El hombre menguante

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The Incredible Shrinking Man

El hombre menguante es una novela de Richard Matheson inserta en un mundo de posibilidades y perspectivas. Camila Paz Paredes nos ofrece un breve y preciso recuento de esta tradición de disminución del hombre, al mismo tiempo que recorre un panorama científico para incitarnos a una reflexión que cuestiona lo verosímil de la realidad. Todos somos hombres gigantes y menguantes.

 

 

Lo peor no era en sí el hecho de menguar,

sino la conciencia de que estaba menguando.

Camila Paz Paredes[i]

 

I

En el sótano de una casa, un hombre diminuto va perdiendo las certezas sobre los objetos colosales que lo rodean, sobre los escalones-riscos, las sillas-precipicio, las cajas-cueva, las gotas-cascada: su tamaño se reduce tres milímetros y medio cada día. Quizá una proporción correspondiente al tamaño de cualquier ser humano en relación a la velocidad de expansión del universo. El hombre menguante teme que en algunos días no alcance ni la marca cero de la regla gigantesca con la que se mide. «Podría haber establecido una teoría matemática sobre la absoluta constancia de su descenso hacia la inevitable nada» (p. 97).

II

La ciencia ficción clásica (esa no muy leída, calificada, en general, como ya ha dicho Philip K. Dick, como «literatura para adolescentes», y hoy, peor, para «ñoños»), no puede ser considerada como un género de divertimento con la misma terquedad que hace 30 o 40 años, en un momento en el que «meter mano» en el material genético de las bacterias es cosa común para los biólogos, incluso para los estudiantes de licenciatura. Y si se ha especulado sobre los miniuniversos del átomo y de los microorganismos mucho antes de una posible experimentación con microunidades concretas (ya hasta da miedo usar la palabra), vale la pena dar un lugar a la ficción en el ensayo imaginario de las implicaciones de este pulso científico. Su ímpetu es una aventura gulliveriana: el explorador de los planetas descubre las galaxias, es enano entre gigantes, encuentra también las unidades mínimas de vida y de materia –para luego encontrar otras más chiquitas–, es gigante en el país de Liliput. La historia de esta exploración sugiere una dinámica imparable de relatividad: la posición humana como medida de las cosas se mueve en relación a sus extremos.

Ya en su famosa Soy leyenda de 1954, el escritor estadounidense Richard Matheson ensaya un escenario para otros Gulliveres: el último humano vivo en un mundo de vampiros se vuelve una leyenda tenebrosa. El bien y el mal, con su eje en el miedo, son las caras de una moneda puesta a girar por la fantasía post-apocalíptica. La ficción de Matheson lleva el problema de la relatividad –donde sea que lo plantee– hasta sus últimas consecuencias lógicas: El hombre menguante está muy lejos de ser un juego literario con la relatividad de los tamaños.

La historia del confundido, angustiado y decreciente Scott se cuenta en dos líneas narrativas paralelas. Una transcurre desde que el personaje descubre que está perdiendo altura hasta que queda atrapado en el sótano de su casa, demasiado pequeño para trepar los escalones y salir por la puerta o llegar hasta una ventana, menos aún para que su mujer o su hija escuchen sus gritos ya casi inaudibles; en este recorrido, Scott es confundido con un niño, cuyo peligro es el de ser aplastado en la cama por su mujer, vive en una casita de muñecas, tiene un efímero romance con una enanita, se vuelve presa de su gato… es una aventura al comprender que está menguando de manera irremediable.

La segunda línea narrativa cuenta la última semana en que Scott considera que puede seguir decreciendo antes de cesar su existencia, es la angustia de la nada; mientras tanto, lucha por salir del sótano –que se va volviendo un desierto cada vez más oscuro, frío y desolado– donde su única compañía es una espantosa viuda negra, su segundo terror después de la nada. El paralelo de la narrativa nos lleva a preguntas finales que la rebasarían si ésta no dependiera de una reflexión total. Como suele ocurrir con el relativismo radical, la novela terminaría como empezó, y los lectores nos quedaríamos con los brazos cruzados.

III

«En cierto modo, aquel constante asombro ante sus propias motivaciones era lo más exasperante de todo» (p. 126). Es sorprendente que –ante una pequeñez de los límites actualmente conocidos por la ciencia que parecen ya algo tan absurdo que sólo admitiría la risa o la desesperación– los físicos, los químicos y los biólogos, sigan indagando en sus minúsculos objetos de estudio con esa paciencia y dedicación que les merece a sus oficios el nombre de disciplinas (en el sentido de que puede ser disciplina la meditación budista) y aún más sorprendente es que proliferen las ciencias e ingenierías, precedidas del famoso «nano», capaces de trabajar con semejante material casi inmaterial. No sé si los esfuerzos por representarse algo tan minúsculo son el resultado de la hipersensibilidad o de la frialdad científicas, porque, aun si es a través de un microscopio, el énfasis está en lo imaginario y es preciso sentirlo: el desencantamiento científico-técnico, aún especulativo, del mundo[ii], no consigue avanzar sin restablecer un fuego mágico a sus dominios. Ni cuando tuvieron tendido y atado a Gulliver olvidaron los liliputienses que se trataba de un gigante.

IV

El hombre de astronomía, el que hizo un cálculo de perspectiva hacia la luna o hacia el sol y redescubrió así su tamaño, era ya un hombre menguante; y el que vio células debajo de una lente, y el que hizo experimentos de física cuántica, se estaban agigantando. Con ellos, antes de ellos o al mismo tiempo que ellos, crecían y decrecían sus sociedades como Alicia, según comía galletas o bebía de frascos que misteriosamente se lo indicaban así. Y de esos descubrimientos aislados se compone el de la variable transformación de lo estático, lo que siempre ha sido así, de ese tamaño, lo que siempre ha estado ahí, a millones de años luz, millones de veces más grande que la Tierra, y al concebirlo se amplían las fronteras de lo posible. Y el movimiento contrario es igualmente antiguo, aunque la revolución nanotecnológica nos haga creer lo contrario: no es indispensable el desarrollo técnico experimental para formular la pregunta de los cuerpos mínimos indivisibles. La exploración del cosmos es tanto el ansiado encuentro con los límites del universo, como la introducción a los micromundos, acaso más eternamente ilimitados. Así las cosas familiares se vuelven territorios inexplorados y nos encontramos con la multiplicación de las particiones diminutas.

Pero Scott se siente igual a pesar del continuo proceso de disminución… o ampliación (según lo piense o lo viva). Sigue teniendo hambre, sintiéndose triste, teniendo deseo sexual (lástima por su poca capacidad de provocación…), reconociéndose frente al espejo… «Pequeño, sí, una fracción de su anterior figura, pero exactamente el mismo, línea a línea» (p.87). Todos seguimos sintiéndonos igual. No importa cuántas galaxias y hoyos negros descubra la ciencia, uno es lo que es, lo que siempre ha sido «una ilusión, naturalmente, pero en su pequeñez estaba lleno de múltiples ilusiones: la ilusión de que no menguaba, sino que el mundo aumentaba su tamaño…» (p. 20).

Igual parece que la sociedad es un problema psicológico irresoluble de cada individuo y que la historia es un gran cuento, sin embargo, se lee en su transcurso cómo las sociedades, como niños que no perciben el cambio en sus extremidades más que por dolores de hueso y golpes en la cabeza, se tropiezan con los muebles supuestamente conocidos de su hogar en ampliación, mientras adaptan movimiento y entendimiento a las nuevas relaciones que imponen horizontes más abiertos. Toda posición se redefine. Incluido el punto de referencia, de significación. El mundo está cada vez más allá, se nos va de las manos como un Pulgarcito y nos atraviesa como una partícula acelerada.

«Hombrecito, ¿qué harás ahora?» (p. 104).

V

Se es lo que se es. Al ser lo constituye su forma de encontrarse aquí y ahora, entre todos y todo lo demás. Y de pronto aquí ya no es lo que aquí significaba, y lo que aparece no deja de ser un gran misterio por simplemente haber aparecido. Y más aún, el hecho muy probable de que seguirán apareciendo mundos en los mundos hace la situación, cuando menos, un poco incómoda.

Así que Scott piensa mucho en suicidarse. Y para explicarse y reponerse de su angustia, piensa en los filósofos, pero «¿qué filósofo había menguado alguna vez?» (p. 63). Los problemas propiamente humanos se replantean lo mismo que las preguntas y definiciones de la vida, la materia, el espacio, el tiempo. Y el descubrimiento de las variables e inalcanzables dimensiones de lo que hay regresan la pregunta a los exploradores. Nada es suficiente. Y como dijo un joven y sincero teólogo, «señores, todo se tambalea»[iii].

Lo que él quería saber era esto: ¿era una persona; era un individuo? ¿Tenía alguna importancia? ¿Acaso sobrevivir era suficiente? No lo sabía; no lo sabía. Era posible que él fuese sólo un hombre tratando de enfrentarse con la realidad. También podía ser que fuese una patética fracción de sombra que vivía gracias a la costumbre, a sus impulsos… No lo sabía. Se durmió, acurrucado y tembloroso, ocupando el mismo espacio que una perla, y no pudo contestar a sus preguntas (pp. 67-68).

  VI

En cierto modo, El hombre menguante es un ensayo sobre las partículas indivisibles. Pero más importante, es una teoría sobre el camino hacia la nada, sobre el último paso antes de «dejar de ser». La peor angustia de Scott no es su constante disminución con respecto al mundo conocido, sino lo que este movimiento le revela: al cabo de algún tiempo, «la realidad se borraría para él, pero no por la muerte, sino por un acto de desaparición tremendamente sencillo, porque ¿qué puede existir a cero centímetros?» (p. 21). Scott transitaría por los grados mínimos de existencia hasta que dejara de ser posible. Cuando por fin se acomoda en una hoja seca y se cubre con un pedacito de esponja, dispuesto a pasar su última noche antes de ser reducido a nada, mira las estrellas y se alegra de verlas igual que todas las personas de tamaño normal, porque la distancia que las separa de la Tierra es tan grande que la variación de su propio tamaño resulta insignificante.

Ésta, que podría no ser más que la reiteración final del planteamiento relativista de Matheson –adornado con estrellas– es el despegue de su gran salto. La desesperante referencia al ser humano, a sus milímetros y a sus micras, se traspasa al tocar el punto cero. ¿Qué puede existir a cero micras, a cero milimicras, a cero millonésimas de milimicras? La pregunta es tan ingenua como lo es Scott al pensar que dejará de existir al no alcanzar una marca en la regla junto a la que se para todos los días. Ahí donde alcanza el margen posible de lo ínfimo y se resigna a la nada, lo toma por sorpresa todo lo existente, más abajo de ese límite que su sentido común de ser humano que decrece le señalaba como «lo último». Quizá Scott ha dejado de ser humano (aunque se siga sintiendo «exactamente el mismo, línea a línea») pero no ha dejado de ser.

Todo es divisible en tanto sea posible medir las partes en que se ha dividido. Todo lo que es podrá ser siempre más pequeño, será codificado y recodificado en los estándares del medidor que crece o que decrece en sus relaciones con el cosmos; divisible según las posibilidades del divisor. Pero todo estará unido en el gran hecho de efectivamente ser. Así, el problema de la relatividad no tiene un siguiente paso, sino un salto a la pregunta por el «todo».

VII

En cuanto a nosotros, los que seguro seguimos siendo humanos (claro, lo que eso signifique…), cabe cerrar con una consideración. El tamaño, como todo lo relativo, es una convención de la realidad que se vuelve realidad ella misma, que constituye. Siempre habrá algo mucho más grande y mucho más pequeño, y hay que maravillarse. El tamaño por el que vale la pena angustiarse de veras es el de la autoconsciencia, el saber y entender que estamos constituidos por esos extremos móviles a donde lanzamos las amarras. Somos una relación con «lo todo» –que siempre es total, abarque lo que abarque– y somos la vuelta de esa relación a la conciencia de sí. Quizá esto es lo verdaderamente humano. Decir que vale la pena reflexionar en ello debe ser en este punto una obviedad.

NOTAS

[1] Todas las citas que aparecen en este texto fueron obtenidas de la edición de Richard Matheson, El hombre menguante, Barcelona, Bruguera, 1977. Sólo se citará indicando la página.

[2] Me refiero al «desencantamiento del mundo» (Die entzauberung der Welt) que Max Weber considera fundamento de la razón moderna por herencia de la Ilustración, donde se concibe al mundo como hostil y a la naturaleza como causa de todos los problemas del ser humano, que en su ignorancia, no puede más que mitificarla. A partir de esta época, la razón se vuelve la clave para entender al mundo con el objetivo de hacerlo bueno para el hombre, es decir, para dominarlo desencantándolo a través de la ciencia.

[3] Es algo famosa esta declaración de Ernst Tröeltsch (1865- 1923) que representa el problema historicista del relativismo, sobre todo en cuestiones éticas, trabajado también por sus compañeros y amigos Max Weber y Friederich Meinecke.

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Camila Paz Paredes (1989) estudia sociología en la UNAM. Es subdirectora de Cuadrivio.

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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