Lo que va de Borola Tacuche a Simone de Beauvoir

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En la célebre historieta La Familia Burrón, de Gabriel Vargas, Armando Bartra encuentra la concreción del feminismo que va emergiendo a mediados del siglo pasado: Doña Borola Tacuche. Puesto en la vida diaria de esta señora de vecindad, el feminismo populachero muestra las contradicciones, transformaciones y hasta las alternativas reales que van de las teorías beauvoirianas sobre la construcción social del género a la filosofía doméstica y callejera de la condición femenina, dicha y practicada por la chimiscolera e igualada Doña Borola Tacuche.

Armando Bartra Vergés

El Señor Burrón o Vida de Perro, título inicial de la historieta de Gabriel Vargas después rebautizada La Familia Burrón, documenta más de medio siglo de penurias plebeyas en México. Una terca precariedad que va de la pobreza esperanzada de los primeros años de la posguerra a la desalentadora miseria del fin de siglo; de las ilusiones de progreso del barbero emprendedor que en el arranque de los cincuenta abre su propia peluquería, a la frustración del artesano honesto y chambeador que, pese a su tesón y austeridad, nunca pasó de perico perro.

«Prángana», «móndrigo», «mustio», «poca lucha» y para colmo «alma muerta» y «triste como burro con jiricua», el depresivo y melancólico Regino Burrón sería nada sin su compulsiva y colérica esposa, la «alzada», «entrona», «chimiscolera», «igualada» y «salidora», Borola Tacuche. Porque si el «chapatín» representa el fracaso resignado, la «lombricienta» encarna la insumisa rebeldía. Naturaleza subversiva que primero la lleva a desertar de la condición de «abnegada madre mexicana», para transformarse después en protofeminista y terminar convertida en un «pícaro que ejerce en los mercados, Guzmán de Alfarache en una fiesta de vecindad», según escribió Carlos Monsiváis, o en un «Chucho el Roto con enaguas», como proclama Borola misma.

Y el cuestionamiento boroliano no es epidérmico sino profundo, pues desde la marginación social y de género, la güera involucra al vecindario en un desorbitado bricolaje colectivo fundado en el más premoderno pensamiento mágico. Práctica mítico-poética que entra en acción en situaciones límite – cuando todas las salidas convencionales se cierran – desmontando y reordenando radicalmente la realidad circundante, cuando menos en el microcosmos de la vecindad.

 

Lo que va de Borola Tacuche a Simone de Beauvoir

En 1949 aparece el primer episodio de La Familia Burrón y en el mismo año Simone de Beauvoir publica El segundo sexo. Dos acontecimientos importantes para la autoconciencia de género, pues las iluminadoras propuestas de la francesa, según la cual «la mujer no nace, se hace» dado que la feminidad es producto social, tienen su contraparte local en la saga de una doña de las viñetas que al no embonar en los patrones mujeriles al uso construye su propia y contestataria condición femenina.

Término recogido en los diccionarios desde mediados del siglo XIX, el feminismo deviene movimiento en el arranque del XX, cuando se fundan el International Concil of Women y The International Women Sufrage Alliance, cuyas causas se ven favorecidas por la incorporación de mujeres a trabajos fabriles, resultante del reclutamiento militar de los varones durante la primera gran guerra, al que siguen huelgas femeninas en las fábricas de armamentos, fenómeno franco-inglés que se generaliza en los cuarenta del siglo pasado durante la segunda guerra mundial. Pero a fines de los cuarenta los hombres vuelven del frente y las mujeres regresan al hogar. Sólo que ahora el encierro físico, económico y moral es socialmente resistido. Y también se cuestiona en el imaginario, cuando junto a la proliferación de textos canónicos como El segundo sexo, se multiplican en la cultura popular las heroínas liberadas o cuando menos vigorosas y espatarradas. En el cómic norteamericano surgen protagonistas como Wonder Woman (William Marston y H. G. Peter, 1941), Mary Marvel (C.C. Beck y Jack Binder, 1940) y Witch Hazel (Burne Hogath, 1947) (Horn, 1977, p. 126 y sigs.); mientras que en México aparecen Satánia la Mujer Diabólica (Ignacio Sierra, 1937), donde poderes femeninos excepcionales son aun sinónimo de maldad, y más tarde llegan heroínas superdotadas pero positivas como Nancy (José G. Cruz, 1937), Rosita Alvírez (Alfonso Tirado, 1952) y Yolanda (Adolfo Mariño, 1952), entre otras. Por lo general, las historietas son de autoría masculina, pero llama la atención que la estadounidense Miss Fury, versión femenina de Batman, fuera realizada en los cuarenta por una mujer, Tarpe Mills, y en nuestro país Adelita, creada en los treinta por José G. Cruz, fuera realizada diez años más tarde por la excepcional monera mexicana Delia Lario[i].

De esta manera, las mujeres de papel comienzan a romper con la familia nuclear en tanto que dispositivo de enclaustramiento o instancia de control, que les asignaba un extenso lote de obligaciones conyugales y maternales. Antes trataban de escapar por la locura, en forma de mujeres «nerviosas», «histéricas» o que sufrían «vapores». Y efectivamente, en episodios de la primera época publicados en Pepín durante el mes de enero y febrero de 1950, Borola enloquece cuando los Burrón adoptan a Piteco, el niño es recuperado por su padre y la güera lo sustituye por una almohada. Pero esto es prehistoria, y a la larga Borola resultará demasiado impetuosa y colérica para la histeria. Su síndrome es más bien maniaco, caracterizado por la audacia, el furor y las actitudes fantasiosas, dispersas, explosivas. En cambio, Regino padece la locura simétrica: es melancólico y, como tal, dado al orden, la concentración, la tristeza, la amargura, la languidez. Un texto de Thomas Willis, médico inglés que escribió a mediados del siglo XVII, describe a la perfección los caracteres de Regino y Borola: En el estado «melancólico… los espíritus eran sombríos y obscuros; proyectaban sus tinieblas; en la manía, al contrario, los espíritus se agitan con un ardor perpetuo…»[ii]. Así las cosas, los Burrón serían «llama» y «humo», el síndrome maniaco-depresivo sintetizado en una pareja. Pero estas sintomatologías traducen bajo la forma de locura el atrapamiento familiar y la invasión de los cónyuges por un opresivo mecanismo de control, mientras que el matrimonio del Callejón del Cuajo escapa del paradigma doméstico, no por la enajenación mental, sino por la iconoclasta rebeldía de Borola.

La ruptura de la señora Burrón es mucho más trascendente que la subversión que representan mujeres machas y pegonas como Adelita, Rosita Alvírez y Yolanda, versiones light de las dominatrix del cómic sadomasoquista que en Estados Unidos hacían John Willie, Gene Wilbrew y Eric Stanton. Porque la flaca se rebela desde la sórdida domesticidad del Callejón del Cuajo:

[…] ya no estamos en el tiempo de antes, en que las mujeres vivían enclaustradas. Todo su mundo eran las cuatro paredes de su hogar, donde permanecían encerradas como en una prisión. En tiempos pasados la mujer no tenía derecho a protestar, ni siquiera a pujar cuando el hombre se le iba encima a los… guantones. Pero en esta época atómica todo ha cambiado. Ahora marido y mujer deben vivir como cuatitos… Si quieres que sigamos… juntos tendrás que darme muchas más libertades […] (La familia Burrón, n. 16018, 19/2/53).

Esto se lo espetaba Borola a Regino en 1953, año en que las mujeres mexicanas apenas salían de su minusvalía política adquiriendo el derecho a votar y ser votadas.

Hoy la proverbial «doble jornada» adquirió visibilidad, se reconoce el trabajo doméstico y en los divorcios se le valoriza para cuantificar la distribución de los bienes, pero en 1952 la argumentación de Borola cuando los «hombres de la casa», Regino grande y Regino chico, le escatiman el dinero para comprarse un coche, es alegato excepcional:

Borola: Primero vamos a hacer cuentas, porque por áhi me debes algo.

Regino chico: ¿Qué te debo? Yo no te he pedido nada, mamá.

Borola: Me debes 2,800 mamilas a razón de 6 diarias… Te las voy a poner a tostón cada una, así que me debes 1,095 pesos… Mas un año que lo tuve a base de jugos, caldo de frijol y jaletinas… son 730.75 pesos… Más dieciséis años que comía ya como gente grande, tres comidas diarias… 29,200 pesos… Además, servicio de ropa, atención médica, hospedaje y cuidados maternales… quince mil chorrocientos charros». (Regino grande trata de escabullirse) «Un momento, que también contigo quiero hacer cuentas. En vista de que no tengo las consideraciones de esposa… también yo te voy a tratar con el mismo rigor. Porque… soy una simple criada… y como tal, te voy a hacer las cuentas de lo que me debes desde hace veinte años que estoy a tu servicio. En esta casa la hago de cocinera, recamarera, lavandera, costurera… Te voy a cobrar 200 pesos mensuales… ya que soy la única criada de la alta que has tenido. Me debes, por veinte años de servicios, la no despreciable cantidad de 60,000 pesos… (La familia Burrón, n. 2 613, ¿/9/52).

Pero si el feminismo clasemediero se queda con frecuencia en la reivindicación individualista de derechos familiares y laborales, el hembrismo populachero del Callejón del Cuajo es rijoso y gregario: un movimiento semejante a los alzamientos medievales por el trigo y el pan, protagonizados habitualmente por mujeres.

El asunto tiene historia. Entre los cazadores y recolectores nómadas del paleolítico las mujeres eran de mucho mundo, aun más movidas y viajadoras que los hombres, pues la exogamia las llevaba a cambiar de tribu. Pero con el sedentarismo agropastoril y la endogamia del neolítico medio, vino el enclaustramiento de las reproductoras; un encierro de género que con diversas formas se mantiene durante los siguientes siete mil años. Esta es la matriz del gineceo, del harem, del viejerío. Apartheids femeninos que cuando menos desde la Edad media devienen también espacios de resistencia, argüende y «empoderamiento», como los colectivos de beguinas, brujas y hechiceras, y las Cortes de amor. El encierro moderno, que se impone en las familias de clase media desde el siglo XVI, excluye formal y realmente al género femenino de los asuntos públicos, pues la mujer-esposa es política, jurídica y económicamente minusválida. Sin embargo, en el gregario mundo de los pobres las mujeres asumen de manera más o menos colectiva funciones domésticas, que además en el campo son directamente productivas. Y ante todo, tienen la responsabilidad de la alimentación, de modo que frente a la carestía, el ocultamiento de granos y las hambrunas, ellas son las principales protagonistas de revueltas y motines por el trigo y el pan. Así, las mujeres devienen impulsoras de lo que el historiador inglés Edward P. Thompson llamó «la economía moral de la multitud»[iii], que reivindica el derecho a la subsistencia sobre la dictadura de la oferta y la demanda, y en otro sentido reclama el reconocimiento de la producción y reproducción domésticas no mercantiles, lo que algunas feministas llaman «acumulación de base»[iv].

Bien vistas, las acciones de hembrismo colectivo protagonizadas por Borola y las comadres de la vecindad son de corte medieval: algaradas por el maíz y las tortillas, revueltas contra la carestía y los hambreadores. Reivindicación multitudinaria de una «economía moral» cuyo último reducto está en las huertas, los solares y los fogones rurales; en los patios, los lavaderos y las cocinas del pobrerío urbano; en el «laboratorio de los chimoles» de Borola; en el prodigioso microcosmos doméstico milagrosamente preservado por la mujer. Y no les estoy echando flores para que no repelen y sigan haciendo tortillas de aplauso; lo que pasa es que en el tercer mileno la mitad no mercantil del mundo está resultando paradigma de sustentabilidad, un modo de producir y consumir más viable que el industrialismo desmecatado de los últimos tres siglos. Así, hoy ya no se trata sólo de que las mujeres se libren del tizne y la esclavitud hogareña doméstica para incorporarse a la carrera de ratas con igualdad de derechos, sino también de construir un nuevo mundo, un orden sofisticado y global pero con rostro humano inspirado en la economía familiar virtuosa, en la buena domesticidad.

Cuando Borola desempolva el trabuco, se cruza las cananas y emprende una revolución de azoteas y tendederos al frente de Loretito, doña Mati Guarneros, Julita «la bigotona», las hermanas Navarijo y el resto de las enrebozadas, que sacaron los frijoles del fuego y encerraron a los bodoques, rezando por que no vaya a llegar el marido y no esté lista la comida, estamos presenciando una jaquerie de fin de milenio encabezada por un moderno Robin de los Bosques, un «bandido social» como los que describe Eric Hobsbawn en Rebeldes primitivos: «bandolero generoso [cuya] importancia aumenta cuando el equilibrio tradicional llega a quebrarse: durante períodos de estrecheces anormales como hambres y guerras…»[v].

Razones para la rebeldía no faltan. Por más que Borola les da «chilaquiles de cartón remojado», «pan de aserrín» y «té de virutas», los hijos de Tomasita se la pasan nomás «chillando de hambre», mientras su madre desespera: «…quisiera prender un anafre, abrazar a mis hijos y esperar a que la muerte ponga fin a nuestros días». La señora Burrón le propone robar en el mercado, pero ella insiste en que es «pobre pero honrada». Y entonces el borolismo programático cobra forma: «¿Robar? No diga esa palabra que me ofende. Ladrón es el que hace un oficio lucrativo del robo… Yo soy tan honrada como usted, pero en medio de esta carestía olvido los escrúpulos… Además, soy mano larga sólo con los que tienen de sobra… Haga de cuenta que soy un Chucho el Roto con enaguas…» (La familia Burrón, n. 16 299,  9/4/56).

Pero no es sólo la injusticia económica en perspectiva femenina, pesa también el enclaustramiento como estigma social. «Francamente no me resigno a estar encerrada en la casa y morir de tiricia o tuberculosa… Quiero gozar la vida… quiero morir riendo» (La familia Burrón, n. 16053, ¿/8/53), proclama Borola. Y unos meses después emprende una revolución más trascendente que la lucha contra el hambre. La señora Burrón, la esposa de don Regino, la madre de Macuca y de El Tejocote se mete de exótica. Y por si fuera poco invita a Bibiana, Luchita «la patas de sota», Julita «la bigotona», y el resto de las sufridas vecinas a que le entren de mamboletas. Y pese a que al principio las comadres repelan, pues tienen que ir por el mandado, preparar la comida y traer a los niños de la escuela, las sonsaca para que salgan en vistoso desfile callejero anunciando la «Regia inauguración del Teatro Borola». «Padrino: don Atilano Chagoya, dueño de la pulquería La Mimada». «Treinta exóticas en línea, entre las que desataca con luz propia ¡Borola!» (La familia Burrón, no. 16138, 16/8/54).

Al principio «despierta gran curiosidad ver desfilar al chorro de viejas fodongas con sus canastas de mandado», pero cuando se alza el telón en el improvisado tablado carpero instalado en el patio de la vecindad y sale la «escultural exótica Borola» bailando aquella que dice: «¡Haciendo así, cuchichi, cuchichi!», el respetable se le entrega sin recato. Siguen Lola Chavaría, «la chata Cuca Barreto» y la viuda de Orvañanos sacudiendo el agüayón y cantando un inspirado mambo de Pérez Prado: «¡Yo soy el ruletero!… ¡Que si, que no, el ruletero!… ¡Yo soy el icuiricui!… ¡Que si, que no, el icuiricui!» Y mientras ellas «mueven el bote», doña Matilde deja a Regino chico a cargo de los frijoles para ponerse las mallas y dar las últimas instrucciones a Chuba, Carmela, Socorro y Espartaco, que la acompañan en su gustado número: «Doña Mati Guarneros y sus perros amaestrados». Imposible, en verdad, concebir un espectáculo más liberador y subversivo que la vecindad transformada en carpa y las comadres en breves tarzaneras «contorsionándose como chinicuiles en comal» (La familia Burrón, n. 16138, 16/8/54).

Ya impuesta a las bambalinas, Borola se presenta en la carpa Salón Lolita, supliendo a la exótica Fodonga. Ahí comparte escenario con el dueto de las hermanitas Arcocha Botello; con el tenor de los ojos verdes, Tilingo Cervantes, con el cantante de sentidos tangos Irinéo Mapache, con El Gran Archúndia y su muñeco Cirilo, con los pulsadores Hermanos Cantoya, de profesión mecapaleros, y con la cancionera hecha pujido, la escultural Cerbatana Torija, que entona la que dice «¡Ay cocol, ya no te acuerdas cuando eras chimisclán!» El humor corre por cuenta del Esqueche de permanente actualidad «¡Ay hambre como me has ponido!» Como el Cuchichi tiene éxito, Borola – ahora llamada «La exótica loca» – se va de gira artística acompañada por Macuca y Regino chico. Meses después, luego de que la güera derrocha el dinero ganado con el sudor de sus tepalcuanas, los tres regresan al hogar.

La sicalíptica escapada a la farándula – transgresión gozosa y sin reprimendas ni mensajes mojigatos – es un triunfo de la subversiva Borola sobre el conservador Gabriel Vargas, quien poco menos de dos años antes había escrito un episodio moralino donde la señora Burrón se iba de casa dispuesta a trabajar de encueratriz, pero sólo conseguía chamba de patiño en la «Carpa Brodgüey» y después de sobrevivir de la pepena era recogida por doña Delfinita, quien le daba consejos de este cariz: «Así te hubiera tumbado tu marido la cabeza a guantones, no hubieras puesto un pie fuera de la casa… Porque una mujer fuera del hogar pisotea los principios fundamentales del matrimonio». Y lo peor es que Borola asiente: «Si Delfinita, ahora lo reconozco ¡Dios santo! ¿Cómo pude abandonar a mi esposo y a mis hijos…?» (La familia Burrón, no. 16019, ¿/5/53). Conformismo que ratifica en episodios posteriores: «Ahora me doy cuenta que la verdadera dicha está en estas cuatro paredes, que antes me parecían tan odiosas», piensa Borola, que habiendo terminado el quehacer se esmera tejiendo chambritas. Por fortuna, un año y medio después, la indomable «patas de chichicuilote» triunfa zangoloteando las tambochas con el nombre artístico de «La exótica loca», y don Gabriel, como Regino, tiene que apechugar.

Porque Vargas es un autor contradictorio. En un episodio de 1953, nos relata la emancipación danzante de Micaela, conocida también como La Camotita. Micaela es una trenzuda, descalza y pata-rajada que trabaja de gata para Borola y padece la lejanía de su pueblo, hasta que se junta con Pancha Cleopatra y Gladis Petra, quienes la sacan a bailar al cabaret. Al principio, los galanes le parecen encajosos y llevativos, pero pronto La Camotita le halla el gusto. Las escenas de las tres amigas dándole con fe al bailongo no tienen nada de sórdido y mucho de liberador. Pero don Gabriel se siente obligado a editorializar: «Pobrecitas mujeres pueblerinas que van a buscar trabajo a la gran ciudad… Su ignorancia las hace caer presas del vicio… Muchachitas… que deseosas de divertirse no saben distinguir entre el bien y el mal. Triste es su destino… desde que llegan empieza su calvario, porque son explotadas… en su trabajo y… más tarde la gran mayoría son envilecidas por los hombres» (La familia Burrón, n. 16052, 27/8/53).

El tono pontificador de Vargas es el mismo de los innumerables melodramas con que durante los cuarenta y los cincuenta el cine, los radioteatros, los tangos, los boleros, los fotomontajes, las historietas y los folletines «del corazón» incursionaban en los territorios antes prohibidos de la sexualidad no reproductiva. Acercamientos «para familias» y, por tanto, regañones y moralinos, que sin embargo introdujeron en la cultura popular – ciertamente vestida de cusca – un nuevo tipo de mujer que no oculta sus deseos carnales. Damas de la noche que pueden ser «objetos sexuales» – como las rumberas, las exóticas y las stripers, y como Borola y La Camotita en sus tiempos de reventón – pero que son también desinhibidas, libres, emancipadas; ya no mujeres de su casa, sino mujeres de la calle; ya no sometidas, sino compañeras y con frecuencia dominantes.

Hubo antes en el imaginario colectivo personajes femeninos notables por su belleza y/o presunta promiscuidad, como María Ignacia la Güera Rodríguez, que a principios del siglo XIX tuvo tres maridos y, se dice, sedujo a Agustín de Iturbide, Alexander Von Humbolt y Simón Bolivar; o como Santa, suripanta de ficción pergeñada por Federico Gamboa a comienzos del siglo XX. Pero al medio siglo la inquietante imagen deviene obsesión y las mujeres livianas proliferan incontenibles en los cada vez más masivos medios de comunicación. Féminas libres pero descocadas que con su perdición pagan el precio de haber salido del encierro. Porque en los cuarenta solo hay de dos sopas: la mujer es casera o callejera, doméstica o aventurera, del hogar o «del oficio», santa o puta. Y en esta tensión vivificante se mueve Borola, ni del todo ama de casa ni del todo ombliguista.

 

 

 

 

NOTAS

 

[i] Ver más en Aurrecoechea, Juan Manuel y Armando Bartra. Puros cuentos I. Historia de la historieta en México 1874-1934. Museo Nacional de Culturas Populares, Grijalbo, 1988, México.

[ii] Citado por Michel Foucault en Historia de la sexualidad. Siglo XXI Editores, 1977, México, p.108.

[iii] Thompson, Edward P. Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial. Editorial Crítica, 1979, España, pp. 62-134.

[iv] Michel, Andree. El feminismo. Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 1983, México, p. 71

[v] Hobssbawm, Eric J., Rebeldes primitivos, Ariel, 1968, España, p. 40.

 

 

 

 

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Armando Bartra Vergés es profesor del posgrado en Desarrollo Rural de la UAM-Xochimilco, director del Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural «Maya» A.C. y coordinador del suplemento La Jornada del Campo del diario La Jornada desde 2008. Filósofo de formación, pensador de lo social en el oficio, estudioso de la cuestión agraria desde 1970 y experto en historieta y cartel mexicanos, con casi una centena de libros, artículos y folletos publicados. Entre sus obras más recientes se encuentran El capital en su laberinto. De la renta de la tierra a la renta de la vida (2006), El hombre de hierro (2008), Tomarse la libertad. La dialéctica en cuestión (2010) y Hambre y Carnaval (2013).

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