Del tiempo y armonía evolutivas. «2001: odisea en el espacio» en su música

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Entonces les dijo Ilúvatar:
—Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis,
juntos y en armonía, una Gran Música.
Y como os he inflamado con la Llama Imperecedera,
mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo…

John R. R. Tolkien, Ainulindalë

 Rainer M. Matos Franco

Introducción

2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) [1] es un filme que marcó una época. Fue la primera gran película de ciencia ficción que anonadó al espectador por sus efectos especiales y singulares temas, al tiempo que dejaba entrever cómo sería la vida humana fuera del planeta, supuestamente, en el año 2001. Cuando se rememora esta cinta, vienen de inmediato a la mente escenas únicas; de igual forma, automática e inevitablemente se evocan los acordes musicales que acompañan las imborrables escenas presentadas por Kubrick.

Mucho se ha escrito sobre la música en el filme y la peculiar selección que el director norteamericano hace de los temas. En vez de utilizar material escrito por Alex North, quien compuso con éxito la música para una anterior película de Kubrick, Espartaco (1960), éste decidió recurrir a la música clásica. Si se saben las anécdotas que rodean dicha selección, recordará el lector, por ejemplo, las constantes peleas telefónicas entre Kubrick y el compositor György Ligeti, quien no dio permiso al estadunidense de usar su obra en la cinta (pues se negaba a que sus piezas sonaran alternadamente con piezas de Strauss, Strauss II o Jachaturian), a pesar de que el rumano-húngaro se dijo admirado por lo que vio en pantalla.

Es mi propósito, en este trabajo, ofrecer pistas para conjeturar acerca de la selección que hace Kubrick de los temas musicales en cada escena de 2001, intercalando mi aproximación con hechos presentes en la novela del mismo nombre, escrita por Arthur C. Clarke a la par que la película, en 1968; además, me apoyaré en contextos históricos, en la estructura musical de algunas piezas (especialmente en el caso de Ligeti) y en otros autores que permiten un mejor acercamiento a la temática que aquí desarrollo. No hace falta recordar al lector que lo aquí escrito es sólo una interpretación personal, compartible o no, según se quiera.

 

Einleitung: Strauss, Nietzsche, Clarke, Kubrick

La música comienza donde las
posibilidades del lenguaje se terminan.

Jean Sibelius

Zoroastro bajó de la montaña y preguntó, toda vez que Dios había muerto (¿qué otra motivación tendría el Profeta para arrojar dicha pregunta desde la cumbre?), lo siguiente: «¿Cómo será sobrepasado el hombre?» (Nietzsche, 2005: 248). La emulación de esta duda zoroastrista en Nietzsche ha de encontrarse en la Einleitung (Introducción) del poema sinfónico Also sprach Zarathustra (Así habló Zoroastro), op. 30 (1896) —cuyo leitmotiv es reconocido por media humanidad—, escrita en honor a la obra del filósofo alemán por el compositor Richard Strauss y que lleva el mismo nombre que la novela (¿tratado; poema?) filosófica de Nieztsche, publicada en 1885.

Amén de ser la introducción más conocida en la música occidental, la Einleitung es un tema recurrente en 2001: Odisea del espacio, cuya triple aparición en el filme no es casualidad –nada lo es en el cine de Kubrick. La Einleitung aparece al principio (como es natural de todo prolegómeno) y al final de la película, lo mismo que casi al término de la primera parte, titulada «El amanecer del hombre» y recordada en la cultura popular como la «parte de los changos» –la cual provoca hilaridad, ya sea por el patético disfraz de homínido que portan los actores, ya porque, como dice Nietzsche, «¿Qué es el mono para el hombre? Una cuestión de risa, de vergüenza» (Ibid.: 4).

Este minuto y medio de solemnidad musical en do mayor conlleva, para Strauss, la idea nietzscheana de la transformación del mono en hombre y de éste en Superhombre (Übermensch); es decir, de la más desarrollada evolución física y mental del ser humano. Arthur C. Clarke, que escribió la novela 2001: Odisea del espacio casi a la par que Kubrick filmaba la película, se propuso emular el tratado de Nietzsche al proponer la evolución del mono en hombre y de hombre en Niño-Estrella. Me interesa por ahora recalcar el porqué del uso de la Einleitung de Strauss en el filme de Kubrick: una interpretación es que la única manera de representar la evolución es mediante la música compuesta originalmente para, precisamente, ambientar la obra de Nietzsche.

Pero no es sólo eso. La pieza aparece en tres ocasiones (quizás en alusión a las tres etapas nietzscheanas: mono, hombre y Übermensch): a) en la introducción, más en el carácter mismo de preámbulo musical que ostenta la pieza que como otra cosa; b) en la escena en que Observador de la Luna (Moon-Watcher, como lo llama Clarke en la novela), el mono principal, descubre el arma entre un puñado de huesos de tapir gracias a la anagnórisis que provoca en él la presencia de un extraño monolito (del cual hablaré más adelante), pasando de ser mono a hombre, de depredado a depredador. Es interesante que Clarke asocia la evolución no sólo con el uso de la herramienta, sino también con la dominación del hombre por el hombre, pues la tribu de Observador de la Luna usa el hueso –ahora un arma en su poder– para matar al líder contrario. Así, el hombre prehistórico se vuelve hombre cuando se domina a sí mismo.

La tercera aparición de la Einleitung se da al final del filme, cuando se revela que el astronauta David Bowman se ha convertido en Niño-Estrella, al que Kubrick representa como un embrión humano encerrado en una estrella brillante que flota por el espacio. En realidad, el concepto no es tan literal para Clarke en la novela, sino una mera metáfora que pretende expresar lo prístino, inocente e incorruptible (un bebé que aún no viene al mundo) y, al mismo tiempo, lo lejano: lo que el hombre aún no es pero que algún día conquistará (una estrella). Esto representa un paso más allá en la evolución del ser humano hacia la perfección, cuya función se descubre al final de la novela cuando el Niño-Estrella destruye una ojiva nuclear, salvando a la humanidad, tan lejana ya de él en esencia [2].

En suma, interesantemente, el hombre es hombre cuando se domina a sí mismo mediante el arma –por más básica que sea– y, sugiere Clarke, pasará a ser Übermensch o Niño-Estrella cuando la destruya –en este caso, el arma más letal para su existencia–, luego de lo cual ya no habrá barreras para consolidar su evolución. Así, se obtienen dos conclusiones: a) el hombre es hombre cuando utiliza el arma y b) la Einleitung aparece en el filme para dar la idea del paso evolucionario, basado en la concepción nietzscheana ya mencionada.

Una odisea atemporal

¿Qué es, en efecto, el tiempo?
¿Quién sería capaz de explicarlo sencilla y brevemente?
¿Quién podría, para formularlo con palabras,
aprehenderlo siquiera con el pensamiento?(…)
Y entendemos, por cierto, cuando de él hablamos
y entendemos también cuando oímos a otro hablar de él.

–San Agustín, Confesiones, Libro XI, cap. XIV

El tema de la atemporalidad está presente a lo largo de novela y película, pero sobre todo hacia la parte final de la segunda, que narra la misión espacial del Discovery One para descubrir el origen de una señal extraterrestre y que contiene al menos dos elementos que dan cuenta de la noción del no-tiempo.

En primer lugar, la elección del planeta por parte de Clarke y Kubrick. En la novela, el Discovery One se dirige a Saturno, es decir, el dios romano equivalente al griego Cronos: el tiempo, con lo que Clarke opta a la perfección por el planeta que funge como límite de lo asequible para el ser humano. La historia relata una misión espacial comandada por los astronautas David Bowman y Frank Poole, que pretende descubrir el origen de una radioseñal emitida desde Jápeto –luna de Saturno– hacia un monolito extraterrestre de millones de años de antigüedad empotrado en el satélite terrestre –la Luna– y descubierto por científicos estadunidenses en el año 2001. En la película, sin embargo, el origen de la transmisión es Júpiter, lo que responde a un hecho por demás somero: Kubrick y su equipo de trabajo no se pusieron de acuerdo en cómo representar los anillos de Saturno en el filme, debido a la falta de tecnología para 1968 y al carácter inconvencible del mismo director.

Sea como fuere, ambos planetas son emblemáticos. Saturno insinúa la idea del tiempo, noción importante en la novela dado que éste será transgredido, es decir, se dará un paso más allá en la evolución humana; igualmente, Júpiter también representa magnitud y límite: al alcanzar al gigante del sistema solar, al Padre de los Dioses (Zeus) –cumpliéndose así el «Dios ha muerto» niestzcheano [3]–, el ser humano habrá alcanzado un punto sin retorno, preparando así su conversión en Übermensch.

El segundo momento que presenta signos de atemporalidad –esta vez sólo en la película– es la penúltima secuencia («Júpiter y más allá del Infinito»), que narra el viaje intergaláctico de David Bowman, quien se encuentra orbitando Júpiter completamente solo luego de desconectar la computadora HAL-9000, que mató a Poole y a tres miembros de la tripulación en hibernación. Esta condición de soledad abrumadora –presentada ya desde el segmento anterior, «Jupiter Mission»–, de saber que no hay un solo ser a años luz de distancia, es adornada con el Adagio de Gayane, del compositor armenio Aram Jachaturian, melodía sublime que da la sensación al escucha de una profunda soledad, capturando ad hoc la atmósfera que Kubrick pretende crear al describir con imágenes un aislamiento total en algún rincón del universo.

Bowman observa un monolito flotando en el espacio y sale del Discovery One para verlo de cerca; al punto, es absorbido por aquél, iniciando así un viaje a través de un portal que lo lleva fuera de la galaxia para, finalmente, despertar en un limbo: una peculiar suite de hotel, que Kubrick ambientará como una habitación con decorado dieciochesco de estilo francés, quizás haciendo alusión al racionalismo de la época, ya inválido luego de trasgredir a Zeus. Es éste otro elemento que da la idea de atemporalidad: Bowman, naturalmente, no puede estar en el siglo XVIII; más allá de este axioma, el astronauta se ve a sí mismo avejentado, con canas y arrugas, comiendo en una mesa. Posteriormente, este Bowman de edad avanzada advierte un tercero, senil, que coquetea con la muerte recostado en la cama al ser mucho más viejo, ya sin cabello y prácticamente inmóvil. Es entonces cuando, al intentar alcanzar el monolito, que está a los pies de la cama, el protagonista se convierte en Niño-Estrella.

Esta faramalla expuesta por Kubrick es la expresión última de la atemporalidad, pues, en primer lugar, es sabido que viajar en el universo es viajar en el tiempo, por lo que aquél es atemporal, dado que, como afirma Gaarder, «no sabremos nunca cómo es aquello en el universo. Sólo sabemos cómo era» (2000: 624), y «si hubiera un astrónomo listo en esa nebulosa, y me imagino uno astuto que en este mismo momento está dirigiendo su telescopio hacia la Tierra, no nos vería a nosotros. En el mejor de los casos verían unos “prehombres” de frente plana» (Ibid.: 625), justo como los que se debaten entre la vida y la muerte al inicio de 2001. En segunda instancia, presentar un mismo ser humano ora en plenitud, ora en la senilidad, para inmediatamente convertirlo en un embrión, es una forma razonable de presentar la metáfora de la atemporalidad en el séptimo arte. Cuando el hombre traspasa el tiempo, se convierte en un ente inmortal y, por consiguiente, eterno: un Superhombre.

La atemporalidad en la música: un pedazo de eternidad

Porque no se acaba lo que se decía,
y se dice después otra cosa,
de suerte que puedan ser dichas todas;
sino que simultánea y eternamente se dice todo.
De otra suerte, esto sería ya el tiempo y el cambio,
y no la verdadera eternidad ni la verdadera inmortalidad.

San Agustín, Confesiones, libro XI, capítulo VII

Este preámbulo sobre la atemporalidad es importante para hablar de algunas piezas en la cinta, especialmente de las compuestas por György Ligeti. Propongo comenzar con Lux Aeterna, que aparece únicamente en una escena: el traslado en un vehículo lunar de un grupo de científicos de la base estadunidense Clavius al cráter Tycho –donde se encuentra enterrado un monolito. No se escucha en el filme más que minuto y fracción de esta hipnótica pieza, cuya estructura es precisamente la atemporalidad misma en la música; tamaña omisión da mucho de qué hablar, pues la pieza pudo haberse colocado en las escenas relatadas en los párrafos anteriores, que representan la atemporalidad. En suma, Kubrick no hace justicia a una obra tan minuciosamente construida, cuya revolucionaria estructura merece especial mención.

Lux Aeterna es una pieza para 16 voces, escrita por Ligeti en 1966. Su nombre, como se infiere, significa ‘luz eterna’, una referencia a la tradición de la misa de réquiem cristiana. El compositor logra hacer literalmente eterna la obra, no en el sentido de interminable, lo cual sería imposible, sino por su condición de atemporalidad pues, como afirma Raúl Zambrano, «se disuelve la sensación melódica, armónica y temporal al borrar la percepción de los intervalos verticales con la micropolifonía [una textura musical creada por Ligeti que emplea acordes disonantes a lo largo de una obra], los horizontales con el uso constante de clústeres [acordes que comprenden tres semitonos consecutivos] y el pulso regular mediante la superposición de figuras rítmicas complejas» (2011: 361).

Y basta echar un ojo a la partitura. Naturalmente, hay un tiempo de 4/4 que se establece sólo para que cada voz sepa cuándo entrar; no obstante, sin ella no es perceptible el tiempo de la obra, pues Ligeti lo disuelve dando entradas escalonadas a cada voz, creando una sensación de continuidad. Asimismo, no se percibe un corte específico entre compases o entre las voces mismas –exceptuando las que se van incorporando a la textura musical.

Exactamente la misma idea es expuesta filosóficamente por San Agustín. En sus Confesiones, el obispo de Hipona, ya desde finales del siglo IV, resume la idea de la eternidad/atemporalidad de manera soberbia, como se ha visto en los epígrafes. Cuando San Agustín quiere responder a la simple pregunta, característica de los infieles de aquel entonces, sobre qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra, da dos respuestas: la primera es hilarante: «preparaba infiernos […] para los que escrutan estas cosas tan sublimes»  (1999: 192); la segunda es más sensata: «no sé». Sin embargo, el obispo descubre que no había tiempo antes de que Dios creara cielo y tierra, pues Él no pudo haber hecho los tiempos antes de que éstos existiesen. Dejando las tautologías, San Agustín entiende por tiempo –al igual que en la música– una medida específica, con principio y fin; por ello, Dios es atemporal, pues es desde antes que existieran los tiempos, ya que Él los creó.

Yendo aún más allá, el de Hipona se enreda más en un fascinante diálogo con su arriscada mentalidad: «el pasado y el futuro, ¿cómo son, puesto que el pasado ya no es, y el futuro no es aún? En cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad» (Ibid.: 193). Así, para San Agustín, como para Ligeti y la mayoría de los compositores –aunque Frederic Mompou, sumido en la vanguardia catalana, intentará prescindir de él en alguna composición–, el tiempo es finito, en contraposición con la eternidad, infinita; el tiempo es medible, sea en segundos o compases. Después de esta extensa pero quizás necesaria explicación, se puede entender que Lux Aeterna disuelve el tiempo y se convierte, inexorablemente, en un pedazo de eternidad.

Johann Strauss II y su tiempo

El resto de 2001 está adornado por música fascinante, tanto romántica como contemporánea. El primer adjetivo corresponde al conocido Danubio Azul (An der schönen blauen Donau, op. 314) de Johan Strauss II [4], que engalana la exquisita secuencia inicial de «TMA-1», donde se observan naves, aviones espaciales y hoteles giratorios en la órbita terrestre, lo que representa la conquista humana del espacio. En contraste con la escena anterior («la de los changos»), el hombre se encuentra en plenitud, en el cenit de su historia como hombre, pues domina ya más que su entorno inmediato.

Sin embargo, los bellísimos acordes del vals más famoso de la historia, que a primera vista parecen acompañar la cornucopia de la humanidad, no hacen más que dar cuenta de una falsa prosperidad y estabilidad que, para 1866, año de su composición, buscaba tapar el sol con un dedo –o, más bien, cubrir un inminente desastre con un inflado vals, música de la corte y de las clases privilegiadas. 1866 fue un año de guerra, producto de una modificación en la relación de fuerzas desde la década de 1850 entre los dos Estados susceptibles de realizar en torno a ellos la unidad de Alemania: Prusia y Austria (Palmade, 2003: 253). La genialidad político-militar de Bismarck haría que Viena no tuviera más voz en los asuntos de la Deutscher Bund, al tiempo que el otrora vastísimo imperio Habsburgo se veía azotado por las consecuentes revueltas nacionalistas y las constantes demandas de autonomía política, presentes a lo largo del siglo desde el Tirol y la costa dálmata hasta la Bohemia y la vampírica Transilvania.

Del mismo modo, con el Danubio Azul, ese colmo del romanticismo, Kubrick pretende embellecer lo que pasa (o lo que se ve desde) fuera del mundo –las naves, la conquista del espacio, la tecnología de punta– y desatender lo que pasa dentro de él, punto que sí explica un inocente Clarke en la novela: en el año 2001 prosigue una Guerra Fría inagotable, con la amenaza nuclear en boga, que sólo culminará toda vez que el hombre se convierta en Übermensch y, como ya se dijo, que el Niño-Estrella salve a la civilización de la destrucción.

Ligeti: atmósferas modernistas y cantos a Dios

Los últimos dos temas musicales recurrentes en 2001 –junto a un tercero que se escucha sólo unos segundos, Aventures (1962)– pertenecen a Ligeti. Atmosphères (1961) y el Requiem (1965) suscitan, al igual que Lux Aeterna, una sensación de atemporalidad tímbrica, de movimiento estático y de redefinición del espacio (Zambrano, 2011: 361). Estas dos últimas características se acoplan de manera escrupulosa con las inconfundibles escenas del cine de Kubrick, que presenta en varios filmes tomas estáticas, donde el fondo queda totalmente inmóvil mientras que quienes dan vida a la escena son los actores. Además de 2001, cintas como Naranja Mecánica (1971), Barry Lyndon (1975) o, evidentemente, El resplandor (1980), se caracterizan por una fotografía fija, donde rara vez se mueve la cámara para seguir un personaje o acontecimiento y, por lo general, los intérpretes realizan movimientos pausados, al grado de que algunos espectadores se desesperan por la lentitud de las escenas, con mayor razón si están acostumbrados a la viciada acción hollywoodense.

Kubrick [5] permite que Atmosphères sea la única pieza que suena de principio a fin en 2001 en dos ocasiones y fragmentada en una tercera. Esta composición es un ejemplo de lo que Ligeti llamaría «música estática, autocontenida, sin desarrollo o configuraciones rítmicas tradicionales» [6], pues en ella el escucha se pierde entre olas de textura, esperando una melodía que nunca llega. Como Lux Aeterna, la cual precede por cinco años, Atmosphères hace casi imperceptible la entrada y salida de cada uno de los 56 instrumentos en la orquesta y es prácticamente imposible identificarlos por separado, lo que resulta en una aparente inmovilidad. Kubrick la coloca al inicio del filme como obertura para sugerir –dado el nombre mismo de la pieza– una atmósfera de intriga antes, incluso, de la escena introductoria del alineamiento Sol-Luna-Tierra; asimismo, la composición también suena completa durante el intermedio de 2001. En ambas ocasiones, Atmosphères es presentada frente a una pantalla negra, quizás para crear una sensación de continuidad entre ambas mitades del filme –y como recordando al público que fue al baño, ya en el cine en 1968, ya en la sala de su casa que, como el tiempo para San Agustín o la música para Ligeti, la película vanguardista no puede separarse en trozos pues es un continuo evolutivo, como el hombre. La tercera vez que la pieza se escucha en la cinta es durante el viaje intergaláctico de Bowman; en este contexto, no merece mayor mención puesto que se añade simplemente para crear, de nueva cuenta, una atmósfera que se compagina a la perfección, ahora sí, con las múltiples imágenes presentadas al espectador, que crean una gama de colores yuxtapuestos en la infinidad del universo.

El Kyrie, segunda parte del Requiem (1965), acompaña las primeras tres apariciones del misterioso monolito en el filme –exceptuando la última, frente a la cama de Bowman, en la escena final. El Requiem es, en su totalidad, una obra por demás angustiosa y estremecedora y el Kyrie no es la excepción, aunque no es realmente la parte más impactante. Se caracteriza por cantos cromáticos (una escala semitonal), que aumentan la tensión e imploración del alma piadosa con el uso del melisma, forma que comprende varias notas para una sola sílaba de cada palabra del texto litúrgico. Se trata, como afirma Herman Sabbe, de más de seis minutos de música sólo para seis palabras que podrían pronunciarse en seis segundos (aunque esto podría valer para cualquier canto religioso), donde la relación entre el tiempo del texto y de la música es desmesuradamente asimétrica (2004: 302); en pocas palabras, es una pieza musical en cámara lenta, pues deja ver que puede haber todo un firmamento donde algunos sólo ven simplemente bloques insustanciales, como un hoyo de gusano espacial que acelera el tiempo.

El carácter religioso de la pieza es innegable; es un canto a Dios, a lo divino. Por ello, Kubrick emplea el Kyrie en cada una de las tres apariciones del monolito, presencia divina y creadora, cuyo misterio es revelado por Clarke al principio de la novela: una civilización extraterrestre, millones de años atrás, usa los monolitos, portadores de la «chispa de la vida», para indagar en lugares remotos del universo y, sobre todo, desarrollar vida inteligente. Así, el monolito aparece empotrado en un matorral africano ante los homínidos que lo descubren (la tribu de Observador de la Luna) luego de despertar, consternados y excitados, con miedo y curiosidad. Es entonces que comienza a sonar el Kyrie, claramente disruptivo con relación a la mudez de las escenas precedentes. Al soltar esta pieza en medio del silencio, Kubrick crea un contraste abismal entre los casi mudos sonidos de la naturaleza y una música divina y extraña a la vez; seductora pero incomprensible; tan cercana y tan lejana al mismo tiempo, como el monolito para los homínidos, que titubean excitados hasta que por fin tocan el objeto, punto de partida de su pronta evolución.

Del mismo modo, esta escena es recreada magistralmente por el director en la secuencia siguiente, cuando varios científicos descienden por una plataforma lentamente hacia el cráter lunar Tycho y, consternados y excitados –como sus antepasados millones de años atrás–, dudan antes de tocar el monolito. De nueva cuenta, se escucha el terrorífico Kyrie, que simboliza una vez más el encuentro del hombre cara a cara con lo divino, ya no mediante la religión, sino de manera directa, por medio de una presencia milenaria capaz de crear vida. Es ésta la prueba de la existencia de vida inteligente más allá del entorno inmediato, ante lo cual el hombre es empequeñecido para acabar siendo nada excepcional y poniendo fin a la misión geocéntrica que, se piensa, ostenta desde tiempos remotos.

Así, Kubrick, a través de Ligeti, deja ver que, tanto detrás del hombre, como detrás de esas –aparentemente simples y rápidas de pronunciar– seis palabras del Kyrie, obra del hombre en su invención de Dios para simplificar la explicación del Todo, se esconde una entidad verdaderamente descomunal y una complejidad inimaginable: un universo inmenso y un vastísimo firmamento de conocimiento y de vida, como esos cantos melismáticos y retardados, que crean una sensación dual que permite, como dice Rainer Maria Rilke [7],

…considerar las cosas en dos planos: primero, la gran melodía, aquella a la que cooperan perfumes y cosas, sensaciones y pasados, crepúsculos y nostalgias. Luego las singulares voces que completan y realizan la plenitud de este coro. Y para una obra de arte esto quiere decir que, para crear una imagen de la vida profunda, de la existencia que no es solamente la de hoy sino posible en cualquier otro tiempo, será necesario poner en una justa proporción y equilibrar las dos voces: la de una hora memorable, y la del grupo de personas que en ella se encuentran (Zambrano, 2011: 143).

Por su parte, Aventures se escucha sólo en la secuencia final, a manera de ruidos extraños mientras que Bowman camina por la recámara dieciochesca francesa, en contraposición a su respiración dentro del traje espacial, el único elemento humano de la escena. En realidad, es una pieza para varias voces que hacen únicamente sonidos altos y bajos y que representa todo lo incómodo que puede haber en el ámbito sonoro, como gritos o silbidos; es, según Sabbe, el hombre comunicando su deseo de no querer comunicarse (2004: 303), que puede representar en la cinta la extrañeza del limbo atemporal en el que se encuentra Bowman previo a su conversión en Niño-Estrella, donde ya ni siquiera hay música sino, simplemente, ruido.

Epílogo: Daisy Bell

En la escena en que la computadora HAL-9000 es desconectada, ésta se pone a cantar, antes de fenecer, una popular tonada estadunidense escrita en 1892 por Harry Dacre llamada Daisy Bell. El origen de lo que podría parecer un peculiar chascarrillo de Kubrick es más real de lo que se cree. En 1961, la computadora IBM 7094 se convirtió en la primera procesadora en «cantar», entonando el coro de dicha letrilla; esto impresionó tanto a Arthur C. Clarke que decidió introducirlo en la novela, arguyendo que era una canción que HAL aprendió desde su «nacimiento» en 1992. La computadora canta lentamente en la cinta, ritardando la melodía y agravando su voz cada vez más, hasta morir sumida en el delirio.

Aunque se trate de una computadora, HAL es quizás el personaje más humano en todo el filme a pesar, también, de que su voz se mantenga siempre en el mismo tenor y no refleje verdaderas emociones. Sin embargo, su muerte, musicalmente adornada, deja una especie de vacío en la cinta, al tiempo que funge como elemento central de aquella pregunta que se hacía Franz Liszt a mediados del siglo XIX, parafraseando a Lamartine: «Notre vie est-elle autre chose qu’une série de Préludes à ce chant inconnu dont la mort entonne la première et solennelle note?» (Calvocoressi, 1905: 79).

BIBLIOGRAFÍA

Broyden, Matthew, The rough guide to opera. The essential guide to the operas, composers, artists and recordings, 3ª edición, Londres, Penguin Books, 2002.

Calvocoressi, Michel D, Franz Liszt: biographie critique, París, Librairie Renouard, 1905.

Gaarder, Jostein, El mundo de Sofía, trad. de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, México DF, Grupo Patria Cultural, 2000.

Hipona, Agustín de, Confesiones, 13ª ed., México, Porrúa, 1999. («Sepan cuantos…», 142).

Nietzsche, Friedrich, Thus spoke Zarathustra: a book for all and none (Also sprach Zarathustra: ein Buch für Alle und Keinen), trad. al inglés de Graham Parkes, Oxford, Oxford University Press, 2005.

Palmade, Guy, La época de la burguesía, 18ª edición, Madrid, Siglo XXI, 2003.

Sabbe, Herman, «Musique de la voix chez Ligeti: sens et significance», Belgisch Tijdschrift voor Muziekwetenschap, 58 (2004).

Zambrano, María El hombre y lo divino, 4ª reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 2002. (Breviarios)

Zambrano, Raúl, Historia mínima de la música en Occidente, 1ª edición, México, El Colegio de México, 2011.

 

NOTAS


[1] Quiero agradecer especialmente a Raúl Zambrano, notable guitarrista mexicano, que originó la idea para este escrito —y aportó comentarios útiles a él— en el «Café de los viernes» en El Colegio de México.

[2] Desgraciadamente, Kubrick hace una omisión terrible al no representar en el filme la destrucción del arma nuclear por parte del Niño-Estrella, lo que es vital para entender la conclusión del ciclo humano. El director se limita, únicamente, a mostrar esta entidad observando la Tierra, para luego dar paso a los créditos finales y dejando al espectador inmerso en un mar de dudas.

[3] Para María Zambrano, hay dos formas de la ausencia de Dios: «la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto». Mientras que la primera es una conformidad confiada del ateo convencido, la segunda representa la concepción nietzscheana, rescatada por Clarke; es «la de la vida de cada hombre que no es ni pretende ser filósofo, que vive simplemente la ausencia de Dios. Y dentro de ese vivir sin Dios aún se distingue la simple aceptación casi inconsciente de ese ímpetu, de esa violencia, de esa extraña esperanza que cifra el cumplimiento de lo humano, la promesa final de nuestra historia sobre la tierra a la desaparición total de la conciencia de Dios». [Zambrano, 2002: 135].

[4] Es de aclarar que Strauss II no está emparentado con Richard Strauss; el primero era austriaco mientras que el segundo era alemán.

[5] No es coincidencia que el director utilizara otras piezas de Ligeti que van a la perfección con películas como El resplandor (Lontano) y Ojos bien cerrados (Musica ricercata, no. 2).

[6] Ligeti concibió Atmosphères con miras a sacudirse el legado húngaro de Bártok, que lo perseguía y constreñía en la Hungría comunista [Broyden, 2002: 572].

[7] Rainer Maria Rilke, Notas sobre la melodía de las cosas, cit. pos., [Zambrano, 2011: 143].

 

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Rainer M. Matos Franco. Estudiante de séptimo semestre de la carrera en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Coordinador de Corrección Editorial de la Revista Ágora del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México (2010-2011).

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