puede pensar en lo Infinito. En lo Eterno; lo que olvidamos, merced a una serie de contradicciones imperantes en la rutina diaria, en el práctico devenir de los días, en el sinsentido de lo abstracto, del lenguaje. Porque, sí, el lenguaje no ha logrado comunicar nada sino el miedo. El hombre sólo se ha transmitido el miedo, la impaciencia. No así lo Eterno, lo que permanece. Ello nos ha hablado del verdadero hombre, el que no muere.

 

X.

Junto a su cuerpo, el cuerpo blanco de Ana Ribeiro descansaba. La besó en la frente y se levantó a poner café.

Afuera estallaban incansables los fusiles, las escopetas, chillaban los cuchillos abriendo hendiduras por donde la vida se escapaba.

Tiao, de regreso a su pieza, pasó frente al retrato de Ana Ribeiro que ya casi había concluido. Le faltaba afinar los últimos detalles, pero en conjunto la imagen estaba completa.

Dejó la taza de café sobre la mesa, se acercó al caballete y tomó los pinceles. Preparó un poco de óleo sobre la paleta: sólo tonos naranjas y amarillos que revolvió con la punta del pincel, lentamente. Como un remolino, los colores se fundían unos en otros, tomando relieves en la paleta, pequeños cuerpos que Tiao aplastaba y levantaba con el pincel, ponía en libertad, abandonaba. Alzó un poco de pintura y subió la mano hasta llegar al lienzo. Empezó pintando tonos de luz en el cabello, unos pocos detalles nada más, moviéndose hacia abajo sobre la tela para tomar rumbo hacia el rostro blanco, pálido. Ya volvía a tomar pintura de la paleta cuando otro balazo estalló afuera, uno más, que destacó, extrañamente, entre los demás.

Tiao se volvió hacia a la ventana y alcanzó a ver cómo se apaga un repentino relampagueo de luces en alguna calle vecina. Siguió pintando, dejándose llevar por un impulso extraño sobre el cabello de Ana Ribeiro en su pintura, mirando siempre esos ojos verdes que habían sido trazados por su mano.

El único ruido en la habitación era el paso del pincel sobre la tela: un ir y venir deslizante que, inconscientemente, Tiao había acompasado con la respiración de Ana Ribeiro, quien lo miraba desde la cama, quien lo veía pintándola precisamente a ella.

Ana Ribeiro cerró los ojos, escuchando un nuevo relampagueo de disparos que tampoco la inmutó.

Pasaron algunas horas. Estaba a punto de terminar el retrato. Ana Ribeiro dormía con la espalda hacia la ventana. Tiao tomó su ropa del piso y se vistió. Fue a la cocina. Abrió el refrigerador y encontró que no tenía fruta para ofrecerle a Ana Ribeiro cuando despertara. Era una pena. Volvió a pararse frente al caballete y esbozó unos trazos más, cuando de pronto escuchó que la puerta de su casa que daba a la calle rechinaba, indicando que alguien la había abierto. Entonces Tiao dejó caer el pincel a un lado del caballete. Antes de salir de la habitación, se volvió una última vez hacia el lienzo donde había estado trazando líneas anaranjadas para enmarcar el rostro, líneas que se confundían con el cabello café castaño, que llegaban hasta la piel blanca, pálida, y se desvanecían ahí; donde su mirada se perdía, profundamente, como una palabra sin sonido. El rostro de Ana Ribeiro, que dormía.

Al abrir la puerta, lo primero que vio fue el rostro de don Matías. El viejo dio un paso hacia atrás; con la mano derecha levantó su sombrero mientras la izquierda empuñaba el revólver hacia Tiao, quien no se movió un solo centímetro sino hasta que las balas, estrellándose en su cuerpo, terminaron de explotar en su interior, tirándolo al suelo, desde donde vio a don Matías que se acercaba. Éste miró el cuerpo de Tiao. Lo saltó. Subió las escaleras y entró a la habitación. Ana Ribeiro se había levantado. Caminaba por la cocina con un plato en las manos, sin percatarse cuando don Matías entró, empuñó la pistola apuntando hacia ella y jaló el gatillo, al mismo tiempo que en la ventana una nube dorada se expandía liberando un rayo de sol.

 

[Para leer la primera entrega de Los asesinos del cuadrante norte, da click aquí]

___________

alfredo lèal (Ciudad de México, 1985) es estudiante de Lengua y Literaturas Modernas Francesas  en la UNAM. Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de SOGEM (2002-2005). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2005-2006), fundación para la cual ha traducido del francés a Henri Michaux, Michel Tournier y Julie Anselmini, de quien traduce actualmente, en colaboración con Maxime Benhing, el libro Le roman d’Alexandre Dumas père ou la réinvention du merveilleux. Ha publicado cuento, ensayo, crítica literaria, crítica de cine y arte en revistas como Lenguaraz, Opción (ITAM), Blancomóvil y es habitual colaborador de Metapolítica. Obtuvo el Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2006 por su libro de cuentos Ohio y una mención en el Premio Nacional de Cuento Julio Torri 2009 por su libro La especie que nos une. Su obra como narrador se encuentra las antologías Tercer Concurso de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo (UIA, 2002), Cuentario (Resistencia, 2004) y en la Muestra de Literatura Joven de México (Fundación para las Letras Mexicanas 2008). Ha publicado el libro de cuentos Ohio (UACM, 2007) y la novela Circo y otros actos mayores de soledad (Ediciones de Educación y Cultura, 2010). En 2011 aparecerá su segundo libro de cuentos, La especie que nos une (Tierra Adentro).

Tags: ,

Trackbacks/Pingbacks

  1. Ventana a los micromundos | Revista Cuadrivio - 16. dic, 2011

    [...] el movimiento estudiantil en Chile, la segunda entrega de Los asesinos del cuadrante norte, de alfredo lèal, y, a petición de nuestros lectores, el estreno de un archivo con los índices de las ediciones [...]

Deja un comentario

Proporciona tus datos para poder publicar comentarios. Todo insulto queda prohibido. Tu dirección de correo no será mostrada.

Gravatar compatible.

Puedes utilizar etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>