Thursday, 3rd May 2012

La tauromaquia y lo abstracto

Publicado el 29. abr, 2012 por en Ciencias

La tauromaquia es un tema actual del que se desglosan posturas a favor y en contra a partir de fenómenos como la crueldad, la tortura y la cultura. En este ensayo, Fabrizzio Guerrero aborda esta problemática de la manera más objetiva. La reflexión que propone va desde un nivel biológico hasta uno teológico, pasando por el de la moral, y expone el trasfondo de los argumentos como los del tradicionalismo que ha hecho perdurar este movimiento.

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.

Génesis 1:26

 

Pues el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía.

Jacques Derrida

 

Fabrizzio Guerrero Mc Manus

Hace muchos años un vecino me dijo que el toro de lidia (una variedad de toro ibérico usado desde la antigüedad en fines supuestamente lúdicos como las corridas o la caza) no servía para nada más que para morir heroicamente. Sin esa muerte heroica, su vida, como individuo y como raza, carecía de sentido. Hace unas pocas semanas esta misma idea del sentido de la vida y de la muerte reapareció en la pluma del escritor mexicano Luis González de Alba, quien comentaba en las redes sociales que la vida del toro de lidia es una utopía taurina de placeres y privilegios que culmina en una muerte heroica que al mismo toro emociona. Si a caso, añadía Luis González de Alba, lo que tendríamos que hacer es eliminar de la fiesta brava la última estocada asesina y el debilitamiento previo del toro para que éste pueda ser también partícipe de la energía de una corrida de toros.

El naciente movimiento de liberación animal de México está en desacuerdo. La propuesta de prohibir la tauromaquia ha sido llevada ya a la Asamblea y ahí se añeja esperando la resolución de un debate moral entre aquellos que creen que la fiesta brava es parte de nuestro legado cultural y aquellos que, esgrimiendo diversos argumentos, sólo ven en ella una celebración de tortura y muerte.

Hay algo de cierto en todas estas opiniones. La tauromaquia sí es parte de nuestro legado cultural. También es verdad que el toro de lidia lleva una vida de placeres y privilegios. Todavía más evidente es que dicha variedad de toros fue seleccionada artificialmente con el único objetivo de servir de entretenimiento; morir heroicamente es el único sentido que se le había venido dando a la vida de dicha raza.

No obstante, también es cierto que el toro sufre… el toro se muere y se muere en agonía.

Mas dicha agonía ha sido puesta en duda por esa misma tradición, por esa misma cultura y por las voces más sagaces de la misma: los filósofos quienes han supuesto que el dolor es algo humano, ajeno completamente al animal. El dolor requiere mente y pensamiento, y los animales son meros autómatas, decía Descartes y, por tanto, quizá emulen las conductas que en nosotros significan dolor… pero NO les duele.

Y sin embargo, después de Charles Darwin, resulta difícil seguir siendo ajenos a la posibilidad de su dolor. La continuidad evolutiva sugiere que nuestros mecanismos de dolor son más antiguos que nuestra propia especie, de hecho son compartidos por muchos en este Reino animalia. Luego ese animal abstracto del filósofo también incluye ahora al animal humano y la pregunta ética acerca de su dolor se hace más difícil de eludir.

¿Qué hacer entonces con la tauromaquia?, ¿qué hacer también con los miles de toros de lidia? ¿Puede acaso un legado cultural justificar la matanza y el dolor infligido a toda una raza, incluso si esa raza no es humana?

Estas preguntas han comenzado a ser importantes no sólo para los integrantes del movimiento de liberación animal, sino para diversos activistas de otras áreas que también tienen discusiones acerca del alcance de los derechos y de la ética. Valga a modo de ejemplo una reciente discusión que tuve con el activista gay Alonso Hernández acerca de las aristas morales de este debate. Él empleó un argumento interesante para justificar la fiesta brava. Si ésta cesa de existir, decía, condenaremos a la extinción a una raza entera. El argumento casi parece convincente.

No obstante, pienso que ha llegado la hora de comenzar a pensar en público y con mayor seriedad acerca de muchos de los puntos que se esbozan en las discusiones mencionadas. En este texto intentaré hacer eso mismo aunque sólo ofrezco algunos primeros pasos de lo que será ciertamente una larga caminata. Comencemos rechazando algunas supuestas verdades que ambos grupos han tomado como autoevidentes.

Primero, no convirtamos la cultura en monumento. No la deifiquemos. En una época en la cual el multiculturalismo se ha vuelto un lugar común puede sonar a herejía siquiera afirmar que no toda cultura debe ser respetada. Empero, creo que nuestra llamada al reconocimiento de la diversidad cultural debe tener un límite y dicho límite radica en reconocer dos puntos fundamentales.

Por un lado, la apelación a la tradición en sí no da argumentos, no justifica, no hace evidente en ningún sentido que dicha tradición sea enriquecedora, valiosa o productiva. Pensemos, por ejemplo, en la tradición de la esclavitud; aquel que apele a la tradición del esclavismo para tener esclavos no nos ha mostrado porque dicha tradición merece gozar de permanencia alguna. Cuando las tradiciones se encuentran entre sí, y surgen por tanto nuevos espacios culturales, las tradiciones encarnadas en los seres humanos deben de dialogar y justificar su continuidad. El que la tauromaquia sea parte de nuestro legado cultural no es un argumento para su permanencia de la misma forma que tampoco sería un argumento para la permanencia del sexismo y el racismo que heredamos.

Por el otro, uno de los proyectos más laudables de la humanidad fue la invención del concepto de «derechos humanos». Esa supuesta humanidad común, ese universalismo que rebasa en sus pretensiones normativas al Occidente moderno, busca otorgarnos a todos una dignidad mínima sin importar nuestra cultura. El concepto tiene, por supuesto, sus bemoles pero en todo caso la idea de una justicia mínima para todos no es algo que uno pueda vilipendiar sin más. Los liberacionistas animales han comenzado a sugerir que este concepto es demasiado antropocéntrico, es presa de un especismo como antes lo fue de un racismo y un machismo; el proyecto de construir éticas ampliativas –aquellas cuyo dominio incluye al animal no humano y al medio ambiente– comienza justamente cuando se cuestiona la idea misma de humanidad como criterio para ser poseedor de derechos.

Segundo, el problema de la tauromaquia es a la vez –y a la vez no– un tema que tiene que ver eminentemente con el dolor del toro. Lo que quizá debería quedarnos claro es que la capacidad del toro para sufrir no ofrece una justificación para no lastimarlo sino que, al contrario, es porque ya hemos otorgado al toro un estatus moral por lo que nos afecta y nos importa su dolor al punto que buscamos evitarlo. Esto puede sonar contradictorio y rebuscado y quizá una serie de ejemplos nos ayuden a entender por qué sostengo esto.

Pensemos así en el siguiente ejemplo. Si consideramos que la capacidad de sufrir es aquello que nos otorga a nosotros y a los animales no humanos un estatus moral, entonces una persona con muerte cerebral, alguien en coma, o alguien muy dormido podrían ser todos asesinados sin sufrir dolor alguno y ello no podría ser reprochado en términos morales. Si el dolor fuera aquello que nos hace poseedores de un estatus moral entonces el no sentir el dolor nos dejaría indefensos éticamente hablando; no habría nada que nos evitará ser objeto de acciones terribles.

Así que tendríamos que rechazar dicho sendero dado que todavía queremos incluir en nuestros juicios morales a todos aquellos humanos que por una razón u otra no sienten dolor y, sin embargo, si rechazamos al dolor como fundamento de nuestro estatus moral nos quedamos un poco a la deriva y la búsqueda de un nuevo fundamento meta-ético se hace de pronto más urgente. Empero, este movimiento vale la pena pues nos permite colocar a seres que no sufren dentro del ámbito de la ética; las plantas, por ejemplo. Además, este movimiento permite entender cabalmente el alcance de la objeción de los liberacionistas animales. Estos activistas no aceptarían que la tauromaquia continuara si a los toros se les inyectaran bloqueadores del dolor –probablemente incluso encontrarían esto aún más escandaloso ya que el toro se defendería menos–, y si esto es así es porque el no sentir dolor no disminuiría la injusticia cometida contra el toro. Por tanto, creo que hay que darnos cuenta de que el estatus moral que le hemos otorgado al toro no proviene de su capacidad de sufrir sino que es precisamente porque goza ya de ese estatus que su sufrimiento nos importa.

Y tampoco radica en la conciencia de sí, como quizá podrían objetarme algunos, el gozar de un estatus moral. Alguien diría que si yo duermo y no siento dolor, mi estatus moral no se desvanece porque yo soy consciente de mí y me otorgo a mí, incluso cuando duermo porque espero despertar, un estatus moral. El toro no goza de un estatus moral porque no es consciente de sí de la misma forma que un ser humano; por ende, dirían esos opositores no tan ficticios, el toro carece de estatus moral. De nuevo, sostengo que la conciencia poco importa. Incluso los cuerpos de los muertos gozan para nosotros de cierto estatus moral, como lo sabe cualquiera que ha ido a un velorio.

Y es que la conciencia es una propiedad sine qua non para el que juzga, mas no así para el juzgado. Hay una distinción entre agentes morales y pacientes morales que sería importante para esclarecer este punto. Los agentes morales son aquellos que están gobernados por la ética en su actuar y en sus motivaciones, son aquellos que realizan juicios morales. Por el contrario, los pacientes morales son todos aquellos seres que gozan de un estatus moral, esto es, que son valorados por los agentes morales como seres dignos de respeto y empatía, seres que en principio pueden estar mejor o peor, no necesariamente en nuestros términos sino en SUS términos. Un toro que sufre es un paciente moral porque podemos reconocer en él la posibilidad de estar mejor o peor, de sentirse bien, y precisamente porque reconocemos que ello es posible es que procuramos evitarle un sufrimiento.

Pero entonces, ¿qué es aquello que le otorga a un toro o a cualquier otro ser un estatus moral? No es la capacidad de sentir dolor ni la conciencia de sí. Y esto está bien porque no he dicho que sólo los seres vivos gocen de estatus moral. Las éticas ambientales del cuidado de la Tierra nos han enseñado que quizá los mismos océanos, el planeta completo, etcétera, son todos ejemplos de pacientes morales, son ejemplos de una ética antropogénica, mas no antropocéntrica. Antropogénica porque es una ética que emana de nosotros y nos legisla, pero que no sólo atiende a nuestros propios intereses.

Contestar a esta pregunta sobre las fuentes de la normatividad de las éticas ampliativas no es sencillo. Y menos si reconocemos como pacientes morales a seres no vivos. Dada la enormidad de esa tarea me concentraré aquí sólo en los seres vivos. Para ello, quiero volver al punto con el cual comencé: el supuesto sentido de la vida del toro.

Cuando afirmamos que el único sentido de su vida es una muerte heroica, entonces estamos olvidando que dicho animal es algo más que un peón en la fiesta brava. Los dos epígrafes con los que inicié quizá nos ayuden a responder a la pregunta de por qué los seres vivos gozan de un estatus moral.

De acuerdo con el Génesis somos amos y señores del mundo porque fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios y fue éste quien quiso que gobernásemos el mundo. De acuerdo con esta imagen nos merecemos respeto los unos a los otros porque nos asemejamos a Dios al ser poseedores de conciencia y voluntad, ambas expresiones del alma divina que poseemos. Es la desemejanza de los animales con Dios en estos aspectos lo que les impediría gozar de un estatus moral según esta historia.

Pero hoy hemos venido a pensarnos diferente, hoy somos animales tan inanimados como el resto, en el sentido de pensarnos carentes de alma. Hoy la biología evolutiva nos ha hecho percatarnos de nuestras semejanzas con el resto del reino animal y nuestras desemejanzas con la idea de Dios, tan inmensa y eterna, tan totalizante. Nos hemos percatado de que, tanto nosotros como el resto de los seres vivos, somos seres ergonómicos en un cierto sentido: tenemos una cierta estructura que nos permite a todos alcanzar un telos –un sinfín de fines–, sean éstos el seguir viviendo, el desear ser algo más, el tomar el sol, el compartir la vida con alguien o algo, el comer… Cada ser vivo, en un sentido poético, es una máquina deseante, un estructura aspiracional que busca seguir siendo.

Si hemos de seguir pensándonos como gobernantes del reino, entonces no seamos tiranos absolutos, señores de la vida y de la muerte de los otros; seamos, por el contrario, los legisladores del bienestar colectivo. Seamos la garantía de que esas máquinas deseantes, de que esas estructuras aspiracionales dentro de esta po-ética no sean aplastadas por nuestra dictadura.

Aclaro en este punto dos cosas. Primero, no creo que esta po-ética sea alcanzable sólo dentro de una ética ampliativa inspirada en un evolucionismo. Creo que intuiciones morales semejantes pueden emanar de cosmovisiones no atadas a las ciencias. Que no nos sorprenda enterarnos de que muchos de los activistas mexicanos del movimiento de liberación animal se hayan vuelto budistas, hare krishnas o hinduistas; en estas religiones hay un movimiento diferente en el cual la semejanza entre lo humano y lo vivo se traza bajo otras lógicas que en todo caso conducen a un mismo respeto por lo vivo.

Relacionado con lo anterior, al final la fuerza normativa de esta po-ética no emana del hecho de la evolución, sino de su capacidad de hacernos ver que lo vivo, todo lo vivo, está gobernado por un telos, por una finalidad inherente a cada organismo concreto. Sea a través de deseos, pulsiones, intenciones, tropismos o instintos, todo ser vivo es una máquina deseante, una estructura aspiracional cuya morfología y fisiología poseen cierta ergonomía que les permiten seguir existiendo, seguir siendo seres que no se desintegran y se funden, como cabría esperar por las leyes de la termodinámica, con el resto del universo dormido. Hay y han habido otras cosmovisiones que han hecho puntos similares, algunas han sido llamadas religiones, otras filosofías románticas como la Naturphilosophie, de Goethe y sus contemporáneos.

Por supuesto que la justificación de dicho argumento no se agota en hacer evidente esta semejanza. Si acaso allí comienza. Al reconocer a otro ser humano como un otro, un otro sin embargo semejante a mí, y al percatarme de que yo mismo cambio me doy cuenta de que mis actos no pueden estar gobernados por la circunstancia, por el capricho del azar. Si he de ser un sujeto integrado, y por tanto íntegro, he de gobernarme a mí mismo más allá de mi circunstancia de tal forma que mis aspiraciones no se desvanezcan en la nada, de que yo mismo no me torne en nada. Al reconocer a un otro, reconozco un predicamento semejante al mío, un predicamento que quizá viví o podría vivir. Reconocer las aspiraciones del otro es ser copartícipe en su constitución como un sujeto integrado, íntegro.

Cuando veo, como dicen tanto el Génesis como El Origen de las especies, que lo vivo, todo ello y no sólo lo humano busca fructificar y multiplicarse (Génesis 1:22), ¿no es entonces lo vivo un espejo de mi mismo y debería por tanto buscar también ser copartícipe de su propio bienestar?

Pero, segundo, no defiendo la vida sino lo vivo. Y no lo defiendo ingenuamente. El conflicto de fines es ineludible: tenemos que comer, y comer plantas y comer animales implica en ambos casos destruir, al menos parcialmente, a un otro. Habrá veces en que mi búsqueda de bienestar interfiera con la búsqueda de otro u otros. ¿Qué habremos de hacer allí? No deifiquemos la vida por la vida. Lo importante de estar vivo es el poder seguir siendo y no sólo estar allí. Y para seguir siendo el telos debe ser realizable. Vivir sabiendo que nunca se satisfarán nuestros fines no es vivir. Eso implica que no podemos condenarnos a una vida de ascetismo radical que nos reduzca a meros cuerpos vivos, mas eso tampoco implica que nuestro telos sea irrenunciable pues hay de fines a fines. Si uno de mis fines es tan trivial que puedo prescindir de él y, si con ello evito la destrucción de un otro, entonces ciertamente debería prescindir de ese fin.

Nuestro deseo de gozar una hora de la fiesta brava no puede pasar por encima del derecho del toro a seguir existiendo, a seguir estando sano y a no vivir aterrado de los humanos que lo rodearán. Ese telos nuestro debe ser renunciable, debemos renunciar a él porque tenemos maneras de ser felices y de estar contentos que no requieren que una máquina deseante se fracture. Quizá esto no resuelva el problema de cómo coexistir con lo vivo y con los otros, pero al menos salvará a los toros de una muerte horrible.

Y si eso condena a la extinción al toro de lidia, ¿vale lo suficiente esa idea abstracta que es la raza para que ello justifique que muchos de sus miembros masculinos sufran una muerte terrible? Preservar lo abstracto para condenar a todo concreto al dolor es preservar a los toros como objetos, objetos que están allí para ser utilizados.

Preservar lo vivo tiene que ser preservar a los seres y a las posibilidades que en su medio les eran inherentes. Preservarlos, por tanto, como máquinas deseantes.

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Fabrizzio Guerrero Mc Manus (Ciudad de México, 1981) es doctor en filosofía de la ciencia por la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias de la misma universidad.

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Un comentario a “La tauromaquia y lo abstracto”

  1. Rosy Cinco 1 mayo 2012 at 1:19 #

    Completamente en desacuerdo con las corridas de toros. Precisamente, somos
    seres pensantes y esa inteligencia debemos utilizarla para ver por los más indefensos y desamparados,incluyendo los animales.


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