Al acabar: relaciones entre fin del mundo y fin narrativo

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Beato de Liébana en “Commentarium in Apocalypsin”.

En el Apocalipsis de San Juan, el fin de este mundo, del mundo terrenal, y el advenimiento de la eternidad celeste están íntimamente relacionados con la palabra y con el acto de poner fin y dotar de sentido a un tiempo determinado. Como demuestra Paulina Morales en este ensayo, los finales narrativos de la literatura poseen un móvil muy similar: el fin de la narración como un apocalipsis donde el tiempo de este mundo se acaba o, cuando menos, como el marco que le confiere cierto orden a la vida. 

Paulina Morales

Ser protagonistas que serán salvados. Tener el privilegio de vivir el espectáculo que describe San Juan implicaría un proceso exacerbado, pero similar al de terminar de leer. Una tremenda perturbación, que ilógicamente reconforta, nos atacaría cuando el fin del mundo le haya proporcionado sentido inteligible a la realidad que nos constriñe. En el marco apocalíptico, la resonancia etimológica de revelación y su franca conciencia simbólica proponen leer el mundo críticamente e interpretar los signos del fin de los tiempos. La esencia literaria, o más bien narrativa, del Apocalipsis establece un fuerte paralelismo entre la fe en que algún día llegará y la existencia de los finales narrativos. Fin del mundo y final narrativo conviven en una sinécdoque.

Concebir el apocalipsis nos enfrenta con el reto de imaginar de forma humana lo que está por ser de inmediato inhumano. El visionario emprende una lucha «por decir algo que no sabe decir o que no se puede decir»[1]. En una concepción apocalíptica, la concordancia impera entre el principio, el medio y el final; la correspondencia se vuelve una verdad ineludible. Bajo una concepción rectilínea del tiempo hay un avance unidireccional e irreversible. El apocalipsis explora metafóricamente la relación humana con las figuras cambiantes de la realidad temporal. Es un coqueteo que «pretende medir y transfigurar los anhelos humanos en formas de valor eterno»[2]. Sin embargo, a pesar del amorío o la mera intención, divorciarnos del tiempo es imposible. El modelo apocalíptico de San Juan enfatiza el tiempo; la narración se concentra más en el anuncio y la llegada (capítulos 1-20) de la Nueva Jerusalén que en la eternidad inestable que este nuevo orden promete. Las constantes predicciones del fin y su acostumbrada impuntualidad introducen un patrón cíclico que rompe el esquema confortable de los límites. Es algo parecido a lo que sucede en los cuentos de hadas; el «vivieron felices para siempre» corresponde a un compromiso reiterado con el tiempo y su manifestación futura.

Frank Kermode y Lois Parkinson Zamora analizan en sus respectivos libros cómo «el orden histórico global de una visión apocalíptica es un modelo de orden temporal creado por la narración literaria»[3]. El Apocalipsisde San Juan juega mucho con la capacidad del lenguaje de ocultar y revelar al mismo tiempo. La obra literaria jamás olvida el juego elemental de las escondidillas y los indicios entre las palabras.

En el Libro de las revelaciones, narrar se convierte en una forma de escapar y en un medio de sobrevivir: «Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca»[4]. Hay mucha fe en que el lenguaje trasciende y transforma el tiempo en algo que paradójicamente será intemporal e ilimitado. «Lo que ha de suceder»[5] está contenido en «un libro escrito por el anverso y el reverso, sellado por siete sellos»[6]. Monosílabos como «ven»[7] tienen el poder de ordenar caballos y también el poder de consolar[8] al que «oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias»[9]. Voces entonan palabras que son de inmediato ejecutadas[10]. En gran medida, el exterminio depende de la palabra. Escribir las «palabras verdaderas de Dios»[11] es una misión vital; alterarlas tiene consecuencias severas[12]. La revelación depende totalmente de un narrador y de su punto de vista. En una escala mucho menos cósmica, toda la literatura surge de impulsos parecidos a los descritos.

Existe una tensión inherente dentro de la noción apocalíptica. La condenación cohabita con la mejora y engendra una potencialidad de destrucción y reconstrucción radical. El temor y el anhelo del fin, el olvido y la recreación, interactúan activamente en medio de la aparente desolación. El fin es común, mas la revelación aísla. El apocalipsis cisma la rutina y nuestra enajenación existencial; con la aniquilación, advierte y previene, mientras cuestiona y libera al mismo tiempo. Podemos encontrar tintes y destellos espasmódicos de estas mismas ideas en temas actuales como el consumismo, las distopías, la pérdida de las relaciones sociales y del individuo, el conformismo y la pasividad. Sin embargo, la relación que me interesa no es temática; quiero discutir cómo las estructuras de los finales narrativos responden a un impulso muy similar al que nos conduce a imaginar el apocalipsis.

El apocalipsis en todo el sentido de la palabra es un mito que aún hoy opera dentro del espacio de lo ritual. Frank Kermode postula en su libro El sentido de un final que «los mitos son los agentes de la estabilidad y las ficciones los agentes del cambio»[13]. Varias cualidades de los finales narrativos indican que entre ellos hay una relación de espejo frente al cual cada uno se maquilla. Me quiero enfocar en cómo la noción del final opera en «las ficciones, los agentes del cambio»[14], enfatizando la narrativa. Mi relación entre finales narrativos y el apocalipsis es mucho más flexible que la que Lois Parkinson Zamora establece en su estudio; para ella, debe existir una preocupación evidente por la finalidad y una fuerte conciencia histórica o comunal.

Voltear la última hoja de una novela o leer la última palabra de un cuento produce el apocalipsis de la diégesis. La narración se acaba y sentimos que ahora entendemos su significado. Los fines establecen límites, crean marcos que nos permiten comprender e interpretar. La estructura y el significado se crean mediante una teleología de palabras y de episodios interrelacionados en un esfuerzo arquitectónico por crear el espacio ideal para jugar y juzgar. El final es un reflejo de nuestra forma de entender el tiempo, pero al mismo tiempo también está cargado por un aura intemporal. Una vez que la narración termina se fija en la eternidad. La narración esculpe el tiempo, le da forma y lo humaniza.

Aun en la novela más experimental se aloja la melancolía del orden: el esfuerzo vano pero vital de enfrentar la realidad de una manera, tal vez no necesariamente concordante y complementaria, pero ciertamente auténtica. Lo interesante es que el final literario en ocasiones erradica, sobre todo en los cerrados, el tiempo futuro. Contempla y acaricia el fin del tiempo mismo. Los finales confieren duración y significado al todo. La unidad y su coherencia sólo se manifiestan al realizar la consumación. El pasado ahora importa, ya que se convierte en desarrollo. El cumplimiento brinda consuelo y convierte el acto de existir en ser.

Las expectativas y su realización, o no, son centrales para el devenir literario. El interminable estira y afloja en la ficción es algo que mitiga el estrés cotidiano de esperar: esperar a que termine esto, que pase un minuto, que alguien regrese… Leer brinda un control distinto; la dinámica de esperar se puede hacer placentera porque el poder está en manos de cada uno. La crisis, esa cadena de microapocalipsis impotentes y perpetuos, se mitiga en la lectura. La narración alivia la falta de confianza en los fines, la prisión de la transición hacia algo que nunca llega.

Negación, anhelo, esperanza y deseo son todos sentimientos que nutren la memoria y la expectativa que demandan que los finales de cualquier tipo existan. Nuestra relación con los finales es problemática, ya que son algo que se describe y al mismo tiempo se evita. La lectura se deleita en la tensión y dilata el momento del cierre inminente. En finales cerrados, la idea del apocalipsis tiene una resonancia más evidente porque hay un cumplimiento claro; los personajes y el mundo que habitan adquieren determinación. Si el final es feliz, satisface el deseo de una vida exitosa; en caso de no ser serlo, cumple el deseo de una vida ordenada. Esperamos de la literatura un mundo libre de contradicciones.

A las estructuras narrativas abiertas también las colorea la fe apocalíptica. Finales abiertos y perturbadores trascienden los cierres racionales. Su multiplicidad sugiere un final que no es ni inmediato ni unívoco, pero que existe más allá, en un plano confuso en el que quizá escoger una de varias posibilidades no es necesario. Las resoluciones coexisten y la demanda que el texto hace al lector es mayor. Por otra parte, los finales abiertos que contemplan secuelas y continuaciones, o que marcan una pauta clara para que su lector las imagine, confrontan nuestra necesidad de consuelo y critican nuestra forma automática e inconsciente de enmarcar para entender.

Al experimentar con los finales narrativos jugamos con las contradicciones que impregnan nuestra naturaleza humana. A su vez, las distintas formas de presentar o eludir el final reflejan la incertidumbre. La «vida perenne de una obra de ficción»[15] se enfrenta a lo efímera que es la nuestra. El fin inevitable, por muy eventual que sea, de una obra de ficción, se enfrenta con lo inconclusas que siempre se quedan nuestras experiencias. La totalidad de cualquier tipo de final narrativo es negada para el ser humano. Estamos condenados a una frágil ilusión de sentido.

Los finales de ficción muchas veces nos sirven de consuelo al alterar los finales históricos, para obtener justicia, aunque sea poética. No haber vivido algo o cambiar lo que ha sucedido es posible dentro de la ficción. Así se está mejor, dentro de una felicidad consumada. Sin embargo, la ficción solamente es eso, y por mucho que uno desee hacerle un parche al tiempo, «siempre fue una labor imposible y ése era precisamente el punto. El intento fue todo»[16]. La revelación final de Briony en Atonement de Ian McEwan es desgarradora y muestra como el final aparente, en el que Cecilia y Robbie tenían una vida por delante juntos, porque «ni Briony, ni la guerra habían destruido»[17] su amor, se desmorona porque es un deseo, un invento vano para hacer frente al desconsuelo. El duelo de perder ese final ideal es tal vez doloroso, pero alberga la complejidad de permitirlos «sobrevivir y florecer»[18] dentro de la fantasía, y la madura decisión de que no le ofrezcan su perdón a la protagonista de la novela. Siempre ha de haber un duelo leve y tal vez inconsciente que comienza cuando cerramos el libro o llegamos al final del cuento. El final nos permite reevaluar toda la lectura, y destruye o confirma nuestras intuiciones previas. Al concluir, podemos pensar críticamente la obra como un todo y elaborar una interpretación. Los finales absuelven y seducen.

La mayoría de los textos, por muy extensos que sean, no son infinitos. Todo texto contiene dentro de sí su propia destrucción. Cien años de soledad es indiscutiblemente una novela apocalíptica que emplea estructuras bíblicas y cuya saga familiar está saturada de fuerzas históricas. Dejando esto a un lado y siguiendo la línea de los finales, García Márquez exacerba el concepto y crea una simultaneidad entre el final narrativo, el final de los manuscritos, el final de la lectura de los mismos y el fin de Macondo. La fuerza narrativa arrolla,

…pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.[19]

A pesar de la circularidad de los engranajes nominales, pasionales y de los recovecos del tiempo, el camino es unidireccional y la oportunidad única y solitaria

Aun finales menos espectaculares que el anterior marcan el fin del mundo diegético que habitamos durante el tiempo de lectura. Frank Kermode dice que «toda narración ficticia impone cierto grado de orden en el caos de la realidad temporal y el fin de todas las historias implica el cese, si no la terminación, del mundo ficticio encarnado»[20]. La distinción entre cese y terminación es pertinente porque, aunque el mundo ficticio no sea destruido o aniquilado, hay un cese de lo que allí sucedió o de lo que de ahí se nos mostró. El fin no es necesariamente físico, pero sí es un abandono forzado del espacio temporal habitado. Al terminar de leer, el texto muere y resucita solamente como interpretación. Interpretación que morirá si se actualiza el texto en un nuevo proceso de lectura.

Nosotros, como lectores, siempre tenemos el papel de los sobrevivientes. Sin embargo, como no somos habitantes reales del mundo diegético, la sensación es una simulación que nos permite observar cómo en la ficción y en el arte nos esforzamos porque la inmortalidad se vuelva terreno de lo humano. Leer es el milagro de estar dentro y fuera al mismo tiempo; mientras que estamos protegidos, al mismo tiempo somos infinitamente libres. Gozamos del placer de ver sin estar ahí, de experimentar la muerte del otro. La simulación nunca satisface el deseo y la necesidad de leer más historias se perpetúa.

 Me parece que los finales narrativos se convierten en simulacros de muerte, manifestaciones de ella que nos resultan más fáciles de comprender. Al leer y terminar de leer nos preparamos para ser destruidos por el peso incontrolable del mundo. Por muy encariñados que estemos con la diégesis, jamás se pierde del todo de vista que tanto el mundo como su fin son confecciones lingüísticas. El último punto final no es ni tan evidente, ni irrevocable como la presencia de un cadáver. El corrector o una tecla puede hacerlo desaparecer; la mala memoria puede agregarle incluso una oración completa al texto. Un punto no es un signo tan agresivo. Basta con comenzar a leer de nuevo para deshacer su apocalipsis y reconstruir la diégesis. Ante un cadáver, nos queda un final absoluto que comienza con la impresión de la muerte y que supuestamente se diluye con el tiempo.

El apocalipsis no está muy lejos de estos tonos. El fin podrá ser de la humanidad, pero esto automáticamente implica que cada uno muere; el apocalipsis en realidad también es bastante personal. Imaginar el fin del mundo es un simulacro colectivo de morir. En su representación gozamos de «la equivalencia del mundo al mundo, la ilusión final, la de un mundo perfecto, concluido, perpetrado, consumido»[21]. La coherencia que tanto he discutido entre final narrativo y fin del mundo tal vez solamente sea una defensa o una forma de lidiar con la inmensa incertidumbre de la muerte. El espacio para comprender e interpretar nuestra propia realidad en su totalidad está fuera de nuestro alcance; los finales permiten suprimir la realidad del mundo.

Al llegar al final de mi texto, me pregunto si no me habré tomado demasiado en serio la carga simbólica de muerte contenida en los finales literarios y el fin del mundo. Tal vez pensar ambos no sólo como lo que son, sino como simulacros de ella, simplemente revela una inmadurez ineludible: el deseo de que el final narrativo sea sinécdoque del fin del mundo, y de esta manera imaginar que lo que llamamos realidad opera con figuras retóricas. Terminar de leer para aniquilar la realidad y ejecutar una ilusión del mundo.

NOTAS

[1] Frank Kermode, El sentido de un final: Estudios sobre la teoría de la ficción, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, Serie CLA·DE·MA, 2000, pp. 63.

[2] Lois Parkinson Zamora, Narrar el apocalipsis. La visión histórica en la literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea, México, FCE, 1994, p. 25.

[3]  Kermode, op.cit., pp. 64.

[4]  Apocalipsis 1:3.

[5]  Apocalipsis 4:1.

[6]  Apocalipsis 5:1.

[7]  Apocalipsis 6:1, 6:3, 6:5, 6:7.

[8]  Apocalipsis 22:17.

[9]  Apocalipsis 2:11.

[10]  Cfr. Apocalipsis 9:13-5.

[11]  Apocalipsis 19:9.

[12]  Apocalipsis 22:18-9.

[13]  Op.cit., p. 68.

[14] Ídem.

[15] Parkinson Zamora, op.cit., pp. 155.

[16] Ian McEwan, Atonement: A Novel. Nueva York, Anchor Books, 2003, pp. 351. Traducción de Paulina Morales.

[17]  Ibíd. p. 330.

[18]  Ibíd. p. 350.

[19]  Ibíd. p. 432.

[20]  Op.cit., p. 64.

[21] Jean Baudrillard, El crimen perfecto, 3° edición, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 12.

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Paulina Morales López Santibáñez (Ciudad de México, 1990), estudia letras inglesas en la UNAM.

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

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