¡Tierra y libertad! Genealogía de una consigna
Tierra y libertad fue, desde sus albores, uno de los lemas emblemáticos de la Revolución mexicana. En este ensayo, Armando Bartra localiza las raíces y el significado más profundos de esa consigna, identifica sus «vasos comunicantes» con el presente latinoamericano y propone un retorno al anhelo campesino de libertad y vida comunitaria como solución a la crisis de la modernidad que caracteriza a nuestro turbulento siglo XXI.
Todos los teóricos occidentales habían dicho que
la tierra y el territorio iban a perder influencia
en el mundo del siglo XXI. Por el contrario
hoy hay una reivindicación y demanda de
tierra y territorio, muy fuerte en el continente
latinoamericano, en Asia y en África.
Boaventura de Sousa Santos[1]
Armando Bartra
Si el capitalismo es sistema-mundo, rastrear globalmente sus vasos comunicantes es una manera pertinente de estudiarlo porque en la aprehensión de un orden planetario sólo quien abarca aprieta.
Vasos comunicantes
«En la presente revolución boliviana lo que aglutina es el movimiento indígena y campesino. Y es precisamente porque el movimiento indígena y campesino es el sujeto, que en la cuestión tierra-territorio está la clave»[2], dijo el Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera a mediados de 2010.
Y en efecto, «Tierra y Territorio» son conceptos centrales en la revolución andino-amazónica de Bolivia y también en la de Ecuador. Mudanzas profundas y paralelas cuyos protagonistas mayores, los indios y campesinos, exigen que la tierra sea de quien la trabaja pero demandan también la propiedad comunitaria sobre los recursos naturales y el derecho al autogobierno en sus ámbitos de dominio, lo que a su vez supone la transformación de esas Repúblicas liberales defectuosas en inéditos Estados plurinacionales.
Pero «Tierra y Territorio», es decir «Tierra y Autogobierno», equivale a «Tierra y Libertad», con el contenido que en México y durante la revolución de 1910-1920 le dieron al lema las corrientes político-sociales encabezadas por Ricardo Flores Magón, Emiliano Zapata y Felipe Carrillo Puerto. Así, cien años después del zapatismo histórico, en el cono sur del Continente, reaparecen los indios y campesinos como actores estelares de la revolución. Y con ellos reaparece «Tierra y Libertad», su consigna más emblemática.
Los protagonismos y lemas desplegados con fuerza por las insurgencias que al alba del tercer milenio tienen en vilo a la América andino-amazónica, reeditan el zapatismo mexicano pero en una perspectiva mayor, pues actualizan la vertiente profunda de todas las revoluciones político-sociales del siglo XX. Quiebres históricos que, cuando menos en sus despliegues iniciales, fueron en todos los casos de talante campesino pues ocurrieron en países periféricos predominantemente agrarios como: México, Rusia, India, China, Vietnam, Cuba y Nicaragua.
Campesinos transistémicos
La terca permanencia de la bandera «Tierra y Libertad» y del protagonista social que la enarbola se explican por la peculiar condición de las comunidades agrarias. Los campesinos son un ethos, un modo de vida, una socialidad milenaria casi siempre subordinada a sistemas autoritarios y predadores, como los despotismos tributarios, el feudalismo y el capitalismo.
Órdenes jerárquicos que ejercen su dominio y explotación sin desmantelar del todo a la comunidad rústica, pero condicionando su reproducción a que transfiera excedentes: a veces tributos en trabajo, en especie o en dinero, en otros casos exacciones mediante intercambios mercantiles asimétricos, y con frecuencia, alguna de sus combinaciones.
Así, la existencia campesina es un interminable forcejeo por evitar que las transferencias desmedidas desfonden su precario modo de vida. Y cuando de esta cotidiana resistencia brotan proyectos libertarios de mayor alcance, por lo general reivindican el acceso incondicional a los medios de producción y la cancelación o acotamiento de la dominación político-cultural que les impide reafirmar su identidad y autogobernarse.
La consigna «Tierra y Libertad» sintetiza con máxima economía lo anterior, pues se trata de un lema que sirve para luchar contra la sujeción feudal pero también contra la dominación capitalista, como lo evidencia el uso que le dieron sus creadores originales –los campesinos rusos del tiempo de los zares– que antes de la reforma de 1861 la emplearon para exigir medidas antifeudales y después de esa falsa liberación la siguieron esgrimiendo, pero ahora para cuestionar las debutantes relaciones agrarias capitalistas.
Populismo ruso
Zemlia i Volia («Tierra y Libertad» en español), se llamó la organización creada en 1862 en San Petersburgo por el intelectual revolucionario Chernishevski con ayuda externa de sus pares Gertzen y Ogariov que estaban exiliados.
El nombre del agrupamiento expresa las demandas históricas de los siervos obligados a tributar en trabajo (barshchina) y en especie (obrok) a un puño de terratenientes dueños de más de la mitad de las tierras cultivables, pero sintetiza también las reivindicaciones de los campesinos «beneficiados» por la reforma agraria de 1861 que decretará el zar Alejandro II, por la cual algunos recibieron pocas y malas tierras a cambio de quedar endeudados de por vida con los viejos propietarios o con el Estado que prestó dinero para que pudieran «comprar su libertad».
Zemlia i Volia es la respuesta del campesino ruso, del mujik, a una reforma que sin duda amplió las relaciones mercantiles rurales pero también remachó los grilletes que desde siempre lo habían aprisionado. La lección es que el arribo del orden del gran dinero no emancipa los trabajadores del agro pues la expansión de ese sistema sólo suma cadenas a las cadenas.
Antifeudal pero también anticapitalista, el lema Zemlia i Volia expresa la continuidad transistémica de la lucha campesina. Persistente combate que en el caso de Rusia desemboca en la primera revolución socialista triunfante.
Los revolucionarios románticos y filocampesinos, conocidos en Rusia como «populistas», quienes, entre otras, forjaron la organización Zemlia i Volia, confluyen en 1898 en el Partido Socialista Revolucionario, donde coexisten desde terroristas radicales hasta tibios reformistas, unidos en torno a su compartida fe en el potencial civilizatorio de mir, la comunidad agraria rusa. Menos doctrinario y más plural que otros partidos contestatarios de ese país, el PSR es, sin embargo, capaz de organizar al campesinado, ayudarlo a dotarse de un programa reivindicativo y unificarlo en torno a la consigna «Tierra y Libertad», que además es su lema[3].
En los alzamientos rurales de 1902, 1905 y 1907, y en la exitosa revolución de 1917, los social-revolucionarios son hegemónicos en el mundo rural y dominan en los soviets de campesinos y de soldados, que son mayoría.
Democrático-popular, y a la vez, socialista, la revolución rusa es socialmente campesina pero que en lo político toma la forma de «dictadura del proletariado». Se impone así en el primer país socialista un centralismo pseudo-obrero, a la postre autoritario, que choca con movimientos rurales autogestivos, como los que en el sureste de Ucrania encabeza el campesino anarquista Néstor Majno: una insurgencia libertaria que sin pedirle permiso al gobierno toma tierras y forma comunas. La majnovshchina, que llegó a movilizar alrededor de 50 mil hombres armados, fue aniquilada por el Ejército Rojo entre 1919 y 1921, en una confrontación que dramatiza el desencuentro entre dos paradigmas libertarios: el socialismo de Estado y el comunitarismo autogestionario campesino[4].
Anarco comunismo magonista
Impulsadas en parte por el triunfo popular en Rusia, las revoluciones campesinas se multiplican durante el siglo XX, sobre todo en los pueblos de oriente. Pero antes aun del éxito de los soviets sobre el zarismo había estallado ya al otro lado del Atlántico una revolución agraria cuyo lema también era «Tierra y Libertad».
En la insurgencia rural mexicana que arranca en 1910, la consigna aparece ya avanzada la lucha y la emplea el anarquista Partido Liberal Mexicano, cuya Junta Organizadora encabezada por Ricardo Flores Magón y exiliada en Texas, debió tomarla del movimiento ácrata europeo –que le era afín– o quizá directamente de los social-revolucionarios rusos que al alba del siglo XX se habían refugiado en Estados Unidos. El hecho es que desde principios de 1911 el PLM rubrica sus manifiestos y comunicados con el lema «Tierra y Libertad», mismo que inscribe en las banderas rojinegras que portan los mexicanos e internacionalistas que en esos días ocupan Tijuana y otros poblados de Baja California.
Se ha dicho que el PLM era doctrinario y que además del programa reformista publicado en 1906, que inspiró algunos artículos de la Constitución de 1917, su mayor aportación revolucionaria son las ideas anarcocomunistas que difunde a partir de 1911.
Puede ser, pero por qué si en verdad eran tan doctrinarios los magonistas no promovieron el proverbial lema ácrata Sin dios ni amo, sino la poco ortodoxa consigna campesina «Tierra y Libertad». Quizá porque conforme transcurre 1910 a Flores Magón le va quedando claro que en un país agrario como México el sujeto revolucionario tiene que ser campesino, como campesinos eran los zapatistas del Ejército Liberador del Sur, cuyos manifiestos publica en Regeneración el periódico del PLM y a los que saluda con entusiasmo «aunque no sean anarquistas».
Como el Marx alivianado y heterodoxo que treinta años antes dialogaba con los populistas rusos, Flores Magón es consciente de que en los países orilleros la utopía comunista tiene que apoyarse en el comunitarismo campesino. En México, hasta hace poco escribe en un artículo de Regeneración: «La vida de la población rural era […] casi comunista. El apoyo mutuo era la regla, [las] casas eran construidas por los vecinos […], las cosechas eran levantadas por todos […]; de uso común eran las tierras, las fuentes, el lago […], el bosque […]. La moneda no era necesaria […]. Se ve pues que el pueblo mexicano es apto para el comunismo porque lo ha practicado»[5].
Y en un país así, en un país de comunidades agrarias, «Tierra y Libertad» es la consigna más revolucionaria, es la consigna verdaderamente comunista.
Zapatismo
Como lema «Tierra y Libertad» le llega de fuera al Ejercito Liberador del Sur, pero el proyecto que la consigna sintetiza nace de las entrañas comunitarias de Morelos y al calor de una lucha que en pocos meses transita del minimalismo reivindicativo a la utopía: de añorar el pasado a sembrar para el futuro.
La relación magonismo-zapatismo fue estrecha, pero la consigna tardía del PLM no fue adoptada formalmente por el Ejército Liberador del Sur que siempre rubricó sus comunicados con la leyenda «Reforma, Libertad, Justicia y Ley». Sin embargo, a partir de 1913 llegan al Morelos insurgente intelectuales urbanos familiarizados con el magonismo y también con el marxismo y el anarquismo, quienes van integrando un cuerpo doctrinario agrarista articulado en torno al concepto «Tierra y Libertad».
Dos años después de que el PLM empezara a usar ese lema, en la carta a Francisco Vázquez Gómez, fechada en marzo de 1913, Zapata escribe: «La revolución que nació […] proclamando el Plan de Ayala […] ha propagado sus ideales contenidos en estas palabras; Tierra y Libertad»[6] (Martínez: 113). Además de que tanto Paulino García como Antonio Díaz Soto y Gama, delegados zapatistas en la Convención de Aguascalientes, emplean en sus discursos la fórmula magonista.
Y es que la consigna sintetiza el contenido profundo de un movimiento justiciero (tierra) y antiautoritario (libertad) en gran medida localista, cuyas reivindicaciones eran territoriales, estrechamente territoriales inclusive, al punto de que fuera de las zonas rurales de Morelos y estados colindantes, Zapata se sentía tan incómodo como posando para la foto en las garigoleadas sillas del Palacio Nacional.
Yaquis broncos
Ejemplo de movimientos anclados en el viejo topos –que durante la segunda década del pasado siglo adoptan el lema magonista-zapatista– son los yaquis broncos de Sonora, remontados en la Sierra de Bacatete, quienes historiadamente habían reclamado la devolución de su territorio y el derecho al autogobierno, y siguieron haciéndolo en el curso de la Revolución. En un manifiesto de principios de 1918, los jefes Cosari y Periat anuncian: «Mientras el Gobierno […] insista en no entregar nuestras tierras, la lucha seguirá dura y encarnizada», y firman la proclama con la fórmula «Tierra y Libertad»[7].
La consigna lanzada por los magonistas en 1911, adoptada desde 1913 por los zapatistas de Morelos y retomada en 1918 por los yaquis de Sonora, entre otros contingentes de alzados que también la hacen suya, deviene el contenido fundamental del proyecto agrario de la Revolución a través de la Convención de Aguascalientes (1914-1915) y más tarde en el Congreso Constituyente de Querétaro (1916-1917). Pero al formalizarse e institucionalizarse, en un proceso que pronto hegemonizan corrientes moderadas, la reivindicación de los pueblos campesinos e indígenas va perdiendo filo al reducirse a un compromiso de restitución y dotación de tierras que si bien preserva en parte el contenido agrarista del lema, cancela en cambio su contenido libertario.
Pero mientras que en el plano nacional el domesticado agrarismo burgués arría las banderas populares, hay regiones donde sucede lo contrario. Tal es el caso de Yucatán, donde la consigna «Tierra y Libertad» se enriquece y hace más compleja al encarnar en el socialismo maya peninsular, al inspirar la primera revolución indio-campesina poscapitalista de la historia.
Socialismo maya
Aunque en Morelos adquirió un talante náhuatl, al ser adoptado por los yaquis el lema «Tierra y Libertad» se indianiza del todo, pues la indomable tribu no quería reparto agrario de parcelas campesinas sino reconocimiento del territorio ancestral y derecho a autogobernarse conforme a sus usos y costumbres: «Dios nos dio a todos el Valle, no un pedazo a cada uno», decían.
Sin embargo el yaqui era un indianismo tribal aún más localista que el zapatismo. En cambio, al aclimatarse en Yucatán, la consigna acuñada sesenta años antes en la Rusia zarista, deviene, además de movimiento social, política de Estado e hilo conductor de la primera insurgencia del siglo XX que busca erradicar tanto la explotación, la injusticia y la dictadura, como el racismo y el colonialismo interno.
Entre 1913 y 1915 el yucateco Felipe Carrillo Puerto había militado en el Ejército Liberador del Sur y al regresar a la península llevaba en su faltriquera la idea de revolución forjada en el Morelos insurrecto. Llevaba también la consigna «Tierra y Libertad», que traducida al maya como Lu´un etel Almehenil se vuelve lema del Partido Socialista del Sureste (PSS) –cuando Carrillo Puerto lo dirige– e inspiración de las grandes mudanzas emprendidas en la península entre 1922 y 1924, años en que es Gobernador.
«En un país agrícola Tierra y Libertad son sinónimos. Esto explica nuestro lema revolucionario », decía Carrillo Puerto. Y en 1923, ya al frente del gobierno del estado, al que el PSS y su expresión social, las Ligas de Resistencia, habían llegado a través de una larga y cruenta lucha, el flamante gobernador expone su proyecto:
Nuestra primera tarea ha sido distribuir las tierras comunes […]. La apropiación de la tierra por las comunidades indígenas […] es hasta ahora la contribución fundamental de la revolución […]. Esta tierra no se da a ningún individuo […] pertenece a la comunidad. [La] distribución […] está teniendo consecuencias de largo alcance […]. Los hombres viejos que no han conocido la libertad, que nunca han tenido el disfrute de la posesión, que nunca han plantado y cosechado por ellos mismos, están […] empezando a vivir la vida de los hombres libres. Pero lo más importante ha sido el surgimiento de una nueva vida […] una nueva existencia política, con organizaciones y problemas comunales […]. El futuro de Yucatán pertenece a los mayas[8]
Entre 1922 y 1924, la revolución yucateca avanza en varios frentes: liberar a los mayas de la esclavitud en las haciendas; entregar tierra a los campesinos en propiedad colectiva; fortalecer el comunitarismo como forma de ciudadanía; recuperar mediante la diversificación agrícola y el estímulo a la producción de maíz la seguridad alimentaria perdida a resultas del monocultivo henequenero; avanzar en la liberación de la mujer con leyes que hacen expedito el divorcio, mediante la promoción de la salud reproductiva y el control natal; sustituir la escuela autoritaria por el sistema educativo libertario de Ferrer Guardia; restaurar el patrimonio arqueológico y revitalizar la lengua y cultura originarias, entre otras. Pero lo más importante, piensa Carrillo Puerto, es que el pueblo maya, ofendido y humillado desde la Conquista, recupere su dignidad y autoestima.
El carrillismo es una forma superior del zapatismo y el primer esfuerzo sincrético latinoamericano por integrar clase y raza en un actor social bifronte y, sin embargo, unitario. Pero al recibir el fuerte impacto de la revolución rusa triunfante, la experiencia yucateca deviene también en un precursor esfuerzo por fusionar indianismo y socialismo (aporte visionario que se anticipa más de diez años a los planteamientos en ese sentido del peruano José Carlos Mariátegui).
El efímero «socialismo maya» es la alternativa del pueblo y los revolucionarios yucatecos al capitalismo racista y esclavista realmente existente en la península y otras muchas regiones del planeta; una rebelión contra el colonialismo entripado que en nuestras sociedades sobrevivió a las mudanzas asociadas con la independencia nacional; una revolución internamente descolonizadora que se adelanta casi cien años a los esfuerzos andino-amazónicos por avanzar en esa misma dirección.
En la horma
La condición «campesindia» que define a las mayorías rurales en los países latinoamericanos donde hay significativa presencia de pueblos originarios, la indisoluble imbricación de raza y clase, y el reconocimiento de que entre nosotros –como en otros ámbitos donde también hubo invasiones y conquistas– las mudanzas libertarias y justicieras deben ser por fuerza descolonizadoras, son conceptos políticos que maduran en América Latina durante las primeras décadas del siglo XX, al mismo tiempo que en otros países, como la India y China, se desataban insurgencias campesinas con mayor o menor contenido étnico.
Sin embargo, en nuestro continente la creación de un «nuevo» campesinado mediante reformas agrarias funcionales al capitalismo oculta por un tiempo el significado profundo de «Tierra y Libertad», un lema que no se conformaba con demandar el reparto de algunas parcelas sino que reivindicaba también el respeto a la identidad, el derecho al autogobierno sobre los territorios de los pueblos y, en expresiones avanzadas como la yucateca, vislumbraba un futuro poscapitalista.
Pese a que tiene una vertiente de reconocimiento y restitución de tierras ancestrales, además del ejido reconoce a la comunidad agraria y entrega la tierra no en propiedad privada sino en usufructo colectivo (características que dan testimonio de su origen en una insurgencia popular a la postre la prolongada reforma agraria mexicana), deviene a una refundación burocrática del campesinado por obra y gracia de la «Revolución hecha gobierno».
De esta manera, en vez de que el extendido mestizaje que nos caracteriza se asumiera como heredero y portador de los paradigmas civilizatorios ancestrales y renovados por los que habían luchado durante la revolución, los nahuas de Morelos, los yaquis de Sonora y los mayas de Yucatán, por no decir que todos los rebeldes rurales étnicamente mezclados que participaron en el gran alzamiento; en vez de vivir nuestra hibridación como puesta al día de una indianidad originaria escarnecida y humillada que –como bien sabía Walter Benjamín[9]– necesitamos redimir y reivindicar si queremos marchar al futuro con la frente en alto. En vez de eso, se trató de sustituir al indio por un campesino creado exnihilo y por un ciudadano sin herencia étnica.
Un sector políticamente «agradecido» y económicamente funcional a las tareas del «desarrollo» en tanto que era mediador entre el capital y la naturaleza en los ámbitos agroecológicos más hostiles y en los cultivos que la política de precios favorable a la acumulación industrial hacía menos rentables.
Tempranera en un país como México que se amaneció al siglo XX con una revolución, esta recreación del campesinado en función de las necesidades políticas de la gobernabilidad predemocrática y los requerimientos económicos del capitalismo periférico, se extiende desde mediados del pasado siglo a otros ámbitos latinoamericanos con la modalidad de «reformas agrarias para el desarrollo», conversiones rurales redistributivas de tierras que después del triunfo de la revolución cubana en 1959 devienen también en preventivas de disturbios mayores.
Reafirmación clasista del campesinado
Los campesinos modernos –los campesinos que trajo el capital– no son, en modo alguno, dóciles a los requerimientos de su creador. Por el contrario, al darse cuenta de que sólo luchando sobrevivirán en un sistema obtuso que nos necesita pero los arruina, los rústicos latinoamericanos del siglo XX se afirman como combativa clase del capitalismo y en sus mejores momentos como sujeto de proyectos poscapitalistas.
En México la pretensión de dar tierra a cambio de libertad le cuesta a los gobiernos posrevolucionarios un alzamiento campesino de derecha: la cristiada, además de enajenarse por casi cinco lustros a los autoproclamados «agraristas rojos», de la Liga Nacional Campesina, en los primeros años de la posrevolución luchan por llevar adelante la reforma agraria sin tener que doblar la cerviz.
Herederos de las insurgencias revolucionarias de la segunda década del pasado siglo, pero paradójicamente más identificados con el discurso y la parafernalia comunista que con el radicalismo campesino de corte zapatista, los agraristas rojos de los años veinte van construyendo un inédito discurso clasista, que en algunos casos tiene fuertes elementos étnicos –como el agrarismo purépecha de Michoacán que encabeza Primo Tapia–, pero que por lo general deja en un segundo plano las identidades originarias.
Lo mismo sucede años más tarde en Bolivia, donde la reforma agraria «desarrollista» es la respuesta institucional a los alzamientos quechuas y aymaras de mediados del pasado siglo. «El término campesino, oficialmente adoptado en el país a partir de la revolución de 1952, suele enmascarar los contenidos que desarrollaron en su lucha las poblaciones rurales predominantemente indias», afirma Silvia Rivera Cusicaqui[10]. Travestismo impuesto, que no impide la conformación en ese país de un poderoso movimiento campesino con reivindicaciones clasistas y articulado en sindicatos que recogen la combativa tradición de los mineros.
Indianismo andino-amazónico
En la horma de la modernidad «desarrollista», los campesinos latinoamericanos luchan por abrirse un espacio habitable dentro del sistema. Y en ese trajín postergan por un tiempo de reivindicaciones étnicas que de potenciarse los exteriorizarían en un sentido precapitalista y, en la de buenas, poscapitalista, pero la indianidad está ahí y la opresión racista acompaña a la opresión de clase, lo que plantea el insoslayable problema del sujeto en las mudanzas libertarias del subcontinente.
Desde los años setenta del pasado siglo, en países andinos como Perú, Ecuador y Bolivia los movimientos rurales van articulando un discurso cada vez más etnicista que reivindica los derechos de los pueblos originarios, en particular los derechos autonómicos, rescatando y radicalizando de esta manera la segunda parte del viejo lema «Tierra y Libertad».
En Ecuador es sobre todo el movimiento pachacutik y en Bolivia el katarismo, que tiene su matriz intelectual en el libro La revolución india, de Fausto Reinaga, publicado en 1971, y su más clara expresión política en el Manifiesto de Tihuanacu, de 1973, donde se afirma que:
Nosotros los campesinos quechuas y aymaras […] nos sentimos económicamente explotados y cultural y políticamente oprimidos […] Sin un cambio radical en este aspecto, será totalmente imposible crear la unidad nacional […] La revolución en el campo no esta (sic.) hecha; hay que hacerla […] enarbolando de nuevo los estandartes y los grandes ideales de Tupac Catari, de Bartolina Sisa, de Willca Zárate […] Hay que hacerla partiendo de nosotros mismos[11]
La consigna «Tierra y Libertad», en su sentido radical como «Tierra y Autogobierno», es decir como «Tierra y Territorio», está de regreso. Pero la herencia política expresa y casi exclusiva, de quienes ahora la esgrimen, son las insurrecciones indígenas de este Continente. En cambio «Tierra y Libertad» es la fórmula abarcadora que empezó siendo antifeudal, luego anticapitalista y finalmente también antirracista; consigna cosmopolita y sincrética que funde las rebeldías del viejo mundo con las del nuevo.
¿Se rompió el nexo político que le da globalidad a la lucha campesina? Me parece que no. Creo que entre las revoluciones «campesindias» del tercer milenio y las rústicas insurgencias de hace un siglo hay vasos comunicantes.
Para dar con el eslabón perdido me serviré de Luís E. Valcarcel, novelista y escritor peruano, autor de Del Ayllu al Imperio y de Tempestad en los Andes, pues en 1971, Valcarcel escribió el prólogo de La revolución india de Fausto Reinaga, animador del neoindianismo revolucionario katarista del fin de siglo, pero más de 40 años antes de La tempestad en los Andes había sido prologado por José Carlos Mariátegui, animador del indianismo revolucionario socialista de principios del siglo pasado. Y si bien Mariátegui era marxista y Reinaga, que lo fue abandonó después la doctrina, entre ambos hay un nexo poderoso y no es casual que el segundo cite extensamente al primero.
«En países como el Perú, Bolivia […] y Ecuador –escribe Mariátegui– donde la mayor parte de la población es indígena, la reivindicación del indio es la reivindicación popular y social dominante […] Una política socialista […] debe convertir el factor raza en factor revolucionario»[12]. «¿Sería posible que nosotros dejáramos de reconocer el rol que los factores raciales indios han de representar en la próxima etapa revolucionaria de América Latina?»[13].
Y la condición que según el peruano hace viable el socialismo incaico, es la misma que según Marx, hacía posible el tránsito directo de la Rusia de Zemlia i Volia, a la nueva sociedad, sin necesidad de cursar completa la asignatura capitalista, y la misma que según Flores Mágon hacía a México apto para el comunismo: la permanencia de la comunidad rural. «Un factor incontestable y concreto […] da un carácter peculiar a nuestro problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico en la agricultura y la vida indígenas»[14] .
Entre el inspirador del katarismo que abrió paso a la revolución boliviana del tercer milenio y el fundador de la Confederación General de Trabajadores de Perú y del Partido Socialista Peruano, hay un claro nexo. No es tan claro, en cambio, el que pudo existir entre el impulsor conceptual del socialismo indio a mediados de los veinte del pasado siglo, y el Partido Socialista del Sureste, que pocos años antes había emprendido en la práctica su edificación.
Y es que según los comunistas mexicanos que eran interlocutores de Mariátegui, en su país de origen no había «problema indio», sino sólo «lucha de clases». Pero quizá algo supo el peruano de los precursores peninsulares de su utopía, pues en la presunta ausencia de la cuestión étnica en México, hacía una salvedad: «el estado de Yucatán», la tierra de Carrillo Puerto y el socialismo maya, la región donde Zemlia i Volia –que ya se había vuelto «Tierra y Libertad»– se convirtió en Lu´un etel Almehenil.
Por tres siglos las revoluciones fueron momentos críticos en el curso de la modernización. Hoy lo que está en crisis es la modernidad. Un orden promisorio que a la postre resultó ambientalmente rapaz, económicamente concentrador, políticamente autoritario, espiritualmente chato y socialmente inicuo a la vez que racista y patriarcal.
Y si es la nuestra una crisis civilizatoria que interpela al progreso, bueno fuera repensar el mundo desde los descentrados, los orilleros, los anacrónicos que en alguna medida somos todos, pero más los campesinos, los indios, los campesindios. Unos rústicos siempre premodernos y siempre desconfiados de futuros promisorios que no los incluyen.
Los grandes discursos, los sistemas globales y las magnas metafísicas ideológicas naufragaron pero la alternativa no hay que buscarla en los particularismos que se miran el ombligo, en la reedición del viejo topos, sino en una resistencia que desde hace tiempo los vasos comunicantes de la vieja y la nueva globalidad volvieron planetaria.
NOTAS
[1] Boaventura de Sousa Santos. «Las paradojas de nuestro tiempo y la plurinacionalidad», en Alberto Acosta y Esperanza Martínez (comp.), Plurinacionalidad. Democracia en la diversidad. Ediciones Abya-Yala, Quito, 2009, p. 49.
[2] Citado por Armando Bartra en «Habla el vicepresidente García Linera. Altas y bajas: revolución agraria en Bolivia», La Jornada del Campo, n. 35, 21 de agosto, 2010, p. 20.
[3] Ver Lorena Paz Paredes. La ideología de los populistas rusos y el movimiento campesino. Tesis para obtener el grado de Licenciada en Filosofía, UNAM, México, 2009.
[4] Ver Piotr Archinov. Historia del movimiento Makhnovista, Tupak Ediciones/La Malatesta, 2008.
[5] Citado por Benjamín Maldonado Alvarado, La utopía de Ricardo Flores Magón, Universidad Autónoma «Benito Juárez» de Oaxaca, Oaxaca, 1995, pp. 45-46.
[6] Citado por Ramón Martínez Escamilla, Emiliano Zapata. Escritos y Documentos, Editores Unidos Mexicanos, México, 1978, p. 113.
[7] Citado por Alejandro Figueroa Valenzuela en «La revolución mexicana y los indios de Sonora», Cynthia Radding de Murrieta (coord.), Historia general de Sonora IV Sonora Moderno: 1880-1929. Gobierno del Estado de Sonora, Hermosillo, 1985. pp. 373- 374.
[8] Citado por Armando Bartra en «Zapatismo con vista al mar. El socialismo maya de Yucatán». Para leer en libertad, México, 2010, pp. 47-49.
[9] Walter Benjamín. Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Los libros de Contrahistorias, México, 2005, p. 17-18.
[10] Silvia Rivera Cusicanqui. «Oprimidos pero no vencidos». Luchas del campesinado aymara y quechua de Bolivia, 1900-1980. Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNRISD), Ginebra, 1986, p. 1.
[11] Citado en Silvia Rivera Cusicanqui en op. cit., p. 177.
[12] José Carlos Mariátegui. Ideología y política, Empresa Editora Amauta, Lima, 1969, pp. 32-33.
[13] Ídem, p. 49.
[14] José Carlos Mariátegui. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Editorial ERA, México, 2007, p. 49.
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Armando Bartra. Profesor del posgrado en Desarrollo Rural de la UAM-Xochimilco, director del Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural «Maya» A.C. y coordinador del suplemento La Jornada del Campo del diario La Jornada desde 2008. Filósofo de formación, pensador de lo social en el oficio, estudioso de la cuestión agraria desde 1970 y experto en historieta y cartel mexicanos, con casi una centena de libros, artículos y folletos publicados. Entre sus obras más recientes se encuentran El capital en su laberinto. De la renta de la tierra a la renta de la vida (2006), El hombre de hierro (2008) y Tomarse la libertad. La dialéctica en cuestión (2010).
Claudia Bucio
enero 13, 2011 at 6:34 am
Sin duda alguna, la mirada aguda y crítica del autor nos invita a engarzar dos lados de la misma moneda. Recuperar la memoria histórica en aras de proyectar un futuro es un acierto que estas experiencias latinoamericanas brindan, sobre todo, para vislumbrar la manera en que ambas se compaginan.