Saturday, 9th August 2014

Un libro de Dylan Thomas y yo

Publicado el 21. abr, 2013 por en Cuadrivio proteico

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Sin un rumbo fijo, andando a tientas en la oscuridad que es un camino y no un lugar –el lugar es la luz, diría Dylan Thomas–: así transcurrieron días en los que la vocación poética de Frank Báez luchaba por hacerse manifiesta. El vagabundeo errático de la juventud en esas búsquedas ambiguas tipo Holden Caufield y la brújula milagrosa que irrumpe de manera inesperada para dar sentido; en este caso, un libro de Dylan Thomas que parece haber viajado entre tiempo y circunstancia para instalarse en la vida de Frank Báez y recordarle al poeta y sus lectores que la juventud es un estado que siempre elude los espejos. 

 

Frank Báez

 

1

No tengo que hacer mucho esfuerzo para recordar la primera vez que escuché un poema de Dylan Thomas. Esto ocurrió hace mucho, cuando por cuestiones del destino yo estaba empezando a interesarme de lleno en la poesía. Además de escribir poesía a cien kilómetros por hora, estaba empezando a leer poesía no tan rápido, pero aceleradamente. Por esa y mil razones más, solía hablar de poesía las veinticuatro horas del día o me pasaba los días escribiendo poesía encerrado en mi cuarto hasta que la mano derecha empezaba a dolerme de tanto escribir. Cerraba las persianas, bajaba las cortinas, apagaba la luz y escribía como yo pensaba que escribían los poetas, o sea, con los ojos abiertos en la oscuridad. Cuando me cansaba de escribir, leía entonces los poemas, encontrando un montón de faltas ortográficas y reiteraciones y cursilerías que trataba de corregir, no mutilando el poema defectuoso, sino escribiendo un nuevo poema.

Al mismo tiempo, trataba de leer poesía, pero la mayoría de la poesía que leía me aburría de sobremanera, por lo que terminaba durmiéndome entre el libro o echaba el libro a un lado, y continuaba escribiendo más poemas. Lo que relaciono de inmediato con la anécdota de un señor que trabajaba en una imprenta y que en cierta ocasión le prestó una antología de poesía a un amigo. El libro estaba lleno de tachaduras y versos que había escrito el hombre con un lapicero, versos de San Juan de la Cruz tachados, versos de Cernuda tachados y traspuestos por otros que, de acuerdo a su criterio, eran mejores y se adecuaban más al conjunto.

Aunque no lo creía en ese entonces, a mí prácticamente me pasaba lo mismo, ya que asociaba todo lo que leía a lo que estaba padeciendo. En una entrevista, Ezra Pound relataba la historia de un niño que pregunta si alguien ha visto el rostro de Dios. Alguien le responde que no, a lo que el niño murmura, agarrando lápiz y papel, que cuando él acabe de dibujarlo finalmente van a ver cómo es. Pero bueno, ese tipo de esteta era yo, para que se vayan haciendo una idea.

Como ya mencioné, en esa época escribía intensamente poemas en cuadernos que luego extraviaba, poemas espontáneos que a medida que leía a Dylan Thomas y a otros poetas iba abandonando para concentrarme en unos pocos que me tomaban noche y día hasta que los descartaba o los arrojaba a la basura. Pero no eran unos pocos, se multiplicaban solos, eran miríadas de papeles arrojados a la basura, tantos papeles que si en vez de arrojarlos los hubiera quemado todos al unísono, de seguro que las llamas hubieran quemado la ciudad de Santo Domingo entera.

Por esos días leí por primera vez a Dylan Thomas, o mejor dicho, me leyeron por primera vez un poema de Dylan Thomas. En ocasiones, mi papá suele leer poesía, sobre todo después de almorzar. La mayoría de las veces lo que leía no me satisfacía, y yo, al igual que el empleado de la imprenta, pensaba en tachar los versos y cambiarlos por otros. Una tarde, sentado en el sofá, escuchaba a mi papá leyendo, pensando en los versos que hubiera tachado cada vez que él leía un nuevo poema. Mi papá tenía las obras completas de Neruda en las manos, un libro rojo que publicó Losada antes de la muerte del poeta que contiene una dedicatoria que le hizo mi mamá a mi papá en los setenta. Estaba leyendo el poema «Barcarola», que es uno de sus poemas favoritos. Se da el caso de que después de la lectura del poema, ese poema le recuerda otro poema y se levanta a buscarlo. Cuando regresa trae un libro negro que tiene de portada a un muchacho de mi edad, con un abrigo puesto, bebiendo cerveza, en un lugar que presume ser un bar. Antes de leer el primer poema que escuché en mi vida de Dylan Thomas, el poema «Si me hiciera cosquillas el roce del amor», mi papá hizo un pequeño comentario, aunque no recuerdo si el comentario era acerca de la vida del poeta o si trataba del poema en sí. La cuestión es que empezó a leer el poema. Lo recuerdo como si estuviese ocurriendo ahora mismo, como si fuera mi papá que leyera estas páginas y yo estuviera ahí en frente escuchándolo. Recuerdo  específicamente el verso: «la mitad del mundo es del demonio y la otra mitad es mía». ¿No es impactante? No sé con qué compararlo, es como si alguien empujara una silla de ruedas por una escalera. Pero ese tampoco sería el símil, y por supuesto que no existe, ya que ese verso contiene toda la adolescencia mía y la de no sé cuántas personas más.

A los diecisiete años ese verso es mucho más impactante, o sea, a la edad que yo lo escuché por primera vez. Sin perder tiempo, esa misma tarde, tomé el libro y empecé a leer los poemas. Los poemas en forma de útero. Los primeros poemas. El poema inconcluso. Los poemas con la forma del Santo Grial. Cada vez que leía un verso que me gustaba cerraba el libro y me quedaba observando la foto de Dylan Thomas en la portada. En la contraportada  hay  una ligera biografía del poeta, con letras amarillas sobre un fondo negro, letras que si ustedes al igual que yo las hubieran leído tantas veces, los hubieran hipnotizado. En resumen, los editores escribieron en la contraportada un párrafo de lo que en una carta Dylan Thomas dijo que era la función de su poesía y de la poesía en general, un extracto de lo que escribió en el prefacio la traductora acerca de la muerte del poeta, y al final, formularon una paradoja relacionando las dieciocho copas de whiskie que el poeta se bebió y el título de su primer libro, publicado antes de cumplir los veinte años: Eighteen poems.

En fin, se trata de uno de esos libros que todo coleccionista y obseso debe procurarse. De acuerdo al último vistazo que le eché al mercado de libros en internet, los ejemplares de Los poemas completos de Dylan Thomas los están vendiendo entre ochenta y cien dólares. Es  uno de esos libros que aparece milagrosamente en librerías destartaladas o en la casa de un poeta que murió, del cual nadie tenía la mínima idea de que era poeta. Estos libros uno los encuentra escondidos entre los estantes polvorientos. Acto seguido, uno los toma, lee las contraportadas y se los lleva. Camina con ellos, cargándolos entre el sobaco, aguantándose las ganas de pararse en cualquier esquina a leer. Generalmente, uno se detiene en un café o en la banca de un parque, aunque en ocasiones uno se aguanta hasta llegar a la casa.

Como decía, la primera vez que escuché de Dylan Thomas fue esa tarde. Y me acuerdo que no dejaba de leer el libro. Y me acuerdo que esa misma tarde le secuestré el libro a mi papá.

2

¿Cómo mi papá obtuvo el libro de Dylan Thomas? No sé bien, porque nunca le he preguntado. Quizá no lo he hecho para que el misterio perdure. Sin embargo, de acuerdo a mis deducciones, mi papá debió de comprar el libro de Dylan Thomas entre 1980 y 1982; aunque pudiera ser 1979 y 1983. En esa época vivíamos en la ciudad México. A veces pienso que quizá mi papá estaba interesado en un libro que tuviera las canciones de Bob Dylan, y que pensando en Bob Dylan entró en una librería y le preguntó al encargado por un libro con las canciones del cantante norteamericano. Este le trajo en cambio un libro de Dylan Thomas que mi papá revisó en un santiamén y se llevó al instante. Aunque esa hipótesis la puedo fácilmente descartar, ya que mi papá es investigador y es una norma en él revisar los libros, e incluso los libros de poesía; por lo que creo que él andaba buscando libros en los estantes, estantes sucios y que nadie revisaba, y que en uno de esos se topó con el libro de la manera en que describí arriba, o sea, lo encontró, acto seguido leyó la contraportada, lo pagó y se lo llevó.

Pero la traducción del libro de Dylan Thomas no debía de tener tanto polvo. La traducción fue publicada por Elizabeth Azcona Cranwell en 1974, a petición del poeta surrealista argentino Aldo Pelligrini, quien para esa fecha ya había fallecido. La traductora en un respetuoso gesto le dedica el libro. Esta traducción fue publicada por la editora Corregidor y la primera edición fue de mil ejemplares. No estoy totalmente seguro, pero me parece que en los noventa la misma editora lanzó la segunda edición de esa traducción. Lo referente a la segunda edición lo leí hace poco, pero en esos tiempos en que leía a Dylan Thomas y andaba con el libro por todas partes, pensaba que solamente existían esos mil ejemplares y que, por supuesto, yo era de los elegidos porque tenía uno de los ejemplares.

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3

Uno de los aspectos que debo recalcar es que nunca le presté a nadie la traducción de Dylan Thomas. Lo que no significa que yo preste libros, porque la verdad no me gusta prestar los libros, y sobre todo prestar los libros a personas que estoy convencido de que no los van a leer apasionadamente en el mismo instante en que se los ponga en las manos. La mayoría de los libros que he prestado han terminado maltratados, descuartizados o desaparecidos. Por esa razón, no me gusta prestarlos, y menos un libro que significaba tanto para mí en esos momentos, un libro que yo pensaba que solamente los poetas esenciales de Latinoamérica tenían, y si no eran poetas, seguramente eran artistas de valía o pensadores de importancia. Aunque al instante me preguntaba que si eran poetas o artistas de valía o pensadores de importancia ¿por qué no leían el original en vez de una traducción? Sin embargo, al rato respondía que esa traducción tenía algo importante que el original quizá no tenía y que esos poetas o artistas de valía o pensadores de importancia habían apreciado. Esto último resultaba meritorio para la traductora y poeta Elizabeth Azcona Cranwell.

Entretanto, cuando les preguntaba a los lectores de poesía dominicanos si habían leído a Dylan Thomas, estos respondían que les sonaba, confundiéndolo con otro poeta que no tenía nada que ver o asociando el nombre con Bob Dylan. Pero por supuesto que les debía de sonar, ya que el nombre de Dylan Thomas se repite constantemente en varias obras de valor escritas desde los cincuenta para acá, además de que era una referencia obligatoria para cualquier escritor que hablara de poesía anglosajona a finales de los sesenta y principio de los setenta. Si se revisan los libros de mis estantes de esa época se pueden percatar de que todas las referencias a Dylan Thomas se encuentran subrayadas.

¿Qué escribían los poetas latinoamericanos a finales de los sesenta y principios de los setenta? Depende de cuáles poetas.

Alejandra Pizarnik, escribía de noche y tomaba un montón de pastillas para evitar el insomnio y la obesidad. Cuentan que solía amarrar sus botas a dos palos de escoba y que junto a un amigo movían los palos de escoba con las botas amarradas a través del techo para asustar a los vecinos de arriba.

Roque Dalton, escribió en Praga un poema que yo admiro mucho.

Jorge Tellier, escribía una poesía que parecería bucólica pero no era bucólica.

Gonzalo Arando se fue a un monasterio.

Reinaldo Arenas escribía clandestinamente en Cuba. Y no voy a hablar de él, porque se sabe bien lo que le pasó y hace unos años hicieron una interesante película sobre su caso.

César Moro creo que ya estaba muerto en México.

También estaban los poetas que escribían poesía panfletaria y los cantantes de trova que quizá no oyeron hablar mucho de Dylan Thomas, pero sí de Bob Dylan. Quizá tampoco escuchaban a Bob Dylan, pero sí sabían de un sujeto llamado John Lennon, o quizá tampoco conocían a Lennon, pero sabían que había un movimiento de contracultura en los países imperialistas, o puede que consideraran que todo era pagado por la CIA y no le prestaban mucha atención.

Pero bueno, los otros poetas que no escribían poesía panfletaria escribían una especie de poesía metafísica. Yo establezco la diferencia entre esos tipos de poetas de la siguiente manera: mientras los primeros se encontraban en las cárceles siendo torturados, estos últimos se encontraban en los manicomios donde recibían electroshocks o inyecciones de trementina. Se puede pensar que los últimos leían más a Dylan Thomas que los primeros. Aunque depende, ya que hace unos días leí un ensayo que habla de Dylan y su relación con los comunistas y especialmente con Bert Trick, un amigo de la juventud que, si no recuerdo mal, había fundado un partido izquierdista en Swansea. Sin embargo, eso es algo que en sujetos normales se puede predecir, pero en lo que concierne a los poetas, es terriblemente complicado de pronosticar. Ése es el caso del escritor Roberto Bolaño, que fue a Chile a hacer la revolución y que fue detenido y recluido en una celda, de la cual escapó con vida gracias a la ayuda de dos policías, ex compañeros de escuela, que lo ayudaron a escapar. En uno de los textos del libro Putas asesinas, Bolaño cuenta lo siguiente: «De madrugada escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir, sin nada que leer, salvo una revista en inglés que alguien había olvidado allí y en la que lo único interesante era un artículo sobre una casa que en otro tiempo perteneció al poeta Dylan Thomas».

La semana pasada estuve leyendo la novela W de Georges Perec, que resulta ser una de las influencias primordiales de Roberto Bolaño. La novela finaliza con un pasaje donde el autor denuncia el fascismo de Pinochet. Esta novela fue escrita entre 1970 y 1974 y publicada en 1975. Roberto Bolaño estuvo recluido en la celda en 1973 y abandonó Chile en 1974. Nació el año de la muerte de Dylan Thomas y murió en el 2004. El poeta Mario Santiago, que tenía la misma edad que Bolaño, escribió entre los datos biográficos de su libro Aullido de Cisne que había nacido el año de la muerte de Dylan Thomas y Jorge Negrete. Este poeta es el Ulises Lima de la novela Los detectives salvajes de Bolaño. Ambos fundaron el movimiento de los Infrarrealistas en el DF, que en la novela de Bolaño se denomina Viscerrealistas y se compone de un puñado de poetas que robaban libros y traqueteaban con drogas y pululaban por el DF de finales de los setenta y principios de los ochenta, que es la época en que mi papá consiguió el libro por allá. Puede darse el caso de que Roberto Bolaño haya obtenido una de las miles de copias del libro que yo tengo de Dylan Thomas. Puede que sí o puede que no. Puede que robándolo o comprándolo. Uno nunca sabe.

4

¿Hablaba del libro de Dylan Thomas o de Dylan Thomas? Tener diecisiete años y andar por las calles sin rumbo definido con el libro de Dylan Thomas debajo del brazo fue una experiencia sumamente enriquecedora. A los diecisiete años Dylan Thomas había escrito un montón de poemas, poemas que escribía en una libreta que cargaba de bar en bar y que leía con su voz de barítono cuando ya se había despachado cinco cervezas. Si alguien ahora me preguntara cómo leía a Dylan Thomas, yo le respondería que como se lee un mapa cuando uno está perdido en medio de la nada. No sé si a ustedes les ha ocurrido eso, pero a mí me ocurría con frecuencia y me sigue ocurriendo. Yo empiezo a caminar, meditando en algo, camino y camino, y a las dos o tres horas de obtusas cavilaciones, me percato de que estoy perdido. Hace unos años  me perdí en Chicago. Recuerdo que empecé a caminar por Boystown, especificamente por una calle llena de  tiendas, de teatros, de restaurantes de diversas nacionalidades y de punks con el pelo color verde moco. Andaba tras la dirección de un teatro, pero en vez del teatro me encontré con Books and Records, una librería de libros usados de la que me hice asiduo, por los libros y porque la atienden dos jovencitas que cada vez que paso suelen estar leyendo en un rincón o sacando libros de cajas. Pues voy caminando por Clark Street y en un momento instintivamente doblo a la izquierda, alejándome de la calle comercial para adentrarme en un panorama de edificios de ladrillo con jardín y de callejones y ardillas que me miran pasar desde  los portales y las ramas de los árboles desnudos. En esos días estaba haciendo tanto frío que yo llevaba puesto mi abrigo, que aunque es magnífico, cada vez que la brisa soplaba sentía cómo se me congelaban los huesos. Sin embargo, continuaba caminando, siempre adelante, como dijo Rimbaud hace mucho. Para no hacer el cuento largo y no aburrir a nadie y volver a Dylan Thomas, les cuento que duré caminando en círculos alrededor de ocho horas, deteniéndome una que otra vez a revisar un mapa que llevaba en los bolsillos del abrigo. Lo sacaba, lo miraba, lo volvía a meter en el bolsillo, hasta que me percataba de que nuevamente estaba perdido, así que repetía el procedimiento de capitán de barco extraviado en una tormenta. Al rato detuve a una señora gorda, la cual pensó que era un ladrón o un violador, y que, sujetando bien su cartera, me indicó el bus que debía tomar, sin creerse en ningún momento que estaba perdido. Esto describe a la perfección cómo leía a Dylan Thomas.

5

En las cartas de Dylan Thomas, cartas que publicó en español la editora Flor, el poeta escribe de sus vagabundeos por el puerto de Swansea. Ésta es una ciudad del  sureste del país de Gales que se encuentra próxima a la península de Cower. Estamos hablando de una pequeña ciudad, una ciudad que con el tiempo ha crecido y que cuenta entre sus principales atractivos haber sido la cuna de  Dylan Thomas, Catherine Zeta-Jones, Anthony Hopkins y John Cale, así como poseer uno que otro castillo marrón como los búhos, como diría el poeta en uno de sus poemas. Varios de esos vagabundeos aparecen relatados en sus cuentos. Pero prefiero hablar de los que aparecen en las cartas. Pues bien, de esos vagabundeos de Dylan Thomas, quiero resaltar uno que refirió en una de las múltiples cartas que le envió a Pamela Hansford Johnson, la escritora inglesa que el poeta cortejaba en esa época. Se da el caso de que Dylan Thomas, que siempre la intentaba sorprender en sus cartas, como hacen todos los poetas con las muchachas que les gustan, le escribió que había llegado a la península de Gower. Dylan Thomas tiene diecisiete años. Está parado en uno de los promontorios observando el mar y leyendo un libro que había llevado, como de seguro hicieron Byron o Coleridge, o cualquier otro poeta romántico. De repente se duerme. Vuelve en sí tras la puesta del sol. La marea está alta y no lo deja avanzar. Arriba las estrellas en el firmamento lo miran. El poeta ha quedado atrapado y tiene que esperar hasta la medianoche a que las aguas se retiren para de esa manera poder avanzar entre las rocas. Tiene miedo de las ratas que lo pueden morder o de que al andar en la oscuridad se caiga en un agujero. El poeta de noche en un promontorio, perdido, a kilómetros y kilómetros de su casa (podría ser un aforismo de Cioran). No entiendo por qué, pero a mí me fascinaba esa experiencia de poeta nocturno en un promontorio, perdido, a 18 millas de su casa. Y en eso yo pensaba en ese Dylan Thomas de diecisiete años que se levanta en la oscuridad, entre el sonido de las olas y los gritos de las gaviotas, esos gritos que inspirarían ciertos versos del poema «Y la muerte no tendrá dominio», que fue publicado por esos días en la revista The Criterion de T. S. Eliot.

Ese pasaje de las cartas siempre me ha resultado extraño, y ahora, después de casi veinte años, me doy cuenta  por qué. Esa experiencia se puede relacionar con el verso de Dylan Thomas, «la oscuridad es un camino y la luz un lugar», y al mismo tiempo, con la experiencia de todo poeta que camina como sonámbulo en la oscuridad en busca de la luz. Sería redundante decir que eso es el fundamento de la poesía y de la vida, ese deambular, que Dylan Thomas comprendía a la perfección y que supo recrear en sus poemas.

A los diecisiete años yo solía ir al malecón con el libro de Dylan Thomas. Miraba el malecón carcomido por las olas y las ratas, el mar de postal, las ratas del tamaño de mi brazo, los pescadores en el rompeolas, las botellas abandonadas y los remolcadores que pasaban a intervalos. Siempre había pescadores o turistas o parejas de estudiantes que se manoseaban en los alrededores. Pero cuando el día era apacible, y las nubes estaban regadas en el cielo como ropa en una habitación de soltero, como dice Brodsky en un poema, no había nadie o no me importaba que hubiera alguien. Estaba solo y era feliz. Los barcos entraban y salían del puerto. Barcos que iban a Venezuela y a Liverpool y a puertos de países nórdicos que no recuerdo. Yo tenía diecisiete años, la edad de Dylan cuando escribió el poema «Y la muerte no tendrá dominio». Yo miraba el mar caribeño bajo el sol de las cuatro o las cinco, con un libro de Dylan Thomas entre las manos o entre las rodillas. Yo tenía diecisiete años como Dylan Thomas y me ocurrió lo mismo que le ocurrió en el promontorio a los diecisiete años, pero no voy a hablar de eso, porque ustedes no van a entender y no voy a perder mi tiempo en tonterías.

6

Por supuesto, ya no soy joven. Me escribe una amiga y me adjunta la crítica que escribió alguien acerca de un artículo mío, pero no es tanto una crítica, es más bien una observación donde la persona dice que al releer el artículo se percibe la juventud del autor. Yo me pregunto: ¿juventud? Yo no soy joven, yo voy a un espejo y me miro y no veo la juventud. Ya no soy joven, aunque me parece sensacional que se diga eso de lo que escribo. Pero no soy joven. Un poeta es joven a los diecisiete años, no a los treinta y tantos; o quizá es mejor decir que un poeta no tiene edad, pero a veces sí, como yo cuando tenía diecisiete años y empecé a leer a Dylan Thomas y andaba  con «Los poemas completos» por doquier como si fuese mi Biblia. Entonces era joven y lo leía tanto que hasta se me olvidaba pajearme.

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Frank Báez (Santo Domingo, República Dominicana, 1978) es escritor y editor de la revista Ping Pong.

 

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