Monday, 27th August 2012

La crítica inexistente

Publicado el 03. nov, 2010 por en Ensayo, Literatura

Uno de los lugares comunes más autocomplacientes de la cultura mexicana es aquel que proclama que no existe la crítica literaria en México o que tal crítica está controlada por mafias culturales excluyentes. Ignacio Sánchez Prado desmonta implacablemente ese mito y, para desterrar los nocivos efectos de la grilla «intelectual», propone entender la crítica como un aparato de producción de saberes sobre y desde la literatura antes que como un género literario.


Ignacio Sánchez Prado

La inexistencia de la crítica en México es una de esas ideologías literarias que cada generación revisita y que se resiste a desaparecer. La premisa misma de este panel se funda en ella, en la idea de que, pese a estar sentados en esta mesa cinco críticos con obras publicadas y reconocidas en distintos ámbitos (el periodismo, el ensayo, la academia, etc.), somos convocados para hablar de la inexistencia de la práctica que, presumiblemente, todos hemos ejercido con suficiente competencia para ser invitados a hablar de ella. La crítica inexistente es, a mi parecer, un síntoma de la peculiar institucionalización de la literatura mexicana. Por un lado, dicha idea suele enunciarse en momentos en que un grupo literario lucha por constituirse a sí mismo como hegemónico. Debemos recordar que los Contemporáneos se quejaron de la falta de crítica en México, al igual que lo hicieron Octavio Paz y compañía cuando fundaron Plural y Vuelta o Héctor Aguilar Camín y compañía cuando establecieron el grupo Nexos. Por otro, la queja por la crítica que no existe o no sirve suele provenir de los autores que no son objeto de ella, un tema recurrente de aquellos que no recibieron alguna beca o, peor aún, de los escritores jóvenes que reclaman ser «apoyados», como si la crítica literaria fuera una forma aventajada de la puericultura Montessori y su finalidad fuera la celebración de la creatividad del autor imberbe. Asimismo, y no sin cierto grado de paradoja, la crítica es percibida como inexistente porque ciertas formas de institucionalización producen crítica mala: la comodidad académica que manufactura ideas para su incesante repetición, las grillas intelectualoides que transforman la crítica en ataques ad hominem. Finalmente, la crítica se percibe como inexistente porque suele estar enmascarada por el ensayismo, donde importa más el estilo que la idea, o por la reseña, mero comentario coyuntural de novedades editoriales. Si acaso, la reseña y el ensayo son dos prácticas menores, y quizá de poca relevancia, en un oficio que debe ser pensado de manera más amplia.

Todas estas formas de comprender la crítica deben ser resistidas y rechazadas, porque al hacerles eco destruimos una forma del pensar y del saber necesaria más que nunca en estos tiempos de derrota y barbarie. Decir que no hay crítica o que la crítica en México es mala porque se producen una mayoría de libros malos es una estupidez, porque lo mismo se podría decir de la minificción eslovaca o la poesía experimental australiana. Toda producción literaria o crítica excepcional descansa sobre una montaña de mediocridad. Sin embargo, la comparación misma es incorrecta. Yo aventuraría la idea de que la crítica literaria no es primordialmente un género literario, sino un aparato de producción de saberes sobre y desde la literatura. Al entenderla de esta manera, se abre un entendimiento muy distinto de lo que es la crítica. En primer lugar, la crítica se ejerce en una serie amplia de espacios y lugares de enunciación, que incluyen al libro y la revista, pero también al salón de clases, al grupo de lectura, a las redes sociales y a los cafés. La crítica literaria se ejerce cuando un maestro diseña un curso de literatura, cuando un estudiante reacciona en contra de la crítica presentada por su maestro, cuando un círculo de lectura se congrega cada semana a discutir un libro y cuando un amigo recomienda a otro un libro. Ciertamente, existen capas profesionalizadas de este ejercicio, pero la crítica no se reduce a ellas. Por otro lado, siendo la crítica una producción de saberes es también un ejercicio esencialmente colectivo. La crítica literaria sólo tiene sentido como una conversación constante, directa o indirecta. Esta dimensión es aniquilada cuando entendemos a la crítica literaria como un género literario que privilegia la individualidad y juicio del crítico como lugar último de articulación. La crítica emerge ante todo frente al cúmulo de lecturas, en conversación con otras formas de críticas. En sus manifestaciones profesionales, esto se representa por la bibliografía y las notas, pero en toda manifestación seria de la crítica se encuentra implícito este diálogo. Un crítico, a mi parecer, es ante todo un interlocutor y un autodidacta, y su trabajo sólo tiene sentido como parte de una constelación de lecturas y debates de la cual es un simple componente. Finalmente, si la crítica es un saber, esto implica que existe una dimensión del mundo sólo aproximable a través de dicho conocimiento y que, al obscurecer esta función en nombre de una noción estrecha y ridícula de la crítica, subordinada al día a día del medio literario, estamos traicionando la responsabilidad ética del crítico literario.

Si se habla de una crítica inexistente es porque en México se entiende muy pobremente la idea de la crítica como saber, a pesar de que sin duda se produce. Para no ir más lejos de esta mesa, los trabajos que más admiro de Heriberto Yépez (Todo es otro, El imperio de la neomemoria) son apuestas por erigir la lectura literaria a un nivel de saber superior al de la simple exégesis. Mi admirado Alfonso Reyes lo puso de manera inmejorable: existen la impresión y la interpretación, pero el juicio, en un sentido que cruza el clasicismo kantiano con el idealismo romántico, es la meta a seguir. Sin embargo, las manifestaciones públicamente visibles de la crítica literaria están completamente tomadas por las vicisitudes y superficialidades de la grilla literaria nacional. El reseñismo mexicano es peculiarmente nefasto en este sentido, ya que los libros reseñados son elegidos generalmente no por sus méritos, sino por la relación afectiva de los editores hacia los autores, mientras que la gran mayoría de las publicaciones mexicanas entienden la sección de reseñas o como espacio de fogueo en el que los escritores primerizos hacen méritos, o como chambitas confiables que permiten a varios vivir de la acumulación de recibos de honorarios. Mientras esto sea lo que identificamos como crítica, es imposible sostener una conversación mínimamente adulta sobre el tema: pasaremos el día entero quejándonos de la «censura» (que en general significa que no reseñaron o no publicaron al quejoso) o de lo «reaccionaria» que es una revista (que en general significa que la prístina ideología político-cultural del quejoso no es reflejada verbatim en la publicación).

Una de las razones de ser del mito de la crítica inexistente radica en nuestro afán tercermundista de tildar de hegemónico lo exitoso, y de excluyente aquello a lo que quisiéramos pertenecer pero no podemos. Lo cierto es que en México tenemos algunas publicaciones que, independientemente de nuestro acuerdo o desacuerdo con sus líneas editoriales, son de primera. Cuando estuve en algunos eventos literarios en Quito, mucha gente de dicho país manifestó, invariablemente, su deseo de tener revistas del estilo de Letras Libres o Nexos, las cuales, pese a las polémicas de sus líneas políticas y pese a todas las críticas posibles a sus prácticas editoriales, son publicaciones leídas, bien editadas, bien producidas y sustentables, algo que en nuestros días es casi una proeza. Asimismo, una cantidad amplia de universidades públicas publican revistas de gran factura. Puedo decir con orgullo que ni Harvard, ni Stanford, ni Princeton producen revistas literarias de la factura de Crítica, la revista de la BUAP o Luvina, de la U. de G. Si uno se toma la molestia de comprar y leer esas revistas, juntos con muchas otras (Armas y Letras, La palabra y el hombre, La revista de la Universidad, La Tempestad, Replicante), junto con emergentes revistas en línea como la estupenda Hermano Cerdo, la única conclusión posible es que no sólo existe la crítica literaria en México, sino que, por momentos, es excepcional. Visto desde esta perspectiva, como lo hizo hace poco Evodio Escalante en un texto en el que defendía a la crítica mencionando la gran cantidad de críticos activos en nuestros días, la crítica inexistente no es una descripción de un estado de las cosas; más bien, apunta a la tremenda ignorancia que el medio literario mexicano tiene de lo mejor de sí mismo y a la forma en que nuestra peculiar institucionalización cultural tiende a confundir la grilla con la teoría. Si se entendiera la crítica en toda su extensión, el bajísimo nivel intelectual de las polémicas en México dejaría de cumplir sus funciones políticas y la caterva de escritores cazabecas que pueblan nuestro paisaje literario tendría que dedicarse a pensar.

El primer paso para superar este impasse, creo, es poner de manifiesto, tanto en teoría como en obra, el concepto de crítica literaria como producción de saberes, rescatándolo de las garras de las veleidades coyunturales (o las urgencias de la hora, como las llamaba Alfonso Reyes) y restableciéndolo en un lugar donde los lectores puedan encontrarlo. Creo que la crítica puede dar a los lectores de literatura, desde los especialistas hasta los ocasionales, un espacio de discusión y pensamiento, esencial para una sociedad verdaderamente democrática, aquella en la cual el ejercicio de la cultura no sólo es un derecho, sino también un acto cotidiano. En un texto que publiqué hace un par de años, planteaba que la crítica literaria tiene tres definiciones. La primera, la crítica de la literatura, hace énfasis excesiva en su labor exegética, mientras que la segunda, la crítica estilísticamente escrita como literatura, enfatiza algunos de los vicios que he discutido hasta aquí. La tercera acepción me parece la más productiva y prometedora: la crítica que utiliza a la literatura como instrumento de aproximación al mundo. Esta es la crítica que nos dio Walter Benjamin cuando leyó la modernidad desde la obra de Baudelaire, o el peruano Antonio Cornejo Polar, tristemente ignorado en México, cuando produjo, desde su lectura de José María Arguedas, una antropología de la condición latinoamericana, o el gran Edward Said, cuya intraducible noción de worldliness (mundanidad) habla de la potencia intelectual de la relación entre letra y mundo. Esta crítica es escasa en México en buena medida por el alto grado de autorreferencialidad que consume al mundo cultural. Mientras críticos como Said han definido la tercera vía del conflicto palestino, o críticos como Beatriz Sarlo han emergido como lectores privilegiados de la realidad argentina desde el lenguaje de la letra, en México se le llama crítico a cualquier tarado que escribe una reseña del último libro de Anagrama. La crítica literaria como saber es antinómica con un medio acomodaticio como el mexicano, donde el valor de uso de lo literario pasa a segundo plano ante su valor de cambio como mercancía para el tráfico de becas, premios, influencias y chambas. Aprecio, por supuesto, el valor de poder vivir de la literatura: a fin de cuentas, yo mismo soy profesor de literatura. Sin embargo, el uso de estas condiciones materiales en nombre de la producción del saber crítico es una ética que necesita mayor afirmación: en ella radica la posibilidad de una crítica literaria relevante que, siguiendo el seductor cliché marxista, no sólo analice el mundo sino lo transforme. Por eso, pese a lo que he dicho hasta aquí, me incomoda concluir con el énfasis en lo negativo del medio mexicano. No tiene sentido echar abajo un aparato institucional de tales proporciones si se le puede utilizar.

Ciertamente hablar de ideales es fácil, pero las propuestas concretas a veces son más raras. Por ello, quiero proponer una que ayudaría a restituirle a la crítica en México su estatuto de saber: desaparecer el suplemento cultural. Este tipo de publicación, pese a intervenciones valiosas como la de Roger Bartra o Juan Villoro en La Jornada Semanal, es, ante todo, el síntoma de una literatura complaciente, capaz de hablar de sí misma hasta la irrelevancia. Incluso tenemos dos vertientes aparentemente opuestas: en su manifestación provincial, podemos encontrar a los novísimos poetas del Istmo de Tehuantepec, o al teatro toluqueño de los nacidos en los noventa, mientras que, en su manifestación pseudocosmopolita, una lumbrera del medio nacional nos presenta sus generalmente aburridas impresiones del último escritor austrohúngaro que leyó en alemán de Bohemia. Así, el suplemento literario es una aceptación tácita de la irrelevancia de la literatura, una ghettoización autoasumida que entiende lo literario como separado de lo demás. Si bien el modelo anglosajón del Book Review, donde se discuten libros de un amplio espectro de temas, enmarcando a la literatura en una constelación de prácticas intelectuales, sería una buena alternativa, quizá habría que ir más lejos: tomar el periódico mismo. ¿Qué pasaría si un crítico literario en el staff de un periódico nacional o regional escribiera sobre el tema de la narconarrativa en la sección policiaca, como lo hubiera hecho un modernista serio, o si en las columnas de opinión política la perspectiva propuesta por la literatura fuera una más de las que se presentan? En un país en el que todavía se lee el periódico, en el que las noticias de la radio y de la televisión, e incluso de los medios alternativos, siguen ocupando un lugar crucial en la vida pública, el crítico literario quizá tendría que buscar para su área del saber un espacio en dicho discurso. Esto lo sabían los viejos liberales de derecha como Lionel Trilling, así como los izquierdistas de la vieja guardia. Si la crítica literaria va a ser una lectura literaria del mundo, ésta no debe quedarse suspendida cual mónada en la contemplación de su estética, sino ocupar su lugar dentro del ámbito público. Los instrumentos están ahí: la gran democratización posible de la literatura en medios como el libro electrónico harán que ésta tenga un lugar inusitado en la vida pública, un lugar que aún no sabemos entender o articular. En ese mundo posible, la crítica literaria será necesaria, no como un discurso esotérico de culturatis, sino como instrumento de combate y comprensión de la vida misma. Soy, quizá, un utópico pesimista. Sin embargo, desde la perspectiva que otorga tener un pie en la literatura mexicana y otro en la academia norteamericana, me queda claro que los burócratas que borran los fondos disponibles para la cultura en México y los tecnócratas que asaltan a las humanidades desde un nuevo utilitarismo universitario norteamericano tienen algo en común: su declaración de la irrelevancia de la literatura es parte de la aniquilación del pensamiento crítico que podría socavar sus posiciones de poder. No sé si la literatura tenga posibilidades de cambiar al mundo, de hablar al poder o de ponerlo en entredicho, pero decido creer que es así, aunque sea en el tono del viejo eslogan del 68 francés: «seamos realistas, pidamos lo imposible». Lo que sí me queda claro es que mientras la literatura sea asaltada día tras día por el poder y mientras su nombre siga siendo invocado para la construcción de mafias e intereses, tenemos un indicador deprimente pero claro de que en su núcleo hay una fuerza que corresponde a los críticos reconocer y rescatar. En una de sus tesis sobre la historia, Benjamin observa: «Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer». Algo similar podría decirse del crítico: sólo el crítico capaz de encontrar en la literatura esos saberes potenciales que nos ayudan a dar sentido al mundo puede rescatar dichos saberes. Hablar de una crítica inexistente en vez de luchar por la existencia de la crítica, hundirse en la mediocridad del mundillo cultural en vez de mantener fidelidad al pensamiento es una forma de fortalecer al enemigo. Y este enemigo, como nos ha enseñado constantemente el desgaste de la cultura y el país, la violencia cotidiana y la ignorancia opresiva, no ha dejado de ser victorioso.

Ponencia leída el 12 de agosto de 2010 en el II Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes realizado en Monterrey, reproducida con permiso de su autor.

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Ignacio Sánchez Prado es profesor de Literatura Latinoamericana y Estudios Internacionales en Washington University St. Louis. Autor de los libros Naciones intelectuales, Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (2009), El canon y sus formas: La reinvención de Harold Bloom y sus lecturas hispanoamericanas (2002) y de Poesía para nada (2005). Editor y coeditor de varias colecciones de ensayos sobre crítica literaria latinoamericana.

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