Angelus Novus

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El documental es una herramienta visual que permite construir, deconstruir y reconstruir la historia. En este ensayo, Cynthia Fernández expone los debates que rodean al documental y analiza su historia, mostrando cómo se ha ido convirtiendo en un instrumento para interpretar y reinterpretar la realidad, vista a través de la cámara.

 

 

 

Cynthia Fernández Trejo

 

 

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado.  

Walter Benjamin

 

 

Podríamos afirmar que el cine documental nació con el cinematógrafo mismo. La prueba indiscutible está en que la primera producción en la corta historia del cine es un documental. Nos estamos refiriendo por supuesto a La Sortie de l’usine Lumière à Lyon (1895) en la que se registró precisamente nada más y nada menos que la salida de los obreros de una fábrica de los hermanos Lumière durante 46 segundos. A este filme le siguieron otros registros cortos del mismo estilo tales como Arrivée d’un train en gare à La Ciotat (1895) o Demolition d’un mur (1896). Así, las primeras «películas» consistieron en la captación de cortas escenas de la vida cotidiana. No es sino hasta los primeros trabajos de Georges Méliès que el cine se perfila para ser el arte narrativo y ficcional que hoy en día domina las salas de cine. Pese a esto, el registro de la realidad es esa primera vocación con la que el cine nació.

No obstante, el término documental viene muchos años después de estos primeros ensayos con el cinematógrafo. Es el sociólogo escocés y especialista en psicología de la propaganda, John Grierson, quien aplica el término por primera vez en 1926 para referirse a un cine de no ficción. La primera película considerada ya propiamente dentro de este género fue  Nanook el esquimal (1922) de Robert Flaherty, un filme en el que «el rigor de la mirada de Flaherty sobre la cotidianidad de los esquimales nos hace ser conscientes de que bajo ella late un tema mucho más profundo: la ancestral batalla del hombre por su supervivencia».[i]

No obstante, el espíritu documental se hace verdaderamente evidente por primera vez con el Cine-Ojo de Dziga Vertov y su grupo. Este montador, dedicado a la realización de noticiarios educativos durante los días de la Revolución Rusa en 1917, «llegó a aborrecer la vida ficticia y sofisticada del cine burgués, para pasar a creer apasionadamente en la validez de lo que él denominó kino-pravda, un cine-verdad hecho de la realidad capturada por la cámara»,[ii] con el propósito de registrar la vida (cotidiana) sin perturbarla, mostrarla liberada de todos los puntos de vista subjetivos a través de un ojo omnisciente, el de la cámara. En su más célebre película, El Hombre de la Cámara (1929), este ojo omnisciente, o cámara-ojo, se convierte en la herramienta de observación a través de la cual el cineasta pretende eliminar toda ideología entre la realidad y el espectador. El trabajo iniciado por Vertov atrajo a muchos cineastas que pronto comenzaron a producir grandes obras de este género.

Ahora bien, casi con la aparición del cine y muy en particular del género documental, las reflexiones sobre la posibilidad de llevar la Historia a la pantalla no se hicieron esperar.[iii] La idea de transposición o adaptación del «realismo» que caracteriza a la narrativa histórica se volvió frecuente. Serguei Eisenstein, el famoso director y teórico de cine ruso de la primera mitad del siglo XX, aunque nunca hizo documentales, tuvo la visión de llevar a la pantalla reconstrucciones históricas con trazos de un realismo documental que se valía de imágenes de archivos para su constitución. Como ejemplos de estas obras precursoras del llamado docudrama están Huelga (1924) y El acorazado de Potemkin (1925).[iv] Asimismo, tenemos a la cineasta ucraniana Esther Shub, quien a finales de la década de los años veinte, inaugura el documental histórico a partir de sus hallazgos fílmicos en el Museo de la Revolución. Gracias a las imágenes encontradas (fragmentos de documentales de entre los años 1912-1927), y posteriormente analizadas y clasificadas, la cineasta compuso su trilogía de documentales de la historia rusa desde el nacimiento del cinematógrafo hasta 1927: La caída de la dinastía Romanov (1927), La gran ruta (1927) y La Rusia de Nicolás y León Tolstoi (1928).[v]

A más de cien años de la invención del cinematógrafo y, con él, del advenimiento de los primeros documentales históricos, es innegable la importancia que hoy en día han ganado las imágenes cinematográficas en los procesos de construcción de la memoria individual y colectiva, haciendo que su capacidad de influir en la forma en que las personas estructuran el mundo resulte tanto asombrosa como peligrosa. Sobre todo a partir de los últimos años, teóricos e investigadores han volteado la mirada hacia esos discursos y reflexionado sobre las posibilidades del medio audiovisual en la conformación de los procesos identitarios y de la memoria histórica.[vi] Para el teórico Robert A. Rosenstone, una de las preguntas sería: ¿puede convertirse el discurso del historiador en un discurso visual?

Según Rosenstone, hoy en día vivimos «en un mundo inundado por imágenes, en el que la gente recibe cada vez más ideas sobre el pasado por medio del cine y la televisión: películas, docudramas, mini series y documentales de las cadenas televisivas […] la gran fuente de conocimiento histórico de la mayoría de la población –fuera del despreciado libro de texto– seguramente son los medios visuales, un conjunto de instituciones cuyo control está casi completamente fuera del alcance de aquellos que dedicamos nuestras vidas a la historia».[vii] En este campo, el documental histórico tradicional, es una forma en la que el saber histórico ha sido y continúa siendo difundido de manera visual a las masas. Algo que caracteriza a este tipo de proyectos cinematográficos (y que lo diferencia de otros como el drama histórico, el docudrama o el documental experimental) es la intención de ser «la representación y explicación veraz por parte del realizador de unos hechos pretéritos, valiéndose no sólo de filmaciones de archivo, sino también de fotografías, obras de arte, mapas, gráficos, periódicos, planos recientes de lugares históricos, entrevistas a testigos e incluso de reconstrucciones parciales de sucesos»[viii] que, muchas veces, para ser lo más explicativas y «objetivas» posibles, se apoyan de intertítulos o de una voz en off autoritaria a la que le están subordinadas otras voces –las de los protagonistas de los hechos y de expertos en el tema− que le sirven para justificarse. Ahora bien, a menudo, este tipo de documentales muestran una visión del pasado cerrada y simple que da a la audiencia (conformada por inexpertos) la sensación de que no ha habido manipulación alguna, de que lo que le es presentado es una verdad imparcial.

Sin embargo, hablar de objetividad y verdad o de manipulación y falsedad en el campo visual resulta siempre complejo. La controversial discusión en torno a la naturaleza de la imagen que se ha perpetuado de forma sorprendente desde la era platónica hasta nuestros días, reaparece cada vez que se intenta validar o condenar un discurso visual. Con la llegada de la fotografía y del cinematógrafo y sus incursiones en el campo de la historia, las discusiones se han reavivado. El filósofo Ian Jarvie, por ejemplo, ha considerado que «las imágenes de la pantalla tienen una “pobre carga de información” y sufren de tal “debilidad discursiva” que no hay forma de hacer historia con sentido a través del cine».[ix] Asimismo, «las imágenes también se impugnan como cosas imprecisas, poco científicas e inmanejables que requieren subordinación y control» por «ayudar a construir las ideologías que determinan nuestra propia subjetividad».[x] De esta forma, la puesta de la imagen al servicio de ciertos discursos de verdad, resulta problemática.

En esta voluntad de hacer pasar un discurso por verdadero, la práctica del documental histórico tradicional, como muchas otras formas de discurso, ha tendido a estar al servicio de la difusión de la cultura oficial. El realizador de este tipo de discursos cinematográficos procura simpatizar –tal y como el historiador historicista– con los vencedores del pasado y presentar la historia en una continuidad cronológica que obliga a organizar el material «en forma de una trama que va del conflicto a la resolución dramática», es decir, en una narración coherente con principio, nudo y desenlace, con causas y consecuencias.[xi] La historia que cuentan estos documentales revela, pues, una empatía con el vencedor que no es exclusiva del medio audiovisual y que ya Walter Benjamin había evidenciado y criticado en sus Tesis sobre la historia:

Más difícil es honrar la memoria de los sin nombre que la de los famosos, de los festejados, sin exceptuar la de los poetas y pensadores. La construcción histórica está consagrada a la memoria de los sin nombre. El tercer bastión del historicismo es el más fuerte  y el más difícil de atacar. Se presenta como la «empatía del vencedor». Los dominadores en un determinado momento son los herederos de todos los que alguna vez vencieron en la historia. La empatía con el vencedor beneficia siempre a los dominantes del momento.[xii]

Así, los responsables del discurso cinematográfico, al empatizar con los vencedores, sellan también un pacto con el vencedor de la historia presente volviéndose cómplices y protectores de su victoria, y por lo tanto, responsables de la preservación de esa «cultura» de vencedores; ponen la imagen al servicio de la ideología dominante para justificarla y validarla en calidad de realidad única. No obstante, sin importar cuán preciso se quiera hacer pasar un filme de este estilo, lo cierto es que estas películas están tan manipuladas como cualquier obra de ficción. La «verdad» de un documental es una creación que en gran medida depende de su realizador y de la manera en que este articule el discurso a través de la elección de imágenes y su disposición a la hora de montarlas.

Ahora bien, el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman concuerda con que en efecto «no hay imagen única para expresar el todo de una realidad»,[xiii] que las imágenes no muestran toda la verdad, sino una parte de ésta. El filósofo también reconoce que, pese a todo, la imagen puede bien ser un ojo de la historia, un «vestigio de verdad».[xiv] Walter Benjamin nos dice que «la imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve irreconocible […] la imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido a ella».[xv] Esto significa que la verdad inmóvil que el historiador espera encontrar y que el documentalista pretende mostrar no existe; sin embargo, quedan esas imágenes del pasado que vehiculan fragmentos de verdad. Así, algunos académicos han afirmado que la imagen contiene mucha más información detallada y específica de la que podría contener una descripción escrita.[xvi] El historiador R.J. Raack, por ejemplo, es un fuerte defensor de llevar la historia a la pantalla. Para éste, incluso el cine es un medio más apropiado para la historia que la palabra escrita a la cual critica de ser demasiado «lineal y estrecha para recrear toda la complejidad del mundo multidimensional que habitamos los humanos. Sólo el cine, con su yuxtaposición de imagen y sonido, con sus “cortes a escenas nuevas, las disoluciones, la cámara lenta, la rápida”, puede guardar la esperanza de acercarse a la vida real».[xvii]

Hasta este momento nos hemos referido al género documental tradicional. Sobre todo en los últimos años, cineastas y artistas en general han comenzado a proponer nuevas maneras de tratar el material histórico en la conformación de sus documentales. Este tipo de obras no sólo hace una reflexión sobre la imagen y sus potenciales en el campo de la historia sino también sobre el género cinematográfico mismo y el proceso de representación en sí. En estos recientes trabajos documentales catalogados bajo la etiqueta de experimentales, el fin divulgativo tan característico del documental histórico tradicional es sustituido por la presentación de una reflexión personal del autor «sobre algún hecho o tema ignorado por la historia escrita o sobre por qué la historia tiene, para él mismo o para los espectadores, un sentido en el presente».[xviii] En efecto, este tipo de películas están haciendo más referencia a la sociedad que las realiza que al acontecimiento histórico mismo que se evoca, es decir, que esos eventos han sido tomados de la historia y llevados a la pantalla por su decir algo del tiempo presente en el que se les realiza.

Los directores de este tipo de obras ya no buscan más representar la historia del vencedor sino la de todas esas voces acalladas por el discurso oficial, atrapadas en el tiempo; estos realizadores ya no intentan con su obra sellar un pacto con la ideología dominante sino mostrar el rostro de todas esos sin nombre a los que se refiere Walter Benjamin.  En este sentido, el director de este tipo de obras deviene una especie de Ángel de la historia, cuyo rostro está vuelto al pasado, deseando reanimar lo que en el tiempo ha quedado solidificado. Lo que hacen estos cineastas es lo mismo que debe hacer el historiador materialista, según Benjamin:

Articular el pasado no significa conocerlo «tal como verdaderamente fue». Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal como esta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante de peligro […] el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla.[xix]

La filmografía de los documentalistas italianos Yervant Gianikian y Angela Ricci-Lucchi tiene como base la utilización de distintos materiales de archivo cinematográfico, muy a la manera de otros realizadores como Alain Resnais en su filme Noche y niebla (1955). Lo que ellos hacen es restaurar, manipular y desarrollar un nuevo montaje a partir de ese material de archivo ya existente (sobre todo correspondiente a la Primera y Segunda Guerra Mundial), evitando incluir información aclaratoria o hilo conductor (a manera de trama con inicio, desarrollo y final) con el objetivo de producir un nuevo significado, de crear un nuevo relato con esas imágenes del pasado que garantizan una distancia histórica y por lo tanto una nueva perspectiva y un comentario del presente. Asimismo, no debemos perder de vista la función que juega en esta nueva reelaboración histórica el proceso de montaje. En efecto, en el caso de estos dos cineastas, el montaje hace posible la apropiación de un discurso gracias a la fragmentación, a la yuxtaposición y a la manipulación del tiempo creando ritmos y efectos distintos que permiten romper con el relato histórico oficial. Es así que en la mayoría de sus películas, los documentalistas italianos denuncian la actuación del hombre en el siglo XX. Este trabajo de citación, es un ejemplo de cómo el historiador debería hacer saltar del «continuum de la historia» un evento pasado cargado de «tiempo del ahora».[xx]

En el filme Prisioneros de guerra, 1914-1928 (1996), primera parte de la Trilogía de la Guerra de Ginaikan y Ricci-Lucchi, se muestra material de archivo inédito sobre los campos de concentración durante la Primera Guerra Mundial, teniendo como centro temático las consecuencias de la guerra, particularmente las relacionadas con las condiciones de vida y los desplazamientos de los soldados capturados, refugiados, huérfanos, familias que intentan sobrevivir a la pérdida y al desastre, voces anónimas y ahogadas por el discurso de los vencedores. Del mismo modo en Inventario Balcánico (2000), los cineastas parten de material encontrado en la zona de los Balcanes que data de los años veinte, treinta y cuarenta. En esta ocasión, el material no pertenece a algún archivo sino que ha sido filmado con cámaras pequeñas, caseras, no profesionales. El montaje de estos relatos individuales que evidencian la masacre en el territorio de ex Yugoslavia tiene como fin acercar las pequeñas historias a las historias grandes del discurso oficial. Se trata de dar luz a los delgados hilos que componen la gran tela de la historia.

Ejemplos como los anteriores se multiplican en las últimas décadas. El cine documental experimental se ha convertido en un campo fértil para la (de)construcción del saber histórico,  así como para la exploración del papel de las imágenes en la conformación del discurso historiográfico. Del mismo modo, se ha abierto una nueva brecha hacia otras maneras de leer, entender, contar, representar la historia. Pese a las imposibilidades de la imagen, ésta se impone como ese vestigio de verdad que permite hacer saltar la historia de su continuum, interrumpir su movimiento cronológico y ordenado para poder mirar y analizar desde el tiempo presente lo que en algún momento fue fijado por la cultura oficial. El trabajo del documentalista se revela como tan o más importante que el del historiador. Seguir el camino del historiador historicista o el del historiador materialista, tal y como Benjamin lo concibe, es una toma de partido que el documentalista histórico debe hacer en algún momento. El documental es una vía por la cual el discurso dominante puede ser combatido, y es aquí donde la imagen se coloca como arma de dos filos: la misma imagen que puede estar al servicio de la ideología puede ser su destructora.

 

 

 

NOTAS

 

[i] Rabiger, Michael, Tratado de dirección de Documentales, trad. Daniel Jariod, España, Omega, 2007, pp. 25.

[ii] Ibíd., p. 23.

[iii] Claramente la historia también fue y sigue siendo motivo en el cine de ficción pero en el presente análisis no hablaremos sobre el drama histórico.

[iv] Rabiger, Michael, Tratado de dirección de Documentales, trad. Daniel Jariod, España, Omega, 2007, pp. 28.

[v] Barnouw, Erik, El documental. Historia y Estilo, Gedisa, España, 2005, p. 63-63.

[vi] Marzorati, Zulema, «El cine y la construcción de la memoria histórica», Reflexión Académica en diseño & comunicación, año IX, vol. 10, agosto de 2008, p. 43.

[vii] Rosenstone, Robert A, «La historia en imágenes | La historia en palabras: reflexiones sobre la posibilidad real de llevar la historia a la pantalla», Istor, año V, número 20, primavera de 2005, p. 93.

[viii] Hernández, Sira, «Hacia una definición del documental de divulgación histórica», Comunicación y Sociedad, vol. XVII, número 2, 2004, p. 116.

[ix] Rosenstone, Robert A., op. cit., p. 96.

[x] Nichols, Bill, La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental, trad. Josetxo Cerdán, España, Paidós, 1997, p. 38-39.

[xi] Rosenstone, Robert A., op. cit., p. 102.

[xii] Walter, Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, trad. Bolívar Echeverría, México, Contrahistorias, 2005, p. 50.

[xiii] Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, trad. Mariana Miracle, España, Paidós, 2004, p. 183.

[xiv] Ibid., p. 65.

[xv] Ibid., p.19.

[xvi] Rosenstone, Robert A. op. cit., p. 97.

[xvii] Ibid., p. 95.

[xviii] Hernández, Sira, «Hacia una definición del documental de divulgación histórica», Comunicación y Sociedad, vol. XVII, número 2, 2004, p. 119.

[xix] Walter, Benjamin, op. cit,  p. 20.

[xx] Ibid., p.27.

 

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Cynthia Fernández Trejo (Ciudad de México, 1991) Estudió Lengua y Literatura Modernas Francesas en la UNAM. Sus investigaciones versan sobre la literatura y su relación con las artes, en particular, las artes visuales. Fue editora de la sección de Cultura de la revista Paradigmas. Actualmente realiza sus prácticas profesionales en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), estudia la especialidad de guión cinematográfico en el Centro de Capacitación Cinematográfica A.C. y es miembro del consejo editorial de Cuadrivio.

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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