Los asesinos del cuadrante norte. Primera entrega

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alfredo lèal

I.

Tiao salió, jalando tras de sí la puerta. En la calle, a orillas de su casa, el viento cálido lo golpeó en el pecho. Las Mininas lo miraron pasar, caminando hasta el final de la cuadra, donde en la esquina se detuvo a comprar cigarros. Al verlo, como recordando, Amanda se levantó de la banqueta y caminó hasta el postigo de la casa de la Matita. Abrió la puerta de madera y se metió; dentro, lo primero que hizo fue apagar las luces de la sala y el comedor; después las del pasillo y por último la del cuarto de baño. Al entrar a éste, se miró en el espejo que estaba arriba del lavabo; luego bajó la vista y recogió un crayón verde con el que alguien, seguramente Roberto, había estado pintando las paredes. Caminó hasta salir por la puerta que daba al jardín de rosas y aves que cantaban en el mismo tono del sol cuando amanece. El cielo, donde un viento cálido despedía la mañana, daba paso al mediodía. Amanda giró la mirada, buscando: allá, en la sombra, la Matita se refugiaba del calor abanicándose. Amanda detuvo la mirada en ella: parecía una roca al fondo del jardín, sentada en el sillón de mimbre, y se acercó a ella. Al tiempo que sus pies se desplazaron sobre el pasto, doblándolo en tonos amarillos, la sonrisa en la cara de la Matita amenazó con expandirse, como si apresara las palabras en los labios carnosos, colgantes, o como si un durazno se le estuviera deshaciendo en el paladar. Amanda, al igual que las demás Mininas, debía llegar con la Matita, dejar las ganancias de la noche anterior dentro del cenicero y salir a trabajar cuando el sol se ocultara. No había diferencia ni porque fuera su hija. Aquello era un ritual más que una rutina y todo entonces cobraba una nueva dimensión: los colores del lápiz labial, los del vestido, los de las pantaletas. Ésas debían cambiarse tres veces al día. La Matita había sido siempre conocida por su pulcritud: todo en la casa olía a lavanda y limón, era fresco, casi frío al tacto, armonizaba. Como un chango, interrumpiendo el trayecto de Amanda hacia su madre, de atrás de la Matita saltó Roberto, persiguiendo a Mirabel, lanzándole ciruelas. Él vio las piernas de Amanda al acercarse y, cuando se topó con éstas, colocó las manos a la altura de la cadera, jalándose de la falda. Con las manos firmes sobre los muslos, riendo, dio un paso a la izquierda y alcanzó a ver cómo Mirabel daba un salto desde el pasto al escalón de la enorme ventana de la sala, volviéndose a verlo. Atrás de ella, en el reflejo, otra niña que llevaba el mismo vestido blanco pasó la mano por su cabeza para desamarrarse el cabello, dejándolo caer sobre sus hombros. Roberto corrió hacia ella, hacia la niña del reflejo. Al dar el primer paso, pisó un caracol. Se detuvo. Miró la planta de su pie desnudo toda embarrada de viscosidad. Rió. Siguió corriendo tras la imagen de Mirabel que desaparecía del ventanal y ya cruzaba por la puerta, desvaneciéndose en la luz de la calle por donde pasaba Tiao encendiendo un cigarro. Éste vio a Roberto acercarse, luego escuchó la risa de Mirabel que estaba adelante, unos cuantos pasos a su derecha. Cuando Roberto se estrelló contra él, Tiao posó su mano sobre la cabeza del niño, alborotándole el pelo mojado, lodoso. Y sonrió al verlos alejarse, como si se sintiera feliz de conocer a Roberto y Mirabel. Quizá pensó en hacer un retrato de los niños durante su estancia en el pueblo, pero habrá dejado aquella idea para después. Debía primero ir a la municipalidad para arreglar el asunto de las fiestas del verano. Todo su trabajo en el pueblo concluía ahí. Y todo debía salir bien.

En su oficina del segundo piso de la municipalidad, Ana Ribeiro juntaba los papeles desperdigados sobre el escritorio. Jaló la escalera de atrás de la puerta, colocándola frente al librero, y subió para revisar cuál de aquellos documentos había de ponerse en su sitio. Empezó revisando por las últimas letras del alfabeto, que estaban en lo alto, y así fue bajando sucesivamente. El ruido que ocasionaba un tumulto congregado en la plaza principal la hizo mirar hacia la calle. El sol apenas levantaba. Como no alcanzara a ver qué sucedía, siguió con su trabajo; sacaba y metía archiveros y papeles, actas de nacimiento, de matrimonio y defunción, certificados, recibos, concesiones.

Pasó un largo rato inmersa en sus quehaceres, intentando concentrarse. Sin embargo, el ruido de la muchedumbre había incrementado sobremanera, por lo que Ana Ribeiro dejó de trabajar y se asomó una vez más al balcón de su oficina. Apoyándose en el pretil inclinó el cuerpo hacia delante lo más que pudo. La turba de gente venía desembocando de todos los cuadrantes de la plaza. Había tantas personas que no alcanzó a ver qué era lo que los atraía. Volvió la vista hacia la izquierda: en el balcón oeste de la municipalidad, don Matías arriaba una bandera del Partido. Ana Ribeiro bajó la vista otra vez, encontrando solamente rostros desconocidos, entre los que de pronto se hizo patente el de Tiao, que miraba hacia arriba como si la estuviera buscando. «¡Tiao!», gritó ella. Él subió la mirada, buscando, hasta por fin encontrarla asomada, como a punto de caer por el balcón; llevaba un vestido floreado en tonos naranjas y amarillos. El escote se abría amplio y, debido a la inclinación del cuerpo, él alcanzó a ver los brevísimos senos de la mujer, la piel completamente libre de sol.

Tiao caminó entre la gente. En la puerta de la municipalidad saludó al guardia y miró a su alrededor: aún era temprano para las largas filas en las cajas de la Tesorería y era probable que, gracias a los magos, nadie se acordara de sus deudas sino hasta que el calor hubiera subido y no pudieran estar más en la plaza. Tiao subió las escaleras, dobló a la derecha en el pasillo hasta llegar donde Rafinha pintaba su mural. Él lo saludo, pero Tiao no tenía tiempo de detenerse, por lo que Rafinha lo vio desaparecer en la puerta de la oficina de Ana Ribeiro. Como era de esperarse.

Rafinha bajó de la escalera sobre la que estaba y se asomó a la calle por el balcón principal del segundo piso de la municipalidad. Por encima del hombro, con el aire moviéndole el cabello, se volvió hacia su mural. Las nubes doradas alcanzaban ya a diferenciarse de las plantas y animales que, más abajo, se transmutaban en niños y, a medida que los tonos amarillos iban tornándose azules, grises, fríos, en rostros de viejos, éstos todavía trazados al carbón, a excepción de uno, en la esquina derecha, que llevaba sombrero. Todo en la pintura parecía haber alcanzado una calma chicha. Rafinha sacó del bolso de su camisa un cigarro; lo encendió cerrando los ojos. Unos segundos de silencio, de alejamiento. Por fin sacó el humo por la nariz, abrió los ojos y vio pasar a Tiao del brazo de Ana Ribeiro, la cual lo saludó: buenos días, Rafinha. Buenos días, señorita. Ella miraba a Tiao, que la miraba a ella mientras bajaban por la escalera al final del pasillo. Al llegar a los primeros escalones, Ana Ribeiro se ladeó un poco y levantó la base del vestido para que éste no arrastrara, alistándose para bajar. Sintió entonces que Tiao la abrazaba, la tomaba por la cintura, levantándola, subiéndosela al hombro.

 

Don Matías, luego de doblar la bandera del Partido y meterla en el cajón de su escritorio, se asomó a su balcón. Al parecer, los magos que Tiao había prometido para introducir las fiestas del verano estaban ya en el pueblo. Sonrió, como si deseara asistir al espectáculo. De cualquier manera él y los demás de la municipalidad estaban invitados a la función privada, que sería, además, una especie de inauguración oficial. No «inauguración», se corrigió, más bien presentación del proyecto ante las autoridades locales, él incluido. Se quedó mirando su escritorio, sobre el que había un cartel de su candidatura pasada. Tomó el cartel y dejó caer la vista en su fotografía. La vista en sí mismo. Así se habría quedado por mucho tiempo a no ser porque alguien llamó a la puerta de su oficina.

Caminó hasta la entrada, abrió la puerta y se encontró con Ana Ribeiro y Tiao, tomados uno del brazo del otro.  ¿Qué opina, don Matías? Lograste reunir casi a todo el pueblo. Lo malo es que desde acá ni siquiera se ve lo que están haciendo. Tienen un espectáculo de música ahora, dijo Tiao. Pero en la función privada vamos a ver el mejor de sus números. ¿En qué consiste? Si se puede saber, claro, espetó don Matías. Una desaparición. Una verdadera desaparición.

Ana Ribeiro soltó la mano de Tiao y caminó hasta el balcón. Recargó los codos en el pretil. No había visto esto desde que nos visitó Julián Dos Santos. ¿Julián Dos Santos vino al pueblo?, preguntó Tiao, visiblemente desconcertado. La pasada administración intentó crear un equipo local y trajeron a Julián Dos Santos para que inaugurara el estadio, comentó don Matías. Nunca terminaron de construirlo. Qué lástima, dijo Tiao, caminando hacia el balcón hasta quedar a un lado de Ana Ribeiro. La abrazó por la cintura, sin mucho alarde. Don Matías los miraba desde atrás del escritorio, que en realidad, pensó, era delante del escritorio. Acomodó la silla, levantó un libro y ya se dirigía al balcón cuando de éste emergió el sonido cortante, inesperado, de un disparo.

La gente que estaba en la plaza se quedó en silencio, como si quisieran que Tiao escuchara un segundo disparo, que sonó casi sólo para él.

Don Matías, como si el sonido hubiera despertado algo en él, tomó su saco del respaldo de la silla, su sombrero del asiento, miró hacia el balcón y salió inmediatamente. Tiao y Ana Ribeiro se miraron. ¡Deténganlo, salió corriendo hacia la Avenida Norte!, se escuchó, por lo que ambos se volvieron hacia el balcón y vieron cómo la gente comenzaba a desplegarse en esa dirección. Interrumpiendo la mirada de ambos, la figura de don Matías bajaba por las escaleras principales de la municipalidad. Ana Ribeiro vio que el viejo se acomodaba el sombrero y empuñaba su revólver. Desde abajo, él se volvió a ver a Tiao, instándolo a bajar.

Ana Ribeiro lo vio salir y, como un resorte, su mirada bajó hacia la plaza, donde la gente corría ya en todas direcciones. Miró fijamente y alcanzó a ver cómo dos hombres tomaban un cuerpo del suelo, sosteniéndolo uno por cada extremo, mientras otros tres les abrían paso; alcanzó a ver que el cuerpo, totalmente inerte, tenía la camisa llena de sangre. Sin embargo no fue sino hasta que los hombres dejaron el cuerpo sobre las escaleras de la municipalidad que Ana Ribeiro pudo ver que éste pertenecía a un joven, al cual no reconoció, y que tenía completamente deshecho el lado izquierdo del rostro, por donde no dejaba de fluir sangre. La boca entreabierta era como una cascada y el ojo izquierdo se había salido de su cuenca. Tiao y don Matías estaban cerca del cuerpo: el uno hablando con uno de los magos, que tenía la camisa manchada de sangre, el otro examinando el cuerpo. Don Matías miró, subió la mirada y le gritó a Ana Ribeiro las instrucciones para cerrar la municipalidad lo antes posible.

Tiao subió la mirada justo cuando Ana Ribeiro desparecía por el balcón. El mago le describía lo inesperado del acontecimiento. Al parecer, este joven estaba en primera fila. El disparo vino de atrás y había salido por el lado contrario, atravesando por el rostro. Tiao veía al mago. Alternaba su mirada entre él y el cuerpo que estaba sólo a unos pasos de ahí, como si quisiera confirmar el relato con el cuerpo. Miró luego a don Matías, quien se había quitado el saco para posarlo sobre el rostro del joven y trataba de alejar, junto con otros tres hombres, a una señora con delantal (presuntamente, la madre del joven), un viejo y los curiosos que se acercaban al cuerpo.

El mago se quedó hablando solo. Tiao caminó hacia la plaza.

Observó cómo el horizonte se había alumbrado por el sol, cómo la gente cerraba sus negocios y la plaza se vaciaba, quedando sólo el silencio creciente, interrumpido entonces por la sirena de una ambulancia que arribaba a la plaza principal del pueblo.

Tiao cerró los ojos.

Los minutos se fueron sumando, amontonándose unos sobre otros en el silencio de afuera. Porque adentro, en su cabeza, todo era como si los fragmentos entrecortados de las tantas conversaciones previas consigo mismo, en las noches cuando fingía pintar, cuando fingía dormir, se confundieran en un sólo espacio, muy parecido a la Nada.

Te lo dije.

Tiao se volvió para que su mirada encontrara el rostro de don Matías, que se acercaba por la derecha. Pero es que no entiendo. No sé qué pudo haber estado mal, insistió Tiao, retomando sin duda una de las conversaciones sin acabar, tomando el extremo roto de una de las tantas cuerdas sosteniéndolo. Don Matías lo miró sin decir palabra, secándose con su pañuelo como hacen los políticos después de un mitin. Luego encendió un cigarro, le ofreció uno a Tiao.

Unos minutos después, un grupo de hombres subió el cuerpo del joven a una ambulancia, la cual desapareció por la Avenida Primavera con rumbo a la Sexta, donde estaba el Hospital. En ese momento Tiao terminaba su cigarro. Inmediatamente encendió otro, ahora él tendiéndole uno a don Matías, quien de un momento a otro sonreía como hacen los niños cuando están contentos; su sonrisa era el claro indicio del estado que imperaba en él; un estado, no obstante, indefinible.

 

II.

La muerte del joven Horacio Trinidad fue sólo el principio de una cadena de asesinatos a la que ya se le han sumado siete eslabones. Asesinos deshumanizados, que actúan a la luz pública –leía Tiao en voz alta–, caracterizados por matar civiles al azar. La investigaciones revelan que los acontecimientos no tienen un móvil económico o político. El problema, no obstante, ha cobrado dimensiones nunca antes tratadas por nuestras autoridades, ya que, tal como sucedió en las últimas dos ocasiones, los asesinos están dispuestos a dispararse a sí mismos para evitar ser aprehendidos

Tiao pasó las hojas del periódico buscando el final de la nota.

Leyó: sin alguien de quien obtener información –preguntaba el cronista–, ¿dónde empezar con la búsqueda a la raíz de…?

Siento que he engordado últimamente, interrumpió Amanda, que estaba en la cama peinándose. Me veo más gorda. Sus ojos estaban fijos en los ojos de una mujer idéntica a ella viéndola en el espejo. Tengo papada y siento como que mi carne se cuelga. De verdad no entiendo por qué está pasando esto, dijo Tiao, dejando caer el periódico al levantarse.

Amanda lo vio caminar hasta la cocina, entrar ahí.

Desde la cama alcanzó a oír que Tiao había encendido la estufa, ya que ésta silbaba ligeramente a medida que se abrían las llaves del gas. Amanda seguía mirándose al espejo del tocador frente a la cama. Su piel desnuda lucía como madera mojada, sucia. El cabello le caía sobre el pecho, tapando sólo uno de los senos. El otro, a la luz de la lámpara del tocador, mostraba un trozo de piel aún más oscuro que el resto: junto al pezón, las marcas de una mordida, los dientes que cercaban el moretón, donde la piel se levantaba incluso. Amanda movió la cabeza de lado a lado hasta que su cabello quedó detrás de los hombros.

La mirada de Tiao la tocaba desde lejos, endureciéndole los pezones como lo hace un beso, una caricia –y al fin él llegó a su lado, se detuvo, con una taza de café entre las manos, detrás de ella. Y a todo esto, ¿qué te dice tu niñita?, preguntó Amanda. Tampoco entiende nada, contestó él, mirándola a los ojos en el espejo. No te entiendo, Tiao. Yo te doy todo lo que quieres, ¿o no?

Tiao caminó hacia la derecha frente a la cama, tomando café. Ella está preocupada. Tiene miedo. Necesito saber qué dice ella de mí, insistió Amanda, un tanto molesta. ¿Me conoce, sabe quién soy? Porque yo sí; la he visto cuando voy al centro. ¿Le has dicho que nos vemos todas las semanas, que venimos aquí y nos desnudamos; le has dicho que hacemos el amor, Tiao?

Tiao la miró fijamente, sin contestar.

Caminó entonces hasta la sala. Tomó sus pantalones del sofá y se los puso. Miró hacia donde estaba Amanda: se quedó viendo cómo ella se cepillaba, cómo la mano iba y venía una y otra vez sobre su cabeza. Entonces suspiró. Como si lo hubiera escuchado, Amanda dejo de cepillarse y se volvió a verlo desde la cama. Me siento gorda. Cada vez que como algo tengo la sospecha de que subo de peso, como si sólo fuera un bulto enorme que guarda comida, una bolsa enorme de carne. Mírame, dijo, tomándose los senos, cargando su carne con ambas manos, dirigiéndola hacia él, mostrándosela. ¿No crees que están más colgados que antes? Yo los siento más gordos, más pesados. Como que se caen. Pero bueno, qué sabes tú, dijo Amanda; a ti te gustan las niñitas que ni siquiera se han terminado de desarrollar. Tiao sonrió, inevitablemente, entrecerrando los ojos, al tiempo que Amanda comenzó a reír a carcajada suelta, dejando caer sus senos. Volvió a mirarse en el espejo y se recogió el cabello atrás de la nuca. Una vez así, con el cabello amarrado, Tiao la miró tirarse a la cama, dar vueltas en ella hasta quedar del otro extremo, bocabajo.

Amanda se asomó a un lado de la cama. En el suelo, encima de unas camisas, encontró un disco compacto. Regresó sobre sí misma, levantó el disco como si quisiera que éste tocara el bulbo de luz que pendía del techo. Jobim; no sabía que te gustara. Tiao no contestó. Es un músico muy complejo. ¿Por qué no lo pones?, dijo ella, interrumpiendo, girando la mitad de su cuerpo hacia él hasta quedar en una pose en la que sus senos caían, se separaban entre sí, como rehuyéndose. Se veían, sí, más pesados, más gordos, informes incluso. Tiao se acercó a ella, tomó el disco y lo puso en el estéreo. Comenzó a sonar «Aguas de marzo».

Ven.

Tiao la miró. Encendió un nuevo cigarro.

É pau, é pedra, é o fim do caminho.

Ven conmigo.

É um resto de toco, é um poco sozinho.

Amanda estiraba los brazos hacia él. Sonreía. É um caco de vidrio, é a vida, é o sol. Bailaba con los hombros y la cadera. É a noite, é a moite, é o laço, é o anzol. Canturreaba con los labios casi cerrados. Tiao se acercó hasta la cama. Se quedó de pie. Amanda se sentó a la orilla, dejando caer las piernas hasta tocar el suelo con la planta de los pies. Tomó el cuerpo de Tiao por la cintura, atrayéndolo al suyo, moviendo la cadera, untándose en el pantalón color crema de Tiao al ritmo de las percusiones, que iban en aumento. Lo besó en el pecho y así fue bajando con la lengua hasta desabrochar el pantalón. Toca aquí. Amanda tomó la mano de Tiao y la colocó sobre su abdomen. Tiao bajó la mirada, encontrando el cabello de Amanda visto desde arriba. Si algo le he aprendido a la Matita es que nunca tienes que quedar bien con nadie, dijo Amanda, levantando los ojos hasta encontrar los de él, riendo ligeramente. Los ojos de Tiao resplandecían en su rostro, difuso por el humo. La canción seguía sonando, llenando el silencio, cuando Amanda bajó resbalando la boca por el cuerpo de Tiao. Sus labios se abrían y cerraban y luego su mano derecha abrió el pantalón, abrió el camino para que los labios siguieran avanzando hacia abajo, entre las piernas.

III.

Ana Ribeiro sonrió al percatarse de que Tiao venía caminando desde el cuadrante norte de la plaza. Su imagen aparecía como una especie de visión: irreal, luminosa, ajena. ¿Te sientes bien?, dijo él, acercándose a ella. Sí, ¿por? Tiao la besó, levantándola del escalón donde había estado sentada esperándolo. No sé, te noto algo extraña. Cuando Ana Ribeiro estuvo de pie, en vez de argumentar más nada respecto al comentario de Tiao, simplemente recargó la cabeza sobre su hombro. Ya estaba oscuro cuando comenzaron a caminar hacia dentro del laberinto de calles que se extendía detrás de la municipalidad. Un sitio de locales cerrados, botes de basura en la calle, gatos, niños jugando al fútbol en cada esquina, luchando por rescatar un poco de luz del día que fallecía.

Tiao se dejaba guiar al paso de Ana Ribeiro. Un paso lento, como de vals. Dejó caer la cabeza sobre la de ella, y ya estaba a punto de cerrar los ojos, cuando una voz entró en sus oídos:

Buenas noches.

Al unísono, ambos se volvieron, sin separarse. Rafinha cerraba los botones de su saco, de pie bajo un farol en el borde entre la plaza y la calle. Un saco gris, de pana, que nada tenía que ver con el clima. Ese look, Rafinha lo había sacada de unas cuantas películas europeas que habían proyectado durante la pasada administración, aquellas en que los pintores y escritores aparecen siempre con sacos, camisas deslavadas, cabello largo hasta los hombros, desaliñados, indiferentes. Rafinha, no te vi, dijo Tiao. Ya terminaste por hoy, ¿eh? Ayer pasé y vi cuánto has avanzado. Estás a punto de acabar, ¿no? Me gustan los detalles mínimos, como el sombrero.

Rafinha sonrió sin decir palabra. Tal vez esperaba otro comentario, algo más cordial, ajeno a las charlas impersonales que poblaban los espacios vacíos de la municipalidad.
Buenas noches Rafinha, dijo Ana Ribeiro, luego de unos segundos en que nadie hiciera movimiento alguno; segundos, instantes que se iluminaron con la voz de la chica, encendiéndose en el silencio al mismo tiempo que los faroles en la calle.
Buenas noches, señorita, contestó Rafinha, desviando la mirada hacia la plaza, detrás de cuyos edificios la luna comenzaba a dibujarse. Cuando volvió el rostro, terminando, a su vez, de abrochar los botones del saco gris de pana, lo único que vio fue la figura de Ana Ribeiro y Tiao alejándose, como un solo cuerpo, entre lo oscuro de las callejas. Rafinha –la mirada lánguida, abandonada– quedó de pie, solo en medio de la calle. Comenzó a caminar rumbo al sur, mirando siempre hacia el suelo.

Quisiera enseñarte el cuadro que estoy pintando, dijo Tiao. ¿Sabes?, yo también pinto. Bueno, trato. No entiendo cómo le hacen tú y Rafinha para pintar justo lo que quieren. Ha de ser difícil, ¿no?, arguyó Ana Ribeiro, moviendo el servilletero de metal de un lado a otro sobre la superficie de la mesa en el Café Diurno. No mucho, dijo Tiao, mirando las manos blancas de la joven, cómo tomaban el recipiente cuadrangular de metal, cómo lo desplazaban de izquierda a derecha, llegando hasta el borde de la mesa. Sólo tienes que dibujar lo que quieres pintar primero en tu cabeza. Antes de pintar cualquier cosa primero la pienso. Pienso mucho en ello; trato de que mis ojos no vean más que eso. Casi siempre termino pintando lo que he visto durante el día y me ha llamado la atención… Pero, bueno, no creas que es tan complejo, en verdad creo que es algo consecuente. Como esto, dijo Tiao y señaló el servilletero, que había quedado, luego de tanto ir y venir, en una esquina de la mesa.

Con la punta del dedo índice, Tiao empujó el servilletero hacia el vacío. Ana Ribeiro se inclinó hacia delante para detener la caída pero la mano de Tiao fue más rápida. Una mano que no estaba ahí, pero estaba, escondida bajo la mesa. Una mano, la de Tiao, que, luego de devolver el servilletero a su lugar al centro de la mesa avanzó a tientas por el aire que separaba su cuerpo del de Ana Ribeiro y llegó hasta posarse en la mano de ella, suavemente pero con una cierta prisa implícita en el movimiento, como el volar pasivo, estático de un colibrí.

La mesera del café llegó con un par de tazas de chocolate. Ana Ribeiro tuvo la chance de separar la mano de Tiao de la suya. Sin embargo, no lo hizo. Fue él mismo quien la retiró, en un momento donde todo pareció volver a la normalidad, como si el curso de las cosas tomara de nuevo su cauce verdadero.

Mis vecinos tienen unos mellizos; Roberto y Mirabel, se llaman. Cuando los veo sólo puedo pensar en pintarlos, por ejemplo. Ana Ribeiro lo veía fijamente, recargada la barbilla en sus manos, los codos sobre la mesa, a la espera de que Tiao dijera algo más, que confesara, que hablara con ella y no con la imagen de ella. Supo entonces lo que seguramente había sentido Rafinha hacía unos minutos, cuando lo encontraran en la calle. Supo descifrar la mirada de Rafinha, disuelta entre los colores que poblaban su memoria: una mirada que ansiaba algo más, que pedía algo más de ella, de Tiao. La suya, ahora, era una mirada suplicante también. Sólo que no sabía qué era lo que Tiao podía darle. Ni cuándo.

Ahora con los asesinatos, dijo Tiao, de pronto, como volviendo a una conversación que tuviera con alguien más, en algún otro momento del día, he tenido miedo de salir. Pero tengo más miedo de que tú salgas, dijo él, tomándola de las manos. Ana Ribeiro pensó que tal vez era eso. Que tal vez Tiao pensaba en ella, también. En el fondo, él seguía siendo un desconocido. ¿Alguna vez has pensado –dijo ella– en que uno nunca termina de conocer a nadie? Ni a tus padres, siquiera. Todo lo que sabemos son fragmentos. ¿No crees? ¿Crees que alguien pueda conocer completamente a alguien más, al otro?

Tiao soltó las manos de Ana Ribeiro para darle un sorbo a su chocolate. La miró desde atrás de la taza levantada. Eres muy seria para mí. Muy lista. Ana Ribeiro no pudo contener la risa. Una risa como asfixiada, entrecortada; breve, nerviosa. Tiao levantó los hombros.

Ana Ribeiro se quedó mirando el mantel. No había reparado en eso. Tenía cuadros y una enorme mancha al centro, donde Tiao había dejado el servilletero. Pensó en pintar eso, pero supo que nada podría significar. Y luego pensó en que tal vez no todo tenga que significar algo.

Suspiró levantando los ojos hacia Tiao. Parecía como si buscara las palabras para desmembrar sus pensamientos pero no lograra hacerlo, no en la forma normal del discurso. Tiao, por su parte, se preguntaba a qué grado llegaba la preocupación de ella. Tal vez no le interesara en absoluto el asunto de los asesinatos. En ese momento, él miró a su alrededor. El Café Diurno estaba casi vacío, a excepción de una mesa al fondo, en la que un hombre enseñaba matemáticas a su hijo. Levantaba continuamente el tenedor y la cuchara, los ponía juntos en el aire diciendo, a ver, si tienes un tenedor, y te doy una cuchara, ¿cuántos cubiertos tienes? El pequeño, como de seis años, subía la mano a la altura de los ojos y contaba dedo por dedo. Llegaba a una respuesta pero no la decía. Su padre, enorme al otro lado de la mesa, lo miraba con esperanza. Tenía toda su esperanza en él, y él, el niño, sabía que fallar hubiera sido devastador. O no lo sabía, no aún, porque entonces era sólo un niño que no conoce la magnitud del fracaso. Así, en el silencio de una operación sin concluir, la mesera del café se acercó para retirar los platos sucios. El padre le agradeció y la miró retirarse hacia la cocina como si viera irse, con ella, esa respuesta no dada, porque inmediatamente después de que la mesera hubo desaparecido volvió a exponer el problema al niño. Y la operación se repitió, sólo que Tiao no pudo ver el final porque la voz de Ana Ribeiro lo interrumpió, diciendo: se va a enfriar tu chocolate.

Tiao se volvió a verla. Su mirada era la de un canario amarillo. Así de pequeña. Ven conmigo a Río, dijo Tiao. Puedes vivir en mi casa. No tenemos que formalizar nada, tengo una habitación extra donde puedes quedarte, poner tus libros, tus discos, todo. No tienes que quedarte aquí. Ana Ribeiro no parpadeaba. En sus labios se dibujó una mueca de frustración, a medias, apenas esbozada, como un signo inconcluso. Este pueblo es mierda. Crees que no lo sé… dijo Ana Ribeiro, con cierto dejo de ironía. La ciudad más grande que conozco es Minas. No sé cómo sea Río. Es hermoso, dijo él. Pero no me creas. Ana Ribeiro sonrió. Subió su taza con chocolate y dio un sorbo mínimo, discreto. Allá en Minas aprendí a pintar. Me enseñó una mujer que se estaba quedando ciega. Se llamaba Julia.

Silencio.

Unos segundos después –como si aquello fuera un acto escrito de antemano– la gente comenzó a correr por la calle con dirección a la plaza. Unos cuantos primero; luego en grupos de tres o cuatro, luego más y más hasta que obligaron a Tiao y Ana Ribeiro a mirar hacia la calle a través del ventanal del Café Diurno. Se miraron. Ambos sabían lo que estaba pasando. No había necesidad de comentar, preguntar; se quedaron quietos, esperando.

La mesera salió a la puerta del Café y miró con dirección a la plaza. Ana Ribeiro se levantó, caminó hasta la entrada y quedó a un lado de la mujer. Tiao la miraba desde la mesa. Hubiera querido protegerla. Abrazarla. Pero no se podía. Ya no.

El ruido afuera del Café se tornó infranqueable. Asimismo la concurrencia que se había dado cita en la calle, al grado de que, en su afán por ver lo que estaba pasando, de entre un grupo de gente que estaba de pie justo frente al ventanal. Dos o tres tuvieron que subirse a los hombros de otros para tener una mejor perspectiva. Tiao se levantó, con la calma de quien recorre las últimas páginas de un libro y quiere quedarse impregnado del sabor final de las palabras, antes de abandonarlas.

En la puerta, de pie entre la mesera y Ana Ribeiro, Tiao vio el odio en el rostro de la gente. Miró hacia la plaza, a la izquierda. De súbito se metió al Café Diurno, tomó una silla y se subió en ella para ver sobre las cabezas despeinadas de la masa. Allá, a lo lejos, cerca del final –o bien, al principio de la calle–, un par de hombres golpeaban la cabeza de otro contra la banqueta. Era, seguramente, el supuesto asesino en cuestión, cuyo rostro, al ser levantado y vuelto a golpear contra la banqueta, merced quizás a la distancia que se interponía entre la imagen de la golpiza y los ojos de Tiao, lucía como una sola mancha roja, sin forma, sin significado. Un grupo de hombres se abrió paso entre la multitud; venían con bates de béisbol, piedras, cadenas, incluso una silla. Todo ello sirvió para masacrar el cuerpo inerte contra el que todos descargaban su odio. Uno de los que golpeaban gritaba a los demás que se detuvieran pero él mismo seguía golpeando, encargándose de aplastar con sus botas las piernas inmovilizadas.

Tiao bajó de la silla, desvió la mirada hacia el final opuesto de la calle: un grupo de niños, que tal vez habían detenido su partido al inicio del escándalo, retomaba el juego de fútbol, alumbrados por las lámparas incansables. Colocaban nuevamente la portería, hecha con un par de piedras grandes.

El ruido, al otro extremo de la calle, se apagó. La gente dejó de aglomerarse sobre sí misma en la calle del Café Diurno. Regresaron al anonimato en silencio. Sin decir palabra. Tiao regresó a su asiento. Vació de un trago su taza de chocolate.

¿Quién fue la víctima?, preguntó Ana Ribeiro a uno de los hombres que se alejaba hacia adentro de las callejas. Un joven, un niño apenas. Llevaron su cuerpo a la municipalidad porque las ambulancias se negaron a venir una vez más.

Ana Ribeiro se volvió hacia Tiao como preguntando ¿quieres venir? Como si la comprendiera, él se levantó, dejando, bajo el servilletero, un billete de veinte.

Al llegar a la municipalidad, Tiao y Ana Ribeiro observaron a don Matías de pie frente al bulto que había sido cubierto con una sábana y yacía cerca de las escaleras principales. Cuando los vio entrar, don Matías se acomodó el sombrero. Tiao se acercó abriéndose paso entre los policías. Se agachó y levantó la sábana: Rafinha tenía los ojos inmensamente abiertos y un enorme hoyo ocupando el lugar de su garganta.

__________

alfredo lèal (Ciudad de México, 1985) estudia Lengua y Literaturas Modernas Francesas en la UNAM. Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de SOGEM (2002-2005). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2005-2006), fundación para la cual ha traducido del francés a Henri Michaux, Michel Tournier y Julie Anselmini. Ha publicado cuento, ensayo, crítica literaria, crítica de cine y arte en revistas como Lenguaraz, Opción (ITAM), Blancomóvil y es habitual colaborador de Metapolítica. Obtuvo el Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2006 por su libro de cuentos Ohio y una mención en el Premio Nacional de Cuento Julio Torri 2009 por su libro La especie que nos une. Su obra como narrador se encuentra las antologías Tercer Concurso de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo (UIA, 2002), Cuentario (Resistencia, 2004) y en la Muestra de Literatura Joven de México (Fundación para las Letras Mexicanas 2008). Ha publicado el libro de cuentos Ohio (UACM, 2007) y la novela Circo y otros actos mayores de soledad (Ediciones de Educación y Cultura, 2010). En 2011 aparecerá su segundo libro de cuentos, La especie que nos une (Tierra Adentro).

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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