Chinatown a toda hora
Andrea Cote
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A las cuatro y cuarto
entre los viajantes de Chinatown
le digo:
yo sobreviví al terremoto y al agua.
Soy 1989 partiéndose en dos
y lo que usted piensa ahora mismo,
también lo soy.
Soy una muchacha suave
–soy china–
como esa que usted cree
se vería mejor callada
y despeinada
en otra parte
y no aquí,
que se vería muy bien desnuda
y estirada
en un cuadro de Modigliani.
Soy ella,
sí,
y por supuesto,
señor,
yo soy Modigliani.
Soy la punta de la estrella
y la cosa de papel que cae desde el aire en los aniversarios,
el autor de la teoría
de que el espíritu
es el hueso que no se puede roer.
Soy las ganas de romperse y de decir algo.
No puedo pagar la entrada al cine,
pero salgo en todas las películas
y por eso estoy sucio
y cansado
y más triste que dios.
A esta hora soy el cartón
y la masa,
la esterilla de papel
y la esquina morada
y lo que dejaste en la estación.
Soy el pie en el estribo
y la última cosa en que pensó Paul
y soy capaz de decir cualquier cosa porque estoy sucio
y no puedo pagarme la entrada al cine.
Soy el autor de la teoría del espíritu,
soy un lado del espíritu,
soy la muchacha ideal.
En verdad,
señor,
yo soy Chinatown,
a toda hora
y en demasía,
tengo una calle en cada esquina del mundo
y soy,
naturalmente,
lo único que nos queda.
Todas las cosas
Al corazón escabroso,
la China,
despacha:
300 cajones de arroz blanco,
millones de peces tiernos,
monstruosas
/anguilas
jugosas,
largas/
botellitas verdes
la mesera
/china,
espigada/,
su bandejita plástica
TODO roto.
Es ella,
claro,
llevar la bandeja,
estar rendida
y hacerse
así,
recostada,
la mujer más
tremendamente real.
Mientras,
se ve,
se avisa,
al otro lado de ese sueño esbelto,
eso de que
TODO
pero
TODO:
la vajilla doméstica,
la bombilla de luz,
la camisa de fiesta,
la vela del santo,
el santo
y todo
en verdad
nos viene de china.
Del país de en medio
la marca que incide
la huella que insiste
/aclara/
No nos queda ya
ninguna otra palabra para hablar de las cosas.
No nos queda, sino
sólo esta
voraz
letal
fabulosa
obsesión por la repetición y el pensamiento serial
de Chinatown
donde vimos serpentina
y la forma funicular
definitiva,
y finisecular,
de la fabulosa celebración del objeto
y de aprender
a decir palabras
con las cosas.
Y en tanto,
sí,
atolondrados,
como estamos,
por la llegada de la cosa,
a secas,
a toda hora
y en demasía
la China
despacha.
El ocio
Que todo el mundo tiene la sospecha
de haberse comido un chino
o de que tarde o temprano
se lo comerá.
Que hay ridículas,
tristes,
formas del desamparo
y una,
no menos triste,
sensación de fin,
aquí
donde ya nada
nos parece exuberante:
langostas atoradas en peceras
minúsculas,
trenes de gente que empuja
sin japonesa elegancia
y otras tantas desgracias
precedidas
por formas de hacinamiento.
Que todo el que creció
en un mercado
sabe que hay inservibles
3 y 4 de la tarde
y relojes de un tiempo
que sólo existe enemigo,
y una hora en que caen
al mostrador:
el sol
el calor
y el absurdo,
aquí,
donde tallos de jengibre
como monstruosos molares
y una calabaza gigante,
expuesta a cualquier cosa,
avisan que algo está por pasar.
Pero no.
Que la calle está llena de gente
que busca frutas
exóticas,
gente que puede dejarlo todo
pero no
un vacío,
gente que ronda
y patea al tiempo
como a hojas secas.
Pero en la línea del mediodía
ochocientos millones de chinos
sueñan distintos sueños
y en el resquicio
–para toda fascinación–
una muchacha
duerme
y sin estrechez.
Si alguno se entera,
es posible
que la despierte.
Se sabe que el ocio es la madre de toda codicia.
La rosa moribunda
Fui peregrino,
andaba triste
y sin revelaciones
hasta que cierto
gusto a polvo
y hierro seco
me puso en pleno
centro tuyo.
Tiananmén,
he venido para andar
tu esbelta espalda
la bocanada azul
la galería extensa
erguida en bruma,
en la que vigorosos
hijos tuyos
custodian
intangibles
depósitos de leche moribunda.
Tiananmén
Hay legiones de viajeros
cabalgando tu cenizo lomo
hacia el pasado.
Van pisando, sin saberlo,
invisibles tapetes de pétalos resecos,
alimento de vaca
de leche moribunda.
Tiananmén
En nada me asiste la turista
con su colorida falda,
es verdor en que tan sólo
reverdece furia
y yo veo venir tu jardín
de tiempo entre las hojas,
justo en medio de una bocanada
de aire irrespirable,
Tiananmén
En pleno centro te han sembrado
una rosa colosal de hueso plástico
rosa que ofende
la gris calma de tu sabia
que ahuyenta el rocío,
y las tormentas de lo respirable.
Tiananmén
Ya sé que no tienes nada para darme,
nada con qué enfrentar a gente
que mide la realidad en números de cerdos
o que confunde la muerte con un toro.
Nada mejor que una explanada larga y bien lustrada
para hablar de los cuerpos que faltan.
Poemas de Chinatown a toda hora. Libro en preparación
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Andrea Cote (Barrancabermeja, Colombia, 1981) es autora de los libros de poemas Desierto Rumor. Antología (2016), La ruina que nombro (2015), Puerto Calcinado (2003) y Chinatown a toda hora (Libro Objeto). Ha publicado además los libros en prosa: Una fotógrafa al desnudo: biografía de Tina Modotti (2005) y Blanca Varela o la escritura de la soledad (2006). Ha obtenido los reconocimientos Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia (2003), Premio Internacional de Poesía Puentes de Struga (2005) y el Premio Cittá de Castrovillari Prize (2010). Poemas suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, catalán, italiano, portugués, macedonio, árabe, polaco, griego y chino. Actualmente es profesora de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Texas en El Paso.