De putas y madres. La mujer y el melodrama prostibulario en México

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En la historia del cine mexicano, encontramos desenvuelta la mirada tradicional y principalmente masculina del lugar real e ideal de la mujer en la sociedad. El melodrama prostibulario, género predilecto en tal historia, anda entre lo vulgar y lo ridículo de esa mirada a la que le encanta encuerar a la mujer, quitarle la inocencia, castigarla y condenarla a la tragedia… porque si no se casa, no hay de otra. Susana López se divierte repasando con el filo de su humor los ires y venires de este género, inocente y depravado al mismo tiempo.

 

 

 

Susana López Aranda

 

Desde sus inicios, el cine mexicano ha tenido por género central al melodrama en todas sus variantes. Una de ellas, de la que hablaremos en este artículo, es el melodrama prostibulario, nacido en 1918 con la primera versión de Santa, basada en la novela homónima de Federico Gamboa. Esta Santa muda fue el origen de las películas sobre personajes femeninos de buen corazón que se prostituyen, no por deseo, sino porque no les queda de otra. La novela tuvo mucho éxito desde su publicación porque habla de temas que tocan el alma del mexicano, como la pobreza y la sexualidad, a través de una mujer inalcanzable y pura de corazón (a pesar de ser prostituta, por supuesto). Esta película sentó las bases para moldear uno de los arquetipos más importantes del melodrama mexicano: la prostituta víctima acompañó al cine nacional desde la época del cine mudo hasta principios de los ochenta. Todavía hoy, este tipo de personajes femeninos aparecen de vez en cuando, no necesariamente como prostitutas, pero sí como mujeres caracterizadas por su pureza y capacidad de sufrimiento ante situaciones adversas causadas por terceros o por el desmembramiento trágico de la familia tradicional.

 

La buena prostituta

Las mujeres de este cine caen en el fango de la desgracia, en brazos de algún sujeto maligno que las desvirga y las deja perdidas para siempre. Esto las lleva directamente al prostíbulo –no existe otra opción. Si una mujer perdía la virginidad en brazos de un hombre que la había dejado tenía que terminar en el prostíbulo. Las mujeres que trabajaban generalmente se perdían cuando trabajaban. Eso de trabajar conducía casi siempre a la corrupción.

Había una forma de salir un poco del fango: saber cantar o bailar. Las mujeres con este talento se volvían variedad y por lo tanto ya eran capaces, como dice el verbo tan manido, de empoderarse. Parte del empoderamiento de la mujer ocurría a través de la rumba; seguían prostituyéndose, pero por lo menos ganaban un sueldo adicional y tenían más posibilidades. Ésta es la historia básica de muchísimas películas, repetida una y otra vez.

Los elementos que marcan la transformación y corrupción de las mujeres se muestran de manera bastante burda. Después de ver muchos melodramas de este tipo es fácil notar cómo se representa la inocencia: además de peinarlas con moños y vestirlas como niñas, las actrices tenían que moverse de una manera distinta, nunca explotando su sexualidad. Esto llega a niveles casi ridículos. Por ejemplo, es muy común que, cuando son inocentes, estos personajes caminen dando brinquitos. Una vez que pierden la virginidad ya no vuelven a brincar. Es lógico: ya crecieron, son mujeres, entonces ya no brincan. Como viven de la sensualidad y la sexualidad, comienzan a mover las caderas (pero lo de enseñar el ombligo no, ese casi siempre está tapado; no hubo ombligos en la pantalla durante muchos años, los trajes de rumbera los cubrieron al menos hasta los años cincuenta).

El gusto del mexicano por estas féminas del cine tiene que ver con el lugar de las mujeres en la estructura de la familia mexicana, principalmente como contraste del otro gran arquetipo del personaje femenino: la madre. No se trata de una mujer que es madre, ella es la madre, construida sobre un pedestal, absolutamente intocable. Sin embargo, en ocasiones, sobre todo en el melodrama prostibulario, las madres pueden ser personajes muy nocivos. Por ello, las mujeres están sujetas a representar sólo una de estas dos funciones.

El melodrama prostibulario retrata la sociedad a partir de la concepción mueganosa de la familia mexicana: todos están pegados (y al tanto de las actividades de los demás). En este género, el placer es condenable: no está bien sentir cosas placenteras, pero al mismo tiempo es muy rico; moralmente está mal, pero qué sabroso es escaparse al cabaret, bailar, fumar, tomar… Las mujeres son un poco más libres en esos antros, pueden hacer cosas que las madres no pueden (o no deben) hacer.

Todo esto parte de una concepción masculina, donde las mujeres son objetos en el ideario cinematográfico. Ambas representaciones femeninas obedecen a ciertas características: la prostituta debe ser pura y buena (en algo debe parecerse a la madre) y a la madre no se le puede prostituir (aunque en ocasiones sea parte de ese mundo). Por supuesto, existen derivaciones interesantes de estas reglas. En algunas películas, por ejemplo, las prostitutas adoptan a los hombres con los que se acuestan y conforman otro tipo de familia.

 

El trágico camino de la perdición

La Santa de 1932, dirigida por Antonio Moreno y protagonizada por Lupita Tovar, fue la primera película sonorizada con el sistema de sonido directo que inventaron los hermanos Rodríguez. Tuvo un gran éxito porque la gente pudo apreciar el género en todo su esplendor, con diálogos tan melodramáticos como los de la novela. El sonido hacía que el golpe de sentimiento exacerbado fuera más efectivo. La gente quedaba echa pomada, todos salían llorando de la sala. Al final, la heroína muere de tuberculosis (único desenlace posible para estos personajes), pues tiene que pagar de algún modo por sus pecados. Generalmente, el castigo es la muerte. Otro ejemplo es La mujer del puerto (1934), en la que Rosario (Andrea Palma) comete el peor acto tabú del melodrama: se acuesta con su hermano. En este cine, el incesto es un crimen terrible que no puede llevar sino a un final trágico. Entonces ella se tiene que suicidar.

Además de la historia básica de este tipo de melodrama, un par de elementos lo hicieron el género predilecto del público: el primero fue la inclusión de las canciones de Agustín Lara, factor importantísimo en el desarrollo de estas cintas, porque hacía una conexión entre la radio y el cine. Agustín Lara estrenaba sus canciones en la radio y todo el mundo las conocía. A partir de Santa, se siguió haciendo este enlace en los melodramas, por ejemplo en Coqueta de Fernando A. Rivero (1949), en  Aventurera (1950) y Humo en los ojos (1946), ambas de Alberto Gout.

 

 

El segundo elemento fue el desarrollo urbano que se vivió un poco más adelante. Para fines de los cuarenta, en la posguerra, ya se estaba determinando el desarrollo de la ciudad de México en contraposición con la provincia, dando pie a la idea de que la pureza estaba relacionada con la provincia y la corrupción con la ciudad (hay que considerar, para el caso de Santa, que Chimalistac no era parte de la capital en ese entonces). Todas las chicas de provincia eran puras en apariencia. Uno se pregunta: ¿no había prostitutas en aquellos lugares? Aparentemente no: según el cine mexicano, sólo había prostíbulos en la ciudad de México. En estas películas las muchachas siempre vivían el mismo itinerario moral: crecían en provincia, eran buenas y en algún momento se perdían en el antro de corrupción que es la ciudad. Podía suceder en su propio espacio, cuando alguien las seducía, o con su llegada a la capital.

 

Alternativas revolucionarias

No es sino hasta Aventurera que realmente se llega a la culminación y demolición de estos arquetipos, pues por primera vez se plantearon cambios fundamentales en la trama básica. El más importante es quizá el más sencillo: al final, la prostituta no muere, sino que puede irse con su galán. A pesar de esto, Aventurera es una de las cintas cumbre del género, pues el personaje principal emprende la trayectoria tradicional al pie de la letra. La historia arranca en Chihuahua, cuando Elena Tejero (Ninón Sevilla) es todavía una niña inocente. Todo cambia cuando descubre que su madre tiene un amante. Lucio el guapo (Tito Junco) la encuentra después de que la pobre huye de su casa para alejarse de su madre, cuyo adulterio causa el suicido de su padre, y la lleva directito al prostíbulo.

En esta película se dan cita los dos personajes femeninos clave ya mencionados, pero ambos arquetipos están trastocados: la madre, normalmente santa, es nada más y nada menos que la lenona. En este sentido, Aventurera representa al mismo tiempo la culminación apoteósica del género y su demolición en términos morales. Todos los melodramas que anteceden a Aventurera son los preludios de este gran cambio. Andrea Palma, quien interpreta a la primera Mujer del puerto (1934) de Arcady Boytler, no sólo es la madre, es la madrota. Sin embargo, aunque corrompe y explota a la muchacha, no deja de ser buena, pues se sacrifica por sus hijos. Luego la muchacha logra salvarse o hacerse más poderosa, precisamente porque canta y baila muy bien (en teoría).

 

 

En Aventurera, tanto la madre como la prostituta se salvan. La primera se va a Estados Unidos (que no está nada mal, considerando su crimen), se retira y uno de sus hijos, a pesar de saber que ella es lo peor de lo peor, la perdona porque todo lo ha hecho por ellos. El hombre es tan magnánimo que también perdona a la prostituta, pues la ama a tal punto que quiere seguir casado con ella. Por supuesto, al final ella está a punto de morir porque Lucio intenta clavarle un puñal por la espalda. Por suerte (la casualidad no se deja extrañar en estas cintas), aparece el Rengo (Miguel Inclán) y mata al villano para que Aventurera, a quien ama, pueda ser libre con su marido. Este final en realidad es muy transgresor dentro del género y en términos de la concepción misma de la mujer, que tradicionalmente merecería un castigo. Otro cambio importante es que Elena Tejero no perdona a su madre por ponerle el cuerno a su papá, lo cual era impensable. ¿Qué tiene que ver con la familia mexicana? Pues todo: es un retrato de los vínculos que se vivían en la sociedad de entonces.

 

Ay, los hombres

Ahora bien, el melodrama prostibulario también incluye arquetipos masculinos. Uno de ellos es el hombre que ama a la heroína, pero no puede ser correspondido. Es el caso de Hipólito (Carlos Orellana), el ciego de Santa, y del Rengo en Aventurera. Más que aliados de las prostitutas, estos hombres se vuelven sus muletas, sus esclavos. En Santa, Hipólito tiene a su niño lazarillo y los dos se enamoran de la prostituta, porque es buena en el fondo. Lo mismo descubre el Rengo en Aventurera: el amor los va a salvar a todos. Este amor frustrado que le profesan es como la medalla con la cual la mujer se puede ir al cielo y redimirse. Es gracias a ellos que su bondad queda demostrada. Aventurera, por ejemplo, se opone a que Lucio el guapo mate al Rengo. Estos personajes siempre tienen defectos físicos, son ciegos o cojos o no tienen un brazo: no son hombres completos. Eso también es interesante desde la perspectiva masculina que construye estas historias: tienes que estar muy jodido físicamente para sentir ese amor por una prostituta. Al disminuirlos así, los hacen crecer en términos de melodrama, se vuelven capaces de perdonar y amar, a pesar de no ser correspondidos. Ésa es su gran tragedia. Generalmente, ellas los quieren como hermanos o como huérfanos, pero no como hombres. Santa sería incapaz de acostarse con el ciego o Aventurera con el Rengo. Ellos se conforman con sobar sus pertenencias de manera bastante lasciva: Aventurera le da un pañuelo al Rengo, él lo huele y lo conserva como reliquia. Estas cosas turbias y un poco depravadas están purificadas por el amor.

También hay otros dos tipos de hombre: el seductor, el malvado que desflora a las heroínas; y el galán, el que ama a la prostituta y es correspondido. En el caso de Aventurera, este último personaje es la salvación de la mujer, el que la saca de esa vida. Finalmente, él le ofrece su apellido, «se lo cumple», y sufre toda clase de humillaciones (y eso que las personas que lo rodean no saben que se está casando con una prostituta, pero basta con que ella baile y cante en su boda con unos tragos de más para que todos la juzguen). ¡Pecado!, grita la sociedad de Guadalajara. A estos personajes se les trata como hombres admirables que logran traspasar las limitaciones tradicionales de México. Son pocos y son muy valerosos. Ellos también son arquetípicos en el género campirano, como Aurelio en Pueblerina (1949) del Indio Fernández, a quien no le importa que su novia haya sido violada por su mejor amigo y que tenga un hijo de él; ama a esta mujer que ha sido desflorada por otro y la acepta. Esos son los grandes hombres del cine mexicano –porque en la realidad pocos se animarían a hacer algo así. Los hombres mexicanos sentían muchas cosas atrabiliarias al respecto. Lo común era pensar: «Las divorciadas son pecaminosas; tienen un hijo de otro hombre, ¿lo podemos soportar?» Esto se lo pregunta un director o un guionista, y a partir de eso construyen personajes casi imposibles para ellos mismos, los plantean como ideales improbables: «No todos podemos, pero ellos sí pueden».

 

Apechuga, pechuga

En la vertiente rural del melodrama, el género campirano, las mujeres juegan otro papel: la abnegación. Esto se puede ver en mucho cine del Indio Fernández, donde la abnegación se plantea como una entrega, y además como un apoyo. Un hombre no puede estar completo sin esa mujer. El guionista o director lo concibe de esta manera porque es su ideal. Para el Indio, este hombre y esta mujer son ideales. En Enamorada (1946), adaptación de La fierecilla domada, María Félix encarna a otro tipo de mujer: la salvaje, bravía. Por eso es necesario domarla primero. Este esquema de personaje femenino funciona porque es deseable, hermosísima y tiene dinero, pero con esa actitud no puede ser buena pareja. Hay que darle chicotazos y latigazos (de manera bastante literal, en la película María Félix y Pedro Armendáriz se dan de cachetadas). Total: como debe ser, la protagonista acaba domesticada y se va atrás del hombre, muy elegante, a hacer la soldadera. ¿Por qué? Porque el Indio no concebía a las mujeres de otra manera: «tiene que ser alguien que esté a mi lado, un poquito más abajo», completamente sometida al rol del hombre, aunque siempre en buenos términos, pues en el cine de Emilio Fernández hombres y mujeres se sacrifican por amor, no por golpes.

El Indio Fernández es un caso particular en el cine mexicano, porque crea el personaje de la mujer sumisa y lo culmina. Este arquetipo tiene un giro curioso en Salón México (1949), donde una mujer es admirable por su sacrificio. En esta película también se ven los roles masculinos antes mencionados. Por ejemplo, el policía Lupe López (Miguel Inclán, mismo actor que interpreta al Rengo en Aventurera) se enamora profundamente de la prostituta Mercedes (Marga López) y le dice que todo lo que tiene es suyo. Ella no cree merecer ese amor, pero lo acepta, aunque no es correspondido. Ella se ha prostituido para cuidar a su hermanita, para que «se logre». En el momento en que lo consigue, Mercedes ya no tiene ninguna función en la vida y se vuelve un estorbo para su hermanita. Entonces hay que matarla, para que no siga sufriendo. El malo reaparece para hacer precisamente esto, así que el hombre bueno sufrirá por ella el resto de su existencia.

 

Las ficheras: perdición del melodrama

Se hicieron muchísimas películas de este género, sobre todo en el sexenio de Miguel Alemán, inmediatamente posterior a la guerra. Curiosamente, también se reflejaba en lo político (o al revés) la época de la vida nocturna en México. Al presidente le encantaba andar de aquí para allá en el lingolilingo, le gustaba «darle vuelo a la hilacha». Fue el sexenio en el que todo el asunto estalló; el presidente era galán, disfrutaba la vida nocturna. En ese tiempo había cabarets, ahora no hay más que antros, ya no existen lugares con variedad. Los cabarets se veían muy decantados en las películas. Las mujeres bailaban en el escenario y no necesariamente se encueraban, sólo bailaban rumba. Poco a poco, estos lugares se trasformaron en el table dance que conocemos hoy. Este proceso se correspondió en el cine de los años setenta con la aparición de las ficheras, otra derivación del mismo género, que pierde muchos atributos del melodrama prostibulario. Este cine sucede en los prostíbulos, pero ya no es un melodrama como tal, en general se empobrece el género a tal punto que solamente sobrevive su parte superficial: que ellas son ficheras, se prostituyen y bailan en el cabaret.

Estas cintas son muy pobres, casi no tienen argumento, son solamente un conjunto de albures y chistes, con una historia muy tenue detrás. Las pulquerías y Las ficheras son todas iguales: son sketches. Aunque hay un endiosamiento de las mujeres que viven en los cabarets, no son personajes profundos. En realidad, las cintas se concentran en los hombres que van a pagar por sexo. Los personajes no están construidos con el melodrama, son meras funciones sin importancia dramática: hay un personaje cómico, el hombre que las explota (por lo general Jorge Rivero o uno de esos fortachones)… No es fácil decir de qué se tratan Las ficheras: salen señoras con poca ropa, unos señores que dicen albures y eso es todo lo que se puede recordar. Las historias no importan, por eso los títulos son Las ficheras 1, 2, 3, da igual. Los personajes son intercambiables y las películas ni siquiera valen la pena en términos de fotografía o dirección. Son desechables.

A partir de ese momento, el cine nacional fue llegando poco a poco al grado cero. No importaba quién dirigía –generalmente era el güero Castro, un cómico que hizo cientos de estas películas, cuatro o cinco al año–, las películas tenían que ver con la variedad de los cabarets y de las carpas. Fueron adquiriendo un grado de vulgaridad impresionante. Estaban llenas albures groserísimos alrededor del sexo. ¿Eso qué dice? Que en la sociedad hay una represión brutal en términos reales. La gente iba a ver esas películas como un escape nada más. Era terrible, porque las mujeres ahora sí eran simples objetos. A ellas sí las desnudaban –a los hombres nunca.  Seguía siendo lo de antes, pero llevado al siguiente nivel. Las mujeres son encuerables; los hombres no, porque hay que proteger su vulnerabilidad. Las mujeres podían ser cosificadas, exploradas por la cámara a detalle, los hombres no. Sintomático de la época…

 

 

Virajes en la pantalla

El arquetipo femenino cambia hasta los años setenta: las mujeres ya no necesariamente son prostitutas, pero sí tienen algo cuestionable en términos morales. Como ejemplo está Berenice en La pasión según Berenice (1976) de Jaime Humberto Hermosillo, un personaje singular en el cine, muy distinta a las mujeres que conocemos hasta ahora. Berenice tiene un pasado turbio, en algún momento se menciona que podría haber sido prostituta porque nadie conoce muy bien su vida; también pudo haber quemado a su marido…  En realidad, nadie sabe nada de ella y esto la hace interesante. No es predecible, no es un molde como las mujeres del melodrama prostibulario. Esto le da mucha más libertad al personaje, que puede transgredir muchas reglas que la gente decente no podría. En este caso, es Berenice la que seduce al extranjero, Pedro Armendáriz hijo, pero realmente no se quiere casar con él. Aquí hay una inversión de la convención antes mencionada: Berenice sí tiene un momento de debilidad en el que contempla irse con el hombre, pero es por irse más que por amor. No piensa en el matrimonio. Antes había dos posibles caminos para una mujer: ser prostituta o casarse. Berenice revierte esta noción, empezando por el hecho de que tiene un trabajo (lo cual no está muy bien visto, aunque no tiene nada que ver con los burdeles). Al igual que Aventurera, Berenice no muere: acaba quemando su pasado y se va. Pero no se va atrás de un hombre. Éste es uno de los personajes que marcan una gran diferencia en términos del concepto de mujer que hasta el momento había quedado plasmado en la pantalla por guionistas y directores (hombres en su mayoría, sobra decir).

Otra película que revierte estas convenciones es la versión de Ripstein de La mujer del puerto (1991). El pecado del incesto inevitablemente es castigado, pues se trata de un tabú en todo el mundo occidental. Sin embargo, en esta cinta, la relación continúa a pesar de que los personajes son hermanos. Hay que hacer notar que el guión es de Paz Alicia Garciadiego, quien escribe las últimas películas de Ripstein. Es por esto que la visión cambia, permitiendo plantear a las mujeres, madres y prostitutas de otro modo. En esta versión de La mujer del puerto, el personaje se embaraza de su hermano y tiene un hijo monstruo. La visión sigue siendo masculina (no es una versión nada más de la guionista, sino el trabajo conjunto de un hombre y una mujer con preocupaciones distintas; los arquetipos son los mismos pero se les dan dos vueltas).

Hay que recordar que estamos hablando de una industria profundamente machista, al igual que la sociedad mexicana. Por eso existen todos estos nexos entre lo que se vive en la sociedad real y lo que se ve en estas cintas. Hubo mujeres directoras, productoras y guionistas, pero eran casos aislados. Es hasta los años ochenta y noventa que comienzan a despuntar las mujeres con otros conceptos de personajes femeninos. Puede que no a todas nos gusten estas películas, pero sí implican cambios importantes en los arquetipos. El mejor ejemplo es Danzón (1991) de María Novaro, cinta construida desde la perspectiva de una mujer que se va a la costa, se la pasa muy bien bailando y ya. No tiene que prostituirse ni nada. Es una visión más ligera, lo cual significa libertad para el personaje femenino protagónico en términos de melodrama. Jula Solórzano (María Rojo) trabaja como telefonista, se puede ir cuando quiere y no está marcada por la tragedia. Se trata de una película apegada a un deseo de libertad de las mujeres que hacen cine, libertad para plantear a un personaje libre que, aunque en la trama va en busca de un tipo, no importa si lo encuentra o no, es sólo el pretexto para escaparse un poco y expresar su sensualidad. Le gusta bailar, ¿qué tiene de malo mover el bote? ¿No puedes mover el bote si no eres prostituta? Hay puntos intermedios, ¿no? Para el melodrama prostibulario, no los había.

Hay una secuencia en Aventurera que resulta muy cómica en la ficción y bastante preocupante en la realidad. Antes de llegar al prostíbulo, Ninón Sevilla intenta ganarse la vida en un par de trabajos normales, limpiando casas y sirviendo mesas. Sin embargo, en todos estos intentos, algún hombre la manosea, la trata como prostituta (sin pagarle acorde al puesto). Esto es alarmante porque sí ocurría y sigue ocurriendo. Hay que ser objetivas: la situación laboral de las mujeres no es tan sencilla, no llega a los extremos planteados en el melodrama prostibulario, pero los problemas siguen siendo vigentes. Divorciarse no es tan fácil, conseguir trabajo cuando tienes hijos, ese tipo de cosas. En este sentido, el machismo del melodrama prostibulario, aunque raya en el absurdo, retrata algo que, incluso hoy, está presente.

 

 

 

 

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Susana López Aranda (ciudad de México, 1953) cursó la Licenciatura en Letras Hispánicas en la UNAM. Desde 1977 se ha dedicado a la cinematografía en instituciones como el Banco Nacional Cinematográfico (como dictaminadora de guiones) y la Dirección de Cinematografía. Fue Directora de Programación Nacional en la cadena de exhibición estatal COTSA y Subdirectora de Proyectos Especiales en la Cineteca Nacional. También ha sido parte del Comité de Premiación de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, Jurado del Premio FECIMEX, miembro del Consejo Consultivo del IMCINE, y asesora en el mismo Instituto, así como Subdirectora de la  XII Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara. También se desempeñó como Subdirectora de Promoción y Distribución Internacional en el IMCINE, y finalmente fue nombrada Directora de Programación y Difusión de la Cineteca Nacional, cargo que desempeña hasta junio de 2010. Actualmente labora en el Fondo de Cultura Económica, desempeñándose como Coordinadora General de Comercio Internacional. Desde 1985 imparte cursos sobre Historia del cine mundial, Historia del cine mexicano, Cine de autor y Talleres de crítica y análisis cinematográficos en: la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Como crítica de cine, desde 1979 ha colaborado en diarios (Uno más Uno, La Jornada, El Nacional, La Crónica), y en suplementos culturales y revistas (Cine, Revista de la UNAM, Intermedios, Cinepremiere, Cinemanía, etc.). Actualmente colabora con la columna Cinefagia en el diario La Razón.

Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

2 comentarios

  1. Iván Rincón Espríu

    mayo 7, 2016 at 1:46 am

    Este artículo comete una pequeña imprecisión respecto al final de Aventurera, que es lo mejor de la película, entre otras cosas, por sorprendente, así que no hay que narrarlo. Veo en el currículum de la autora que fue directora de Programación y Difusión en la Cineteca Nacional hasta junio de 2010. Si no mal recuerdo, Aventurera fue restaurada por aquel entonces, y el amanerado, gordito y chaparrito de siempre contaba la película antes de su proyección, retrasándola quince minutos y estropeándola (eso significa spoiler). En fin. Ripstein y su esposa perpetraron más recientemente La virgen de la lujuria y El carnaval de Sodoma (los títulos tienen siempre la misma sintaxis), dos bodrios nauseabundos que pretenden causar controversia como gancho publicitario, ofendiendo primero a los refugiados españoles en México y después a los chinos residentes en México. Eso ofende también al público…

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