Cómo enamorarse

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«Cómo enamorarse», © Valeria Hernández

 

cecilia galli guevara

 

La primera vez fue a finales de los noventa, una noche de enero con la ciudad vacía. Karen había salido con su amiga Malena y coqueteaban con sus cervezas heladas mientras bailaban y hablaban sin parar, o paraban para reírse y tomar más cerveza. Hacía calor y el bar no tenía aire acondicionado, y la noche se escurría con las pocas personas que quedaban dentro. Mediados de enero de un buen año, y todo el mundo estaba en la playa o viajando por el mundo. Karen y Malena, encadenadas a sus trabajos, estiraban esa noche de miércoles en el bar vacío, arrastraban sus bolas de presas, como si esperaran que pasara algo.

Desde una mesa cercana las mira Felipe. Con su camisa blanca, con sus piernas largas, con su pelo castaño, con sus dientes brillantes. Con su cara de triunfador.

―Karen tiene un admiradoooor –se ríe, burlona, Malena.

―No mires, que lo conozco. Es el novio de Carmela, la hermana de Flor.

―¡Oh jo jo! ¿Y qué estará haciendo acá solo? Seguro anda de trampa.

―Sí, mirale la cara de pajero…

―Se acerca.

―¡Nooo! Pase lo que pase, no me dejes sola con él –Karen se ríe mientras Malena le da un codazo.

―Karen, ¿qué hacés por acá?

―¡Feli! No te había visto. ¿Cómo va? ¿Carmelita cómo anda?

―Bien, bien. La gorda está en Miramar con su familia.

―Ah, qué bien. Ésta es Malena.

―Hola, Male.

―Es Malena.

―¿Se quedan acá un rato?

―Estamos acá –dicen las dos a coro.

―Karen está con ganas de jugar al pool…

―Callate, que no soy buena.

―Yo te enseño –ofrece el hombre.

A lo que las amigas se miran y sueltan una carcajada, sin importarles que el novio de la hermana de la amiga se dé cuenta de que se ríen de él. Hay cuatro mesas de pool y una sola está ocupada.

―¿Ves? Por esto me encanta Buenos Aires en enero: está vacía. Hasta el subte es un placer.

―¿Viajás en subte en enero? ¿Con el calor? –Felipe pone cara de asco.

―Por el calor. Me encanta quedarme pegada al sudor de la gente.

Malena, que conoce bien a su amiga, sabe que el desagrado que siente por Felipe desata una cadena de inconveniencias, groserías y chistes que, aunque son esfuerzos por agraviar al intruso, sólo harán que se enamore de ella. En la mesa de pool, Karen agarra un palo y Felipe se para detrás suyo.

―¿Te muestro cómo es la mejor posición para pegar?

―Pero no se te ocurra apoyarme que te parto el palo en la cabeza.

Después de media hora de juego, peleas y flirteo, el hombre les propone irse a otro lugar. Buscan su auto en una cochera cercana y parten para Buenos Aires News, sugerencia de Malena, aunque Karen lo detesta porque está lleno de modelos y famosos. Adentro, un par de modelos le bailan a un magnate de los medios mientras Christopher Lambert prepara mojitos. Felipe ofrece comprar tragos, pero Karen prefiere recorrer los bares del complejo hasta encontrar música que le guste: tiene ganas de bailar y no va a moverse con cualquier cosa, dice.

―Parece un poco el Roxy, con tantas opciones. Salvando las distancias, claro: este antro de putas profesionales y de trajes no me gusta ni un poco –Karen dice esto mientras entra en un bar que está vacío, a excepción de una mesa en la que cuatro hombres toman tragos transparentes. Entra saltando, se pone a bailar sola en el centro de la pista, se mueve como si estuviera en su casa, mirándose en el espejo del fondo de la barra como si James Brown sólo cantara para ella y ve a los hombres que la miran, a Malena que se ríe del show que está dando y a Felipe que se le acerca.

―¿Qué querés tomar?

―Traeme un Cuba libre.

Y el hombre se va hasta la barra; ella sabe que ahora es su esclavo para siempre, y con un dedo le indica a Malena que se le una. Les dan la espalda a los tipos que las miran desde la mesa, o les muestran sus culos, y cuando Felipe vuelve con sus vasos, las dos bailan con él unos momentos, hasta que Malena se va a una mesita y los deja solos.

―No te conocía así –le dice Felipe al oído.

―¿Así cómo?

―Tan suelta.

―¡Salvaje!

A las dos, las chicas se ponen de acuerdo en que es hora de irse y Felipe ofrece llevarlas a sus casas. A lo de Karen, porque es ahí donde tienen pensando dormir. Igual que a la ida, Malena se sienta atrás y la deja a Karen de copiloto. Ella elige la música, enciende un cigarrillo aunque él le pide que no lo haga, y con una sonrisa como única respuesta baja la ventanilla y asoma apenas la cabeza para que el viento la despeine más. Quizás animada por las miradas y las risitas de Malena o por el sueño, Karen comienza a imaginarse un futuro con Felipe. Siempre hace eso: los mira, piensa en su nombre unido al apellido de ellos, crea barrios, hijos, colegios a los que los mandarían, profesiones, la carga del lavarropas con lo suyo mezclándose con el agua y el jabón y la ropa de ella… Pero no. Este es demasiado cuadrado, demasiado previsible, demasiado el novio de la hermana de su amiga.

Cuando llegan a su casa se despiden, pero él pregunta si puede subir, y Karen lo deja.

―Pero un ratito que mañana hay que trabajar.

―Igual trabajás a la tarde, ¿no?

―Sí, a las tres, pero vos entrás a las nueve y no queremos que te quedes dormido.

Malena desaparece por el pasillo y se va a dormir, y Karen y Felipe quedan en la cocina preparando café.

―¿Y todo bien con Carmela? Planean casarse, ¿no?

―Sí. Nos casamos en unos meses. La gorda está como loca con el vestido, la fiesta… ¿En serio ustedes se pasan la vida diseñando el vestido?

―¿De boda? Y, algunas sí…

―¿Algunas? ¿No todas? ¿Cómo imaginás el tuyo?

―Sabés que nunca pude imaginármelo –Karen se sienta en un banco, con la taza entre sus manos. Huele el vapor que le llega a la cara y toma un sorbo. El café está caliente, negro, dulce–. De hecho, cuando en el colegio dibujábamos nuestros vestidos de novia, yo me quedaba en blanco; no se me ocurría nada.

―Pero te gustaría casarte, ¿no?

―Qué sé yo. Creo que no.

―Pero todas las mujeres sueñan con eso: Susanitas.

―Conocerás sólo Susanitas, Feli. Y dejate de joder. Sos demasiado tradicional y me ponés de mal humor.

―No me quiero casar. No me gusta Carmela. Nada. Me aburre, me parece fea. No me gusta, te lo juro. Me gustás vos.

―Estás loco. Ubicate, loco. Andate, por favor. ¡Sos el novio de la hermana de mi mejor amiga del colegio! ¡Pelotudo! Hacé lo que quieras con tu vida, pero no conmigo. Andate. ¡Chau!

Felipe se va y Karen se termina el café mientras fuma un cigarrillo y mira por la ventana. Hay cuatro luces encendidas en el edificio de enfrente. Nunca hay tantas a esta hora. Cuando inspira la última pitada, ve cómo la fila de ventanitas de las escaleras se enciende completa, todos los pisos al mismo tiempo. Y se va a despertar a Malena para que le arme un porro; a ella nunca le salen bien y entre este tipo y el café no va a poder dormir nunca.

 

El día siguiente es un jueves de calor, humedad, ojeras y pelo parado. En el trabajo el ritmo es frenético y Karen maldice los tragos de la noche anterior, maldice al patético Felipe y mira el reloj cada cuatro minutos para ver cuánto le falta para irse a casa, y siempre faltan cuatro minutos menos que la vez anterior, siempre entre los ruidos de las impresoras, los tonos del fax, los timbres de los teléfonos; ni cinco minutos ni treinta: cuatro. Se toma otro café, después una coca, y le agarra un ataque de pis, así que está totalmente malhumorada, completamente quisquillosa. Le hablan, le molesta; suena el teléfono, le molesta; y la presión interminable en la vejiga, sin importar cuántos viajes al inodoro. Cada vez que entra al baño le saca la lengua a la camarita de seguridad de la puerta; cada vez que sube al archivo, le muestra el dedo mayor a la camarita del ascensor. Y mientras espera a que la máquina termine de prepararle otro café, se levanta la remera y le muestra el ombligo a la camarita de la escalera. «Loco paranoico», piensa; «a ver si te gusta esto», y baila como un robot.

Cuando vuelve a su escritorio, su jefa le gruñe con un cigarrillo entre los labios apretados un «tenés teléfono. Es personal». La adora a su jefa. Ella y su mujer acaban de comprarse un departamento y las dos se pasan los fines de semana armando muebles, pintado, decorando, y en el trabajo se apura a terminar sus cosas para irse temprano y seguir armando su nido. La mujer es culta, cosmopolita, genial, pero tiene una sola herencia de su infancia de pueblo: terror al infierno. Una tarde lenta, mientras fumaban sentadas en la escalera, le preguntó a Karen si era religiosa y si le temía al infierno; Karen le dijo que ella creía que esos eran cuentos para niños y la jefa le contó que cuando era chica le habían dicho que en la pared del infierno había un reloj con una inscripción que decía «nunca más del infierno saldrás». Karen la había mirado con compasión, la había abrazado y le había dado un beso: «Marga, eso es pura mierda».

―¿Hola?

―¿Karen?

―¿Qué querés, pelotudo? –Y Marga la mira por una fracción de segundo en la que apenas logra disimular su curiosidad.

―No me cortes. Te llamo para pedirte perdón.

―No me llames al trabajo. No me llames a ningún lado. Que total me vas a ver en el cumpleaños de Flor, en el de Carmela… ¡Sos un caradura!

―Ya sé. Por favor. Karen. Perdoname. Escuchame un minuto nomás.

―Dale, que estoy ocupada. Hablá.

―Que nunca me había pasado algo así. No sé qué me pasó. Te pido perdón. No pude dormir en toda la noche. Yo a Carmela la adoro. Por favor no le cuentes a nadie lo que te dije, que mi vida se termina si la gorda se entera.

―No te preocupes, que no le voy a contar a nadie. Tu perro, tu caca. Pero no se te ocurra volver a joderme. Arreglá tus cosas y no me jodas más. Y quedate tranquilo, que a cualquiera le pasa algo así. Chau. Sé feliz. –Y con eso corta, sintiéndose un poco más cansada, pero también un poco más tranquila, y después de guiñarle un ojo a Marga se va corriendo al baño.

 

Ahora es julio y el cumpleaños de Flor: cumple treinta y hay una fiesta grande en su casa. Karen llega sola y se instala en medio de lo que fue su grupo de amigas en la secundaria. Las mira: no tiene nada que ver con ellas. Nada. Intenta participar en las conversaciones sobre barrios privados, profesiones y autos, y al final desiste y se dedica a tomar. Va sonando el timbre y va llegando gente, las conversaciones se animan, sube el volumen, y una de las veces que la puerta se abre entran Felipe y Carmelita, sus anillos de matrimonio todavía sin rayones lanzando destellos para todos lados. Karen los saluda y sufre cuando ve a Felipe palidecer ante ella. Lo ignora. No quiere mirarlo; quiere que él le crea que nunca le va a contar a nadie de esa noche. Carmelita, con la gracia de un sapo, habla de su vestido de novia y de su luna de miel, siempre invitando a su esposo a participar con preguntas retóricas: «¿No, gordo? ¿Te acordás, gordi? ¿Era ahí, mi amor?». Karen se levanta para ir a la cocina a servirse más vino, y él la mira alejarse, avergonzado, pero no es sólo vergüenza, y ya no queda la calentura del verano. Felipe la intercepta en la cocina.

―Felicidades –le dice ella.

―Gracias –murmura él–. ¿Tenés un pucho?

―¿Problemas en el paraíso?

―No sigas enojada. Ya sé que fui un pelotudo. Que soy un pelotudo.

―Calmate, no pasa nada. –Mientras le da un cigarrillo.

―Es una mierda. Un mes antes del casamiento le dije que la cosa no iba y ella me presionó tanto, que las invitaciones, el salón, el vestido, que ya habían empezado a llegar regalos… Me convencí de que eran nervios, miedo al compromiso.

―Oh.

―Una mierda. Un pelotudo. Una pendeja egoísta. Eso es lo que es.

―Dejala, Feli. Si de verdad sos infeliz, dejala.

―No puedo.

―¿Por?

―El departamento…, qué van a decir.

―No seas boludo. Callate. ¿Ves qué fácil me ponés de mal humor? ¿Por qué para variar no te ponés alguna vez las pelotas cuando salís de tu casa?

Y Felipe le agarra la mano, se la lleva al lavadero, la toma por la cintura y la sienta sobre el lavarropas. El resto son unos pocos minutos de sexo frenético.

A finales de octubre, cuando llegan los mejores días de la primavera, Carmela está embarazada y Karen y Felipe pasan la mayoría de las noches juntos. Ella le dice que no la llame tanto, que esté más tiempo en su casa, con su mujer, pero él no le hace caso y Karen no hace más esfuerzos por alejarlo. Carmela no se queja; desde que el evatest le dio positivo sólo se dedica a vomitar y a leer revistas y libros sobre el embarazo, y a comprar ropita, juguetes, mamaderas y hasta fórmula, porque dice que amamantar le da asco; y también come, todo el día, sin parar. Come entre vómitos.

―Además mi mujer sos vos –le dice una noche Felipe con la cara hundida en sus muslos. Karen lo agarra del pelo con una mano y le toma el mentón con la otra.

―Yo no soy tu mujer, Feli. Sólo soy tu amante.

―Vos sos más mía que Carmela. Con ella no tengo nada en común.

―Dejala entonces. Y dejate de lloriquear.

―No puedo, está embarazada.

―La embarazaste vos, así que dejate de llorar.

―¿Podría mudarme con vos si la dejara?

―¿Estás drogado?

 

Al principio a Karen le gusta el arreglo (tácito): amantes y nada más. Hasta lo desprecia un poco a Felipe por ser tan conformista. O disconforme pero paralizado, que es peor. Pero con el tiempo comienzan a hacerse amigos, empiezan a encariñarse con los defectos del otro, que no ven como características coloridas de sus personalidades, sino como defectos, que aceptan. La aparente falta de compromiso, la no necesidad de enamorarse, de tener una relación, hace que sean completamente honestos, que no intenten esconder nada, ni lo genial que puede tener cada uno ni sus miserias. Van pasando los meses. Carmelita se redondea y la intimidad entre Karen y Felipe es cada vez más profunda. Sin obligaciones ni reclamos son, solamente, un hombre y una mujer, presos de su propia libertad.

Y eso es lo que piensa Karen, sentada en uno de los dos bancos turquesas de su cocina sin luz, mientras enciende un cigarrillo con un fósforo y mira por la ventana. Él acaba de irse. Hace calor en pleno invierno y está vestida con una bombacha negra, nada más. Su pelo largo le acaricia los hombros, la espalda, le tapa un brazo. Fuma y la brasa avivada casi ilumina su nariz. La ve reflejarse en la ventana. Las ventanitas de las escaleras del edificio de enfrente se apagan y un perro ladra. El cielo está cerrado y los ladridos retumban. El barrio está en silencio hasta que se levanta el viento y se oye una cadena de portazos.

Piensa si Felipe habrá llegado a su casa; si la tormenta hará que nazca su hija, que no tiene nada que ver con este lío. Los bebés nacen cuando hay tormenta y cuando cambia la luna. ¿En qué estará la luna? Pero no hay luna sino nubes. No hay estrellas sino gotas de lluvia. Y la bebita está por nacer; la hija de Felipe está por convertirse en realidad. No hay nadie; Karen está sola, con su cigarrillo, con su ventana, con las luces azules de los televisores del edificio de enfrente. Felipe quizás ya esté con su familia, con su mujer tonta, pero que lleva a su hija adentro. La cocina está amarilla, el cielo está amarillo, y empieza a llover.

El olor de la tierra mojada. Su olor, o el de Felipe, mezclados en su piel. Se huele el mechón que le cae sobre el rostro: huele a él. Apaga el cigarrillo en la pileta y se estremece. Lo extraña. No es justo. Extrañarlo no era parte del arreglo. Quererlo no era parte de sus planes.

Se lava los dientes con el cepillo que él usó hace un rato nomás y se mete en la cama, entre las sábanas arrugadas, entre su ropa revuelta, entre lo que ahora sabe que son las cosas que añora. Apaga la luz. Mira los nombres de los libros que están apilados junto a la cama. Cierra los ojos. Vuelve a abrirlos por un segundo. Se da vuelta y se acurruca donde hace media hora estuvo la axila de Felipe. Imagina que sigue ahí y que ella puede esconderse en su hueco y se duerme. Los libros la miran, tristes, mientras las gotas de lluvia bailan en las macetas, besan las flores del malvón y se funden, risueñas, con la tierra.

 

Dos tardes después, en el supermercado. Una madre con su bebé elige pañales. Un mundo que le es ajeno y hoy le muestra los dientes. Carmelita y Felipe están pariendo y Karen sabe que es probable que él ya no tenga tiempo para ella. Se putea a sí misma por haber sido débil, por haberse distraído, por no haber advertido la posibilidad de enamorarse. «Cómo pude. Con esa cara de triunfador. Con su miedo a dejar a Carmelita. Con sus indecisiones. Con su doble vida. Que no vuelva a preguntármelo. Que no vuelva a preguntármelo, porque quizás le pida que se mude conmigo. Pero no. Ahora tiene una familia y ya no se va a acordar de mí». Y aunque se siente aliviada, también se pone triste. Sabe que podría llorar, así de fácil. Y cuando se para frente a las verduras, mira las calabazas anaranjadas, las cebollas marrones y blancas, los repollos violetas, los brócolis verdes, las papas cubiertas de tierra, se pone a llorar. Se queda con los ojos perdidos entre los vegetales durante un rato largo, sabiendo que si gira la mirada unos grados hacia las frutas es probable que se alegre, pero no quiere mirar las frutas. Las berenjenas conversan, descaradas, mientras les muestran su redondez a los pepinos obnubilados. Entre las lágrimas, Karen los ve moverse, arreglarse los cuellos de sus abrigos y los pantalones, listos para avanzar sobre el cajón vecino.

 

Su departamento la espera, sombrío. Lleno de desorden, se siente en realidad vacío, como un útero con un bebé muerto. Para llegar a la cocina debe sortear obstáculos como en un entrenamiento militar de las películas: carteras destripadas, zapatos separados de sus almas gemelas, pañuelos de papel desmembrados, su vida desarticulada. «Nada es lo que fue, nada está donde quiero». En su intento vano por llenar la heladera, ordena seis huevos marrones, una leche y dos yogures. No compró verduras porque no quiere llorar, y no compró frutas porque no quiere alegrarse. Su celular la asusta con su musiquita idiota: «nació mi sobri! besos flor», anuncia la pantalla. Karen patea sus botas, enciende un cigarrillo y se sienta contra la ventana. Una, dos, tres luces encendidas. Una juega a la disco con un ventilador. Un chico en pijama es un zombi esclavo de su playstation y Karen mira idiota su cara de idiota y fuma. Un cigarrillo, después otro, después otro.

 

_______________

cecilia galli guevara nació en Buenos Aires en 1975 una mañana en que –su madre jura– nevó. Lleva el blog chicamigrania.blogspot.com y publicó el libro de cuentos Karaoke Kiss (Textos de Cartón 2010) y el poemario Superhéroes (Cara de Cuis, 2010). Su cuento “Auf Wiedersehen!” fue seleccionado por la editorial Disculpe las molestias, para formar parte de su primera antología (que no fue publicada aún).

 

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

6 comentarios

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  2. yesica

    julio 28, 2011 at 3:25 am

    me encanto no soy de mucho leer cuentos pero esta historia que es tan real no? me fascino. muy lindo de verdad me atrapaste en tu historia

  3. Angie

    marzo 29, 2011 at 3:57 pm

    Me gustó mucho. Encantadoramente triste y dulcemente amarga. Hay más?

  4. magdalena pittaluga

    marzo 28, 2011 at 9:50 pm

    Cecilia, me encanto el cuento, felicitaciones

  5. Alva

    marzo 28, 2011 at 3:20 am

    seguro que ya lo dije antes: me encantó.

  6. Blanca

    marzo 28, 2011 at 1:54 am

    Me gustan las historias que extraen un destello de la cotidianidad y lo hacen entrañable; esta lo ha logrado ¡bien!

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