El norte detenido

Por  |  0 Comentarios

Bruno Nassi

 

 

I

 

El primero en detenerse en el cruce fue el doctor Augusto Klerman, dermatólogo desde hace quince años, divorciado, con tres hijos todavía menores de edad. Apenas paró, sacó de su bolsillo un pañuelo y se lo pasó por la frente; desde chico le molestaba mucho el sudor, lo ponía nervioso. El aire acondicionado de su auto –un Honda color rojo escarlata– estaba tenue pese a que lo había puesto en el nivel máximo. «Mañana voy a que lo recarguen», pensó mientras devolvía su pañuelo al bolsillo, no sin antes detenerse a mirarlo y sorprenderse amargamente de estar sudando más de lo que calculaba.

Pasaron unos segundos para que en los carriles de los extremos derecho e izquierdo, los colindantes al doctor Klerman, se detuvieran otros automóviles. En el derecho paró un taxi. Lo conducía Avelino Lisboa, desempleado hacía siete años, casado, con un hijo en un instituto de computación y una hija que le ruega por su fiesta de quince años. Manejaba una camioneta station wagon Nissan con varios parches de masilla en la carrocería. Tenía todas las ventanas abiertas, se había puesto una visera y una toalla de mano amarrada en el brazo para paliar el sol. En el asiento de atrás, de pasajera, iba la señorita Lidia Morante, estudiante de secretariado, regresaba a casa después de sus clases. Ese día se había dado el lujo de tomar un taxi, pues viajar en microbús con ese calor le resultaba riesgoso: la semana anterior, apretujada entre la multitud aglomerada, se empezó a sentir sofocada, luego mareada y por unos segundos sintió que se desvanecía. Con todas sus fuerzas se repuso, bajó inmediatamente del bus y, con el corazón latiendo a mil, rompió en llanto.

En el carril izquierdo se detuvo Viviana Rivas, administradora de empresas recién graduada, soltera, con la convicción de que el mundo siempre será hostil y por eso hay que ser hostil con él de antemano. Manejaba un Suzuki verde recién comprado, que iría pagando por los siguientes tres años. El aire acondicionado la liberaba del calor sofocante, pero no del hambre que ya sentía a esa hora. «Me habría ido por la otra avenida», pensó con fastidio. Para disipar los pensamientos, sintonizó la radio en una estación de música de moda y subió el volumen.

 

 

II

 

Magdalena Sánchez se había graduado como policía hacía dos años. Hacía uno que había sido designada a dirigir el tránsito y hacía cuatro meses que la asignaron a una de las avenidas más transitadas, la Vía Interurbana, que recorre la ciudad de sur a norte. Magdalena vivía sola, en una habitación alquilada. Se mudó apenas tuvo independencia económica, pues así se libraba por fin de la bulla de su madre y su hermana menor. Nunca pudo acostumbrarse a los altos decibeles de la música bailable que todos los días, desde temprano, funcionaba como una especie de combustible para esas mujeres con las que nunca congenió. El silencio era un lujo que apreciaba mucho, una gema casi imposible de encontrar. La mejor recompensa de su independencia económica era la compra del silencio.

Su odio por los conductores que iban al norte por la Vía Interurbana empezó al poco tiempo de que le encomendaran dirigir el tráfico en un cruce importante de esa gran avenida. Como los conductores que subían en ese sentido no tenían opción de doblar a ningún lado, los hacía esperar largo rato. Los que iban hacia el sur, en cambio, sí podían doblar a su izquierda, por lo que tenían preferencia. Preferencia que se transformó en cariño, en detrimento del odio por los que iban en sentido contrario. Los del sur, como les llamaba para sí Magdalena, pasaban en orden, sin usar casi la bocina, hasta le daba gusto verlos. En cambio los del norte, como llamaba a los del otro grupo, se impacientaban pronto y empezaban los bocinazos, los gritos y, cuando por fin les daba el pase, los insultos de los conductores que pasaban por su lado. No había día que Magdalena no recibiera insultos de todo calibre por su modo de dirigir el tráfico. El estrés que le causaba esa situación hizo que incluso llegara a tener pesadillas de las que despertaba sudando frío y a veces llorando. En sus sueños se veía recibiendo insultos y golpes de conductores que se bajaban iracundos de sus automóviles, incluso llegó a soñar que era acribillada por una ráfaga de balas de una ametralladora de un conductor furibundo.

Le pidió a su oficial superior si era posible que le asignaran otra vía. Le respondieron que de ninguna manera, pues se asignaban las vías por un determinado periodo de tiempo que no podía recortarse. Recordó entonces que alguna vez había leído en un artículo de autoayuda de una revista del corazón que a los miedos hay que enfrentarlos y diezmarlos. Pensó que al suyo ya lo enfrentaba obligatoriamente, entonces ahora tenía que ver la manera de diezmarlo.

 

 

III

 

El doctor Klerman volvió a pasarse el pañuelo por la frente. Había puesto el freno de mano para no tener que estar pisando el freno, ya sabía que en ese cruce siempre se demoraban en pasar. Prendió la radio en una estación de noticias: el calor, ese día, anunciaba el narrador de noticias, alcanzaba poco más de 35 grados centígrados, uno de los días más calurosos de los últimos años. «Seguramente», pensó el doctor Klerman. Para distraerse, miró a su izquierda y vio a Viviana. Le pareció medianamente guapa, sí tendría una aventura con ella. Luego miró a su derecha y se encontró con el rostro demacrado de don Avelino. Le dio cierta lástima y al mismo tiempo tranquilidad: él, Klerman, felizmente había podido estudiar y trabajar en algo que le permitía vivir holgadamente. Cuando volvió la vista al frente se dio cuenta de que ya habían pasado quince minutos desde que estaba ahí. Algunas bocinas empezaban a manifestar la molestia de los conductores.

En la radio del auto de don Avelino sonaba una canción caribeña: «Cuando yo me vaya, nadie te amará, porque está marcado tu corazóóóóóón con el pecado…». Tenía la cabeza casi fuera de la ventana del automóvil, para refrescarse un poco con el escaso viento que corría y para ver si por fin avanzaban. Atrás, Lidia cabeceaba por el cansancio y por el sol. De rato en rato despertaba sobresaltada, pensando que estaba en un microbús (dormirse allí es casi un boleto a ser asaltado por algún carterista). En un momento fue despertada de súbito por un comentario de don Avelino: «Siempre es lo mismo aquí, horas para avanzar, no sé por qué mejor no ponen un semáforo… Ya estamos veinte minutos parados». Lidia oyó las palabras del chofer y las procesó sin inmutarse, mejor era seguir adormilada. Sin embargo, la bocina del automóvil no la dejó volver al sueño. Contagiados, más automóviles empezaron a hacer sonar sus bocinas con insistencia.

Viviana sentía cada vez más fuerte el dolor en la boca del estómago. Buscó en la guantera y en la consola entre los asientos de adelante para ver si por casualidad había dejado algún bocadillo, pero no encontró nada. Subió el volumen de la radio para distraerse del hambre. Lo consiguió hasta que sintió un cosquilleo en el pie con el que presionaba el pedal del freno. Miró el reloj del auto y calculó que ya habían pasado más de veinticinco minutos desde que estaba ahí parada. Algo debería haber pasado, supuso, porque la policía que dirigía el tránsito ni siquiera volteaba a ver a los automovilistas. El aire acondicionado puesto en su máxima potencia la mantenía a salvo del sol, pero su hambre se estaba empezando a transformar en una especie de náusea. Trató de no hacerle caso al malestar y volteó a su derecha, donde vio a un hombre de unos cuarenta y tantos años, un poco subido de peso, que se pasaba un pañuelo por la frente con un gesto de agobio. Se dio cuenta de que varias bocinas sonaban con desesperación, hasta ese momento ese ruido le había sido esquivo por la radio. Le pareció también oír algunas voces que gritaban algo que no llegaba a entender. Definitivamente algo estaba pasando en la Vía.

 

 

IV

 

El artículo, según recordaba, decía algo como que si, por ejemplo, uno les tiene miedo a las serpientes, entonces debe ir a un serpentario; si le teme a las alturas, entonces debe ir a la azotea de un edificio alto. En su caso, pensó, ¿cómo sería llevar su miedo –ya casi pánico– al extremo? Durante un par de días lo estuvo pensando. ¿Responder a uno de los insultos de los conductores?, ¿bajarse y confrontar directamente a los atrevidos? No, ninguna de esas ideas era posible, pues claramente el reglamento le prohibía salir de la cabina desde donde dirigía el tránsito. Si se suscitaba algún incidente y llegaban otros miembros del cuerpo policial, tendría todas las de perder. La confrontación tenía que ser desde su puesto.

La idea le llegó de súbito, mientras se servía una manzanilla antes de dormir. Claro, era tan evidente, cómo no lo había pensado antes: simplemente no les daría el pase. Los haría esperar hasta que se desesperaran y, con gritos de desesperación y llanto desmedido, le pidieran clemencia. Ella los ignoraría, les daría la espalda todo el tiempo. No le haría caso a los insultos, a las bocinas. Recién cuando suplicaran, cuando se arrodillaran ante la cabina con lágrimas de sangre, les daría el pase. Y si algún superior se enteraba, se defendería diciendo que la carga de los vehículos del otro sentido era muy grande o que pasaron vehículos oficiales y alguna ambulancia, por lo que tuvo que retrasar aún más el pase. Era el plan perfecto y lo pondría en práctica a la hora perfecta.

 

 

V

 

Cuando el doctor Klerman bajó de su automóvil, otros conductores de más atrás ya lo habían hecho. Le prestó especial atención a un par de hombres, ligeramente mayores que él, que gesticulaban enfáticamente y repetidamente señalaban la caseta de policía. Klerman pensó en acercárseles, pero se sintió cohibido: siempre ha sido un tipo que siente reticencia ante los extraños. Fuera de su automóvil sudaba más, sentía cómo se le deslizaban gotas de sudor por el costado del rostro. Mientras se pasaba su pañuelo escuchó una voz que se dirigía a él:

—Esto es el colmo, oiga usté –le dijo don Avelino, que también había bajado de su automóvil–. Aquí siempre se demoran, pero esto ya es mucho, oiga.

—Sí, algo debe haber pasado –respondió Klerman sin ganas–. Un accidente, de repente, no sé.

—Qué accidente ni qué niño muerto –don Avelino terminó la frase golpeando el techo de su camioneta–. Ganas de joder nomás.

El doctor Klerman iba a articular una respuesta cuando reparó en Viviana, que acababa de bajar de su automóvil al ver a sus vecinos conversando.

—Disculpe, ¿sabe qué está pasando? –se dirigió al doctor Klerman.

—No, la verdad no sé –mientras respondía Klerman no pudo evitar fijarse en el cuerpo bien formado de Viviana, sólo las caderas un poco anchas, pero muy bien todo lo demás–. Justo acá con el señor nos preguntábamos lo mismo.

—Ganas de joder, eso es –insistió don Avelino–. Acá en este país joder al otro es el deporte nacional.

—Señor, qué está pasando, por qué no avanzamos –Lidia también se había bajado, ya libre del sopor.

—Nada, pues, que nos jodieron –le contestó don Avelino y golpeó nuevamente el techo de la camioneta.

—No sabemos –el doctor Klerman se atrevió a intervenir, sorprendiéndose a sí mismo por ese impulso–. Quizás un accidente.

Después de que el doctor Klerman terminó su frase, como si algo hubiera ocurrido en la caseta de policía, los cuatro voltearon a mirar el lugar de Magdalena.

 

 

VI

 

Magdalena había decidido que la mejor hora para poner en marcha la venganza –la justicia, para ella– era las doce con quince minutos. En ese momento, las personas salían de sus oficinas para convertirse en ansiosos automovilistas que se dirigían por el ansiado almuerzo. La experiencia le había demostrado que, entre las doce y quince y las doce y media, el flujo de automóviles aumentaba; lo hacían también los insultos, pues a esa hora la impaciencia, azuzada por el hambre, se manifestaba con especial ferocidad. Era, pues, el momento más propicio, aunque a la vez el más peligroso: por satisfacer el hambre del mediodía, el hombre mata. Magdalena se llegó a imaginar una escena de canibalismo en la que ella era el platillo.

No importaba, sin embargo, si había que morir en la misión. Lo importante era vengar el agravio diario, la vejación infame y la burla cruel. Si su muerte servía para que otras policías no fueran víctimas como ella, el sacrificio habría valido la pena. Quizás, pensaba, hasta le harían un monumento. Ella quedaría como una heroína y sus victimarios como lo que realmente le parecía que eran: unos salvajes monigotes programados para el insulto, unas bestias sin capacidad de comprensión ni mucho menos agradecimiento por su sacrificada labor.

Pese al envalentonamiento, el día escogido Magdalena no pudo evitar ser presa de la ansiedad. Supuso que era normal y decidió no pensar más en el asunto, sólo hacerlo, como si fuese un mecanismo que automáticamente se activaría a la hora indicada. Y así lo hizo, a las doce y cuarto sopló el silbato, levantó su mano derecha en señal de alto y volteó brevemente, no sin temor, a ver a los automóviles que se detendrían. Vio a un auto rojo que se detenía en el carril del medio, su ocupante parecía inofensivo. No esperó más y volteó la vista hacia el otro sentido de la Vía, no sin dejar su mano derecha en señal de alto apuntando al carril de los que iban al norte. De ahí en adelante, por más que escuchara disparos o bombas, no voltearía. Lo único que verían los conductores que iban al norte sería su espalda, la parte trasera de su gorra y, por supuesto, su autoritaria mano derecha haciendo la señal de alto.

 

 

VII

 

El primero en darse cuenta fue el doctor Klerman. Vio que los dos hombres que había visto conversar algunos autos detrás de él se separaban. Uno de ellos volvió a su automóvil y el otro se paró al lado de la Vía. Fue en ese momento que se dio cuenta de lo que sucedía: en ese lugar, había una pequeña calle de un solo carril que desembocaba en una avenida paralela a la Vía. Ese pequeño paso por muchos años había estado cerrado a los autos. Era el vestigio de una pequeña residencial que había sido demolida para dar lugar a una zona de edificios comerciales. Desde entonces la calle servía como boulevard peatonal de esa área comercial. Uno de los automovilistas había tenido la idea de romper la cadena que cerraba la calle y hacer transitar por ahí a los autos que iban al norte por la Vía. Él mismo se puso en la función de dirigir el tránsito. Lentamente, uno a uno, los autos que estaban a la altura de esa calle y más atrás empezaron a entrar por ella.

—Nosotros sí estamos jodidos –dijo de pronto don Avelino–. Estamos lejos de la calle esa. Hay dos filas de carros atrás. Ni hablar.

—Algo tenemos que hacer –dijo Viviana, poniendo inconscientemente su mano a la altura de la boca del estómago: las náuseas arreciaban con el calor de la calle–, ya esto es demasiado. Yo me siento mal, no he comido nada en horas.

—Que alguien vaya a hablar con ella –intervino Lidia–. Aunque sea que diga qué pasa y a qué hora vamos a avanzar.

—Vaya usté que es médico –las palabras de don Avelino sacaron de su distracción al doctor Klerman–. De repente está enferma o se ha muerto ahí tiesa la guardia esa.

—¿Cómo sabe que soy médico? –al doctor Klerman la situación le parecía irreal. Se pasaba ya mecánicamente el pañuelo por el rostro.

—Su mandil –le contestó don Avelino–, ese que tiene ahí colgado en su carro. ¿O no es médico usté?

El doctor Klerman se sintió tonto por no haber inferido antes cómo sabía don Avelino que él era médico.

—Ay, sí, vaya usted –dijo Viviana doblándose un poco por el malestar–. Yo me siento muy incómoda, la verdad, ya quiero llegar a mi casa.

El doctor Klerman se la quedó mirando fijamente unos segundos. Sintió pena por esa muchacha que hasta hacía unos momentos estaba bien arreglada y con cierta actitud altiva. Ahora la veía súbitamente demacrada, debilitada, rendida, como si hubiera envejecido veinte años en veinte minutos.

—Está bien, yo voy –dijo el doctor Klerman, y dirigiéndose a don Avelino, agregó–: pero usted me acompaña.

 

 

VIII

 

No resultaba fácil para Magdalena aguantar las ganas de voltear a ver a los automovilistas detenidos. El tiempo le parecía que pasaba más lento. Para paliar esa sensación se concentró en los que iban al sur, en verlos pasar fluidamente. Sus ganas de mirar al lado detenido se incrementaron cuando, de pronto, los bocinazos y los insultos que habían ido in crescendo se detuvieron. ¿Se habrían cansado?, ¿por fin habrían aprendido a respetar esos bribones? No, eso era demasiado bueno para ser cierto. Más probable era que el calor hubiese hecho sucumbir a varios. Esa idea asustó a Magdalena: si había una ola de desmayos, ella se metería en un problema gravísimo. ¿Y si alguien moría? Quizás podría ir presa. Tuvo una sensación súbita de terror, era una conjetura que no había previsto. Sin embargo, ya era tarde para ponerse a pensar en eso. Había que seguir adelante.

—¡Oficial!, ¡oficial! –una voz esforzada distrajo a Magdalena de sus elucubraciones. Pero como había previsto, no haría caso, ignoraría por completo el llamado mientras no fuera una súplica.

—Oiga, oficial –insistió la voz–, queremos saber qué pasa. Llevamos más de una hora detenidos. ¿Qué está pasando? Los autos se están desviando por la calle peatonal.

Cuando escuchó la última oración, como poseída por un ímpetu superior, Magdalena volteó violentamente a ver el lado con sentido norte de la Vía. Se dio cuenta de que los conductores se habían organizado y estaban pasando por el conducto peatonal que antes había sido calle. De todas las conjeturas no planeadas, ésa era la peor, peor incluso que los potenciales muertos y heridos.

En ese momento, la furia hizo que bajara la mano con la que les daba el pase a los que iban al sur y cogiera su arma. Pensó que desde allí podría dispararle al sujeto que organizaba el tráfico en la entrada de la vía peatonal. Pero se dio cuenta rápidamente de que el individuo –sentía que nunca antes había odiado tanto a alguien– se movía mucho como para poder atinarle.

—¡Oficial!, oiga, ¿está enferma usted? –dijo la misma voz ahora golpeando también la caseta de Magdalena.

Ella se paró súbitamente a ver al interlocutor que se había atrevido a golpear su caseta. Encontró a un hombre relativamente joven, un poco entrado en carnes, que sudaba bastante y estaba un poco colorado por el calor.

—Usted está mal de la cabeza –dijo sin pensar el doctor Klerman al ver la cara de desquiciada con la que Magdalena lo miraba.

No pudo siquiera reparar en sus palabras, pues una bala impactó en su muslo derecho, lo que lo hizo desplomarse en el acto.

 

***

 

Al día siguiente, en la sección de noticias centrales de los diarios del país y en la de notas curiosas de otros países, se titulaba casi del mismo modo el incidente: «Desquiciada mujer policía detiene indefinidamente el tráfico y le dispara a conductor». En las líneas siguientes se daban detalles de Magdalena y se lanzaban hipótesis de su conducta. Reconocidos psiquiatras e incluso un sacerdote, quien proponía la posesión demoniaca como posibilidad para el exabrupto, eran citados. Casi ningún diario, sin embargo, coincidía con lo que le sucedió luego a Magdalena. Algunos decían que fue trasladada a la unidad psiquiátrica del Hospital Policial, otros que fue encarcelada a la espera de una corte marcial; unos cuantos mencionaron un intento de suicidio. Un par, un poco más osados, propusieron que fue enviada al extranjero para evitar así el escarnio institucional que podía seguir en los próximos días.

En uno de los noticieros de la noche entrevistaron a don Avelino, a quien presentaron como «el heroico y privilegiado taxista que estuvo en la primera hilera de vehículos detenidos y que fue testigo del disparo al reconocido dermatólogo Augusto Klerman, quien se recupera satisfactoriamente pero aún no sale del shock». Tras contar la historia de modo vehemente, don Avelino terminó diciendo: «Mire, al final, yo tenía razón: todo fue por puras ganas de joder nomás».

 

 

________

Bruno Nassi (Lima, 1988). Autor de las novelas cortas La voz de las horas oscuras (2010), Convulsión (2013) y del libro de cuentos Clamoreos (2011). Es licenciado en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú y Magister en Hispanic Studies por la University of British Columbia (Vancouver, Canadá).

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

Responder

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *