Luis Alcoriza, cinco décadas de cine mexicano

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Tarahumora 

En la historia de una cinematografía como la mexicana  –donde el adjetivo «nuevo» ha sido usado en más de una ocasión para advertir momentos de renovación de propuestas y formas fílmicas– destaca la labor del cineasta Luis Alcoriza como una de las más complejas, variadas y novedosas. Marcela García repasa en este texto aquellas características que, durante cinco décadas, hicieron único y diferente a este gran cineasta de origen español: se revisa su inicio como actor, su paso a la asistencia de dirección y su papel de guionista, y finalmente su consolidación como director de cine mexicano.

Marcela Itzel García Núñez

 

I. Antes del cine

Luis Alcoriza de la Vega nació en la provincia española de Badajoz, en la región de Extremadura, el 5 de septiembre de 1921. Su padre era dueño de la compañía teatral Alcoriza y su madre la primera actriz. La compañía montaba el repertorio español, el clásico y hasta dramas policíacos de países de habla hispana, lo que posibilitó que el entonces niño viajara por toda España y las posesiones hispanas en África. La profesión familiar determinó que Luis se familiarizara con el mundo de la ficción desde sus primeros años.

En 1936, mientras él y su familia se encontraban en Tánger, estalló la Guerra Civil Española, lo cual les llevó de regreso a su país. Poco más de un año después, viajaron con rumbo inicial al Norte de África y después hacia América del Sur, a donde llegaron en 1938. A partir de entonces recorrieron Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Colombia, Venezuela y Guatemala para, en 1940, llegar a su destino final: México. Si bien no todos los integrantes eran refugiados, sí encontraron en este país un ambiente propicio de asilo, lo cual les permitió asimilarse de manera relativamente sencilla. Aunque no directamente exiliado, Luis Alcoriza estaba mucho más cerca de los exiliados que de los antiguos residentes.

En su anhelo de arribar al país, la compañía debió aceptar un injusto contrato de un mes de representaciones en el teatro Regis, finalizado el cual debió desintegrarse. Para afrontar la nueva situación, Luis echó mano de la herencia familiar actoral que había ya practicado al lado de su padre y madre en sus montajes. Así, se integró a la compañía de las hermanas Anita e Isabelita Blanch. Recorrió el país con obras del repertorio clásico y religiosas; incluso interpretó a Cristo en una obra de gran éxito que durante dos años se presentó en escenarios de casi todos los rincones del país.

II. La actuación: el ingreso al entorno fílmico

La profesión familiar fue para Luis Alcoriza la llave de entrada a un mundo distinto al teatral y al que dedicaría su vida profesional a partir de entonces: el cine. Fue en diciembre de 1940 cuando realizó su primera interpretación para la pantalla grande al encarnar a un capitán de Castilla del siglo XV en La torre de los suplicios (Raphael J. Sevilla, 1940). A partir de entonces, alternaría las actuaciones teatrales y cinematográficas, asegurando la recurrencia en estas últimas gracias a su origen y tipo español. Actuó en películas de corte cosmopolita como Los Miserables (Fernando A. Rivero, 1943), Naná (Celestino Gorostiza, 1943) y La casa de la Troya (Carlos Orellana, 1947); en filmes religiosos como La virgen morena (Gabriel Soria, 1942), San Francisco de Asís (Alberto Gout, 1943), e incluso encarnó a Cristo en dos cintas que recuerdan su interpretación del papel ya representado en el teatro: Reina de reinas (1945) y María Magdalena (1945), ambas de Miguel Contreras Torres. Además de estos personajes, encarnó también a galanes segundos o antipáticos en cintas como El capitán Malacara (Carlos Orellana, 1944),  El gran calavera (Luis Buñuel, 1949) o Tú, sólo tú (Miguel M. Delgado, 1949).

III. Escribir para el cine

A pesar del copioso trabajo en el área, la profesión actoral no llegó a interesarle tanto. Al tiempo que intentaba cambiar su oficio, Luis conoció a la judía austriaco-norteamericana Janet Reisenfeld, con quien se casaría en 1946. Bajo el nombre de Raquel Rojas, Janet había actuado en películas nacionales como Café Concordia (Alberto Gout, 1939) y Cuando viajan las estrellas (Alberto Gout, 1942), esta última al lado de Jorge Negrete y con Gabriel Figueroa en la fotografía. Anteriormente, Janet había escrito un argumento condensando su amor por lo español y el intenso romance que había vivido con un famoso torero; en 1944, el guionista y director norteamericano Norman Foster llevó este trabajo a la pantalla grande bajo el título de La hora de la verdad.

Ya casada con Luis Alcoriza y con el antecedente de la colaboración con el director norteamericano, este último buscó a Reisenfeld y fue entonces cuando las circunstancias favorecieron el cambio de oficio de Luis a partir del acercamiento con Norman Foster, quien le enseñó a construir guiones cinematográficos con diálogos bien urdidos. Con Janet y Foster, Luis escribió su primer guión llevado a la pantalla, El ahijado de la muerte (Norman Foster, 1946), una historia protagonizada por Jorge Negrete y ambientada en el México de los hacendados que abordaba temas como la tortura, la justicia social y la inmortalidad.

No habiendo abandonado del todo la actuación ‒lo haría hasta 1949‒, El ahijado de la muerte sería el primero de 56 guiones o argumentos que Alcoriza escribiría para otros directores, la mayoría de los cuales serían trabajados en conjunto con Janet. Los libretos resultarían interesantes y atípicos en el panorama del momento porque se trataba de historias con tramas concisas, bien urdidas, hiladas y resueltas, en muchas ocasiones en forma de comedias críticas cuyo humor llegó a ser mordaz.

Un tema recurrente en sus libretos fue la trastocación de los roles sociales: los de hombre y mujer, como en La isla de las mujeres (Rafael Baledón, 1952), La liga de las muchachas (Fernando Cortés, 1950) o El siete machos (Miguel M. Delgado, 1950); los de los extranjeros y mexicanos, como en Una gringuita en México (Julián Soler, 1952); o los de pobre-rico, como en El inocente (Rogelio A. González, 1955).

En 1949, Alcoriza conoció a quien sería su maestro y amigo, el gran cineasta aragonés Luis Buñuel, una figura imprescindible del cine mundial quien había llegado al país y se había insertado en el cine hacia 1946. Su primer guión para el director surrealista fue El gran calavera (Luis Buñuel, 1949), adaptado por Janet y Luis sobre una pieza de Adolfo Torrado y donde Alcoriza mismo hizo un papel de galán antipático.

Después de esta experiencia, Luis trabajó con Buñuel en un guión llamado ¡Mi huerfanito, jefe!, el cual, después de un arduo trabajo, se convirtió en Los olvidados (Luis Buñuel, 1950). El trabajo tocó de manera enérgica y descarnada el tema de la miseria urbana, un asunto casi tabú en la cinematografía nacional. Sin idealizarla o maquillarla, retrató la miseria no sólo como una condición física sino moral, lo que desencadenó el rechazo del público y la crítica mexicana bajo el argumento de que ofendía a México, por lo que salió casi inmediatamente de cartelera. Posteriormente, Los olvidados ganó un premio en Cannes y todo cambió, se reestrenó con buena publicidad y la crítica la trató bien. En este trabajo, Alcoriza ayudó mucho a Buñuel en los diálogos, pues el aragonés tenía poco de haber llegado a México y aún no conocía la forma de hablar en el país.

Alcoriza, quien hasta entonces había alternado el trabajo de actuación con el guionismo, abandonó la profesión de sus padres a partir de Los olvidados, para dedicarse de manera definitiva a la escritura cinematográfica.

La relación profesional con Buñuel se refleja en diez guiones en los que Alcoriza trabajaría con su compañero y gran amigo. Entre estos, resaltan Él (1953), una de las mejores películas mexicanas que exploran la patología psicótica; La ilusión viaja en tranvía (1953), un relato donde caben grandes temas de Buñuel como la sensualidad y la fuerza onírica; o El ángel exterminador (1963), un filme claustrofóbico sobre la abulia humana y la última película en que trabajaron juntos.

Para Alcoriza, la figura de Buñuel fue de gran relevancia tanto en el rubro profesional como en el personal, pues fue el amigo quien le reafirmó en su camino de ser fiel a sí mismo y a las ideas que del hombre y de la vida tenía, convicciones que plasmó no pocas veces en la obra personal que, posteriormente, le caracterizaría como autor cinematográfico.

Además de los ya mencionados guiones, Alcoriza trabajó en otras cintas que también resultaron fundamentales para el cine nacional. Es el caso de El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959), para muchos la mejor película del director, opinión que se debe de manera absoluta al excelente guión de la insólita comedia de humor negro, primera del subgénero en el ámbito mexicano, que conjugó de manera exitosa el humor británico del relato de Arthur Machen, la herencia del humor español esperpéntico de Alcoriza y, por último, el humor mexicano del director en un resultado irreverente que se burló de la institución del matrimonio y de la Iglesia misma.

IV. La gran propuesta: la dirección

En 1959, Benito Alazraki dirigió El toro negro, un guión de Luis Alcoriza producido por Antonio Matouk. El resultado distó mucho de ser el esperado tanto por el productor como por el guionista, quienes habían imaginado una película mejor. Fue entonces cuando Matouk habló con Alcoriza sobre la posibilidad de que él dirigiera sus propios guiones, lo cual afirmó una idea que el escritor había ya esbozado al ver El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959), película que para él había tenido una insatisfactoria dirección.

Fue en este contexto que el autor recibió la gran propuesta de otro amigo productor, Gregorio Walerstein, a quien había llevado un guión que se convertiría en la primera de sus veintitrés películas: Los jóvenes (1960).

Durante la década de los sesenta, la situación del cine mexicano distaba de ser la mejor. Lejos ya de la época de oro, atravesaba una crisis y se buscaban nuevos géneros que invitaran a las salas cinematográficas al público cansado de charros y arrabaleras, uno de los cuales fue el de los filmes de jóvenes, quienes habían estado olvidados hasta entonces; la mayoría de estas películas presentaban al adolescente agringado, al rebelde sin causa, al delincuente, al alcohólico o al drogadicto y buscaban «aconsejarlo» vía sacerdote, maestro o psicólogo a fin de encaminarlo nuevamente por el sendero de la virtud al amparo paterno.

Inserta en este rubro fallido, Los jóvenes logró un relato más sincero al hurgar en el mundo juvenil, en sus desencantos y motivaciones a través de un rasgo que, desde su primera película, Alcoriza presentaría: la concreción. La cinta, aunque respondió a un interés «totalizante» de la época, supo ver a los adolescentes no sólo como bailarines exóticos o estudiantes del Politécnico o de la UNAM enfrentados constantemente, sino que los mostró como personas de carne y hueso con valores, motivaciones, conflictos y rasgos propios completamente humanos. En una mirada más allá de lo evidente, los adolescentes del autor respondían a las motivaciones concretas del mundo tangible en el que habitaban y se desenvolvían día a día.

En esta primera cinta, los jóvenes son seres en pelea constante con su entorno y Alcoriza los comprende, está de su lado y trata de desmenuzar sus motivaciones, preocupaciones y conflictos para desentrañarlos y evitar así el regaño fácil.

Posteriormente, con Tlayucan (1961) Luis Alcoriza  inaugura la importante trilogía de «las tres T», completada por Tiburoneros (1962) y Tarahumara (1964), cintas en las que abordaría el ambiente provincial mexicano, al que redimensionaría y alejaría de las convenciones nacionales que lo planteaban como un pintoresco espacio de la virtud, una labor fundamental para el cine mexicano y su exploración de la idiosincrasia nacional.

En este nuevo enfoque resultó fundamental la forma del abordaje pues, con un evidente gusto por los escenarios interiores y exteriores reales, además de un manejo sobrio y correcto de los planos y emplazamientos, el cineasta evitó las tomas de postal y prefirió las que llanamente daban la idea que deseaba transmitir, llegando incluso a intercalar tomas documentales.

Tlayucan explora la cotidianidad de un pueblo cualquiera a través de un humor crítico que subraya las relaciones provincianas, mismas que en la cinta no resultan tan «puras» como la tradición las había planteado. Se trata de un relato desmitificador, una crónica con personajes llenos de deseos, mezquindades, avaricias y generosidades, habitantes de un pueblo cuya cantina no era el centro del relajo, la casona rica o la hacienda, que no aparecían por ningún lado; así como tampoco la vestimenta masculina era el traje de charro. En este filme, tal como sería una constante en su trabajo, Alcoriza subraya dos valores esenciales en su vida y cine: la solidaridad y la amistad.

Posteriormente, en Tiburoneros, el autor añadirá a estos dos máximos valores personales la libertad, el trabajo y el amor. La segunda «T» es una bella e intensa cinta fuera de la moral convencional que tiene la gran virtud de explorar el espinoso asunto del adulterio sin emitir juicio moral alguno y cuyo interés central es tratar el tema de la libertad personal.

La película relata la vida de un citadino quien se traslada a la costa, donde vive en plenitud a partir de su trabajo como tiburonero, y la relación con sus rasposos amigos y con una alegre y seductora costeña. Desde los créditos, se observa la naturalidad y maestría con las que el hombre caza el tiburón en alta mar y utiliza el arpón y la daga, tal como si intentara acariciar a su presa. Las herramientas de trabajo se convierten en una extensión del cuerpo, al cual obedecen y pertenecen tanto como sus otros miembros, cuyo trabajo conjunto en la caza del animal posibilita un acto tan natural para ellos como respirar.

En el filme, surge un rasgo que tocará su punto más alto en el sexto trabajo del autor, Tarahumara (1964): el interés casi documental por el tema. Ya en Tlayucan se habían intercalado tomas reales en la ficción, pero es en Tiburoneros donde se incluye la participación como actores de habitantes reales de Frontera, Tabasco.

La propuesta visual es interesante pues las tomas exteriores incluyen planos muy abiertos desprovistos de todo interés paisajista, y sin embargo logran transmitir la sensación de una belleza plena que tiene todo que ver con la posibilidad de la realización personal. El paisaje es bello no porque pueda fotografiarse para una postal, sino porque los hombres pueden fundirse con él y lograr ser libres y felices.

Posteriormente, Alcoriza realizó la última película de la trilogía, Tarahumara (1964), un relato honesto sobre un grupo indígena con rasgos específicos y visiones culturales, morales y éticas propias, en ocasiones tal vez más sinceras que las «civilizadas», en el cual se denuncia de manera abierta la explotación y miseria padecida por generaciones. En este filme, el director llevó al máximo la exploración del microcosmos y decidió deliberadamente una mezcla de los géneros documental y de ficción, pues su intención era que el espectador comprendiera a la cultura por medio de la trama dramática.

Las tomas del filme son imponentes y, lejos de la fotografía de postal, se convierten en un retrato sincero del hábitat y las nada fáciles condiciones de vida. Los encuadres incorporan a la sierra en su inmensidad, con los árboles que serán fuente de trabajo del grupo y las cuevas que servirán como sus casas. Con la trilogía que cierra Tarahumara, el cineasta completó la primera exploración de su país adoptivo y logró, a la vez, un lugar importante en la cinematografía mexicana.

En la siguiente década, Alcoriza llevaría más allá la exploración de México en Mecánica Nacional (1971), donde ya no se concentraría en el modo de cierto grupo o región específica, sino en la búsqueda de una identidad mexicana general. Ningún filme  de Alcoriza llegaría a tantos extremos en las ideas y la manera de presentarlas, pues, por ejemplo, la coralidad de Los jóvenes o Tarahumara se convertiría aquí en una turba numerosísima en la cual, sin embargo, se reconocería a la mayoría de sus integrantes, tanto ubicados en su individualidad como integrados a la colectividad.

El abordaje del tema se hizo desde un punto de vista satírico y ácido para llegar a conformar una gran caricatura en la que cada risa desatada por las circunstancias, tan extremas y absurdas como posibles, tendría un fondo amargo y, como en las caricaturas políticas y sociales, cada carcajada implicaría también un dolor.

La familia protagonista era la de un mecánico macho con todos los rasgos inherentes (bravucón, cobarde y grosero, más nunca con su «mamacita santa») y cuyo taller llevaba el sugerente nombre de «Mecánica Nacional». La familia se completó con su esposa, su madre y sus dos hijas, quienes deben guardarse «puras» como cualquier mujer integrante de su familia y a diferencia de las del resto. A pesar de la exigencia ideológica del jefe familiar, doña Lolita, la madre encarnada por una Sara García en un papel en donde autosaboteaba sus actuaciones de «madre y abuela» del cine mexicano, no sería la abnegada mujer que calla ante los deseos de los hombres, sino que reclamaría sus derechos y le echaría en cara a su hijo que para la diversión no la tomaran en cuenta, pero sí para cuidar la casa y a las muchachas; Chabela, la esposa, no resistiría la adulación del norteño Rogelio y las adolescentes hijas universitarias no compartirían el punto de vista paterno sobre la necesaria virginidad. Así, la visión de la familia como núcleo social básico distó de la versión tradicional cinematográfica.

Los personajes ya mencionados asisten a una carrera de autos multitudinaria donde encuentran a un amplio abanico de actores sociales: Gregorio, el Mayor, la «ligera» Laila quien lo acompaña, el carnicero, el bravucón, los adolescentes hippies, el radiotécnico o los norteños, todos conformando un mosaico amplio que intenta plasmar la realidad nacional.

Si bien Luis Alcoriza es mayormente recordado por las tres «T» y Mecánica nacional, resulta conveniente rescatar otros filmes, en razón de la relevancia de su calidad y propuesta temática y discursiva, misma que apunta a asuntos tan relevantes como el humor negro, casi ausente del cine nacional, el papel de una «madre abnegada» o de una prostituta, o el cuestionamiento de valores morales sociales.

Divertimento (1966) es el relato de una pasión sustentada en la necrofilia en el que se incluye la sátira a diversas instituciones «burguesas», principalmente el matrimonio, crítica presente también en Tiburoneros y en el guión de El esqueleto de la señora Morales, antecedente directo de esta película de humor negro. La acidez en Divertimento resulta más intensa en tanto la protagonista es una adinerada y bella mujer cuya condición burguesa no le reporta ninguna satisfacción pues su vida está llena de relaciones y acciones vacías; en ese entorno, el acto de asesinar se convertirá en la única fuente de felicidad que ella pudo encontrar.

Por su parte, en Paraíso (1969) se aborda una historia de gozo con «golfas» y «golfos» quienes han huido de otros lugares para encontrar la libertad en el puerto de Acapulco. Como en tantas otras ocasiones, el cineasta convivió con sus personajes, los buzos de Acapulco, y, gracias al conocimiento cercano de su ambiente, preocupaciones y cotidianidad, logró nuevamente conformar un relato auténtico, honesto y muy libre de este microcosmos mexicano, donde uniría, como ya lo había hecho previamente, a actores profesionales y personajes auténticos, por un lado, y las formas cinematográficas (al parecer antagónicas) de la ficción y el documental.

Desde el personaje principal Alcoriza abordaría el asunto de la prostitución: Magali ejerce la profesión de manera ocasional, por ello nunca deja de ser libre, puesto que coloca en primer plano su capacidad de elección, sin importarle el hecho de no saber qué comerá al día siguiente. Como ella, los personajes del filme viven al día, lo cual no impide que su vitalidad se manifieste, pues, a pesar de todo, son libres y autónomos, dejando claro el carácter secundario de los bienes materiales, en una postura que refleja la visión personal del cineasta.

Posteriormente, el cineasta filmó El muro del silencio (1971), donde exploró la relación enfermiza entre una madre y su hijo varón y abordó nuevamente temas como la religión o la inutilidad de la excesiva profilaxis del cuerpo, ambos presentes en una cinta como Tlayucan. La película es el retrato de una madre sobreprotectora quien mediante la atención excesiva a su hijo en realidad se cuida a sí misma.

Tres años más tarde, Alcoriza dirigiría Presagio, sobre un guión escrito por el cineasta y su amigo Gabriel García Márquez a partir de un cuento no publicado de este último. El filme plasmó una crítica a la cerrazón humana a partir de la exploración del tema de la ignorancia como un eje rector que propicia la intolerancia y la agresión al diferente por el único hecho de serlo. La solidaridad y la belleza humana mostradas en anteriores trabajos, como Tlayucan, Tarahumara o Paraíso, están ausentes en esta ocasión. En Presagio todo está regido por las motivaciones intrínsecas más terribles, latentes en el hombre y que afloran en momentos particulares, tal como se ha constatado en diversos momentos históricos, un ejemplo de las cuales son las motivaciones que llevaron al franquismo, al que Presagio pretendía criticar duramente.

Además de los filmes ya mencionados, es importante mencionar Lo que importa es vivir (1986), una interesante historia que retoma las grandes preocupaciones personales del cineasta, tales como la libertad, el trabajo, la justicia, el amor, la honestidad y la amistad, exploradas en sus mejores filmes previos y presentadas en éste de forma madura y sincera.

La película presenta al personaje de Candelario Dorantes, quien es el extraño que incide en el lugar al estilo de Aurelio en Tiburoneros o el antropólogo Raúl en Tarahumara y se gana un lugar especial dentro de la familia y la comunidad de la hacienda. En este caso, Candelario, a través de su trabajo y su forma de ser, no sólo influye a la manera del antropólogo Raúl, o se hace indispensable como el tiburonero Aurelio, sino que lo transforma todo radical y positivamente al hacer del moribundo casco de una hacienda un lugar vivo y próspero tanto en el aspecto productivo como, más profundamente, en la vitalidad misma de sus habitantes.

Como en Tiburoneros, existe una visión alterna a la moralmente correcta, pues aquí Candelario e Isabel, la esposa del abúlico hacendado Lázaro, se convierten en amantes y posteriormente en esposos, sin dañar con ello la estrecha y honesta relación de amistad entre Candelario y Lázaro, quien, en un complejo guión, sufre un accidente que le daña la cabeza y le convierte en un niño, «hijo adoptivo» de la pareja.

En la compleja trama se incluyen también en el microcosmos a los sectores adinerados, quienes afectan de manera considerable la historia porque introducen en el escenario sus intereses económicos. También aparece el doctor como un ser despojado de las nocivas convenciones moralinas y el sacerdote del pueblo como un ser pusilánime que sigue los mandatos del dinero. Las anteriores presencias no hacen sino reafirmar el valor máximo: la realización personal del individuo libre, cuya felicidad tiene todo que ver con los valores fundamentales y nada con los materiales.

Es así como la revisión de estos trabajos, que no son sino sólo una pequeña muestra del trabajo de Luis Alcoriza, deja en claro que el paso del cineasta por el cine mexicano fue un suceso importante que, aparte de dar al español la posibilidad de vivir en un país que no fue el suyo, también dio a los mexicanos la oportunidad de enriquecer la forma en que se concebían a sí mismos. El trabajo del cineasta español es un afortunado ejemplo del enriquecimiento mutuo surgido a partir del acercamiento de dos culturas, en este caso la hispana y la mexicana, cuando éste se da en el marco de la apertura y el respeto entre ambas. En su caso, la visión del otro que se vuelve el propio enriqueció la mirada de los mexicanos sobre sí mismos, la cual se vio expandida por filmes en los que, a través de una acuciosa mirada, se mostraron rasgos que habían permanecido ocultos a los nacionales.

El 3 de diciembre de 1992, Luis Alcoriza murió en Cuernavaca, pero como ocurre con los personajes que legan una obra artística, ésta perdura y, en este caso particular, la revisión de la misma es de gran relevancia porque permite al interesado conocer no sólo la trayectoria de un hombre sino la historia de cincuenta años del cine nacional.

 

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Marcela Itzel García Núñez (ciudad de México). Licenciada en Ciencias de la Comunicación y maestra en Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Forma parte del Seminario Universitario de Análisis Cinematográfico del posgrado en Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma casa de estudios. Es fundadora y titular del Cine Club de Preescolar del Colegio Madrid. Es autora de diversas ponencias que exploran el fenómeno fílmico en rubros como cine para niños, mexicano y latinoamericano.

 

Bibliografía

Ayala Blanco, Jorge, La aventura del cine mexicano. Editorial Posada, México, 3ª ed., 1985, 449 pp.

García Riera, Emilio, Historia documental del cine mexicano, 18 tomos. Guadalajara, México, Universidad de Guadalajara, 1992.

García Núñez, Marcela Itzel. Luis Alcoriza, hacia una biografía cinematográfica. UNAM, tesis de licenciatura en Ciencias de la Comunicación, México, 2009, 398 pp.

Pérez Turrent, Tomás, Luis Alcoriza, Semana de Cine Iberoamericano, España, 1977, 119 pp.

 

 

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

2 comentarios

  1. Alma Aguilar

    enero 3, 2017 at 1:39 pm

    ¡Hola!

    Disculpa, ando buscando el libro que citas “Pérez Turrent, Tomás, Luis Alcoriza, Semana de Cine Iberoamericano, España, 1977, 119 pp.”. ¿Podrías decirme si aún hay forma de conseguirlo o descargarlo en PDF?

    ¡Gracias!

  2. David Ornelas

    abril 21, 2013 at 2:06 pm

    Excelente texto. Gracias, resulta realmente valioso.

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