Apuntes sobre el fin de lo político en las artes

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Héctor Flores

En 1919 Marcel Duchamp fue el responsable de producir una de las piezas de arte más vaporosas, más inmateriales vale decir, de las que se tenga noticia hasta la fecha: una ampolleta de cristal que contenía exactamente 125 centímetros cúbicos de aire parisino. La pieza, cuyo nombre resulta a primera vista engañoso: 50 cc air de Paris, fue entregada por el artista francés a manera de regalo al coleccionista estadounidense Walter Arensberg en Nueva York, allá por 1920.

Esta primera ampolleta terminó por quebrarse y en años posteriores el propio Duchamp se encargó de reemplazarla –como varios otros de sus readymades producidos siempre en series limitadas– por otra que contenía, ahora sí, los mentados 50 centímetros cúbicos de aire de la capital francesa.

50 cc air de Paris fue uno de los primeros signos de la desmaterialización del arte que se operó por las vanguardias europea y estadounidense durante las primeras décadas del siglo veinte, aunque ciertamente no el último ni el más audaz. Cuarenta años después de 50 cc air de Paris, en 1959, el también artista francés Yves Klein acometió la venta de espacios vacíos en París a cambio de lingotes de oro (Zone de Sensibilité Picturale Immatérielle). Cada comprador recibía un certificado que lo acreditaba como el legítimo propietario de su espacio vacío. Una vez hecho lo anterior, el certificado podía ser preservado por el comprador; lo que a ojos de Klein significaba no adquirir «el auténtico valor inmaterial» de la obra de arte, a lo que proponía como solución incinerar dicho certificado, esto concretaba el acto definitivo de inmaterialización de la pieza así como el valor imponderable de la misma.

Más cerca de nuestros días, es de notar el trabajo del artista británico Tino Sehgal que consiste en una serie de situaciones construidas y esculturas hechas a partir de seres humanos en posiciones estáticas –en colindancia con las prácticas de la danza y el teatro contemporáneo, o el performance–, como en Kiss (2007), donde una pareja de bailarines prolonga lenta, casi imperceptiblemente, el gesto de un beso entre dos amantes. Sehgal, que además de coreógrafo y bailarín, se formó como economista político en sus años universitarios y tiene un explícito propósito de crítica social, pues se niega a añadir más objetos (de arte) a una sociedad que está saturada de ellos. En cambio, su interés yace en producir piezas a partir del puro trabajo de las personas; piezas que desaparezcan justo al momento de consumarse sin ocupar un solo centímetro del espacio y piezas que sean difíciles de vender, pero también de comprar.

De esta manera, una de las condiciones que Sehgal impone para el montaje de sus piezas es la estricta ausencia de documentación alguna del proyecto. Ninguna fotografía o registro textual está permitido. Al no haber instrucciones, la pieza es dable a corromperse; por eso, la obra existe –como lo quería Duchamp– tan sólo como evento mental.

Esto no impide, sin embargo, que las obras de Sehgal se transen en el mercado de arte. Aunque Sehgal también tiene especificaciones en esta materia, es decir, la venta misma no es una falla de la estrategia del artista, sino que le es constitutiva. Así, al realizarse la transacción, no hay un contrato de compra-venta convencional, sino que ésta se realiza tan solo verbalmente, en presencia de un abogado o notario público; se prohíbe, además, toda documentación futura de la obra, a riesgo de –extraña paradoja– falsificar la pieza original.

Ya se sabe: Walter Benjamin fue uno de los más tempranos comentaristas de la evaporación del soporte material de las obras de arte[1]. A decir del propio Benjamin, en una cultura en la que el arte puede y es reproducido mecánicamente como cualquier otro bien de consumo –una licuadora o una bicicleta– es sólo la idea de que algo es arte lo que lo constituye como tal[2], Sol Lewitt dice: «La idea se convierte en la máquina que produce el arte». Así, en las primeras décadas del siglo veinte, esta consciencia no se trató, como algunos quisieron entenderlo, del fin del arte. Al menos no de la producción y experiencia estéticas en general, pero sí del fin del régimen del objeto como núcleo de la misma.

Las obras de Duchamp, Klein y Sehgal apuntan a esta experiencia de desmaterialización del arte contemporáneo. Ahora, casi a punto de cumplirse un siglo del diagnóstico de Benjamin sobre las transformaciones del campo estético, parece no haber errado; todo lo contrario, parece tan sólo haberse apuntalado. Tal como escribe Yves Michaud: «El creador de obras es cada vez más productor de experiencias, ilusionista, mago o ingeniero de efectos, y los objetos pierden sus características artísticas establecidas… Las intenciones, las actitudes y los conceptos se vuelven sustitutos de obras»[3].

Son varias las vanguardias artísticas que han convergido en la convicción de que la obra de arte tiene menos de objeto y más, mucho más, de idea. Sin embargo, más allá de esta primera similitud es posible discernir diferencias definitivas, casi valdría decir: antagónicas, en sus respectivos proyectos de crítica política[4].

En este sentido, es dable trazar, a grandes rasgos, la evolución de dos rutas distintas: por un lado, la deriva formalista surgida del conceptualismo estadounidense en la línea de Joseph Kosuth o Sol LeWitt; por otro, la deriva crítica, a la que pertenece, por ejemplo, el arte de crítica institucional influenciado por artistas como Marcel Broodthaers y Hans Haacke, pero que ha tenido repercusiones hasta nuestros días e incluso, con inusual tenacidad, entre nosotros[5].

Mientras que la deriva formalista se constituyó, a ratos, como un proyecto explícitamente ajeno a lo político (sin realmente lograrlo siempre, aún contra la voluntad de los propios artistas), el arte de crítica institucional –receptor de las esquirlas del tumulto dadaísta y surrealista– mantuvo una preocupación constante por delimitar y criticar las coordenadas políticas de su práctica, incluso al punto de llevar las instituciones del arte a sus límites más peliagudos.

Esto queda claro: las transformaciones ocurridas en las artes durante el siglo anterior no fueron la usual revisión y destronamiento de las generaciones de artistas y técnicas representativas del pasado, según la clásica lógica dialéctica de progreso artístico, de realización del espíritu; la definición del arte mismo, sus cánones e instituciones fueron puestas en cuestión. El efecto fue de tal magnitud que al paso de los años quedaron pocas certidumbres respecto a la extensión y valores de las artes, así como en lo que toca a la definición de sus propios géneros y medios. Sumado a esto, el monopolio de las artes con respecto al gusto y a la belleza, que duró por siglos, pareció haberse desmoronado[6], o mejor: evaporado[7]. Como lo apunta el crítico Harold Rosenberg a inicios de la década de los setenta: junto al proceso de desestetización del arte, hubo un proceso paralelo de desdefinición.

Ante este panorama en que el objeto artístico se definía por su ausencia, la deriva formalista –el conceptualismo estadounidense en particular– emprendió una empresa de investigación de los medios artísticos con una clara afiliación con la filosofía de lenguaje y la filosofía analítica, surgida también por aquellos años. Así, la deriva formalista se fundó en la voluntad de investigar el concepto de arte hasta sus últimas consecuencias, de un modo tal que el proceso de trabajo del artista mismo no se limitó a la pura producción de obras, sino que añadió también aquellas que correspondían tradicionalmente a los críticos e incluso a los filósofos[8].

Era esto lo que Joseph Kosuth tenía en mente en su Art After Philosophy, aparecido el mismo año (1969), que la legendaria exhibición When Attitudes Become Forms: Work-Concepts-Processes-Situations-Information, de Harold Szeeman, y así como en su influyente serie Art as Idea as Idea (1966), que consistió en la ampliación de copias fotostáticas en blanco y negro de la definición de algunos conceptos como «idea» y «arte» según la apreciación de ciertos diccionarios.

Sin embargo, la investigación emprendida por la deriva formalista en torno al concepto de arte se desarrolló a partir del progresivo aislamiento de las artes con respecto a sus condiciones materiales e institucionales de existencia. Al contrario que en algunas de sus alas europeas, la vanguardia estadounidense de finales de los sesenta pareció negarse a tomar partido con respecto a los problemas políticos de la época –particularmente significativos y visibles dada la importancia de su país en la política internacional–. En este sentido, nada más elocuente que recordar las palabras de Sol LeWitt: «Como artista no se puede hacer más que ser artista. El artista es asocial; no anti-social, ni pro-social. El escultor, el pintor, en el mundo actual, sólo implica su protesta por su reacción»[9].

De esta forma, el conceptualismo estadounidense pareció habitar un imaginario político y moral en algunos aspectos significativamente semejantes a los que los comentaristas del «fin de la historia» promoverían años después[10]. Es decir, una arena política en que el conflicto habría sido finalmente desterrado –o al menos estuviese en vías de extinción– como si se tratase solamente de un problema engorroso e innecesario y no la materia misma de la vida pública, dado el establecimiento de un consenso democrático-liberal, luego de la derrota de las alternativas del socialismo real.

En efecto, esta deriva analítica del arte después del objeto, con su insistencia en la reducción de las obras de arte a meras tautologías, podría resultar no ser más que una variación del credo modernista respecto a la supuesta autonomía formal de la obra de arte. El ya sabido sacramento greenbergiano respecto a la progresiva purificación de los distintos medios artísticos en sí[11]. Como se ha dicho en otra parte: «La pureza conceptual, entonces, en esta trama, ocuparía el lugar del refinamiento visual; del arte retinal, como lo bautizara Duchamp».

Esta misma apatía ante lo político en las artes podría rastrearse en varias de las generaciones de artistas contemporáneos que presuponen la existencia de una democracia radical en el mundo entero, y donde el soberano es el consumidor (el arte es ya un bien de consumo) y «responden a la insaciable mitología para adormecer las diferencias entre los individuos y los grupos, tan temibles por la comunidad política pero también tan afortunadas cuando se trata de inventar mercados y alimentarlos con productos pensados y fabricados a la medida de su distribución»[12].

Escribe Chantal Mouffe: «Las estrategias estéticas de la contra-cultura: la búsqueda de la autenticidad, el ideal de ser el jefe de uno mismo, la exigencia anti-jerárquica, se utilizan ahora para promover las condiciones actuales de la regulación capitalista, reemplazando el andamiaje disciplinario del periodo Fordista. En nuestros días, la producción artística y cultural juegan un rol fundamental en el proceso de valorización del capital y, mediante la nueva gerencia, la crítica artística se ha convertido en un elemento importante de la producción capitalista»[13].

Es cierto: el campo del arte –la contra-cultura misma– está capturado por la lógica del capital. Esto no sorprende, ¿verdad? No debería, en todo caso. Los mecenas y los patrocinios han sido siempre comunes al desarrollo del arte, incluso quizás más en el pasado que ahora. No se trata aquí, sin embargo, de ser nostálgicos. La cantaleta del paraíso perdido está fechada y es ya demasiado anticuada[14]. Lo singular de nuestro tiempo, en todo caso, es la virulencia del espectáculo; la apatía y la dejadez para mirar más allá del cubo blanco.

En un tiempo en que lo crítico en las artes suele desdeñarse, por regla general, como artefacto propagandístico, vale la pena preguntarse si es posible y de qué forma el arte crítico:

Para estar claros, la idea modernista de la vanguardia ha de abandonarse, pero esto no significa que toda forma de crítica se ha vuelto inviable. Lo que se necesita es la ampliación del campo de intervención artístico; mediante la intervención directa en varios espacios sociales con miras a oponerse al programa de movilización total del capitalismo. El objetivo debe ser desmontar el ambiente imaginario necesario para su reproducción. Como bien lo dice Brian Holmes: «El arte puede ofrecer una oportunidad a la sociedad para reflexionar colectivamente en torno a las figuras imaginarias de las que depende para su propia supervivencia, para la comprensión de sí misma»[15]

Uno de las posibles encarnaciones de este arte crítico es el trabajo del bien conocido artista belga Marcel Broodthaers, quien durante la segunda mitad del siglo veinte desarrolló una extensa obra que buscó profanar y criticar las instituciones que constituían a la práctica artística como un aparato autónomo de los espacios sociales exteriores.

Para Broodthaers, era claro que la noción marxista de reificación (el sentido ilusorio que las relaciones sociales y los valores son inmutables, que se extiende a la implementación de valores abstractos, por parte del capitalismo, en bienes materiales) era el principio definitorio del arte[16].

Una de sus obras más elocuentes, en este sentido, es su Museum of Modern Art, Department of Eagles (1968-1971), que está constituido a partir las secciones de un museo imaginario que reunía las representaciones del águila imperial en los medios más diversos; desde cerámica a inscripciones sobre paredes, de billetes a películas. La fuerza de la pieza no residía únicamente en su carácter a la vez paródico y subversivo de un símbolo tan complejo como el águila imperial –vinculado inmediatamente con los infiernos coloniales del siglo diecinueve y veinte–, sino porque colocaba en su centro el problema mismo del Museo, es decir, de la definición autorizada de aquello que merece la pena ser preservado y exhibido, y aquello otro que no. La desnudez misma del aparato estatal cuando se le piensa, precisamente, como una máquina de hacer creer que determina qué debe entenderse por real, qué es lo posible y cuáles son los límites de la verdad[17].

El principal logro de Broodthaers fue señalar al Museo en el pleno ejercicio de sus prácticas sistemáticas de oscurecimiento del funcionamiento ideológico de las imágenes mediante la imposición de juicios de valor y taxonomías espurias.

De la misma manera, en la obra del artista alemán-estadounidense Hans Haacke hay una posición crítica frente a la pretendida autonomía del museo y sus instituciones. De una manera quizás todavía más confrontacional, Haacke puso en la mira no sólo la integridad de los juicios estéticos de la práctica curatorial, sino los mismos intereses contradictorios que se tejían en el financiamiento, afiliaciones políticas y corporativas de los dirigentes de museos tan influyentes como el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

En no pocas ocasiones, Haacke señaló de manera explícita las tensiones de la escena cultural de la que entonces era considerada la metrópolis cultural del mundo; como en el caso de su pieza MoMA Poll (1970), una casilla electoral en la que se le preguntaba a los espectadores si la tibieza del Gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, frente a la política del Presidente Richard Nixon, en cuanto al conflicto bélico en Indochina, sería una razón para no votar para su reelección.

No se trata de imaginar el arte crítico como una variación de la propaganda pues nada tendría que aportar una obra de arte frente a la contundencia de los carteles y los anuncios de radio y televisión. No se trata, tampoco, de ignorar que en la práctica artística hay una inmanente ambigüedad frente a lo que sucede fuera de las paredes blancas del Museo, frente al «mundanal ruido».  Lo que vale combatir es la ingenuidad y la apatía, las ganas de quedarse demasiado cómodo imaginando que las cosas dentro del Museo suceden sólo ahí, dentro. La insulsez ilustrada, en una palabra.

El arte crítico es todavía posible: no cabe duda. Pero si va a ser, lo será a partir del reconocimiento de lo político como la naturaleza hegemónica y contradictoria de todos los órdenes sociales –y aquí el plural es lo importante– y el hecho de que toda sociedad es el producto de una serie de prácticas en busca de establecer una autoridad en un contexto de extrema contingencia. El arte crítico será cuando se confronte y confronte a los otros como adversarios, donde, sí, hay perdedores, pero también posibilidad de resarcirse.

Esto no significa, como algunos creen, que las prácticas artísticas podrán aportar todas las transformaciones necesarias para el establecimiento de una nueva hegemonía. Así, toda auténtica crítica radical consiste en una vinculación exitosa con otras formas de intervención política. Sería un grave error imaginar que el activismo artístico puede, por sí mismo, significar el fin de de la hegemonía neo-liberal[18], como ha dicho Claire Fontaine: «A lo que puede aspirar el arte contemporáneo hoy son a las prácticas de libertad, y no a las prácticas de liberación, es decir, no al destronamiento total de las condiciones de injusticia política y económica, sino a estrategias de resistencia frente al caudal de estupidez y apatía que asedia»[19].

NOTAS



[1] Benjamin, Walter, The Work of Art in the Age of its Technological Reproducibility and Other Writings On Media, Massachusetts, Harvard University Press, 2008, pp. 1-2.

[2] Cottington, David, Modern Art: A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2005, p. 50.

[3] Michaud, Yves, El arte en estado gaseoso, México, FCE, 2009, p. 12.

[4] Que cualquier obra de arte es política, quiéralo o no, se da por descontado: «Quiero subrayar el hecho de que no considero la relación entre política arte en términos de dos campos separados; el arte por un lado y la política del otro, entre los cuales una relación ha de establecerse. Hay una dimensión estética en lo político y una dimensión política en el arte. […] Desde el punto de vista de la teoría de la hegemonía [de Antonio Gramsci], las prácticas artísticas juegan un rol en la constitución y mantenimiento de un determinado orden simbólico o en su confrontación, y es por tanto que necesariamente cuentan con una dimensión política. Lo político, por su parte, comprende el orden simbólico de las relaciones sociales, lo que Claude Lefort llama “el mise en scène”, “el mise en forme” de la coexistencia humana y es ahí donde reside la dimensión estética» en Chantal Mouffe, «Artistic Activism and Agonistic Spaces», en Art&Research: A Journal of Ideas, Contexts and Methods, Vol. 1, 2, verano 2007, p. 4.

[5] Véase Rubén Gallo, «Los paseantes de la ciudad» y «Los museos de la ciudad», en Las artes de la ciudad: ensayos sobre la cultura visual en la capital, México, FCE, 2010.

[6] Arthur C. Danto, Marcel  Duchamp and the End of  Taste: A Defense of Contemporary Art, The Marcel Duchamp Studies Online Journal. Obtenido de http://www.toutfait.com, consultado el 9 de enero de 2010.

[7] Michaud, op. cit., p.10.

[8] Tony Godfrey, Conceptual Art, Nueva York, Phaidon, 2008, p. 208.

[9] Ibídem., p. 190.

[10] Véase Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Nueva York, Free Press, 2006.

[11] Véase Clement Greenberg, Art and Culture: Crititical Essays, Massachusetts, Beacon Press, 1971.

[12] Michaud, op. cit., p. 19.

[13] Mouffe, op. cit., p. 1.

[14] Véase: George Steiner, En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura, trad. Alberto L. Budo, Barcelona, Gedisa, 2006.

[15] Mouffe, op. cit., p. 1.

[16] Godfrey, op. cit., p. 165.

[17] Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Barcelona, Anagrama, 2001, pp. 105-106.

[18] Mouffe, op. cit., pp. 4-5.

[19] Conversación entre Cuauhtémoc Medina y el colectivo Claire Fontaine, Obtenido de http://www.rufino.mx/2010/05/dialogos-claire-fontaine-y-cuauhtemoc-medina/, consultado el 8 de octubre de 2010.

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Héctor Flores (Ciudad de México, 1987) estudia Política y Administración Pública en El Colegio de México.

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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