Monday, 30th April 2012

Sumarísima historia del libro

Publicado el 01. ago, 2010 por en Literatura, Notas

Martha Elena Venier

Los que han leído el párrafo 275a del Fedro recuerdan la leyenda egipcia que cuenta Sócrates a propósito de la escritura: el dios Theuth presenta al faraón, entre las variedades de sus inventos (números, cálculo, geometría, juegos), los caracteres de la escritura, que servirían para acrecentar la sabiduría y vigorizar la memoria. Pero el faraón vio el lado inverso del descubrimiento: si todo quedaba fijo en la escritura, predominaría la rememoración, no la memoria, y la apariencia de la sabiduría, no la verdad.

En todo caso, en el siglo cuarto antes de la era común ya era demasiado tarde para censurar la escritura, que ya había recogido en caracteres acadios, fenicios, egipcios y griegos lo que fue posible de los hechos del hombre, sin que la sabiduría y la memoria perdieran su espacio.

Con todas sus variantes de soporte (barro, papiro, pergamino, papel), de formato (tablilla, rollo, códex), y de publicación (autor, título y, en lo posible, lugar y fecha de composición), la función del libro ha cambiado poco en su esencia: transmitir algún tipo de conocimiento (ciencia, arte, filosofía, leyes, cuestiones sociales), crear, innovar, relacionar ideas, disputar y también recopilar (por ejemplo, los doxógrafos griegos Aesio y Didoro Sículo reunieron, entre otros textos,  todo lo que hoy se conoce de los presocráticos).

Del autor al lector, el libro tenía que pasar por algún tipo de publicación y venta. Hace dos mil quinientos años (un milenio y algo más para el suroriente del Mediterráneo), participaban en el procedimiento el librero y sus escribas, que multiplicaban copias del original porque la obra prometía buenas ventas. Con todo, lo conservado en arte y ciencia escrito antes de la imprenta se debe a la copia libre, pero selectiva, de lo que interesaba al lector, quien pagaba al amanuense por la copia del ejemplar que le interesaba. Esta práctica se prolongó hasta bien entrado el siglo XVII y continuó, por placer o necesidad, hasta el siglo XX, mientras no hubo manera de reproducir con recursos automáticos lo que no estaba impreso, se tratara de manuscritos u otras inscripciones.

Puesta en marcha esta industria, hacia la segunda mitad del siglo XV, no tardó la iglesia en imponer censura y prohibición para evitar que se difundieran obras que, según su criterio, eran perniciosas; la práctica se prolongó y se propagó de los siglos XVI al XVIII, especialmente durante la Reforma y Contrarreforma. Pero prohibir y censurar provocan reacciones que abren veredas intelectuales y geográficas para contrarrestarlas; esto ocurrió entre los impresores holandeses, sobre todo en Amberes, ciudad de impresores sin prejuicios (o con pocos), eficientes y económicos (hoy Amberes conserva lo mejor de la antigua imprenta).

Lo mismo que en filosofía y religión, hubo mártires del libro. Giordano Bruno sucumbió por traición a la inquisición italiana, y Étienne Dolet, poeta e impresor, a la inquisición francesa de la Sorbona –los sorboníferos y sorbonacros, según calificativos de Rabelais– (sobre el tema vale la pena consultar L’apparition du livre de L. Febvre-H. J. Martin).

En ese primer siglo de auge, alrededor de la imprenta creció la industria del papel (Arches, francesa, y Guarro, catalana, industrias creadas en la segunda mitad del siglo XV, son aún marcas productivas) y surgieron cofradías: la de los cajistas – que componían las líneas del libro–, la de los que manejaban las prensas, y las de los correctores de pruebas, en general estudiantes universitarios que sabían latín, lengua de predominio para textos científicos y especulativos cuyo destino eran los muchos interesados en toda Europa.

Cambios técnicos (esto y más en A. Millares Carlo, Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas) que sustituyeron tipos móviles y prensas manuales primero por el monotipo y por el linotipo después, y el papel de algodón por el de celulosa, no alteraron mucho el destino del libro, que siguió una ruta señalada por marcas muy parecidas: libertad en ciertos períodos –ilustración y romanticismo, por ejemplo– y censura y prohibición en tiempos de absolutismo. Cuando censurar y prohibir no era suficiente, el fuego, solución final, consumió, incluso en el siglo XX, material calificado como arma peligrosa e indeseable.

Hoy, en especial porque la manufactura del libro es, en lo técnico, menos compleja que hace quinientos años, se comenta mucho sobre la cantidad de libros que saturan librerías y bibliotecas y que con frecuencia se pierden u ocultan ahí porque nadie los consulta (Gabriel Zaid, Los demasiados libros, lo anunciaba ya en 1972). No hay tal. En la proporción debida a las etapas de su historia, siempre hubo más libros de los que un individuo devoto del conocimiento pudiera leer, y todavía vale la frase acuñada por un gramático del siglo segundo: Pro captu lectoris habent sua fata libelli, que traducida con alguna libertad dice: «el destino de los libros está en la capacidad de los lectores».

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Martha Elena Venier (Salta, Argentina) es profesora e investigadora de El Colegio de México desde 1972. Ha impartido cursos en prestigiosas instituciones nacionales y extranjeras como el Instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos y la John Hopkins University en Baltimore. En 2007, Luis Fernando Lara, Reynaldo Yunuen Ortega y Martha Lilia Tenorio editaron un libro en su honor (De amicitia et doctrina. Homenaje a Martha Elena Venier, México, El Colegio de México).

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