Tuesday, 9th April 2013

La ciencia posmoderna

Publicado el 16. dic, 2012 por en Academia

El nuevo bestiario antropológico de la epistemología

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No hay ciencia sin interés, ni saber sin moral. En este ensayo, Javier Domínguez reflexiona sobre los bestiarios que el hombre ha construido en sus modelos de conocimiento; la ciencia moderna se revela teología secularizada, y su verdad, dogma ético de poder; hoy, la nueva epistemología señala a los autores del discurso mítico. Quizá es tiempo de contar otra historia y hacer otra ciencia desde los márgenes del desastre en que culminó la modernidad occidental.

 

Javier Domínguez Moros

 

Miraba yo en mi visión de noche, y he aquí que los cuatro vientos del cielo combatían en el gran mar. Y cuatro bestias grandes, diferentes la una de la otra, subían del mar.

Libro de Daniel, Cap. VII, vv. 2 y 3

 

Los bestiarios son colecciones librescas dedicadas a temas mitológicos; tratan sobre bestias, seres fantásticos, dioses y demonios. Fueron muy populares durante la edad oscura (Edad Media), antes de que apareciera la ciencia moderna, y quizás ello se deba a que el hombre siempre ha monstrificado la otredad, es decir, lo desconocido, creando sus propios dioses y demonios mucho antes de poder atisbar una respuesta racional en el mundo físico-natural.

Sin embargo, los bestiarios estaban destinados a desaparecer. El sociólogo alemán Max Weber ha señalado en alguno de sus escritos que la ciencia moderna ha desmitificado el mundo para los hombres. La ciencia, que aparece incipientemente en el Renacimiento y que se perfecciona a partir del siglo dieciocho bajo la sombra del proyecto pretendidamente progresista de la Ilustración, trajo consigo la consigna inequívoca de que la diosa Razón era la única que garantizaba la posibilidad segura del conocimiento.

No obstante, luego de la Segunda Guerra Mundial, que significó en gran medida la destrucción de Europa, el Holocausto genocida, el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, el pretendido proyecto moderno-ilustrado, el camino espiritual que supuestamente conducía al hombre hacia su perfeccionamiento, cae en la más horrible fosa existencial. No hay nada que pueda salvar semejante ideal civilizatorio que en la misma historia se ha evidenciado como utopía.

Los primeros científicos en hacer un estudio crítico de la racionalidad moderna, los teóricos judío-alemanes de la Escuela de Fráncfort, llegaban a la conclusión de que la Razón occidental había sido sólo una herramienta para el exterminio y el usufructo del poder con fines ilegítimos; la definieron como «razón instrumental». Después aparecerán teóricos como Lyotard, Foucault, Feyerabend, entre otros, que encuentran inclusive, antes de que se llegara a tal catástrofe, un antecedente primordial de la crisis de la Razón occidental en Nietzsche, quien tan duramente criticara y descalificara toda pretensión hegemónica de una ciencia universal a fines del siglo XIX. Siguiendo al filósofo de Así hablaba Zaratustra, Foucault no sólo se atreve a criticar dicho absolutismo de la ciencia, sino que apunta a que la ciencia está confiscada y monopolizada por el ejercicio del poder desde el Estado (surge así la categoría foucaultiana del «poder-saber»). Feyerabend no dudaría asimismo en denominar toda ciencia como etnosaber, puesto que cada comunidad científica está subsumida en una comunidad mayor a sí misma, con unos valores civilizatorios que no pueden ser soslayados del todo.

 

Ahora bien, para tener una idea más exacta de este proceso de decadencia de la epistemología occidental, se precisa definir previamente dos modelos de ciencia en cierto detalle, el de la ciencia moderna y el de la ciencia posmoderna. Mientras la religión establecía a Dios como origen del conocimiento y de la verdad absoluta, la ciencia moderna, que desde un principio se proponía derribar el edificio teórico metafísico que había erigido el escolasticismo medieval, no obstante que tomara de sus adversarios clericales las categorías básicas de sus postulados, aunque desprovistas de sentido teológico, sustituyó el concepto de Dios por el de Razón y el de la verdad absoluta teológica por el de la verdad absoluta de la ciencia. Así pues, las categorías han de ser necesariamente las mismas, aunque valoradas ahora desde una perspectiva humanista, secular y laica.

El ego cogito cartesiano reemplazó la idea de Dios como punto de partida del conocimiento para fundarlo en el principio «pienso, luego existo». Así, la racionalidad estuvo asociada desde el principio a la potencialidad del pensamiento humano en sí mismo. Más adelante esta idea llegaría al absurdo de confundir en un mismo plano razón y realidad cuando el filósofo alemán Hegel concluía que «lo real es racional y lo racional es lo real», queriendo con ello significar que la realidad es el producto inmediato del pensamiento abstracto. Ahora la idea de Libertad se objetivaba diacrónicamente en cada etapa de la Historia: la realidad en un momento dado era así, para Hegel, la manifestación de cada estadio del Espíritu Absoluto coincidiendo en el tiempo contemporáneo. En el devenir hegeliano de la Historia, el Espíritu Absoluto se proyectaba a sí y para sí en el mundo real, se transformaba en la realidad misma.

Estos dos teóricos, Descartes y Hegel, cada uno por su parte, fueron la máxima representación del racionalismo francés y el idealismo alemán. El problema, sin embargo, no radicaba en lo inverosímil de sus afirmaciones –como la hegeliana arriba expuesta–, sino en la obstinada pretensión de verdad absoluta, objetividad, perfección, progreso, civilización que penetró toda la epistemología ilustrada e incluso decimonónica. A través de una lógica deductiva se pretendió conocer el mundo en su totalidad. Conceptos como tiempo, espacio, masa se aceptaron como inmutables, absolutos, y como valores constantes, en fin, axiomas indemostrables pero necesarios desde una retórica del poder-saber eurocéntrico. En esa pretendida capacidad de certeza, de fixismo (determinismo inherente a las categorías científicas), se construyó el edifico de la ciencia sobre las ruinas del edificio de la fe. Una especie de dialéctica se presenta en el proceso: se eliminaba aparentemente a la teología, pero se pretendían sus mismos fines a partir de la ciencia moderna.

Bajo la hipnótica era de la Ilustración y en medio de un rechazo decisivo a todo lo viejo, se deduce que la ciencia ilustrada por sí sola puede llevar al hombre a una era mesiánica jamás lograda por la religión y la metafísica. Orden y progreso se definieron entonces como los pilares de un nuevo orden secular que duraría para siempre.

La ciencia física irrumpió en la persona de Newton como la primera y más certera de todas las ciencias. Desde entonces, todo lo medible y cuantificable sería digno objeto de estudio de la ciencia. Todo cuanto es propio de las matemáticas y la estadística tendría paso seguro al ámbito científico, ya que era considerado objetivo y verificable dentro de los parámetros de la existencia.

 

El concepto de hombre que se desprende de esta episteme moderna había de ser necesariamente excluyente. Han sido los europeos y no otros pueblos los que han logrado este nivel positivo de desarrollo científico-tecnológico. Los otros, las alteridades, es decir, el incivilizado, el salvaje, el indígena, el afrocaribeño, quedaban relegados a los lugares sociales más bajos según los designios del iusnaturalismo dieciochesco.

El hombre de raza aria, europeo, blanco, heterosexual, cristiano y burgués era el único autorizado por la Razón a edificar la complicada estructura del mundo del conocimiento científico. La ciencia moderna apuntaba claramente, según sus forjadores, hacia una cultura universal única, una geocultura (con división del trabajo de acuerdo a calidades raciales) de la dominación del hombre blanco sobre el orbe, de la subyugación a través de sofisticados tejidos teóricos que la justificaban: la gubernamentalidad ejercida como multiculturalismo, donde todas las subjetividades y etnosaberes locales del espacio poscolonial eran invisibilizadas en esa manía por «blanquear» todas las otredades; al eliminarse la cosmovisión del no-europeo, las culturas se daban por entendidas, pero no sin ser tachadas de paso de arcaicas. Occidente ocupaba, desde luego, el estadio positivo como máximo exponente de la realización civilizatoria planetaria.

Si la física newtoniana logró medir y pesar el mundo físico, la biología, la sociología y la historia lograron clasificar al hombre de acuerdo a los estadios evolutivos definidos por Augusto Comte: estadio teológico, estadio metafísico y estadio positivo. La biología definía por primera vez en la historia al hombre como un animal que había evolucionado biológicamente desde organismos menos complejos, pasando por el desarrollo de varios tipos de homos primitivos, hasta llegar al actual homo sapiens sapiens. El positivismo histórico argumentaba que unas razas habrían tenido mejores condiciones evolutivas que otras, de las cuales, la raza aria era indiscutiblemente la más apta y superior a todas las demás.

 

El problema comienza precisamente en el hecho de que la ciencia moderna siguió siendo una doctrina del poder y para el poder. Si durante la Edad Media los clérigos habían creado todo un mundo de monstruos y demonios para someter a los feligreses, la ciencia moderna, pretendiendo ahora la certeza absoluta de sus postulados basados en una sofisticada armazón teórica, caía aún más bajo con argumentos tales que indudablemente la convertían en la nueva religión del Estado: la ciencia como teología secularizada.

Los crímenes horribles basados en las verdades dogmáticas de la ciencia moderna hicieron exactamente todo lo contrario a lo que se había predicado desde la Ilustración; si la visión bíblica del profeta Daniel es la de bestias destruyendo a los judíos de la Antigüedad, los monstruos de la ciencia moderna le hubiesen parecido más feroces al verlos exterminar a sus compatriotas judíos en nombre de la ciencia y la razón.

A los que una vez definieran a la otredad como bestial, salvaje, monstruosa, les tocó beber de su propia copa de la ira. Así, en cierto modo, se inicia la ciencia posmoderna. El europeo se reconocía a sí mismo como una máquina monstruosa de la razón técnica e instrumental, aquella que utilizó para la destrucción de la otredad. El tiempo y el espacio ya no se veían autocomplacientemente en vías hacia ningún destino providencial del progreso humano.

Las sensibilidades tomaron mayor relevancia, el homo sentimentalis sustituía así al homo rationalis en vista de una razón deshumanizada. La subjetividad cobró valor frente a la objetividad. Proliferaron los cultos, las sectas y las ansias por el saber esotérico, ahora en boga. La verdad quedó reducida a relatividades más o menos ciertas según se las adopte o no. La intersubjetividad se volvió la norma del quehacer científico. En cuanto a la epistemología, aparece la célebre frase «todo vale» del epistemólogo austríaco Feyerabend.

Así, en el nuevo bestiario antropológico quedó evidenciado que quienes detentan el poder y la ciencia, en vez de ser los ejecutores de un plan civilizador y progresista, podrían esconder detrás de sus discursos ilustrados, filosóficos y civilizatorios las más atroces intenciones y propósitos.

El pionero del nihilismo, Nietzsche, para quien ya no existe ninguna verdad, ni dios, ni religión, ni ciencia, señalaba que el mundo cultural en su totalidad fue el producto del quehacer humano y, por lo tanto, el reflejo de sus intenciones. El humano ha creado un mundo a su imagen y semejanza, y no a imagen y semejanza del mundo mismo. Los mitos que crearon los antiguos griegos y romanos, así como las leyendas medievales, en nada se diferenciaban de los mitos de la ciencia moderna.

 

El concepto antropológico del bestiario ha cambiado desde entonces al ritmo de una nueva epistemología, pasando del de la modernidad conservadora y burguesa hasta el de la posmodernidad esquiva y diversa, donde las bestias son ahora los que una vez fueron los victimarios.

Un acercamiento antropológico y ontológico desde el sentir y el pensar latinoamericano evidencia que la ciencia no es del todo absoluta y que los saberes más útiles a las ciencias sociales no se edifican sobre un punto cero, sino sobre el propio ethos del hombre dentro de los límites y múltiples interrelaciones de su ser con la realidad concreta que lo invade y circunscribe.

Es por ello que este nuevo bestiario, editado desde nuestramericanidad, puede proveernos de una nueva alternativa hermenéutica; al interpretar a Occidente, no desde sus logros materiales, sino a partir de sus intenciones de poder soslayadas en sus discursos científicos, podemos observar en esencia, no el idílico mensaje soteriológico que nos ofrece para salvarnos, sino por el contrario, históricamente, para dominarnos. Es decir, quienes van a decidir quién o quiénes son las bestias, los enemigos, los villanos de esta historia no serán otros sino nosotros mismos.

Asimismo, debería quedar lo bastante claro para nosotros que este nuevo bestiario antropológico de la epistemología nos invita a ser ahora, a nosotros los latinoamericanos, la nueva humanidad, el nuevo hombre que vence bestias y dragones, el nuevo David que lapida al oso y al león. La subjetividad que éste se propone forjar es la de repensar lo humano desde un nosotros que asertivamente hará posibles nuevos horizontes no explorados que antes, en la exclusión perenne de la episteme moderna eurocéntrica, eran inconcebibles.

 

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Javier Domínguez (1977) es profesor en la especialidad de Geografía e Historia (UPEL-IPB, 2004). Es maestro en Historia con mención Summa cum laude (UCLA, 2012). Es docente en la UPEL-IPB en los cursos «Geografía económica de Venezuela», «Lectura e interpretación de mapas» y «Ética y docencia». Su teoría del fin del mundo forma parte del mosaico que aparece en el presente número de Cuadrivio.

 

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