Friday, 10th January 2014

Canto a mi librero

Publicado el 21. abr, 2013 por en Ensayo, Literatura

shelf_study_by_detvarjohanna-d52gvra El librero es –apenas hace falta decirlo– un utilísimo artefacto destinado al resguardo de nuestras inapreciables colecciones de libros. Pero cuando su dueño es, al par de un lector empedernido, una persona dotada de una especial sensibilidad  y ligada a los libros por algo más que la pasión por la lectura, el librero se convierte en otra cosa, en eso que Abigail Deutsch delinea en este entrañable ensayo.  

 

 

Abigail Deutsch

 

Hace poco me enteré, algo alarmada, de que los sociólogos tienen un nombre para las personas como yo. Un «boomeranger» es el producto de padres baby boomers que, al acabar la universidad, reúne sus cosas y regresa a su código postal de origen, al cuarto donde ha vivido desde los ocho años. Esta situación no sólo da pena; como estrategia, es catastrófica. Ya que soy una boomeranger particularmente bibliófila, debo meter todos los libros que he adquirido en un cuarto que tiene más o menos el tamaño de un ataúd espacioso.

A los ocho, escogí mis propios libreros –seis repisas blancas de plástico que emergían de la pared como los peldaños de una escalera gigante; el más alto, inalcanzable hasta de puntitas; el más bajo, perfecto para mi colección de varitas mágicas, mis cactus y los libros. Los lomos de mis paperbacks delgaditos confluían en un arcoíris que flotaba justo arriba de la alfombra.

Por razones que ahora desconozco, también escogí un papel tapiz decorado con mujeres granjeras que lucían enfermas mientras alimentaban pollitos bajo un cielo nublado. Entre tal compañía, pálida y pastoril, crecí. Y mi colección de libros también, trepando sin titubear por los libreros.

 

***

Cuando tenía ocho, uno de mis libros favoritos era The Facts and Fictions of Minna Pratt de Patricia MacLachlan. Minna es una niña precoz de once años que le pregunta a su papá, «¿Te enamoraste justo a medio día?». «A mediodía», su padre contesta, «y todos los días siguientes a las 3:00 y a las 5:30 y una vez más a las 6:45, 11:10…»

Y así fue y así es con los libros y yo: me enamoré a los diecisiete, y a los dieciocho una vez más, y a los veintidós y, justo ayer, a los veintisiete.

Como con casi todos los amores, padecí su locura temprana. El síntoma más claro fue robar libros del departamento de inglés de mi secundaria. En ese momento racionalicé dicho comportamiento. Tan poderosa era mi pasión por estos libros, me decía, que tenía derecho a ellos y si mis maestros se enteraran de mi hábito, seguramente me reconocerían como una de ellos y mi entusiasmo los inspiraría… tal vez incluso robarían libros para mí. (Para estar segura, sin embargo –y para poder mantener mi suministro–, evitaba contarles sobre mi nueva práctica.)

Bastante antes de terminar la prepa, adopté una postura más ética. Al final de cada semestre, devolvía los libros a su departamento inglés y luego los buscaba en alguna tienda. Sabía que querría releerlos, pero también los compraba por una razón menos convencional: poder verlos en mi librero.

Hoy, revisar mis libreros –como hojear un diario– revela el registro no sólo de lo que he leído, sino también de quién era y dónde estaba mientras leía. Labyrinths, Midnight’s Children, Mrs. Dalloway, por ejemplo: mirar esos lomos me regresa a mi salón de literatura inglesa en mi último año de prepa, al extraño otoño de 2001. Afuera de las ventanas de nuestro edificio al sur de Manhattan, Ground Zero humeaba; adentro, nosotros leíamos Pale Fire:

Yo era la sombra del picotero asesinado

por el falaz azur de la ventana;

Era la mancha de plumón ceniza, y vivía,

volaba siempre en el cielo reflejado.[1]

Nabokov describe un pájaro estrellándose contra una ventana que muere incluso mientras sobrevive –ambos pulverizándose en «plumón ceniza» y volando mágicamente todavía, hacia el espacio que la ventana refleja. Un comentario irreverente al poema citado ocupa la mayor parte de Pale Fire, y mientras leíamos el libro, yo imaginaba un comentario propio: El picotero de Nabokov y su ventana anunciaron nuestros aviones y torres, y la inmortalidad de su ave me permitió creer, al menos por un instante, que los muertos del once de septiembre aún vivían.

Mis asociaciones con «In Memoriam» de Tennyson son igual de particulares. ¿Acaso su larga obra maestra es una elegía para su mejor amigo, Arthur Henry Hallam? Los académicos pueden decir eso, pero en mi adolescencia, yo sabía que describía cómo mi querido amigo se muda a Illinois, evento que sospechaba nos podría aniquilar a los dos. «Dark house, by which once more I stand / Here in the long unlovely street» –las páginas de Tennyson de mi antología Norton de poesía me transportan, no al vecindario londinense de Hallam, sino a la calle Mercer, donde añoraba «a hand that can be clasp’d no more».

Estoy lejos de ser la única lectora que se escribe en su biblioteca. Por este motivo, cuando la tecnología digital provoca que las personas evoquen los olores y las texturas de sus libros más queridos, yo sospecho que en parte están hablando de los olores y texturas de sus propias vidas. De ahí que Charles Lamb le diga a Samuel Taylor Coleridge:

Un libro se lee mejor cuando es nuestro y lo hemos conocido por mucho tiempo, tanto que conocemos la topografía de sus manchas, la cartografía de sus esquinas. Podemos recordar, recorriendo los sedimentos que hay en él, esa ocasión en que lo leímos mientras tomábamos té y galletas.

 Los libros no sólo cuentan las historias de sus personajes, sino también de nosotros –de nuestro té y galletas de ese jueves lluvioso dedicado exclusivamente al té con galletas. A lo mejor por eso William Hazlitt escribió que revisitar libros puede «transportarnos, no al otro lado del mundo, sino (lo que es mejor) al otro lado de nuestras vidas, ¡con sólo una palabra!»

***

Para el final de la universidad, pararme en mi cuarto y mover la cabeza de un lado a otro puede transportarme a través de mi vida lectora completa. Muy a la izquierda y abajo vive Minna Pratt. Moviéndome hacia arriba, llego a prepa; al otro lado del cuarto –ocupando recovecos alguna vez reservados para la colección de varitas– está la universidad. En cierto modo, mi forma de ordenar no tiene sentido. Lolita, que leí en la carrera, vive al otro extremo de Pale Fire. Pero tal vez Nabokov, con su nostalgia, habría entendido: dejar mis libros en el orden que los leí me permite viajar de manera peculiar en el tiempo.

Eventualmente me di cuenta de que escribir reseñas es una forma de mantener vivo el amor por los libros ahora, ya pasada la luna de miel. Esta actividad paga tan poquito que cualquier boomeranger con sentido común viviría en casa hasta que encuentre un trabajo de tiempo completo. Así que me he quedado con mis padres, mis pollitos y mis libros. Más y más libros. Los editores me mandan ejemplares, yo sigo comprando y para estos momentos mis libreros ya han sucumbido a pilas en el piso, y las pilas, a la catástrofe. Libros se esconden bajo mi escritorio y se imponen sobre él. (De cualquier modo, no he usado mi escritorio desde la primaria porque su tamaño fue diseñado para un niño de ocho años.) Pilas de libros que alcanzan mis muslos recubren mis paredes. Recuperar un libro perdido en medio de una pila es tan riesgoso como sacar un bloque de una torre de Jenga: el balance ominoso de las pilas se inclina, para derrumbarse como cascada hacia la alfombra. La idea de reconstruir es intimidante, así que suelo dejar el tiradero más o menos por una semana, bajo las miradas recriminantes de las granjeras.

 

***

A veces, como un adicto repasando su vida, pienso en todos los lugares donde pude haber tomado otro camino. Me pude haber mudado, por ejemplo. Cuando te mudas, escoges algunos libros que llevar contigo. Compras libreros suficientes y adecuados. Organizas tus libros según un criterio racional y adulto.

O podría simplemente haber ordenado mis libros según un criterio racional y adulto.

Ni me mudo, ni organizo: Yo acumulo. Y mis libros se aplastan con el peso de los otros, como las capas de roca sedimentaria.

Para un extraño, mi biblioteca parece confusa, incluso perturbadora, pero para mí, su desorden significa todo. ¿Por qué deberíamos organizar nuestros libros cuando leemos de maneras tan felizmente desordenadas –saltando periodo histórico, autor, género; sin lograr acabar un libro, empezando dos al mismo tiempo? ¿Por qué debería ser cualquier otra cosa que nuestra propia historia el criterio para nuestros libreros –y por qué no preservar esa historia como preservamos los libros mismos?

Traducción de Paulina Morales

[*] Este ensayo fue publicado originalmente en Page-Turner, blog literario de The New Yorker, a finales de diciembre de 2012. Traducción y reproducción bajo permiso de la autora y la editora del blog.

 

 

 

NOTA


[1] Traducción de Aurora Bernárdez.

 

 

_______________

Abigail Deutsch es una escritora que vive en Nueva York. Su trabajo ha aparecido en The New York Review of Books y The Wall Street Journal, entre otras publicaciones.

Paulina Morales López Santibáñez (Ciudad de México, 1990) estudia letras inglesas en la UNAM.

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