Crónica de una entrevista norteña. Una charla con Élmer Mendoza

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Decenas de miles de seres humanos han perdido la vida desde que el gobierno mexicano emprendió una batalla frontal en contra de los cárteles del narcotráfico. En medio del horror, de la sangre y de la ira, la pluma de Élmer Mendoza (Culiacán, Sinaloa, 1949) ha sido una de las pocas que, con la lucidez y solvencia que caracteriza a toda gran ficción literaria, ha esbozado el perfil de esa desconcertante realidad que, por comodidad, llamamos «narcocultura». En esta entrevista, Diego Armando Arellano conversa con el autor de Balas de plata acerca de las pifias de Felipe Calderón y del movimiento de Javier Sicilia, pero, principalmente, sobre lo que ha forjado la pasión de Élmer por la literatura.


Diego Armando Arellano

 

«Después de escribir durante toda una noche, descubrí que quería ser escritor». Una frase demasiado cursi para ser de un hombre que escribe sobre narcotraficantes.

Siempre imaginé que una conversación con Élmer Mendoza sería de lo más agresiva, en el buen sentido de la palabra. Originario de Culiacán, Sinaloa, lo menos que esperaba encontrar era a una persona pacífica. Los de allí son de armas tomar, malhablados, muy francos (eso suponía, pero ¿me equivoqué?). Tal vez Élmer ahora se comporta. Aún no nos conocemos. Más bien él no sabe quién soy yo. Accedió a darme la entrevista porque no dejé de darle lata toda la semana. Está bien portado, sereno, revisa muy atento el cuestionario que redacté hace dos días.

Nunca pensé que Élmer me daría una entrevista. Los escritores se desenvuelven en un ambiente casi inalcanzable. Esa impresión me dejó hace algunos años Enrique Serna, cuando, siendo yo muy jovencito, intenté entrevistarlo vía telefónica por el Premio Narrativa Colima que éste recibió. Aquella vez me puse tristísimo por la grosería de Enrique. Si bien es cierto que me dio la entrevista, durante toda la conversación se portó como un viejillo regañón al que no le parece nada, y conste que no le estaba preguntando pendejadas. Creo que fue el excelente Manuel Delgado Castro quien escribió esa vez el guión de las preguntas. Después de aquel desastre, me propuse no lidiar jamás con las estrellas de las letras mexicanas. Pero como es obvio, no cumplí mi palabra.

En 2009 vi a Élmer de cerca: en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, dentro de la presentación de un libro de cuentos de Eduardo Antonio Parra. Yo iba a entrevistar a Parra. Aunque la desfachatez de Élmer ganó toda mi atención. ¿Quién era ese personaje? Me acuerdo de que en la sala también se encontraba David Toscana, bebiendo de una anforilla de mezcal mientras comentaba los supuestos beneficios de la prosa de Parra. En mi feliz pero muy pinche ignorancia no se me ocurrió preguntarle a alguno de los asistentes quién era el señor de pelo chino que moderaba el evento. Mucho menos hubiese pensado en la posibilidad de hacerle una entrevista. Un mes después leí los primeros cuentos de Élmer. Me di de topes cuando me enteré de que era el pionero de la narcoliteratura en México. El mero bueno en el tema. Un talentazo. ¡Estaba yo muy joven, pues! Lo demás, es historia; me hice su fan; lo leía constantemente; seguía sus pasos en la prensa, y me juré algún día charlar relajadamente con el sinaloense.

La entrevista se realizó sin ningún contratiempo. Con una educación excelsa que no sé reconocerme de ningún lado. No es que yo sea un pelado, ni tampoco un grosero, pero nunca me pongo tan sereno y pulcro como cuando se trata de pedir una entrevista. Le ofrecí una muy breve charla para no quitarle su tiempo (mentira, me excedí, aunque no tanto como con su paisa Juan José Rodríguez, el autor de Sangre de Familia, quien aguantó vara: le receté más de 70 preguntas). Le prometí una conversación relajada en la que la espontaneidad fuera la principal protagonista. «Usted me las responde como vengan, sin pensarlo demasiado, como su corazoncito le dicte». Era todo lo que podía brindarle. Dinero no. Antes yo estuve a punto de pedirle varo. Cuando lo entrevisté, hace un mes, yo pasaba por un grave colapso financiero que me tenía comiendo puro méndigo huevo. Pero por supuesto que no iba a atreverme a tanto. Élmer respondió de lo más formal a mi correo electrónico. Educadísimo. Partimos de los saludos típicos. Como amiguitos nuevos de chat. Alguien me había recomendado prudencia. «Élmer Mendoza es un gran señor, así que con cuidado, grandísimo cabrón, no creas que te vas a topar con los morros groseros nacidos en los setenta. Aguas con lo que le vayas a preguntar».

Tardé una hora en definir qué preguntarle a Élmer Mendoza. Dos días más en darle forma definitiva a los cuestionamientos. Eso sin contar el año y medio de lectura ávida de su obra. Sin temor a equivocarme, Élmer respondería como un grande a mis cuestionamientos simples, para convertir la entrevista en una charla interesante, sin ninguna pretensión, más que la de conocer las inquietudes de un gran escritor. Así de sencillo. Era lo que yo quería. El trabajo estuvo listo en quince días. Pensé en escoger las respuestas que se pudieran colar entre la redacción que tenía planeada. Pero cambié de opinión. Valía la pena dejar intacta la mejor parte de la conversación. Y así fue.

He aquí la plática con Míster Mendoza:

Diego Armando: Muy agradecido por tu tiempo, Élmer, ¿comenzamos?

Élmer Mendoza: Adelante, Diego Armando.

DA: Juan José Arreola decía que el acto de escribir consistía en violentar a las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan. ¿Qué significa para usted el arte literario?

EM: Me ocurre al contrario. Las palabras me ponen en crisis. Para mí el arte
literario es una provocación: quiero contar las mismas historias pero como nadie
las ha contado, crear la nueva frase y experimentar con otros ritmos narrativos.

DA: Ya sabemos que usted figura en el panorama literario después de sus 30 años de edad.   ¿Cuándo descubre que quiere ser escritor?

EM: Después de escribir durante toda una noche, desde luego deteniéndome para ver por la ventana y percibir que allí había cosas y movimientos que se podían expresar con palabras. Era 1978.

DA: Estoy seguro de que todos tenemos manías antes de sentarnos a escribir en serio, las mías son anormales y a los lectores dudo mucho que les interese conocerlas. Hábleme de las suyas. ¿Qué es lo que hace antes de escribir?

EM: Hago un poco de ejercicio, leo un poema, un párrafo de un ensayo y me preparo un té. Esto es en la primera jornada. La segunda, después del desayuno, va con café y puro. Nada más.

DA: Volúmenes de cuentos respaldan su calidad de buen narrador, y ya que andamos tocando esas fibras, ¿cómo define el cuento, señor?

EM: Como una historia contada con la mínima expresión.

DA: Dígame más sobre este género, autores y prosa indispensable, de otros autores obviamente, que lo hayan motivado a escribir sus primeras líneas.

EM: Hay varios: por supuesto Jorge Luis Borges. Hombre de la esquina rosada es uno de mis textos favoritos. Te puedo citar a otros que fueron clave: Juan Rulfo, Juan José Arreola, especialmente con El Guardagujas. También Connan Doyle, Poe y Ernest Hemingway. De ahí vengo.

DA: El eterno cuento de siempre dicta que la literatura es un vil remake. Qué opina: ¿todo está escrito ya? ¿Sólo hay que repetir lo que ya escribieron los demás?

EM: La vida genera novedades y lenguaje, falta escribir de eso y con eso; no es grave escribir lo que otros han tratado, el asunto a resolver es el cómo.

DA: Según San Élmer, padre y madre del género, un escritor que pretenda escribir narcoliteratura debe tomar en cuenta… Deme su credo.

EM: Que lea novelas que no tratan el tema. Que vea las fotos, los gestos y escuche las palabras de los noticieros. Que investigue lo que tenga relación con lo que quiere contar. Que tome distancia y escriba.

DA: Ya que andamos en esos terrenos. A propósito del boom televisivo de La Reina del Sur, y la reedición de la misma novela, ¿qué opinión le merece Pérez Reverte?

EM: Es un gran escritor: profesional, serio, consciente de la realidad, gran capacidad de trabajo y amigo entregado. Como diríamos en el norte: «Es un bato acá, de la raza».

DA: A usted se le considera pionero de la literatura del narcotráfico, ¿qué sabor le deja esa marca?

EM: Bueno, en 100 años los futuros narcos y políticos corruptos reirán de nuestras novelas.

DA: ¿Qué opinión le merece la guerra desatada entre el gobierno mexicano y el narcotráfico?

EM: La guerra ha conseguido meter temor en los mexicanos y parece no tener fin; muchos piensan que se ha convertido en negocio de traficantes de armas, constructores de vehículos, de equipo de comunicación, cementerios, funerarias, edificadores de prisiones, etc. Totalmente absurda.

DA: Y en un caso específico, ¿qué piensa de Felipe Calderón?

EM: El señor Calderón no ha sido un presidente a la altura de lo grande que es México. Aún no entiendo por qué provocó esta matanza cuando podía combatir la delincuencia de otra manera.

DA: ¿Qué puede decir del movimiento liderado por Javier Sicilia?

EM: El movimiento de Sicilia es tan humano, que tardaremos en comprenderlo, y cuando lo hagamos, el dinosaurio ya no estará allí.

DA: Cómo ve a sus colegas de la generación nacida en los setenta, ¿le gusta lo que escriben los «jóvenes»?

EM: Lo que conozco me gusta; me preocupa un poco que lo hacen muy de prisa, pero qué
le vamos a hacer: son los tiempos.

DA: Yo lo conocí en Guadalajara. En la feria. Acompañaba a David Toscana y Eduardo Antonio Parra. Sé que ustedes son grandes amigos. No veo mal en preguntarle qué piensa de ellos como artistas.

EM: Son creadores importantísimos de territorios novedosos en la literatura mexicana contemporánea. Son jefes. Claro, no hacen declaraciones, basta con leer sus libros.

DA: Señor, además de la escritura, ¿qué otra cosa le apasiona?

EM: La lectura, la música, el cine, viajar, y claro, la voz de mi mujer.

DA: A un hombre de letras como usted, ¿cómo le gustaría ser recordado?

EM: Como un inventor de frases e historias escritas con solvencia.

DA: Por último, cuando escucha Culiacán, Sinaloa, ¿en qué piensa?

EM: En una ciudad moderna, con tres ríos, tres catedrales y tres puntos cardinales. Sus habitantes creen en sí mismos más de lo que deberían; por ejemplo Malverde.

 

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Diego Armando Arellano (1984) es periodista. Ha publicado cuentos, ensayos, artículos periodísticos y reseñas literarias en Punto en Línea, Destellos, El Comentario y Palabras Malditas. Es colaborador de Cuadrivio y coordinador del Suplemento Vitamínico de Lectura de la misma revista.

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

1 comentario

  1. edgar p.miller

    agosto 4, 2011 at 6:44 am

    Pocas palabras pero bien dichas.
    Saludos Élmer.
    Como los cuentos.

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