Saturday, 9th August 2014

Viaje al Norte

Publicado el 16. dic, 2012 por en Cuadrivio proteico

Desde León, España, hacia arriba: hacia el frío, hacia la gente silenciosa y la cerveza paquidérmica. Cuando menos, hasta Oslo, vendiendo artesanías y durmiendo casi casi donde caiga. De Dinamarca hasta Noruega, una crónica mexicana del viaje al Norte de Europa.

 

Efraín Trava

 

De cómo planeamos el viaje al Norte

Cuando mi primo me visitó en el verano del 2006 en mi departamento en León, España, nuestras intenciones eran muy claras: viajar a Copenhague, donde nos hospedaría su amiga Anne, para después, eventualmente, establecer una ruta para recorrer ciudades aún más nórdicas de la región escandinava. Nuestra mente ‒no pocas veces entusiasta hasta la ingenuidad‒ no nos alcanzaba para vislumbrar un plan específico. Sin embargo, como mínimo nos planteamos llegar hasta Oslo, la exótica capital de Noruega. Lo más al norte que yo había llegado durante el par de años que llevaba en Europa había sido Ámsterdam. Renato, mi primo, tampoco había llegado más allá de la ciudad de Van Gogh y, aunque había vivido durante poco más de un año en Bruselas, la idea de conocer Escandinavia, al igual que a mí, le resultaba atractiva.

Tres semanas nos bastaron para clarificar la estrategia y terminar de juntar el dinero para el viaje. Nuestro noble oficio consistía en la venta de artesanía. El clima era bueno, un verano caluroso en el norte de España. Así que cada noche el conocido Barrio Húmedo de la ciudad de León se llenaba de turistas, peregrinos haciendo el Camino de Santiago y jóvenes desmadrosos que recorrían los más de 40 bares que se hallan en un perímetro relativamente pequeño. Nosotros nos instalábamos con todo el changarro afuera de la iglesia de San Martín, en la Calle de las Plegarias. Los ríos de gente comenzaban a fluir a partir de las diez de la noche. Para entonces, el Renato y yo ya habíamos montado el «parche», es decir, tres rectángulos de telas de colores que cubríamos con collares, pulseras, anillos, en su mayoría cosas que nosotros mismos habíamos manufacturado. A nuestras piezas se sumaban algunas piedras y unas cuantas baratijas chinas que normalmente comprábamos con antelación en Madrid, en la calle Amparo, aledaña al conocido barrio de Lavapiés y cuartel general del imperio de la bisutería china en el Reino de España. Nuestras telas eran escoltadas por un par de parasoles para carriola de bebé montados sobre un trípode fotográfico de forma que sirvieran como expositores giratorios para los más de 50 pares de aretes que cada uno ponía a la disposición de la clientela con euros. Así nos aventamos cada noche durante poco más de 20 días, vendiendo hasta la madrugada y bebiéndonos todo el calimocho que nos era posible.

 

El cortejo de las Elefantas

Finalmente, emprendimos el vuelo hacia la capital danesa. Un vuelo directo de 2 horas por una línea aérea cuyo emblema era un casco vikingo, además de ser la más barata que encontramos. Llegamos al aeropuerto y tomamos el metro hasta la Estación Central. Caminamos un poco hacia la parada de autobuses fascinados por la escenografía danesa: una mezcla por momentos caótica de lo antiguo y lo moderno. Minisúperes 7- Eleven por todos lados, algunos de ellos incrustados en edificios decimonónicos. Torres de estilo gótico compartiendo el espacio con marquesinas iluminadas de las dos principales marcas de cerveza danesa: Carlsberg y Tuborg. Pantallas gigantes con publicidad que parecían vigilar cada movimiento al interior de las plazas que adornan el centro de la imponente Copenhague. Las nubes bajas, pero inocuas; el clima templado, pero con una humedad que por momentos dificultaba la respiración. Mientras esperábamos el autobús hacia Husum Torv nos chingamos unas cervezas de medio litro llamadas Elephant. 7.2 grados de alcohol que dejaban en el brebaje de malta y cebada un sabor más bien achocolatado. Brindábamos por la calidad de la cerveza danesa mientras registrábamos las piruetas que en el cielo las nutridas parvadas del crepúsculo tenían a bien ejecutar. «Amo Dinamarca», pensé en voz alta, provocando la risa burlona de Renato. ¡Salud!

Tomamos el autobús, nos bajamos donde debíamos. Había anochecido. Tocamos la puerta de un edificio en la calle Frederiksvej, al norte de la ciudad. No hubo respuesta. Dudamos si era ésa la dirección correcta. Compramos más de esa cerveza paquidérmica en el kiosco paquistaní de la esquina. Comenzamos a familiarizarnos con el barrio. Volvimos. Un segundo intento: timbramos. Esta vez, la voz de Anne nos dice que entremos. Anne vive en el clásico departamento danés de clase media: la puerta se abre y hay un pasillo recto con varias puertas a los costados. Una da a la minúscula cocina, otra al aún más minúsculo baño, otra a la recámara de su amiga Tea y otra a la suya. Pasamos directo a su habitación. Anne nos dice que un amigo argentino está dormido en la otra recámara y Tea está de viaje. Felices de haber llegado, nos chingamos las últimas cervezas. No hay hambre, sólo cansancio y aturdimiento. Las míticas Elephant de 7.2 grados me están ya propinando un mazazo en la cabeza. Improviso una cama con cobijas en el suelo. Mi primo y Anne se acuestan en la cama. Entre sueños medio escucho que se están besuqueando, y de ahí nada más recuerdo. Siete horas después ya estoy en la cocina hurgando por algo comestible. Encuentro pan negro y humus. Corto jitomate, lo pongo en el pan, salpimiento y vámonos, ricky, pa’dentro. Un rato más tarde, Anne y mi primo salen de la habitación. Hablamos sobre la venta de ese día. Anne nos sugiere un sitio con mucho movimiento y donde hay más artesanos. El lugar se llama Nyhavn. El hecho de que haya más gente vendiendo nos favorece, puesto que entre todos nos podemos avisar en caso de que la policía irrumpa con intenciones de multarnos o quitarnos las cosas. Una hora más tarde nos instalamos en Nyhavn. Se trata de una calle peatonal flanqueada a un lado por una hilera de restaurantes con terraza y al otro por una entrada de agua que sirve de estacionamiento para barcos turísticos que, a su vez, ornamentan el panorama de manera muy particular. Nuestro lugar de trabajo no podría ser mejor, pienso. Saludamos a algunos artesanos, argentinos y chilenos en su mayoría. Encontramos un punto libre y montamos el parche. Así transcurren varios días. La gente es amable, pero la mayoría ve nuestros puestos como si fueran simplemente de exposición. A diferencia de España, donde teníamos un éxito rotundo con personas de diferentes edades y clases sociales, en Dinamarca los más atraídos por los colores de nuestros productos son los niños. Sacamos algo de dinero, suficiente para comer algo y mantener un buen ritmo cervecero. Después de, quizá, diez días, comenzamos a aburrirnos de Copenhague, así que decidimos ir a una ciudad al oeste que se llama Århus. Se rumora que habrá un festival de jazz. Eso significa mucha gente en las calles, buena música e insana diversión garantizadas.

 

De lo que puede traer consigo un festival de jazz

El día después decidimos salir para Århus. Mi primo insiste en que nos vayamos de aventón. Me convence. Tomamos un autobús hasta la salida de Copenhague. Ahí comenzamos a pedir el raid. Nos lleva una hora que alguien nos trepe y nos avance unos kilómetros. Se trata de una pareja y un niño. Nos presentamos, les contamos un poco de nuestros planes y luego no se habla mucho. Resulta una ventaja que la gran mayoría de los daneses hablen perfectamente el inglés. Finalmente, nos bajamos en una estación de servicio. No tenemos ni idea de dónde estamos, pero nos consuela saber que es más cerca que al principio. La idea de que en la estación de servicio será más fácil que nos suban cada vez parece más errónea. Pasan horas y nada. Sólo vemos coches con pequeños remolques cargados de cerveza alemana. Resulta que es una vieja costumbre danesa cruzar a Alemania a comprar la dotación de cerveza del verano. Allá son mucho más baratas. Nosotros, mientras tanto, comenzamos a preocuparnos. La llovizna que cae no ayuda en nada. Caminamos al lado de la carretera por el acotamiento. Los camiones de carga pasan hechos la madre, nos intimidan, así que volvemos a la estación de servicio. La cosa no se ve bien. La oscura duda de dónde vamos a pasar la noche comienza a zumbar en nuestras mentes. Pero el destino no asesina: un tipo nos recoge y nos avanza unos kilómetros más. Es muy amable y se muestra casi conmovido por nuestra misión de llegar a Århus de raid. Lamentablemente, una media hora más tarde tenemos que bajar de su auto, pues él ya debe salir de la carretera hacia su casa. Yo comienzo a extrañar las comodidades de mi hogar en León, pero rápido le pongo en su madre a ese pensamiento y me aferro a la realidad del momento: estamos a 80 kilómetros de Århus, ha oscurecido y nadie muestra alguna intención de subir a un par de latinoamericanos desaliñados a su coche. Sigue lloviendo. Caminamos un poco sobre la carretera hasta un crucero con la intención de aumentar nuestras probabilidades. La gente que pasa por ahí nos ve raro. No nos importa en lo más mínimo, pero es notorio que nuestra presencia les parece, digamos, inquietante. Seguimos estirando la mano con el dedito levantado. Una mujer se orilla. Corremos hacia ella, nos pregunta a dónde vamos.

—A Århus.

—Yo también.

Ah, siento que revivo. Nos subimos y le contamos que es nuestra salvadora. Ella es muy seria, sólo habla lo necesario. Es obvio que no nos subió por simpatía, sino por compasión. Qué más da. Vemos el letrero de Århus. Entramos a la ciudad. La mujer nos dice que ahí cerca hay un camping. Nos despedimos, agradecemos y nos bajamos. Caminamos al camping, extenuados y muy mojados. Un recorrido que normalmente se hace en dos horas, ya sea en coche o en autobús, a nosotros nos ha llevado ocho horas y media. Pasamos la noche en el camping, en nuestra tienda azul eléctrico para cuatro. Se le mete el agua. Al otro día, nos movemos al centro de la ciudad. La idea es dejar nuestras mochilas en el área de consigna de la estación de trenes y, por las noches, montar nuestra tienda en algún lugar oculto: un parque, un puente, un jardín, la playa. Ya veremos.

Llegamos a la estación central de Århus. Un reloj de manecillas apunta en todo lo alto a las doce del medio día. Nuestro plan de dejar las mochilas en los casilleros funciona bien. Escogemos un par de los más grandes, sacamos las cosas que vamos a vender e introducimos una moneda de veinte coronas en la ranura. Tenemos 24 horas para renovar el servicio (echar otra monedita), de lo contrario los guardias de la estación abrirán los casilleros y sacarán nuestras cosas, las arrumbarán en cualquier rincón, dejándolas disponibles para cualquier raterillo de ocasión.

Nos enfilamos hacia el centro. El sol brilla, el clima no podría ser mejor, unos 25 grados que, en estas latitudes ya es decir mucho, incluso en un día de verano. En el trayecto a través de la principal calle peatonal de Århus vemos muchas tiendas de ropa, jugueterías, McDonald’s, restaurantes de kebab y gente de todo tipo. Århus es la segunda ciudad más grande de Dinamarca. La gente es mucho más seca y presumida que en Copenhague. La gran mayoría de los que se pasean por el centro tienen buen poder adquisitivo. En el camino vemos una frutería grande en cuyos estantes se ofertan frutas de iguales proporciones. Me quedo impresionado especialmente por el volumen de los plátanos. Compramos un par de estos y dos manzanas igualmente gigantes para desayunar. Unos pasos más adelante vemos el primer puesto de artesanía. Tres parasoles para bebé formados por tamaño, del más chico al más grande. Al lado de éstos, su creador y vigilante: un enano con cola de caballo que alcanza su media espalda. Lo saludamos con camaradería. Es colombiano, su sonrisa es brillante y constante. Cada vez que sonríe, sus ojos, enmarcados por sus lentes rectangulares, se entrecierran. El cabrón tendrá unos 30 años. Una barba tímida y descuidada le crece irregularmente sobre la cara. Lo primero que le preguntamos es si la policía está chingando a los vendedores. El pequeño individuo nos informa que una pareja mixta de agentes vestidos de azul se da una vuelta al día caminando, pero generalmente lo hace por la tarde. Él, por si las dudas, ha decidido plantarse con sus parasoles junto a un árbol que más o menos lo camufla. Los demás artesanos, nos dice, están un poco más adelante, casi llegando al puente.

—Chido, carnal, nos vemos luego, que vaya bien.

—Igualmente, parceros.

En efecto, más adelante encontramos a la demás bandita. Varios argentinos y un par de venezolanos. Saludamos brevemente y nos instalamos. La gente pasa y el tiempo es oro. A pesar de que los paseantes parecen ser más fríos que en Copenhague, las ventas son mejores. La vista desde el puente también es muy buena. De frente, el costado de un edificio luce la imagen de una gaviota gigantesca besando con su pico terminado en garfio los labios de una mujer. Atrás, un canal de agua flanqueado por restaurantes. La gente se sienta a la orilla del canal a tomar cerveza, la mayoría son jóvenes que forman grupos bien distinguibles: los neopunks, los darkis, los hipsters, los anodinos, los inclasificables y, de edad más avanzada, los vagabundos indigentes.

Cae la tarde y la policía nunca pasó. Se aparece el enano colombiano. Él lleva varios días durmiendo en la camioneta que unos argentinos tienen estacionada en la playa. La playa no está cerca. Inesperadamente, el enano decide unírsenos para buscar dónde montar las tiendas. Él tiene la suya. Es tiempo para escuchar algo de jazz en uno de los conciertos callejeros que se están llevando a cabo en la ciudad. Llega Anne con su amiga Tea y un par de amigos que se dicen músicos. Anne nos dice que podemos pasar la noche en casa de uno de ellos. Nos relajamos. El enano trae hachís. Como no hay papel ni pipa, el Renato arma un pipa con una lata de cerveza. Empezamos a fumar. Veo cómo los amigos de Anne comienzan a dudar si deben abrirle las puertas de su casa a esta terna de malandros. Nos quedamos ahí una hora, la música es buena, pero es tiempo de ir a guardar las cosas a la estación de tren. Nos paramos todos juntos y nos enfilamos hacia allá. El departamento donde habremos de pasar la noche queda de camino. Vamos por la calle en dos grupos. Adelante Tea y los dos amigos, Anne y nosotros tres los seguimos, mientras cantamos y gritamos al aire. El coctel de cerveza y hachís en pipa de aluminio nos tiene un poco eufóricos y un tanto perturbados. Llegamos a la estación. Renato y yo vamos a guardar nuestras cosas. Al salir, Anne nos informa que su amigo ha retirado la invitación para quedarnos en su casa. No nos dice los motivos, pero nosotros los sabemos. Ahora hay que pensar en el sitio para dormir. El amigo que nunca llegó a ser nuestro anfitrión nos dice que hay un parque grande donde podríamos ocultarnos fácilmente. Nos encaminan hasta ahí y se despiden. Encontramos unos arbustos que rodean un árbol. La frondosidad del conjunto será suficiente. Montamos las tiendas y caemos fumigados. Por la mañana me despierta el griterío de un grupo de niños. Salgo de la madriguera y veo que ya hay bastante movimiento en todo el parque. Estamos prácticamente rodeados. Los otros dos duermen, así que camino un poco, me siento en una banca y tomo una fotografía.

Después de varios días en los que conocemos toda suerte de personajes ‒incluyendo a una heroinómana de nombre Nenya que no se nos despega, puesto que se enamora perdidamente de Renato ‒, el festival de jazz llega a su fin. Esto indica que es tiempo para largarnos de Århus. Ahora ya con el Chaparrito (ya casi no le decimos enano), planeamos el viaje hasta Oslo. Pero antes hay que celebrar con los demás artesanos. Quizá sea la última vez que estemos vendiendo juntos, así que al caer la noche entre todos armamos una vaca. Un venezolano llamado Rafael y apodado la Rata, saca su guitarra. Él es el único aferrado que no ha recogido su expositor y sigue vendiendo lo que puede. La noche transcurre entre vino y cervezas, gente que va y viene: se nos unen, se van, regresan, unos cantan, otros cuentan alguna anécdota inverosímil. Como a las dos de la mañana llega una pareja de daneses. Una mujer alta, pelo castaño rojizo, nariz recta y larga, ojos profundamente azules, acompañada de su amigo. Nos preguntan si se pueden sentar. Acto seguido, la mujer pide la guitarra y rasguea «The House of the Rising Sun». La canta. Después hablamos. Ha estado en México, habla español poblano y no deja de pegarme en el brazo y decirme «pinche güey». En algún momento, su amigo Anders se despide. Ella y yo hablamos acostados en la calle hasta el amanecer. Luego me despido de mi primo y del Enano, quienes han encontrado a una amiga hispano-argentina que parece muy simpática. Ella vive ahí, se llama Cecilia, es estudiante y les ofrece su casa para descansar. Yo me alejo caminando con mi nueva acompañante. Vamos a un bosque. Se llama Nanna y es mi mujer.

 

De cómo fue que se nos perdió el Enano

Es tiempo de enfilar hacia Oslo. Antes de tomar el tren que nos llevará a Frederikshavn, en el norte de Dinamarca, pasamos el fin de semana en un festival casero de música electrónica, donde somos recibidos gratis y nos dejan vender. Cecilia, nuestra nueva amiga, conoce algunos de los dilléis. Las ventas son un fracaso rotundo, pero alcanzamos a divertirnos un rato.

De acuerdo con nuestros cálculos, desde Frederikshavn podremos tomar un transbordador hasta Oslo. Sin embargo, al llegar ahí descubrimos que no hay salidas diarias hacia la capital noruega. Lo mejor es tomar uno hacia Gotemburgo, Suecia, para de ahí subir en tren hasta Oslo. Así lo hacemos. Antes, nos armamos en el súper con pan, embutidos y mayonesa, así como con un par de cajas de bag in a box: tres litros de vino tinto barato listo para servirse. El trayecto dura algunas horas, quizá tres. Llegamos a Gotemburgo bastante embrutecidos por los seis litros de vino. Son más o menos las 9 de la noche, de camino a la estación de tren tomamos algunas fotos de pésima calidad, movidas, ebrias, mal iluminadas.

El tren hacia Oslo sale a la mañana siguiente, por lo que tendremos que pernoctar en la estación. La intoxicación etílica facilita la misión. Ubicamos algunas bancas y, prácticamente, con las mochilas amarradas a nuestros cuerpos, dormimos un rato. Unas horas después, nos subimos al tren que va rumbo a Oslo, sin boleto. Hemos decidido ahorrarnos el pasaje y eludir la seguridad moviéndonos de asiento cada vez que el guardia se aproxime. Minutos después, vemos venir a un tipo de unos cincuenta años vestido de azul marino con gorrita de cadete. Renato y yo nos paramos rápidamente del asiento y le decimos al Chaparrito que aguante ahí con las dos mochilas, que se haga el sordo. Renato se va para un lado y yo para el otro. Cruzo un par de vagones y llego al final del tren. Me meto en el baño, lo cierro y, avasallado por una cruda atroz, me tiro en el suelo a dormir en posición fetal. No sé cuánto tiempo pasa antes de que un golpeteo en la puerta del baño me despierte. Es Renato y me dice que salga, que están bajando al Chaparro del tren. Con serias dificultades levanto mi pesada cabeza del suelo e intento volver en mí. Al caminar hacia el vagón donde vimos por última vez al Chaparro, sentimos el arranque del tren. A través de la ventana vemos la figura inconfundible de nuestro pequeño amigo al lado de su mochila y las tiendas. Lo repentino de los hechos sólo nos alcanza para cruzar miradas con nuestro amigo. No alcanzamos ni a despedirnos. El hecho es que nosotros vamos rumbo a Oslo, pero ahora sin tiendas y sin el Chaparro. Pensamos si debemos bajarnos en la siguiente estación, pero no lo hacemos. Quizá reunirnos en Oslo sea lo mejor. El Chaparro es el único de los tres que trae un celular. Nos sentamos mudos, la resaca del vino sigue retardando nuestras reacciones. En la siguiente estación, el guardia nos vuelve a pedir nuestros boletos en su lengua incomprensible. Esta vez, estamos demasiado desgastados para huir o incluso para fingir demencia, así que lo volteamos a ver con indiferencia y sólo atinamos a negar con la cabeza. Él, sin modificar el ceño ni decir una sola palabra, desaparece. Vamos más tranquilos pensando que el tipo por fin ha desistido. No decimos mucho, vamos viendo el paisaje cada vez más boscoso y ensombrecido, lo que tomamos como señal de que ya estamos en Noruega. Hay ahora mucho más gente en el tren que al iniciar el trayecto. Nos detenemos en la próxima estación. De pronto, las puertas corredizas del vagón se abren, entra el señor vestido de azul, su semblante no es el mismo, está enfurecido. Detrás de él dos hombres y una mujer, los tres con chalecos antibalas y una sola palabra en el pecho: POLITI. El guardia nos señala, el tren está detenido, uno de los hombres y la mujer llegan hasta nosotros, mientras el otro vigila la puerta. Nos piden pasaportes, nos preguntan de dónde somos, qué hacemos en Noruega y hacia dónde vamos. Nos catean. No son violentos, pero sí duros. Niños y adultos encajan sus miradas en nosotros. Volteo a ver a Renato, su cara está rígida y muy seria. Yo tuerzo la boca en un desplante de arrogancia nerviosa. Con guantes de cirujano, los policías esculcan minuciosamente las mochilas. Buscan drogas que, por fortuna, no traemos. Sólo hallan bolsas con piedras, hilos, cuentas de colores, algo de ropa sudada y rudimentarias herramientas de joyería. Nos escoltan hasta la salida. De camino a la puerta del vagón, alcanzo a mirar de reojo que la gente nos observa anonadada. Afuera del tren, uno de los oficiales nos conduce hasta la estación de lo que parece ser un pequeño pueblo. «Aquí pueden comprar el boleto hacia Oslo», nos dice y se va. Vemos los horarios, faltan varias horas. El despachador nos dice que el autobús a Oslo pasa cada hora, pero debemos caminar un kilómetro y medio. Así lo hacemos. Llegamos al sitio. Nos comemos un hotdog, mientras especulamos lo que pudo haber pasado con el Enano. El pueblo es feo y anodino. No pasa nada.

 

La ciudad del tigre

El autobús para en la estación central de Oslo. Descendemos y comenzamos a buscar al Chaparro. Llamamos a su teléfono, pero no lo contesta. Seguimos buscando en toda la estación. Nada, no está. La situación es apremiante puesto que el Chaparro trae la mochila con la comida y con las tiendas de acampar. Sin eso, nosotros no tenemos nada que hacer en Oslo. Pasan un par de horas, quizá tres, y nada. Hablo con mi primo sobre la opción de volver a Copenhague en autobús. La incertidumbre es total, pronto será de noche y no tenemos ni idea de dónde dormir. Imposible gastar dinero en un hostal. Guardamos las mochilas en la consigna de la estación y compramos un par de cervezas. Nos las bebemos en la plaza, donde más gente hace lo mismo. En el centro del rectángulo hay un gran tigre donde los niños aprovechan para montarse y dejarse fotografiar por sus padres. Cuando Oslo festejó su milésimo aniversario en el año 2000, la empresa noruega más grande de bienes raíces, Eiendomsspar, quiso ofrecer un obsequio a la ciudad. Los osloborger (ciudadanos de Oslo) pidieron un tigre, y eso es lo que obtuvieron: un tigre de bronce de 4,5 metros de largo.

Al menos esa parte de la ciudad me sorprende por su multiculturalidad. En el perímetro que mis ojos alcanzan a cubrir, hay gente de cualquier raza y religión. Acabamos con las cervezas y volvemos a la estación para hacer una búsqueda más de nuestro amigo, quizá la última antes de tomar la decisión de darle el tiro de gracia a nuestra economía comprando los boletos de regreso a Copenhague. Nos separamos para cubrir distintas partes de la estación. Luego nos cruzamos en el camino. Nada. Seguimos buscando. Nos sentamos completamente hambrientos y desmoralizados. Decidimos volver. Caminamos hacia la consigna, que es el mismo lugar donde podremos comprar los boletos de autobús hacia Dinamarca. Será un viaje de, por lo menos, diez horas. No decimos nada, sólo andamos.

—¡Dónde andan, gonorreas!

Escuchamos que dice esa voz inconfundible del Enano. El muy cabrón sí llegó a Oslo. Siento cómo la sangre asciende y desciende por mi pecho, por fin vuelve a mi cuerpo esa sensación tan ausente en las últimas horas: felicidad.

Entre risas, hablamos un poco de lo sucedido. Hay que definir dónde vamos a dormir. El Chaparrito intenta localizar a un amigo a través de su celular. Lo encuentra, no está en Oslo, pero nos sugiere tomar una línea del metro hasta el final. Hay un bosque con baños donde fácilmente podremos montar la tienda y pasar desapercibidos. Comemos cualquier cosa y seguimos todas las instrucciones. Encontramos el sitio, se trata de un parque enorme y de tupida vegetación al norte de la ciudad. Nos instalamos frente a un lago cuyo final no alcanzo a divisar. Exhaustos, armamos las tiendas y caemos dormidos ipso facto.

Como siempre, a la mañana siguiente, soy el primero en despertar. Salgo de la tienda y veo lo que nos rodea. El paisaje es asombroso. Montes de variados tamaños e infestados de coníferas rodean el lago, sobre el cual se pueden observar islotes a diestra y siniestra. Busco dónde orinar. Tiempo después, se despierta el Chaparro. El sol todavía está despuntando, pero ya calienta lo suficiente para un chapuzón. El agua está un poco fría, aunque no tanto como hubiera pensado. Nadamos un rato y luego el Renato se nos une.

Un par de horas más tarde ya estamos en el centro de Oslo. Buscamos dónde poner el parche. El principal temor, como siempre: la policía. Encontramos un sitio bastante transitado por peatones y alejado de tiendas cuyos empleados podrían llamar a los agentes para denunciar nuestra presencia. No hay más artesanos. Nos plantamos con los puestos y comenzamos la vendimia. Se vende más o menos bien. Al menos la gente no pasa de largo, muchos se acercan y algunos compran. Al Chaparrito le va de maravilla, vende aretes y anillos como pan caliente.

Cada noche, antes de tomar el metro de vuelta al parque, caminamos un poco por el centro de la ciudad. Me sorprende que algunas de las calles más comerciales, ésas que de día atraen a los más ricos y a infinidad de turistas que rebasan los cincuenta años de edad, por las noches se conviertan en el aparador urbano de docenas de prostitutas africanas. Las esquinas se pueblan de yonquis quienes parecen haber estado ocultos durante el día. Tanto el vampirismo yonqui como la prostitución negra hacen que la idílica Oslo por las noches se vuelva irreconocible, aunque no menos fascinante.

 

Morir un poco

Después de cuatro días, es tiempo de volver a Copenhague. El Chaparrito tiene boleto de avión para regresar a Sevilla y nosotros queremos pasar un par de días más en Dinamarca, antes de volver a León. Además, extrañamos las elefantas danesas. En Noruega la venta de alcohol en supermercados termina a las cinco de la tarde, y los bares son demasiado caros para emborracharse. Seguro habrá mercado negro, pero no nos ha dado tiempo de encontrarlo. Hemos vendido lo suficiente para regresar en un autobús nocturno a Copenhague, y, tal cual, lo hacemos.

Al bajar del autobús, cerca de la Estación Central, lo primero que percibo es ese olor a bizcocho amantequillado que inunda toda la ciudad. Caigo en la cuenta de que Copenhague huele a la repostería de los ubicuos ¡7-Eleven! Tenemos hambre y queremos cerveza. Son las ocho de la mañana y esos ya tan comentados minisúperes verdianaranjados están abiertos las 24 horas. Cruzamos Rådhuspladsen, que es la plaza del Ayuntamiento, y tomamos por Strøget, una calle peatonal que marca la ruta directa hacia Kongens Nytorv, la plaza real ubicada justo antes de llegar a nuestro punto de venta, Nyhavn. Pasamos varias plazas que, debido a la hora, aún permanecen vacías. Finalmente, llegamos hasta Nytorv, una plaza que alberga un par de edificios históricos, una fuente en cuyos bordes se antoja sentarse y un kiosco donde podremos surtirnos de cerveza barata mientras esperamos a que nuestros posibles clientes comiencen su peregrinaje hacia el puerto. El enano y el Renato se instalan en la fuente, mientras yo me encamino a la tienda. En el camino alcanzo a leer una señalización que indica que el edificio ahora convertido en un banco muy popular fue alguna vez la casa de Søren Kierkegaard. «Vaya, vaya», pienso. «¿Tendrán Elefantas de 7.2 grados en el kiosco?», pregunta discretamente el Homero Simpson que me tiene poseído.

Me surto y brindamos. Así pasan algunas horas. La plaza presencia personajes que vienen y van, muchos de ellos visiblemente incróspitos. Hablamos con alguno que otro. Nosotros también nos estamos embriagando. Noruega y su represión etílica nos han hecho perder el ritmo, y las elefantas nos están dominando. Pasado el medio día decidimos movernos a Nyhavn para probar suerte con el parche. Llegamos al canal, no hay mucha gente aún. Decidimos esperar con el parche. El Chaparro se apunta para ir por más cerveza a un minisúper cercano. La gente va llegando de a poco. Pasan unos minutos y el Enano está de vuelta, muy borracho y muy feliz. Ya se ha tropezado varias veces; parece que su centro de gravedad está muy trastocado por las paquidérmicas cervezas. Se ha quitado los lentes, por lo que ahora sus ojos, cuarteados y abotagados como nunca, están al descubierto.

—Pareces pinche sapo –le espeto para provocarlo.

—Bueno, ¿y qué usté no se ha visto en un espejo? –responde con la bravura pigmea que lo caracteriza, aunada a esa sensacional cadencia cantarina que tienen los colombianos al hablar.

—Órale, Chaparrito, ábrase una –apura mi primo.

El Chaparro, deja las bolsas de cervezas en el piso, da un saltito a un costado, tropieza con el escalón de madera que bordea el canal y cae tres metros al agua por la rendija que hay entre el barco estacionado y las paredes internas del canal. Su cabeza se ha golpeado varias veces. Renato reacciona de inmediato y se avienta por él. Se sumerge, pues el cuerpo regordete del Enano ya se ha hundido, lo saca y me dice que lo levante. Yo me estiro lo más que puedo sin dejar la mayoría de mi peso en el exterior para no irme de boca. Tanto los paseantes como los comensales de los restaurantes comienzan a entrar en pánico y a arremolinarse a nuestro alrededor. Logro sujetar el brazo del Chaparrito y lo jalo con una fuerza inédita. Lo levanto lo suficiente para que un tipo tome su otro brazo y saquemos el resto de su humanidad. Recostamos el pequeño cuerpo inerte en el suelo. Pido que llamen una ambulancia. Se acerca una mujer que asegura ser médico, le toma el pulso, no tiene. No hay sangre, pero está muerto. Volteo a ver a Renato que ha logrado salir del agua, nunca lo he visto más impávido. Yo comienzo a temblar mientras observo los intentos de la mujer por resucitarlo: exhala fuertemente en su boca, oprime su pecho a intervalos regulares, golpea levemente sus mejillas. Alguien le ha quitado los zapatos. Rápidamente, su piel se ha tornado en un tono a la vez blanquecino y amoratado. Transcurren segundos, minutos, no sé, no era capaz de pensar y ahora tampoco de recordar. Súbitamente, el Enano reacciona, regurgita agua y le vuelve el pulso. Sigue inconsciente pero respira. Yo sigo impactado pero comienzo a recuperar la sensibilidad. Siento en el cuerpo una mezcla precisa de tristeza y felicidad. Llegan los paramédicos, nos hacen algunas preguntas. No podemos ir en la ambulancia con él, pero nos dan la dirección del hospital. Es el Rigshospitalet, quizá el hospital público más importante del país. Tras perdernos un rato por zonas desconocidas de la capital, por fin damos con el hospital. Preguntamos por el colombiano que se cayó en Nyhavn. La recepcionista parece saber muy bien a quién nos referimos. Tras algunos minutos en la sala de espera, una enfermera nos pone al tanto de la situación. Nuestro amigo tiene una contusión en la cabeza, pero sus signos vitales están bien. Estará sedado durante lo que resta del día y toda la noche. Mañana podremos verlo. Nos pregunta por sus familiares y nos pide que nos pongamos en contacto con ellos. Salimos de ahí con una sonrisa en la boca.

 

No estuvo bien, pero sobre todo no estuvo mal

Al otro día, emprendemos el camino al hospital. Hemos revisado la cartera del Enano para ver si tiene una agenda con números telefónicos. Hemos encontrado algunos papeles con números y nombres de desconocidos, así como algunos billetes. Habrá que preguntarle a él. Entre las cosas del Chaparro hemos localizado sus ahorros del verano. Le ha ido muy bien. Decidimos comprar algunos víveres y cerveza con cargo al Chaparro por todo lo que hemos hecho por él. También hemos hablado de comprar cocaína. No tenemos ni idea de dónde, pero, por lo que se dice, no es difícil. En el autobús que nos lleva al hospital, el Renato me señala a un tipo que va parado. Viste de negro, es rubio, pálido y se mueve todo el tiempo. Lleva el ritmo de una melodía que sólo él es capaz de escuchar. El ojo clínico de mi primo ha determinado que ese sujeto puede vendernos el perico. Lo observamos discretamente. Anticipa su bajada tocando un botón y nosotros nos alistamos para bajar atrás de él. Ya en la calle, de inmediato lo topamos. Le pregunto si sabe dónde podemos comprar algo. Nos mira extrañado, quizá también intimidado. Le digo que no somos policías, somos mexicanos y andamos de lacras. Nos dice que lo sigamos. Nos metemos en unas calles. Llegamos a un callejón y nos pregunta que cuánto queremos. Tiene papeles de 200 coronas. Queremos uno. Desaparece. Cinco minutos después está de vuelta. Hacemos el intercambio y nos largamos. Caminamos unos pasos y desdoblamos el papel. No hay mucha, pero apesta bien. Nos metemos en una calle pequeña y con la llave nos damos unos picos. Está buena, aunque por el sabor sabemos que está muy cortada. Nos duerme la lengua, tiene mucho éter. Nos da el prendón y llegamos al hospital. Entramos a ver al Chaparro. Está recostado con la cara inflada. Sus ojos casi no se distinguen. Le han quitado el suero intravenoso, ya puede alimentarse por sí mismo. Nos saluda con esa sonrisa perenne. Le contamos todo lo que sucedió. Él tiene muchas dificultades para articular palabras. Todavía tiene los efectos del sedante, pero ha recuperado su color cobrizo. No recuerda nada. De lo último que se acuerda es de estar platicando en la plaza de Nytorv. Estaba hasta su madre. Durante la visita, el Renato y yo nos turnamos un par de veces para darnos unas rayas en el baño de la habitación. La vida es perra, pero también es bella. En mi segundo turno, escucho a una enfermera entrar al cuarto y hablar con el Enano. Después le indica a Renato que necesitan hablar con nosotros dos antes de que nos vayamos.

El Enano nos pide que hablemos a Sevilla con su hermana para informarle de todo y decirle que él está bien. También nos pide de favor que retrasemos su boleto de avión, por lo que tendremos que ir al aeropuerto. Nos dice que usemos el dinero que está en su cartera y que por favor le llevemos su mochila para tenerla ahí. No menciona nada de sus ahorros. Sabemos que desconfía de nosotros, como también sabemos que razones no le faltan. Antes de irnos hablamos con la enfermera, quien nos informa que nuestro amigo no puede estar ahí muchos días. Así que, en caso de ser necesario, lo trasladarán a un hotel enfrente del hospital. Me sorprende que la enfermera se refiera al Chaparro como Harold, aunque finalmente caigo en la cuenta de que ése es su verdadero nombre. También nos informa que, al parecer, el Chaparro no tendrá secuelas, sólo estará atontado durante un lapso corto de tiempo. Nos pregunta si tenemos con qué pagar, a lo cual respondemos tajantemente que no. Por lo visto, no habrá problema alguno con eso. Aunque el hospital es gratuito sólo para ciudadanos daneses, todo indica que harán una excepción con el singular colombiano que volvió de la muerte en Nyhavn. El Enano terminará sus días en Dinamarca atendido como rey por hermosas enfermeras en un hotel de no menos de tres estrellas, plan todo incluido.

Hacemos lo dicho con respecto al Enano: hablamos a Sevilla, cambiamos su boleto de avión y le llevamos todas sus cosas. Gastamos un poco más de su dinero en taxis, cervezas, pan y quesos de buena calidad, al tiempo que nos alistamos para regresar a León. Un día antes de partir, pasamos a despedirnos del Chaparro del Diablo (mote que acuñó Renato después del episodio de la casi muerte).

Al otro día, tres semanas después de haber sentido por primera vez el suelo danés, vemos desde la ventanilla cómo nos vamos alejando. Copenhague se va haciendo más pequeña a nuestros ojos, al tiempo que se agiganta en nuestra mente. Entonces, de pronto, ha quedado atrás, como una huella fresca y profunda.

 

_______________

Efraín Trava (Ciudad de México, 1975) es licenciado en Comunicación Social por la UAM-Xochimilco. Candidato a Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de León, España. Fue profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Actualmente radica en Dinamarca. Es autor de los libros de poesía Génesis (2004), De suyo, las alucinaciones y el espejo (2006) y Terapia intensiva (2008). Sus textos han aparecido en diversas publicaciones tanto impresas como electrónicas. No ha ganado ningún premio, y confía en no ganarlo nunca.

 

Tags: , , ,

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*

* Copy This Password *

* Type Or Paste Password Here *

29.493 Spam Comments Blocked so far by Spam Free Wordpress

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>