Tuesday, 19th June 2012

Contra los encuestócratas

Publicado el 29. abr, 2012 por en Política y sociedad

Frente a la carencia de argumentos y el alud de descalificaciones típicos de los periodos electorales en México, Zedryk Cruz Merino se sumerge en el escabroso mundo de la numerología política para explicarnos con hondura el fenómeno mediático de las encuestas electorales. Un ensayo indispensable en la actual carrera hacia Los Pinos y San Lázaro.

 

 

Descreo de la democracia, esa extraña forma de la estadística.

Jorge Luis Borges

 

Zedryk Raziel Cruz Merino

 

 

Puedo afirmar, con un confiabilísimo margen de error del 0.9 por ciento –en su uso político, la «confianza» estadística no importa realmente, y sin embargo importa enunciarla–, que en la actualidad padecemos la vertiginosa escalada de una cierta encuestocracia. No sólo en México ni sólo este año, pero esencialmente en México, especialmente en este tiempo electoral. Debo especificar primero que mi objetivo es realizar un análisis del funcionamiento y las funciones de los sondeos de opinión, siguiendo el estudio que el sociólogo Pierre Bourdieu presentó en su conferencia «La opinión pública no existe». Analizar ese instrumento impensado, incuestionado, tomado por infalible y desideologizado llamado encuesta; esa técnica a partir de la cual se reflexiona pero sobre la cual no se reflexiona.

Por supuesto el término «encuestocracia», así como «mediocracia» o «comentocracia», no designa, pese a la presencia del sufijo griego kratos, un sistema de gobierno formal. Tampoco tecnocracia, meritocracia ni plutocracia. Estos gobiernos informales –sin embargo gobiernos– ocurren dentro de un sistema formalizado (por ejemplo la democracia) que los preexiste –y en cierto modo los engendra– y permite su empoderamiento, pero no lo reemplazan, sino que constituyen sus desviaciones. Así, dichos kratos pueden conformar «pequeñas» tiranías y poderes reconcentrados dentro de una democracia en la que no obstante existe división de poderes, una constitución política liberal y órganos reguladores del funcionariado público. En lo que respecta a las encuestas de opinión, como se verá, su poder está dado por un proceso de fetichización que hace de ellas objetos en apariencia sine qua non para la existencia del gobierno democrático e incluso de la sociedad misma.

Gracias al irreflexivo ejercicio periodístico de numerosas empresas de medios, hemos sabido de la exagerada importancia que ha adquirido el «método de encuestas», no sólo para los sujetos y los grupos que este año contenderán en los próximos comicios federales, y por lo tanto buscan «conocer» las «preferencias electorales», sino para los medios de comunicación que también contratan los servicios de una decena de influyentes empresas encuestadoras a fin de obtener sus propias estadísticas, que aunque sean producidas por las mismas consultorías a las que acuden los políticos, las suyas resultan investidas de la imaginería del periodismo como contrapeso crítico y apartidista del poder político, mientras que las de aquéllos generan incansablemente sospechas de manipulación o «maquillaje» de cifras. Sólo los despachos Parametría, Mitofsky, Indemerc y los recientemente afamados Nodos y Covarrubias (et al.) ganan por partida doble: dinero y reconocimiento; poder.

Tal circuito conformado por encuestadoras, políticos y medios –específicamente sus «intelectuales», analistas y periodistas–; este circuito, esta encuestocracia, desemboca a chorros sobre los ciudadanos-en-condiciones-de-votar, a quienes noblemente se pretende «orientar» hacia un sufragio razonado a partir de la difusión de las estadísticas y del análisis –en los medios– de las posibles causas de la variación de las cifras entre un periodo y otro de tiempo.

Así, recientemente hemos sabido que una encuesta levantada en el Distrito Federal por «las izquierdas» (en realidad ellas sólo pagaron por su implementación) arrojó que el precandidato a la Jefatura de Gobierno «mejor posicionado entre la ciudadanía» era Miguel Ángel Mancera, de modo que él fue designado candidato. Asimismo, de la aplicación de una encuesta «nacional» resultó el candidato presidencial de la coalición Movimiento Progresista: Andrés Manuel López Obrador. De hecho, en algún momento el presidente nacional del PRD, Jesús Zambrano, anunció que se levantaría una encuesta para definir el nombre y lema de la coalición que conformaría su partido con el PT y Movimiento Ciudadano…

En el PAN también se ha invocado la fastidiosa «infalibilidad» de las encuestas. Extrañamente, en el proceso de precampañas para resolver la candidatura presidencial panista, tanto Josefina Vázquez Mota como Santiago Creel y Ernesto Cordero encabezaban –¡los tres al mismo tiempo!– las «preferencias de la militancia», según los sondeos que ellos mismos habían mandado aplicar, pero cuyos oscuros resultados no juzgaban necesario dar a conocer, limitándose sólo a repetir ad nauseam ante sus simpatizantes: «¡Vamos ganando en las encuestas!», ¡bravo!

Comprensiblemente, surgieron las suspicacias. Empresas encuestadoras contratadas por agentes externos al PAN hicieron por su parte levantamientos únicamente entre militantes y adherentes de ese partido. Por ejemplo, la encuesta telefónica (!) que Buendía & Laredo realizó en enero para El Universal concluyó que Vázquez contaba con el 57 por ciento de las preferencias, Creel con 22 y Cordero con 18. La contundencia de esos números, arrojados por distintas consultas supuestamente descentralizadas, llevó a varios analistas a formular una sentencia que añadió valor jurídico a sus previsiones. Una semana antes de las elecciones panistas, Jaime Sánchez Susarrey dictó: «De manera tal, que resulta imposible pensar o suponer que el 5 de febrero podría haber una sorpresa y, si de hecho la hubiera, se podría prestar a todo tipo de especulaciones, [pues] Josefina ya ganó»[i]. Hoy sabemos que sí. Ganó.

Ese mismo mecanismo apriorístico se ha implementado para conjurar el riesgo de una eventual derrota del candidato presidencial de la coalición PRI-PVEM: es tan desproporcionada la ventaja que –según todas las encuestadoras– Enrique Peña tiene sobre cualquiera de sus contrincantes, una «sorpresa» el 2 de julio; no sería sino resultado de turbios «procedimientos antidemocráticos».

En el hecho de invocar la infalibilidad de las encuestas está el quid de su poder. El pasado enero, Rodrigo Sandoval denunció: «Los partidos políticos definen sus candidatos en base a [sic.] sus propios intereses […]. Aunque en apariencia los partidos hacen encuestas ciudadanas, la decisión política interna es más fuerte que la postura de los ciudadanos»[ii]. En febrero, Armando Fuentes Catón escribió: «El candidato [presidencial] del PRI lo fue por obra de acomodos cupulares, lo mismo que el del PRD, cuya pregonada encuesta tuvo todos los visos de una negociación hecha igualmente en las alturas»[iii]. Desde otro punto de vista, se ha dicho que el PRD «es democrático» por «obedecer» a la «voluntad» de sus militantes; en tanto que el PAN, o bien «es antidemocrático» por haber postulado a su candidata a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, Isabel Miranda, «por dedazo», o bien «es democrático» por haber realizado elecciones internas para resolver su candidatura presidencial. En fin: elevar al rango de democráticas las decisiones que toman los partidos tras unas votaciones así como tras el levantamiento de una encuesta –dos cosas no tan distintas, habida cuenta de que los comicios son una especie de «encuesta electoral»– confiere sentido a una misteriosa sentencia de Jorge Alcocer: «las empresas de encuestas, convertidas en el gran elector»[iv].

Si los resultados de encuestas cumplieron –en el PRD o en el PAN– la función de legitimar (quirúrgicamente, sin demasiado escándalo) un «acomodo cupular», si esas estadísticas suscitan tan excesiva confianza, es porque el instrumento que las produce (la encuesta) está fundamentado en cierto complejo científico-democrático que postula que es posible, pero sobre todo necesario, medir matemáticamente la «opinión pública» y, así, escuchar al pueblo, «comunicarse» con él, tomar en cuenta lo que dice sobre la cosa pública, «incluirlo» en la toma de decisiones. Norman R. Luttbeg supone que el éxito de las encuestadoras en la venta de sus mercancías y su consecuente empoderamiento empresarial obedece a un fenómeno que ellas mismas –en colaboración con los políticos y los medios de comunicación que acuden a sus servicios– se empeñan en suscitar: la «cosificación» de las encuestas como opinión pública. Luttbeg argumenta:

Se cree que un público democrático tiene opiniones acerca de problemas, y que la investigación por encuesta es el mejor método para reunir las opiniones en comparación con las respuestas de la audiencia, las cartas al editor o las opiniones editoriales; lo cual coloca a las encuestas como la opinión pública[v].

En la ausencia de una crítica académica, los resultados que arroja la creciente industria de encuestadoras son presentados por los medios de comunicación como la opinión que existe en la mente del público[vi]. Debido a estos sondeos, muchas veces nos enteramos de que el pueblo «ha hablado», que no deja de hablar sobre todos los temas importantes. Pero lo que nunca se pone en cuestión –advierte Bourdieu– es la producción de los problemas sobre los cuales se le pregunta al pueblo mediante una encuesta. No es, pues, que la crítica académica esté ausente (físicamente); ella sí que «habla», pero no sin cortapisas. Porque cuando los sociólogos o los comunicólogos, desde sus institutos o sus facultades, creen responder a problemas formulados por ellos y a sí mismos, siempre corren el riesgo de responder a problemas construidos en el circuito de la encuestocracia[vii]. ¿Por cuál candidato presidencial nunca votaría nadie?, ¿cuáles son las contradicciones de la «República Amorosa»?, ¿quién «bajó» en las «preferencias» y por qué?

Desde luego puede cuestionarse el rigor científico de las encuestas y los efectos de su aplicación en las democracias como instrumento para conocer (más bien para producir) la opinión de la ciudadanía. No puede negarse que, pese a sus pretensiones de objetividad científica, las encuestas de opinión incurren en una vasta serie de distorsiones aun cuando cumplan con todas las condiciones del rigor metodológico en la recolección y análisis de los datos[viii]; errores y omisiones cuya naturaleza no es del todo técnica (como el hacer preguntas falseadas o inducir las respuestas) sino, digamos, ontológica; es decir que su origen está en el ser mismo de la encuesta, en sus premisas, en su diseño y, por consiguiente, en las hipótesis que sustenta (dentro del campo científico) y en los programas y políticas públicas que legitima (dentro del campo político).

 

«Genealogía» de la encuestocracia

Superada la época en que importaba el cuerpo, la materialidad del cuerpo como medida del universo, se proclamó la rotundez del alma que lo habita: se habló del espíritu de las leyes, del espíritu ilustrado, del espíritu universal. El alma nunca fue negada sino redefinida, secularizada tras el surgimiento del materialismo histórico, que postuló la poderosa objetividad del mundo exterior que no obstante repercute en la interioridad del hombre, en su consciencia, su psique. Esa psique que buscó indagar la psicología, en primer lugar, y la psicología social, después. A ella se pretendió llegar a comienzos del siglo XX por el metafísico puente tendido por la encuesta: a conocer el origen de las actitudes, su correspondencia con los comportamientos sociales, creyendo que allí se encontrarían las pistas originales para comprender la inédita devastación del siglo.

Pero la historia del estudio científico de los medios de comunicación asigna un lugar más o menos vergonzoso para el método de investigación por encuesta, en tanto que contribuyó a sustentar los postulados teóricos del clásico paradigma de comunicación masas (Mass Communication Research), predominante a lo largo de la primera mitad del siglo XX.

Por combinar una visión de media poderosos que operan en sociedades «masificadas», este paradigma teórico fomentó el uso de métodos de investigación asimismo masificados y masificadores (esto es, basados en observaciones de comportamientos individuales posteriormente universalizados), tales como encuestas multitudinarias, experimentos sociopsicológicos y análisis estadístico, mediante los cuales se buscaba registrar los efectos y la respuesta de las audiencias ante los contenidos que se les ofrecían en los medios de comunicación de masas. Dice Denis McQuail:

Se consolidó una lógica comercial y organizacional para la «investigación de audiencias» con fundamentos teóricos. Hablar de las audiencias mediáticas en términos puramente cuantitativos parecía tener sentido y además resultaba cómodo. De hecho, los métodos de investigación no hicieron sino reforzar un punto de vista conceptual sesgado (la audiencia considerada como un mercado masificado [de consumidores])[ix].

Años después, en un decisivo salto de su uso puro para producir estructuras conceptuales (hipótesis, modelos y teorías) en el ámbito científico-social a su «uso pragmático» para producir acontecimientos en el mundo social, la encuesta fue acogida por esa técnica de técnicas que es el marketing político, ampliamente defendido por cierta teoría política contemporánea de la democracia y felizmente recurrido por empresas consultoras y sus inagotables clientes (¡quiénes!).

La mercadotecnia política se incorporó a los procesos electorales en América Latina –incluido México– a finales de los años ochenta como uno de los resultados de la Tercera Ola democrática que, a partir de la década de 1970, derribó numerosas dictaduras a lo largo del mundo.[x]

Socorrido en tiempos electorales, el marketing político echa mano de los sondeos de opinión para identificar los problemas, necesidades y preocupaciones que los electores privilegiarán a la hora de decidir su voto. Idealmente, la recolección e interpretación de esas cuestiones electoralmente relevantes serviría a los candidatos para diseñar su plataforma política –una propuesta general de gestión gubernamental– con base en los valores y aspiraciones del partido al que pertenecen[xi]. En los hechos, sin embargo, el marketing político –esencialmente hermanado con el marketing publicitario– ha servido para segmentar un «mercado» de electores, definir sus perfiles a partir de sus diversas expectativas y, con base en ellas, diseñar los satisfactores pertinentes: mensajes propagandísticos las más de las veces demagógicos y «productos» (los candidatos mismos y sus propuestas) presentados a modo, es decir, personalizados según las «preferencias electorales».

The people’s choice[xii], dijo Paul Lazarsfeld.

Pero ha pasado el tiempo. En la actualidad también existe un interés por la encuesta de opinión como instrumento de gobernabilidad. Ese interés está respaldado por una teoría política democrática que concilia las premisas –en otro tiempo antagónicas– de la democracia directa y la democracia representativa: confirma pues la inevitabilidad de un grupo de ciudadanos de «primera clase» que están en condiciones de tomar decisiones en nombre del bien público, para lo cual, no obstante, requieren de la colaboración de una sociedad que participe hablando sobre los «asuntos de interés público». Participar hablando. No se pide a los ciudadanos que participen activamente en el proceso de toma de decisiones; se les pide que digan, que comenten, que opinen, que «orienten» las decisiones de los autorizados para decidir. Siguiendo un modelo comunicacional que idealiza a la retroalimentación (feedback), los representantes ponen a disposición de los representados un mecanismo, un canal, que permite a los representados hablarles a los representantes, y a éstos supuestamente escucharlos. Y eso, dicen, es la comunicación.

En la representación (o «mistificación», diría Bourdieu) de la democracia como un orden sustentado en los principios de igualdad social, política y civil; en el sufragio universal, en la libertad de información, en la construcción del consenso y en la necesidad de la participación efectiva de la ciudadanía, Dominique Wolton introduce el concepto fundamental de opinión pública, que indica las reacciones y reivindicaciones de las sociedades ante la acción de los políticos. El nuevo estudio de los efectos.

Conforme a Wolton, «ya no es posible gobernar sin “retrovisor”, es decir, ignorando lo que desea la opinión pública, y los sondeos son los retrovisores de la opinión pública»[xiii]. Según sea conceptualizada la «opinión pública», ésta puede de hecho existir difusamente en las sociedades, en cuyo caso las encuestas fungen sólo como megáfonos que le otorgan voz  y le dan visibilidad en el espacio público, o bien puede ser impuesta, creada por la aplicación y procesamiento de las encuestas.

La confianza en el primer postulado hace funcionar a la encuestocracia.

 

«Anatomía» de la encuesta de opinión

El estudio de las distorsiones que comportan los sondeos de opinión «atormenta a la buena conciencia democrática», hiere el «sentimiento ingenuamente democrático», en palabras de Bourdieu. Porque, en la mística democracia, el dogma dice que todas las personas son iguales, y en ese sentido cree que todos pueden tener una opinión, o que los instrumentos cognitivos de producción de la opinión personal están al alcance de todos. Esta idea sirve de sustento a la encuesta de opinión en tanto que instrumento de acción política, «[cuya] función más importante consiste quizá en imponer la ilusión de que existe una opinión pública como mera suma de opiniones individuales; debe imponer la idea de que existe algo que sería una especie de media de las opiniones o de opinión media»[xiv].

Pero nada está más desigualmente distribuido que el poder de producir una opinión explícita. Esta competencia no está universalmente repartida, sino que varía prácticamente en virtud del nivel de instrucción de las personas. Así que, explica Bourdieu, la probabilidad de tener una opinión sobre las cuestiones que suponen un saber (un saber recurrentemente político) es comparable con la probabilidad de visitar un museo. La generación de una opinión ante un problema –planteado en la encuesta– exige, primero, percibirlo a éste como tal, y luego poseer las categorías de percepción necesarias para estructurarlo, analizarlo, relacionarlo, desplegarlo, etcétera. En la práctica real, los sujetos se sitúan en opiniones ya formuladas. Hay posiciones, opiniones, que ya han sido construidas por determinados personajes o grupos (por ejemplo, los periodistas y los partidos políticos) y uno sólo las toma, se identifica con ellas, se las apropia[xv].

Así que en el mundo social hay personas que son expresadas; personas en cuyo nombre se habla porque ellas no hablan, porque «la opinión personal es un lujo»[xvi]. La encuesta funciona entonces como extensión de esta circunstancia al considerar que todas las «opiniones» tienen el mismo valor (en la encuesta, un cuestionario se aplica por cada persona, y se cree que sus respuestas son su opinión). Valga como ejemplo el sondeo realizado por la coalición Movimiento Progresista, cuyo resultado justificó el otorgamiento de la candidatura presidencial a Andrés Manuel López Obrador. La segunda de las cinco preguntas que conformaron el cuestionario fue: «¿Por quién nunca votaría?» ¿Por quién, entre López y Marcelo Ebrard –el otro contendiente–, usted nunca votaría? A esta pregunta, que sospechosamente consiente un dogmatismo obstinado («nunca») en contra del discurso democrático de la conciliación, había que responder con un nombre. «Yo nunca votaría por…». Ese nombre amalgamaría, homogenizaría, más bien ocultaría, todas las consideraciones, los cálculos, las previsiones, los juicios y prejuicios que una persona pone en marcha para responder en una encuesta. Evidentemente ninguna de esas valoraciones, que suelen ser distintas según la clase social del interrogado, resulta importante. Todo se pone en el mismo saco: hay en su interior una respuesta presuntamente unánime. Lo mismo sucede en el caso de las respuestas a preguntas sobre la pena de muerte, la despenalización del aborto o la estrategia de combate al crimen organizado. ¿Qué responde realmente la gente, más allá de lo que dice responder? ¿Y qué responde la gente categorizada (ninguneada) por las encuestadoras como la que «no sabe/no contestó»?

Aquella distorsión que encubre a la desigualdad en el acceso a la producción de la opinión recubre, también, a la desigualdad en el acceso al poder de formular los problemas. Bourdieu[xvii] señala que el hecho de plantear la misma pregunta a todo el mundo presupone que hay un consenso sobre los problemas, es decir, sobre las preguntas que vale la pena hacer. Pero las problemáticas a menudo son impuestas. Las preguntas que se realizan en un sondeo de opinión no son, con seguridad, las mismas que las personas interrogadas se hacen de manera cotidiana; por el contrario, se les «brinda» la oportunidad de responder a problemas que no serían capaces de formular. Y al responder, olvidan que no pudieron hacer las preguntas.

A este respecto es necesario señalar dos cosas. Primero, que una buena parte de los problemas que algunos movimientos sociales han asumido como la razón de su causa surgen de personas con un alto nivel de instrucción que se esfuerzan por suscitar una demanda social en torno –por ejemplo– al modelo económico neoliberal, al deterioro climático o al sistema educativo. Lo segundo es que las problemáticas que plantean los sondeos de opinión están subordinadas a intereses políticos y a la coyuntura. Así, el problema del sistema penitenciario en México, enteramente inscrito en el rubro de la seguridad pública, no se «someterá» a un sondeo de opinión sino hasta que se convierta en un problema político. Y quizá se preguntará si el interrogado considera pertinente construir más prisiones de máxima seguridad, mas no si juzga necesario abrir al escrutinio público la gestión de los penales, ni mucho menos si estaría de acuerdo con que se exploraran alternativas a la reclusión como método para la reinserción social de los criminales.

La mayoría de las problemáticas impuestas por las encuestas de opinión obedecen a las «preocupaciones políticas del “personal político”»: planteamientos que «[interesan] esencialmente a la gente que posee el poder y que quiere estar informada sobre los medios de organizar su acción política»[xviii]. Entonces, cuando el pueblo habla, ¿sobre qué habla? Eso que se ha dado en llamar la opinión pública muy pocas veces surge originalmente de las sociedades. Es más bien el poder político hablando a través del pueblo y escuchándose a sí mismo, en un círculo que se cierra y se confirma. El poder político tiene preformado un discurso que después legitima por voz de los encuestados, los hace hablar, les pone las palabras en la boca y luego hace aparecer esas palabras como exteriorización de la suave consciencia de los sujetos y no como legitimación inconsciente de una imposición exterior. Porque justamente eso, el «efecto de consenso», es la aspiración principal de la encuesta de opinión en el mundo social: «construir la idea de que existe una opinión pública unánime, y así legitimar una política y reforzar las relaciones de fuerza que la fundan o la hacen posible»[xix]. (Un sondeo de este tipo, por ejemplo, justificó en la ciudad de México el aumento al precio del transporte público Metro.)

Las encuestas a las que nos enfrentamos en el marco del proceso electoral federal de este año no son estructuralmente distintas de aquellas que se ejercen como instrumento de gobernabilidad. Su funcionamiento y sus funciones son idénticos. Sólo que, en lugar de proponerse la legitimación de los programas o las intenciones de todo un gobierno, se gestiona la aceptación de personalidades, de idiosincrasias específicas. No se pregunta por las acciones sino por los agentes. Y en esa personalización, en ese culto de la persona que la juzga digna de ser opinada, las estadísticas son invocadas por los políticos –aspirantes a un cargo público– para asegurar que «la opinión pública está con ellos»; el equivalente hoy en día del poderosísimo «Dios está con nosotros» de los ministros de culto, según Bourdieu.

 

El fetichismo político

Algunos analistas opinan que las encuestadoras que previeron la victoria electoral de Francisco Labastida en el año 2000 y la de Andrés Manuel López Obrador en 2006, pusieron en entredicho su capacidad técnica y su confiabilidad, pues los conteos oficiales de los votos concluyeron que en realidad habían triunfado Vicente Fox y Felipe Calderón, respectivamente. Algunos analistas, incluso, sugirieron a los clientes de aquellas consultorías denunciarlas por el delito de fraude ante la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco).

Pero ningún cliente que se precie de ser un encuestócrata bien enterado (académicos incluidos) cometería semejante traición. Se pone en duda la representatividad de las muestras que construyen las empresas de sondeos, pero esta sospecha se pasa por alto como un «mal menor». Se llega a suponer que las problemáticas que formulan y los resultados que producen aquellas consultorías están subordinados a la demanda particular de sus clientes, pero ese sesgo se justifica por la lógica mercantil que todo lo acecha. Y si las encuestadoras registran variaciones de la «opinión pública» que resultan impensables, desde la academia se explica que eso era de esperarse, pues la situación en la cual las encuestas registran las opiniones es completamente artificial, o que los interrogados a menudo se ven presionados para dar una respuesta en algún grado azarosa, o que la sociedad es un campo de fuerzas dinámico y en esa medida las opiniones de los sujetos se transforman inevitablemente. Siempre, al final, queda una justificación experta que, acaso involuntariamente, garantiza la continuidad desbocada de la encuestocracia.

Una reflexión de Luttbeg sobre la virtud científica de la encuesta aporta las claves de su fetichización. Aunque acepta que las entrevistas a profundidad aplicadas a un número «representativo» de personas son la manera más confiable de aproximarse a las opiniones enterradas difusamente en el fondo de sus mentes, Luttbeg[xx] concluye que ello incapacitaría a los investigadores para sistematizar el contenido de las opiniones de los distintos públicos. Peor aún: ¿cómo podría un gobernante conocer esos puntos de vista «idiosincráticos», tanto más cuanto que, para ser expresados, exigen estudios exhaustivos que sin embargo los descubren de manera desarticulada? Victoriosa o resignadamente, se reconoce que, con sus salvedades, la encuesta es el único método de investigación científica que permite una aproximación representativa a la «opinión» de los sujetos.

El término fetichismo, propuesto por Marx para analizar la conversión en el mundo social de los objetos en sujetos –y viceversa–, está relacionado con otro concepto fundamental: el de enajenación. Ignorada y traicionada la relación de delegación por la que un mandatario, diputado, parlamentario o ministro recibe, por transferencia de un grupo, el poder para representar sus intereses y el mandato de actuar plenamente en su nombre y a su beneficio, la encuesta se muestra como una salvación a los sujetos en tanto que les ofrece la posibilidad de representarse ellos mismos en el acto de consentir y responder a su interrogatorio. No representándose a sí mismos, renuncian al poder de hacerse escuchar y se condenan a «ser hablados» por la delegación fallida.

Cosa curiosa, pues los propios delegados admiten tácitamente, sin demasiada vergüenza, su incapacidad para hacer ver y hacer valer los intereses de sus representados, devolviéndoles la delegación para que la transfieran a otro portavoz. La representación (acción simbólica) ahora corre a cargo de la encuesta de opinión, y en eso están de acuerdo quienes la consideran un artefacto indispensable para garantizar la continuidad de un gobierno democrático: políticos y empresas de comunicación que le dan un uso intensivo, multiplicando su demanda; periodistas y analistas que repiten y comentan a bocajarro sus resultados en los medios; científicos que se consagran a su diseño y a la interpretación de sus estadísticas, o bien la consideran como el «megáfono» de la opinión pública y el «retrovisor» irremplazable del gobierno.

La fetichización opera mediante un desplazamiento por el cual se acepta la ilusión de que las encuestas son la opinión pública. En su análisis «La delegación y el fetichismo político»[xxi], Bourdieu advierte que la relación de delegación puede disimular la paradoja en la que un grupo no puede existir sino por la transferencia del poder a una persona singular, de modo que parece cierto afirmar que el mandatario hace al grupo («yo soy el grupo», «yo soy, entonces el grupo es» o, a la manera de Robespierre, «el pueblo soy yo»). Así, puesto que el representante existe, el grupo representado existe. En esta relación circular está la raíz de la ilusión que muestra al representante como causa sui, pues él es la causa de lo que produce su poder, es decir del grupo que le transfiere sus poderes y que de otro modo no existiría plenamente como fuerza capaz de hacerse entender y de hablar y de ser escuchado.

Por su fetichización, la encuesta otorga existencia a la opinión pública, ya porque la construye (hace hablar), ya porque la reúne (hace escuchar). Los representantes de la «voluntad general», es decir los mandatarios y aun las encuestas de opinión, son, según la fórmula de Marx a propósito del fetichismo, de esos «productos de la cabeza del hombre que aparecen como dotados de una vida propia»[xxii] y de la capacidad de originar o nulificar la existencia de su creador. Volvemos así al principio de enajenación, que da cuenta del proceso por el que los productos del hombre, en un determinado mecanismo social, funcionan de una manera que no había sido prevista por él para satisfacer sus planes; se autonomizan, se vuelven un poder ajeno, se enfrentan a la voluntad de su creador, frustran sus planes y lo someten bajo su dominio, amenazando incluso su existencia[xxiii]. Es así que la encuesta, en su función de decir que la gente dijo o hacer a la gente decir, sirve a la legitimación de un orden social que de hecho no favorece a los sujetos que confían en ella como último instrumento para transformar ese orden.

No pasa inadvertido el papel que cumplen aquí los encuestócratas, principalmente las empresas encuestadoras o, más bien, los directivos que a su vez hablan en nombre de ellas a fin de consagrarlas. En efecto, a diferencia de los representantes-personas que pueden hablar por ellos mismos y autoconsagrarse (recordemos a Robespierre), las encuestas –codificadas (o más bien refugiadas) en el difícil argot científico-matemático– requieren de agentes que las interpreten y así den cuenta de su absoluta indispensabilidad: tanto de la necesidad como de la confiabilidad de su existencia. Si es «necesario» que los medios de comunicación y los políticos consulten a Roy Campos, a Luis Woldenberg o a Francisco Abundis (presidentes de las encuestadoras Mitofsky, Nodo y Parametría, respectivamente) es porque las estadísticas no se explican a sí mismas ni dicen lo que valen. Así que las empresas encuestadoras son doblemente importantes una vez que la encuesta de opinión ha mostrado su incontrovertible relevancia para hacer oír al pueblo en una democracia: son ellas quienes la codifican, planean e implementan, por un lado, y quienes interpretan, traducen, descodifican sus resultados, por el otro. De este círculo original habló Nietzche: para autoconsagrarse como intérprete necesario, el intermediario debe producir la necesidad de su propio producto; y para ello, es menester que produzca la dificultad que sólo él puede resolver[xxiv]; una dificultad que está dada por la cientificidad insondable, por la institución científica históricamente alejada, incomprensible, extraña para un público que contempla fascinado o atemorizado sus producciones. Lo que es originalmente científico, escrutable, sin embargo deviene mágico. Un misterio para cuya resolución no vale la pena esforzarse. Mejor llamar a los dotados (del don), y que ellos digan.

Este empoderamiento se ve reforzado por la visión hagiográfica de la ciencia, en general, y de las técnicas, en particular. A los científicos comúnmente los rodea un aura a través de la cual se los ve como sujetos excepcionales, imparciales, que concurren armoniosamente en «comunidad» con el interés desinteresado de arribar a la «verdad del mundo». La sociología de la ciencia ayuda a comprender que en realidad no ocurre así.

Aquella hagiografía igualmente reviste a las técnicas de investigación y a los instrumentos de producción de estructuras científicas. Según esta visión, las técnicas son neutrales y no tienen un sentido partidista per se; las técnicas, la tecnología, los instrumentos, son indiferentes; su significado positivo o negativo dependería entonces de la aplicación que se efectuara de ellos, pudiendo en la práctica orientarse políticamente en diversas y aun contradictorias direcciones[xxv]. La técnica de la encuesta, así como sus instrumentadores (las empresas y sus miembros), se pretenden desideologizados, máxime cuando participan –aunque aseguran no querer tomar parte– de un sensible proceso electoral. Ocultos tras el discurso científico, de la objetividad, de la estadística, de los números que valen lo mismo aquí y en China, los encuestadores ocultan un modo de ver el mundo inevitablemente configurado por su educación y por la historia de su sociedad. Bourdieu[xxvi] pone un ejemplo: por lo regular, las encuestas de los institutos demográficos esconden inconscientemente una teoría de la familia. Debido al trabajo conjunto de investigares y pensadores mayoritariamente católicos, todos los cuestionarios están construidos sobre la base de una filosofía de la familia de cuño cristiano que pasa inadvertida incluso para ellos mismos. Categorías aparentemente inofensivas, como «jefe de familia» y «ama de casa», producen datos prefabricados que después se emplean como estadísticas objetivas.

 

¿Opinión pública o razón pública?

Los trabajos de la sociología estructural-marxista sobre la política democrática (particularmente los de Pierre Bourdieu, Patrick Champagne, Loïc Waqcuant y Remi Lenoir) demuestran que la producción de las opiniones por los gobernados requiere de unas condiciones sociales específicas que en ninguna democracia realmente existente están uniformemente distribuidas, aunque las estadísticas y sus beneficiarios «prueben» lo contrario.

Digo, con Bourdieu, que la opinión pública no existe. No, en la acepción que aceptan aquellos políticos, encuestadoras y medios de comunicación que tienen interés en afirmar su existencia. La satisfacción de las condiciones necesarias para la producción de la opinión personal generaría una opinión colectiva racional, una «razón pública», a todas luces inconveniente para los kratos existentes y latentes.

Este análisis, esta impugnación, no es contra las encuestas (tan absurdo sería como reclamar face to face a la televisión). Esta impugnación, esta lucha, es contra los cínicos encuestrócratas.

 

 

 

Bibliografía

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-        Huntington, Samuel P. La Tercera Ola. La democratización a finales del Siglo XX, Paidós, Buenos Aires, 1994.

-        Luttbeg, Norman R. «Political Attitudes: A Historical Artifact or a Concept of Continuing Importance in Political Science?», en William J. Crotty (ed.), Political Science Volume 3: Political Behavior, Northwestern University Press, USA, 1991.

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Hemerografía

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Fuentes, Armando. «Punto medio», en Reforma, 7 de febrero de 2012, número 6619, año 19.

Sánchez Susarrey, Jaime. «Josefina», en Reforma, 28 de enero de 2012, número 6609, año 19.

Sandoval, Rodrigo. «Los candidatos que vienen», en Reforma, 23 de enero de 2012, núm. 6604, año 19. Sección Estados.

NOTAS


[i] Jaime Sánchez Susarrey, «Josefina», en Reforma, p. 13.

[ii] Rodrigo Sandoval, «Los candidatos que vienen», en Reforma, p. 13.

[iii] Armando Fuentes, «Punto medio», en Reforma, p. 11

[iv] Jorge Alcocer, «El día después», en Reforma, p. 10.

[v] Norman Luttbeg, «Political Attitudes: A Historical Artifact or a Concept of Continuing Importance in Political Science?», en Political Science Volume 3: Political Behavior, p. 22.

[vi] Ibíd., p. 18.

[vii] Pierre Bourdieu, Los usos sociales de la ciencia, Nueva Visión, Buenos Aires, 2000.

[viii] Ídem.

[ix] Denis McQuail, Introducción a la teoría de la comunicación de masas, p. 80

[x] Samuel P. Huntington, La Tercera Ola. La democratización a finales del Siglo XX, Paidós, Buenos Aires, 1994.

[xi] Gustavo Martínez-Pandiani, Marketing político. Campañas, medios y estrategias electorales, Ugerman Editor, Buenos Aires, 1999.

[xii] «La elección de la gente»

[xiii] Ferry, Jean-Marc y Dominique Wolton, El nuevo espacio público, p. 35.

[xiv] Pierre Bourdieu, Sociología y cultura, p. 241.

[xv] Ídem.

[xvi] Pierre Bourdieu, Los usos sociales…, p. 138.

[xvii] Sociología y cultura, op. cit.

[xviii] Ibíd., p. 246.

[xix] Ibíd., p. 241.

[xx] Norman Luttbeg, op. cit.

[xxi] Cosas dichas, Gedisa, Barcelona, 1996.

[xxii] Ídem.

[xxiii] Adam Schaff, La alienación como fenómeno social, Grijalbo, España, 1979.

[xxiv] Cosas dichas, op. cit.

[xxv] Flores Olea, Víctor y Abelardo Mariña Flores, Crítica de la globalidad. Dominación y liberación en nuestro tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1998.

[xxvi] Los usos sociales de la ciencia, op. cit.

 

 

 

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Zedryk Raziel Cruz Merino. Estudia Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es colaborador de la revista universitaria Contratiempo.

 

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2 comentarios a “Contra los encuestócratas”

  1. jaio 1 junio 2012 at 14:05 #

    En el penúltimo párrafo era mi intención escribir ensayo, no ensallo. Me disculpo por ello.

  2. jaio 30 mayo 2012 at 18:11 #

    Un discurrir sin finalidad alguna sobre una problemática bien conocida (a diferencia de lo que pretende dar a entender el autor, a quién podría darle referencias si lo requiere): las encuestas no contienen información completa, y su mal uso genera vicios que el día de hoy abundan. Aunque me sería difícil defender la valía de las ideas planteadas, debo aclarar que no soy de la opinión de que el tema sea inapropiado; lo que me causa conflicto es la línea de argumentación destructiva, carente de propuestas y en cierto modo “anticientífica”. Sólo respondo porque considero importante evidenciar dicha actitud tan mediocre como pedante.

    +Iniciaré por lo más sencillo: kratos. No sé lo que el autor entienda por “un sistema de gobierno formal”, pero es un hecho que kratos no hace referencia a ello en específico. En el sentido más general, kratos significa poder, y no “sistema de gobierno formal”. Si ud, autor, va a usar nominalismos propios, por favor sea claro.

    +Debo disentir en la idea que “en su uso político, la «confianza» estadística no importa realmente”. De hecho la confianza es de tal importancia que el conteo de una votación suele ser absoluta, justamente para aumentar la confianza al 100% (dejando de lado riesgos operacionales y fraudes).

    +Pienso que el problema que tengo con el escrito se puede entender a partir de las siguientes líneas: “una dificultad que está dada por la cientificidad insondable, por la institución científica históricamente alejada, incomprensible, extraña para un público que contempla fascinado o atemorizado sus producciones. Lo que es originalmente científico, escrutable, sin embargo deviene mágico. Un misterio para cuya resolución no vale la pena esforzarse. Mejor llamar a los dotados (del don), y que ellos digan.”
    Permítame decirle, Sr. autor, que su actitud de corte medieval hacia la ciencia, la cual encuentro indefendible después de haber leído lo anterior, es característica de sectores muy numerosos de la población mexicana (si gusta, le puedo dar referencias a estadísticas), y presenta uno de los grandes retos actuales para México. No lo voy a negar, la ciencia es difícil de comprender, pero esto no es producto artificial de “la institución científica”, sino se debe a que el mundo en que vivimos es complejo, y es por ello su comprensión no es sencilla. Si es que, como supongo, ud se ha mantenido alejado de la ciencia por su complejidad, y ha escogido su carrera porque le es más sencillo, eso no es mas que responsabilidad propia, y no implica que la ciencia sea “Un misterio para cuya resolución no vale la pena esforzarse”. Me pregunto, ¿es mejor esforzarse escribiendo algo como el presente artículo?.
    Por estar estudiando en la UNAM tiene acceso a vastas fuentes de información científica, y la única razón por la que ha estado “históricamente alejada, incomprensible, extraña” es porque en México no se le estudia ni promueve en la medida que amerita por los frutos que ha brindado, por ejemplo, para hacer posible que ud escriba en Cuadrivio, y yo lo lea desde la comodidad de mi casa.

    +Habiendo escrito lo anterior, pienso que no hace falta explicar los motivos por los cuales pienso que el autor no da argumentación alguna, ni ejemplos concretos, para tratar uno de los temas centrales que plantea: ¿qué impacto tienen las encuestas, si alguno, en el fenómeno de profecía autocumplida? ¿Hasta qué punto las encuestas representan de manera exógena información sobre el fenómeno que estudian (la cual idealmente es su finalidad), y hasta qué punto lo determinan? No es un problema sencillo, pero se puede estudiar científicamente, por ejemplo, buscando tendencias temporales con cualidades exponenciales, sin explicaciones políticas o sociales, en algún espacio del rango de las encuestas y durante algún periodo. En otras palabras, se pueden buscar patrones en la historia de las encuestas políticas sobre el impacto que tiene informar a la población a la que se va a encuestar sobre las preferencias del electorado. Un comportamiento exponencial en la tendencia correspondería a uno en que la tendencia a favor de el candidato líder sea proporcional a su preferencia actual (así como el crecimiento poblacional mundial durante gran parte del siglo XX).

    +”el «efecto de consenso», es la aspiración principal de la encuesta de opinión en el mundo social”. Definitivamente falso. El objetivo de una encuesta de opinión es obtener información.

    +Podría escribir mucho más, pero más productivo será escribir a Cuadrivio un ensallo sobre la importancia de estudiar y entender lo más posible sobre las ciencias, aun a nivel de preparatoria. Basta con decir que la utilidad de las ideas expresadas aquí es comparable al de la aseveración “la actual forma de gobierno es imperfecta”.

    +Adicionalmente debo recomendar al autor que evite oraciones interminables y continuamente entrecortadas entre paréntesis y anotaciones adicionales. Esto denota poca capacidad para expresar ideas, además de que inhibe una lectura ágil.


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