Pseudoefedrina

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«Febril», © Aldo Vázquez Yela

 

Antonio Ortuño

 

La primera en enfermar fue Miranda, la mayor. Nos contrariamos porque significaba no ir al cine el viernes, único día que mi suegro podía cuidar a las niñas. Pese a los estornudos Dina, mi mujer, insistió en que asistiéramos a la posada del kínder. «Es el último día de clases. Le cuidamos la gripa el fin de semana y el lunes nos vamos al mar.» Habíamos decidido pasar las vacaciones navideñas en la playa para no enfrentar otro año la polémica de con qué familia cenar, la suya o la mía.

En la posada había más padres que alumnos y más tostadas de cueritos y vasos de licor que caramelos y refrescos. «Muchos niños están enfermándose de gripa», justificó la directora. «Pero como los papás tenían los boletos comprados, pues vinieron.» «Miranda también está enfermándose», confesamos. «Por eso traemos tan envuelta a la bebé.» Marta, de apenas siete meses, asomaba parte de la nariz y un cachete por el enredijo de mantas de lana.

Descubrí al formarme en la fila de la comida que algunas madres conservaban las tetas y nalgas en buen estado. Y descubrí que un padre había notado, a su vez, que las de mi esposa tampoco estaban mal. Platicaba con ella aprovechando mi lejanía. Los dos sonreían. El sujeto era bajito, gestos afeminados y ricitos negros. Entablé conversación con la madre de Ronaldo, mujer de unos treinta años y gesto de contenida amargura que mi esposa solía calificar de «cara de mal cogida.» Claudia se llamaba, una de esas flacas engañosas que debajo de un cuello quebradizo y por sobre unas pantorrillas esmirriadas exhiben pechos y trasero más voluminosos de lo esperado. Se había puesto una arracada en la nariz y pintado los pelos del copete de color lila desde nuestro último encuentro. Como no se le conocía novio o marido, las madres del kínder vigilaban sus movimientos y más de una miró con inquietud cómo le ofrecía fuego para su cigarro y cómo ella me reía todo el repertorio de chistes con que suelo acercarme a las mujeres.

Regresamos a casa de mal humor. Miranda comenzó a llorar: tenía 39 de fiebre. Llamamos por teléfono al pediatra, que recomendó administrarle un gotero de paracetamol y dejarla dormir. También avisó que aquel viernes era su último día hábil: se iría a pasar la navidad al mar. «Como nosotros», le dije. «Bueno, pero si le sigue la fiebre a Miranda no deberían viajar», deslizó antes de colgar. «Déjame un recado en el buzón si se pone mal y procuraré llamarlos.» No le referí a Dina el comentario porque no quería tentar su histeria.

Medicada e inapetente, Miranda pasó la noche en nuestra cama mirando la televisión. Marta, quien dormía en su propia habitación desde los tres meses, fue minuciosamente envuelta en cuatro cobijas. Bajé el calentador eléctrico de lo alto de un armario y lo conecté junto a su puerta. La presencia de Miranda en nuestra cama evitó que Dina y yo hiciéramos el amor o lo intentáramos siquiera. De cualquier modo, el menor estornudo de las niñas le espantaba el apetito venéreo a mi mujer. Me dormí pensando en la nariz de Claudia y sus mechones color lila.

Se suponía que dedicaríamos la mañana del sábado a comprar ropa de playa y pagar facturas para viajar sin preocupaciones, pero Miranda despertó con 39.2 a pesar del paracetamol. Maquinalmente llamé al número del pediatra. Respondió el buzón. «Hola, soy el doctor Pardo. Si tienes una urgencia comunícate al número del hospital. Si no, deja tu recado.» Dejé mi recado.

Acordamos que mi esposa cuidaría a las niñas y yo saldría a liquidar las facturas y comprar juguetes de playa para Miranda, un bronceador de bebé para Marta, unas chancletas para Dina y una gorra de béisbol para mí. Había pensado convencer a Dina de comprarse un bikini pero preferí no mencionar el asunto. Lo compraría y se lo daría en la playa. Antes de salir me pareció escuchar ruidos en la recámara de Marta. Me asomé. Era un horno gracias al calentador eléctrico. Lo apagué. Marta estornudaba. Le retiré una de las mantas y abrí la ventana. Me fui sin avisarle a Dina. No quería tentar su histeria.

En el supermercado no había gente apenas. Desayuné molletes en la cafetería y pagué mis facturas en menos de diez minutos. Tomé un carrito y me dirigí a la sección de ropa. Por el camino obtuve la bolsa de juguetes de playa para Miranda y el bronceador de bebé. También un antigripal, una caja enorme y colorida que incluí en mi lista para que los enfermos no acabáramos por ser mi esposa y yo. Elegí luego una gorra y una playera blanca, lisa, para mí. Para Dina, unas chancletas cerradas como las que yo acostumbro y que ella dice detestar pero siempre termina robando.

Recordé el plan del bikini. Morosamente, me acerqué a la sección de damas. Dina tenía un cuerpo ligeramente inarmónico. Como muchas mujeres que han tenido hijos pero no los han amamantado, sus caderas y trasero eran redondos pero sus senos seguían siendo pequeños, de adolescente. Así que me encontré desvalijando dos bikinis distintos para armarle uno a la medida.

«¿Compras ropa de mujer muy a menudo?» Claudia apareció junto a mi carrito, sonriente, las manos llenas de lencería atigrada. «En realidad no.» «Eso es muy cortito para Dina. No va a querer usarlo.» Era cierto pero me limité a sonreír como para darle a entender que mi esposa acostumbraba utilizar arreos sadomasoquistas y juguetes de goma cada viernes. La acompañé a los probadores para cuidar su carrito. No iba a probarse la lencería –cosa prohibida por el reglamento de higiene del supermercado– sino unos jeans. Fingí estar muy interesado en la etiqueta del antigripal mientras esperaba que saliera. El antigripal era un compuesto a base de pseudoefedrina y advertía que podía provocar lo mismo náuseas que mareos, resequedad de boca o babeo incontenible, somnolencia o insomnio, reacciones alérgicas notables y, en caso extremo, la muerte. Me di por satisfecho. «¿Cómo me ves?» Había salido para que le admirara el culo metido en los jeans. Se le veían bien, como toda la ropa demasiado pegada a las mujeres excesivamente dotadas de nalgas. Claudia había sonreído otra vez. Ya no tenía cara de mal cogida.

En las cajas nos topamos con la directora del kínder. Nos saludó muy amablemente hasta que su cerebelo avisó que Padre de carrito uno no emparejaba con Madre de carrito dos. Se despidió con una simple inclinación de cabeza. Mientras esperábamos pagar Claudia se puso a hojear una revista femenina y yo volví a explorar los misterios de la etiqueta del antigripal. Pseudoefedrina de la buena. «Aquí dice que a las mujeres en África les arrancan el clítoris», comentó sin levantar la mirada. «Y que el sexo anal es común allá y por eso el sida es incontrolable.» Levanté las cejas y ella lanzó una carcajada que contuvo con la mano. «Mejor que no oigan que hablamos de clítoris y sexo anal o el chisme va a ser peor.»

Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué las bolsas al automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta a conversar más pero me escurrí pretextando la gripa de Miranda. «También Ronaldito está malo.» «¿Dónde lo llevas al pediatra? El nuestro se fue de vacaciones y no responde las llamadas.» Ella se puso las manos en la cadera. «No lo llevo al médico. Yo sé de homeopatía. Si quieres puedo darte medicina para tu niña.» No acepté pero ella insistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita con su teléfono. «Llámame a cualquier hora si necesitas.»

Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de Dina. Entré con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No se escuchaba ruido, salvo los esporádicos estornudos de Marta. Miranda dormía, aparentemente sin fiebre. Imaginé que la directora había manejado a cien por hora a su casa para llamar a Dina y contarle que yo estaba en las cajas del supermercado hablando de clítoris y rectos africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada con un cuchillo, esperando mi paso para degollarme.

En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de los ricitos que la había admirado en la posada. Suyo era el automóvil usurpador. «No te oí llegar.» «Algún imbécil se estacionó en mi lugar.» El tipo me miró con resentimiento. «No es un imbécil: es Walter, el papá de Igor, el compañerito de Miranda. Es homeópata y lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra no contesta.» Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estreché con jovialidad hipócrita. «Walter cree que Miranda no tiene gripa, sino cansancio, y que a Marta le están saliendo los dientes.» El homeópata hizo un par de inclinaciones de cabeza, respaldando el diagnóstico.

No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el rostro de mi mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer el amor a mi modo, menos neurótico que el suyo. La bragueta de Walter estaba abierta, lo que podía no querer decir nada. O sí. Miré al homeópata, abrí el bote de la pseudoefedrina, me serví un vaso de agua y me pasé dos pastillas. «Yo no creo en la homeopatía, Walter». Él volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca. «Y por favor quita tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el automóvil en la calle. Por eso rento una casa con cochera.» Walter se despidió de Dina con un beso en el dorso de la mano y salió en silencio, sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de que se desataran las represalias.

En el comedor había una nota escrita a mano, con letras esmeradas que no eran las de mi mujer. La receta de la homeopatía. Memoricé los compuestos y las dosis. Marqué el número de Claudia, sosteniendo su tarjeta frente a mis ojos. Su letra era desgarbada, como ella. «¿Sí?» «Hola. Qué rápida. Estabas esperando que llamara.» Su risa clara en la bocina me puso de buen humor. Escuchó con escepticismo las recetas de Walter y bufó. «Una gripa es una gripa. Nadie estornuda porque le salga un diente o por estar cansado. Mira, lo que vas a hacer es comprar lo que te voy a decir y engañar a tu esposa para que piense que les das sus medicinas.» «¿Me estás pidiendo que engañe a mi mujer?» La risa como campana de Claudia llenó mis oídos.

«¿Con quién hablabas?» «Con el pediatra.» «¿Y qué dice?» «Nada. No responde. Le dejé recado en el buzón». Dina estaba cruzada de brazos en el pasillo. Tenía cara de mal cogida. «Te portaste como un patán con Walter.» Acepté con la cabeza gacha. Mi táctica consistía en darle la razón y pretextar mis nervios por la enfermedad de las niñas. Dina me miraba con una intensidad que presagiaba o un pleito o un apareo corto y violento cuando Miranda se puso a llorar. Tenía 39.4 de fiebre. La metimos a la tina y le dimos paracetamol.

Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por teléfono, así que cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo hambre. Yo me serví un plato de cereal con leche y me hice un bocadillo de mayonesa, como cuando tenía once años y mi madre no aparecía a comer por la casa. Al beber un largo trago de leche sentí cómo mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la puerta y me miró con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era Marta. Tenía 38.6. Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos y los deltoides. No sabíamos cuánto paracetamol darle a la bebé. El pediatra no respondió. Dina corrió a llamar a Walter. Yo me escondí y llamé a Claudia desde el celular. «Mis hijas tienen fiebre.» «¿Ya les comenzaste a dar las medicinas?» «No.» «Pues sería bueno que empezaras». «¿No sabes cuánto paracetamol hay que darle a un niño?» «Yo no les doy paracetamol. Tiene efectos secundarios horrendos. Nacen con dos cabezas.» «Mis hijas ya nacieron, me temo.»

Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora con una bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco de dieta. «¿Tomas refresco de dieta?» «A veces.» «A Walter no le gustan las gordas, seguro.» Aproveché su desconcierto para salir a la calle. No sabía dónde encontrar una farmacia homeopática, así que volví a llamar a Claudia. «Yo tengo lo que necesitas en la casa. Ven.» Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas en sus cunas y meterme con Dina al yacuzi de un hotel en el mar y quitarle el bikini que le había comprado. Tardé en dar con la dirección. Abrió ella, despeinada y sin maquillar, con un suéter y gafas. Tenía a la mano ya una bolsa con frasquitos y un listado de dosis y horarios. Le pregunté por Ronaldo. «Está arriba, viendo la tele.» La casa era enorme y fea, como todas las heredadas. «Mi padre quería vivir cerca de la estación de bomberos. Lo obsesionaban los incendios. Por eso vivimos acá.» Mi carisma dependía de mis chistes y no tenía cabeza para decir ninguno en ese momento. Hice una mueca y me marché aparentando nerviosismo. Eso halaga más que un chiste.

Dina lloraba. Miranda tenía 39.6 y Marta, 39.1. No lloraba por eso. «Llamó la directora.» Supuse una conversación lánguida, llena de sobreentendidos. «¿Qué hacías en el supermercado con la puta de Claudia.» «Lo mismo que tú con el querido Walter: buscar consejo médico.» «¿Esa puta es doctora?» «Homeópata», dije, levantando la bolsita llena de frascos.

Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes de administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su buzón. Murmuré una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el primer turno. Perdí. Me ardía la garganta y la espalda murmuraba su lista de reclamos. Dina forcejeaba con Marta para darle las gotas. Tuve un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda para que tragara sus grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la sala. Pensé en lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que Walter llenaba los pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Desperté aterido. La casa estaba oscura y silenciosa. Me puse de pie, asaltado por un deseo intenso de orinar. Apenas saciado, la náusea me dominó. Maldije el bocadillo de mayonesa de la comida. Luego Dina daba de gritos y marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Tendría fiebre. Marta estornudaba con la persistencia de un motor. Hacía calor, el sudor escurría hasta las comisuras de la boca. Me arrastré fuera del baño. Pedí agua con voz desvaneciente. Fui atendido. Bebí. Alcancé una alfombra. Me dejé caer.

Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. «Te desmayaste. Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?» «Pseudoefedrina, Walter, de la mejor.» «Seguro eres alérgico.» Tras los ricitos del homeópata, Dina asomaba la cara. Quizá esperaba mi muerte. Quizá no. Quizá Walter la había hecho suya veloz e incómodamente frente a mis cerrados párpados. Tragué la solución que me fue ofrecida en un vasito minúsculo de homeópata profesional. Sabía a brandy o apenas menos mal. Logré incorporarme y caminar hasta la cama. Las náuseas regresaron, acompañadas de temblores y frío. No quería que Walter se fuera de mi lado, deseaba incluso acariciarle los ricitos con tal de que se quedara. Pero Miranda tenía 39.7 y Marta 39.4, así que se largó a atenderlas. Cerró la puerta de mi recámara tras de él y Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La hembra opta por el macho más fuerte para asegurar una buena descendencia. Pero nuestras hijas ya habían nacido.

Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cielo oscuro que podría ser el de cualquier hora. Tardó en responder, dos, tres timbrazos. Ahora tenía tanto calor que si cerraba los ojos saldrían disparados de las cuencas para estrellarse contra la pared. «¿Sí?» «Me desmayé. Parece que soy alérgico a la pseudoefedrina.» Un largo silencio. «¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?» «Está Dina. Con Walter. No quiero molestarlos.» «¿Walter?» Otro largo silencio. «Ven mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo.» «Bueno. Llevaré medicina.» «Ven tú, nada más.» «Como quieras.»

No lloraba desde los once años, cuando mi madre no aparecía en casa alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2:24 de la madrugada me despertaron los números rojos del reloj digital y los gritos de Miranda. La niña tenía pesadillas o se había roto un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel escándalo. 39.6. Dina había olvidado darle el paracetamol o Walter había ordenado interrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la familia. Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación, y la dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrándole tonterías sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo. Pseudoefedrina. Me sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en los pies, el estómago, los dientes. Visité la recámara de Marta. 38.7. Tampoco le habían dado paracetamol. Interrumpí su sueño para hacerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que sonrió. La dejé suavemente en la cuna.

Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio subida en los muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su mano descansaba uno de esos prácticos vasitos de homeópata profesional. Olfateé su contenido. Sería alguna clase de supremo sedante. Comencé a acariciarle las piernas. No reaccionó. Le deslicé un dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva. Podría haberla montado todo un grupo versátil de veinte instrumentistas antes de despertarla. Seguro Walter le había dado aquello para apresurar el proceso de adulterio. Hija de puta. Lo peor es que había provocado que olvidara dar el paracetamol a las niñas o incluso le había prohibido hacerlo, nuevo amo ante una esclava demasiado tímida para desobedecer. Me asomé por la cortina. Su automóvil ya no estaba. Hijo de puta.

Subí, la boca terregosa, el corazón latiendo en los dedos, las pestañas, un tobillo. Las niñas respiraban pausadamente. Eran las 5:02. Me tiré en la cama y quizá dormí una hora, el cielo era negro aún cuando abrí los ojos. Hacía calor. Me estiré y supe que deseaba a Dina. Miranda dormía con los dedos dentro de la boca. 37.3. Marta roncaba ligeramente. 37.1. Tuve que quitarme la camiseta al salir al pasillo. Demasiado calor. Pseudoefedrina o antídoto de Walter. Una dosis ligeramente más alta me habría impulsado a bajar por un cuchillo a la cocina pero lo que quería era desnudar a Dina, morderla, arañarla. Apenas se movió cuando me deslicé en el sillón. Pensaba: cuando el tribunal me juzgue diré que fue la pseudoefedrina o culparé a Walter por darme un afrodisiaco incontrastable. Le levanté las faldas y suspiró. A tirones, me deshice de su ropa. Su cuerpo. 39.8. Le separé las piernas y comencé a besarla obstinadamente. Yo aullaba y gruñía, aunque parte del cerebro procuraba asordinar mis efusiones para no despertar a las niñas. Dina abrió unos ojos ebrios y comenzó a decir obscenidades. 40.3. Aullábamos y nos insultábamos, yo le decía que el culo de Claudia lucía guango incluso dentro de unos jeans apretados como piel de embutido y ella bordaba sobre la muy posible impotencia de Walter. Yo le mordía los pechos y ella me arañaba desastrosamente la espalda. Nos despertó un estruendo y una risa malvada. Era Miranda, en pie ya, había conseguido derribar la pila de revistas de su madre. Sin mirarnos Dina y yo nos alistamos y subimos. Miranda brincoteaba sobre mi libro ilustrado de las Cruzadas. La perseguí hasta su recámara y la mandé a hacer la maleta. Me miré en el espejo del pasillo. No sudaba y mi aspecto era el de costumbre, apenas despeinado. Fui por agua y sentí una punzada de hambre. Dina bajó con Marta en brazos. La bebé mordía el cuello de una jirafa de trapo con alegría de vampiro. «Se terminó el biberón», informó mi esposa con perplejidad. Desayunamos huevos con tortilla y bebí el primer café del día. Claudia estaba citada a las tres. Dina confesó que Walter pasaría a las dos y media. Decidimos precipitar la salida al mar. El hotel aceptó adelantar la reservación y cambiar los boletos de avión llevó cinco minutos.

Dina miraba la mesa. «¿Nos vamos, entonces?» Lo decía con decepción y esperanza. En el aeropuerto confesé la compra del bikini y se lo entregué. «Es muy pequeño para mí, me voy a ver gordísima.» Pasé el vuelo leyendo una revista médica. Tenía un artículo sobre la pseudoefedrina pero preferí omitirlo y concentrarme en uno sobre el cercenamiento de clítoris de las africanas y los métodos reconstructivos existentes. Dina y nuestras hijas cantaban.

En la playa pedimos sombrillas e instalamos a las niñas a salvo del sol. Marta untada de bronceador de bebé y Miranda tocada con un sombrerito de paja. No había turistas, apenas dos ancianos paseando a caballo, alejándose hacia el sur. El cielo era claro y espléndido. Escuché mi teléfono y acerqué una mano perezosa, dejándola pasear antes por el trasero de Dina, que se endureció ante el homenaje.

Era el pediatra.

Dejé que respondiera el buzón.

 

 

 

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Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976) es narrador y periodista, autor de las novelas El buscador de cabezas (Joaquín Mortiz, 2006) y Recursos humanos (finalista del Premio Herralde de novela, Anagrama, 2007), así como de los libros de cuentos El jardín japonés (Páginas de Espuma, 2007) y La Señora Rojo (Páginas de Espuma, 2010). El periódico Reforma eligió su primera novela como mejor debut en la literatura mexicana de 2006. Sus libros se han traducido al francés, al rumano y al italiano. En octubre de 2010, la revista británica Granta lo incluyó en su lista de los mejores escritores jóvenes en lengua española.

 

Aldo Vázquez Yela (Ciudad de México, 1986) estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM. Es pintor y artista visual. Actualmente trabaja en la Compañía Nacional de Teatro, Utilería y pintura escénica. Amante de los gatos y de los hombres.

 

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4 comentarios

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  2. eduardo

    abril 1, 2011 at 1:50 am

    Gran cuento de Ortuño. Nomás que en la revista no ponen que el cuento primero salió en Cuaderno Salmón y luego en un libro de Ortuño. Sin nota alguna dan a entender que es inédito. Saludos.

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  4. Morpheusmtx

    marzo 28, 2011 at 4:33 am

    Buenísimo!!! Me encanto

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