Latitud

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Alejandro Badillo

 

 

Despierto. Siento el torso deshuesado. Un dolor se hunde en las costillas con cada nueva respiración. Es un dolor luminoso y, a ratos, sosegado. Cada embate de los pulmones, cada distensión, es acompañada por el dolor. Estoy en un hospital. Escucho el tecleo en una máquina de escribir. Recuerdo haber caminado rumbo a mi casa. Las calles estaban húmedas por la lluvia y parecían un espejo. Esperaba el rojo del semáforo para cruzar. Miré un auto amarillo y perdí la consciencia. No recuerdo nada. Es como si una luz negra se hubiera abatido sobre mí o como cuando se cubre un objeto de pronto.

Trato de identificar el hospital pero no encuentro ninguna referencia. La cama es cómoda. Estoy cubierto por sábanas ligeras y blancas. Mi brazo izquierdo, un poco arriba de la muñeca, está arponeado por una aguja conectada a un tubo que se retuerce como serpiente hasta llegar al suero. La cadencia del goteo invita a la somnolencia. Las gotas se descuelgan y se introducen, después de un breve recorrido, a mis venas. Sin embargo, trato de mantenerme despierto. Al lado derecho percibo las bocanadas de la ciudad. Debe ser noche cerrada. Es un cuarto grande y un tubo fluorescente baña de luz todas las cosas. Quizás el resplandor me despertó. La máquina de escribir sigue con sus teclazos. Una enfermera está redactando el parte del día, supongo. Al lado izquierdo hay una cortina azul que me separa de otra cama. Desde mi posición puedo ver parte de su esqueleto de metal y una mesita con ruedas. Siento dormidas las manos; las piernas, doloridas, como si hubiera caminado un largo trecho para llegar aquí. Escucho la respiración de alguien. Después, una voz de mujer:

—¿Ya despertó?

—Sí –respondo por inercia.

La mujer guarda silencio. Sin embargo, el nervio de su respiración se posa sobre los objetos que me rodean: un sillón vacío, un buró, una cubeta verde y un trapeador aún mojado.

—¿Quién es usted? –me animo, por fin, a decirle.

—No sé.

Me incomoda la respuesta aunque no haya un tono de burla en la voz. Acaso un poco de desidia, de lastimosa y absurda sinceridad.

—¿Y usted? –me pregunta.

Estoy por responderle pero no viene nada a mi mente. Intento articular un nombre, una vaga palabra. En vano. Lo único que recuerdo es el auto amarillo y el semáforo. Murmuro un poco avergonzado y nervioso:

—Tampoco.

Su respiración, ahora, es agua turbia que me rodea. Sigue el soliloquio de la máquina de escribir. Clac, clac, clac. Dedos diligentes en las teclas. La atención concentrada en el galope. Quiero que la enfermera deje su labor y visite el cuarto. Quiero que me diga quién soy y que avisen a mi familia, si es que tengo. Parece que estamos en el último piso. Intento apoyarme en los codos para enderezar el torso, pero el dolor vuelve a atenazarme y me obliga a guardar la misma posición. Sólo puedo girar la cabeza hacia los lados. Si lo hago con demasiado ímpetu llega una sensación de mareo. Me siento un bicho recién cazado, exhibido en la colección de un diestro entomólogo. La mujer insiste:

—¿No recuerda su nombre?

—No.

—¿Qué recuerda, entonces?

—Una calle, un semáforo y un auto amarillo.

Meditamos nuestro breve intercambio. Los teclazos siguen y su fiebre parece caldear el ámbito. Intuyo que cambian la hoja. El rodillo gira displiscente como una lenta noria.

—Yo manejaba un auto amarillo, es lo único que recuerdo –dice ella.

Avanzamos, imprecisos, en nuestras suposiciones. Probablemente me atropelló y aquí terminamos. Imagino nuestros cuerpos heridos, a la mitad de la calle, rodeados de curiosos. Imagino la sangre regada sobre el asfalto mojado. Trato de ubicar la escena en la memoria pero sólo puedo, en medio de la borrasca, recordar el semáforo. Al otro lado de la cortina adivino el destello blanco de un cuerpo y el frágil gobierno de las sábanas. Intento odiarla. Intento decirle que su error me ha cambiado la vida. Seguramente se distrajo y no atendió el semáforo. Sin embargo, opto por no confrontarla y concentrarme en mi situación. A pesar de la perenne sensación de dolor no siento ningún hueso roto.

—¡Enfermera! –grito. El carro de la máquina de escribir sigue, feroz, su viaje. Parece que alguien redacta los innumerables hechos del mundo. Clac, clac, clac.

—Lleva horas así –dice la mujer.

No le contesto y trato de calmarme. Ahora mi mente es una casa vacía que busca llenarse con cualquier cosa: sonidos, suposiciones.

Pasan varios minutos, quizás media hora. El suero está casi lleno. Falta mucho para que lo cambien. Fastidiado, a pesar del dolor, intento de nuevo levantarme, cuando la escucho de nuevo:

—¿Sabe?, estuve pensando: tal vez no estamos ni vivos ni muertos.

—¿Qué dice?

—Sí, tal vez estamos en una etapa intermedia.

—¿Etapa intermedia?

—En tránsito a alguna parte.

—Mire, lo único que sé es que no viene nadie –le digo.

A ella no le importa mi creciente molestia. Su voz, apacible, parece echar a andar el tiempo en el cuarto. Es lo único vivo aquí. Lo demás son imaginaciones, espejismos.

—Piense: quizás el suero es el que nos mantiene aquí –insiste.

Intento no reírme. Ahora, en vez de odiarla, la compadezco. La máquina de escribir sigue con su consistente tanda de golpes. Son chasquidos acompasados y monótonos. Un monólogo alucinado en la noche. Me concentro en los teclazos y pienso en la loca idea de la mujer. ¿Quiénes somos? ¿A dónde iremos después de esto? Sin embargo, conforme pasa el tiempo, la curiosidad me tienta y le pregunto:

—¿Qué propone?

—Desconectarnos del suero y salir de dudas.

Pienso que, tal vez, tiene algo de razón. También tengo esperanza de que, al desconectarnos, se active alguna alarma, alguna señal para que la enfermera deje la máquina de escribir y entre al cuarto.

—Muy bien, hagámoslo a un mismo tiempo –le digo aparentando seriedad en mi voz, como si creyera al pie de la letra en su teoría.

Me desprendo la venda adhesiva, siento un poco de ardor.

—Uno, dos… tres –cuenta ella.

Quito la aguja de mi vena. La luz del cuarto se apaga. No escucho la máquina de escribir. La respiración de mi vecina que, antes como leve mosca, se posaba sobre todas las cosas, desaparece. La oscuridad es tal que no puedo ver mi cuerpo. Es como si sólo existiera mi consciencia que flota, como un globo, entre vagas paredes. Me levanto y trato de palpar algo, lo que sea. Asustado, le pregunto:

—Oiga, ¿está ahí?

Pero no responde.

 

 

 

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Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977) es escritor y crítico literario. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro), Tolvaneras (Cuadrivio Ediciones), La herrumbre y las huellas (Ediciones de Educación y Cultura), Vidas Volátiles (BUAP). También publicó la novela breve La mujer de los macacos (Libros Magenta/Secretaría de Cultura del DF). Compiló Ficciones en fuga. Narrativa breve desde Puebla (IMACP). Es colaborador de la revista Crítica. Ha sido becario de Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en el área de cuento y del Foescap. Imparte clases de literatura y coordina talleres de creación literaria en Puebla. Ha participado como jurado en varios premios de cuento convocados por instituciones como Conaculta y la Universidad Iberoamericana. Su trabajo ha sido seleccionado en varias antologías publicadas en el país.

Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

1 comentario

  1. Alexandr Zchymczyk

    mayo 2, 2016 at 9:32 am

    Y si me quito el suero del calendario, el goteo de los días, ¿en dónde despertaré?

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