Saturday, 21st April 2012

«2666» de Bolaño: ¿la literatura como salvación?

Publicado el 24. jul, 2011 por en Ensayo, Literatura

La distopía trazada por Roberto Bolaño en 2666 no está muy alejada de nuestra posmoderna realidad: cuatro críticos y académicos amantes de la cultura vapulean brutalmente a un taxista y ese episodio bolañesco permite a Ricardo Maldonado crear sus reflexiones acerca de la literatura y la salvación. 

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Ricardo Maldonado Gutiérrez

 

Dentro de “La parte de los críticos”, uno de los cinco capítulos que componen la monumental novela 2666, de Roberto Bolaño, encontramos un peculiar pasaje en donde se habla de un taxista paquistaní que, fiel a los antiguos valores morales, no daba crédito a las palabras de promiscuidad acordada que enunciaban sus tres pasajeros. En verdad, no podía creer que dos hombres aceptaran con toda cordialidad el hecho de compartir a la misma mujer, y quizá fue ese asombro el que lo llevó a extraviarse por las calles de Londres. Entonces, al percatarse de ello, y luego de disculparse por tal percance, dijo que Londres era un laberinto, afirmación que incitó a los pasajeros, Jean-Claude Pelletier, Manuel Espinoza y Liz Norton, a discutir si el taxista había citado sin proponérselo a Borges, a Dickens o a Stevenson. El taxista, colmado ya desde las confidencias sobre sexo grupal, respondió que:

él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por el contrario, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir, Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches[1].

Acto seguido, los tres respetadísimos críticos de literatura se indignaron, pidieron bajar del taxi. Pero en lugar de marcharse, Espinoza sacó al taxista del vehículo por la fuerza y comenzó a propinarle una serie de patadas, que, cuando se cansó de hacerlo, terminó de repartir Pelletier. Las consecuencias de esa golpiza para el taxista fueron cuatro costillas rotas, conmoción cerebral, la nariz partida y la pérdida de toda la parte superior de la dentadura.

No encuentro en toda la novela de Roberto Bolaño una mejor muestra de la situación que padecen los círculos académicos a comienzos del siglo XXI. Como tantas instituciones e ideales de la vieja modernidad, la literatura –o mejor dicho, quienes la enarbolan como bandera– se ha convertido en poco menos que un ornamento sin posibilidad de fungir como la tabla de salvación que nos libere del mar de horrores en que se ha convertido nuestro mundo.

Si acaso existe una solución para remediar los conflictos de la posmodernidad, ésta no emergerá de las universidades, eso es seguro. Rafael Argullol concluye su libro El Héroe y el Único con la certeza de que ya nadie cree que los artistas puedan hacer frente al vértigo desconcientizador de nuestro tiempo. En efecto, la idea romántica de la literatura como salvación –idea que el mismo Bolaño comparte– ya no germina en la sociedad y, en cambio, ha degenerado en un culto atroz, obsesivo, en el que los escritores y sus críticos sólo forman parte del nauseabundo juego de idolatría.

La muerte de Dios, al contrario de lo que se pensaba, no inauguró la ansiada etapa de liberación del hombre en pos de su paulatina autodivinización, sino que estableció los cimientos de una nueva especie de fanatismo o pseudoreligión en la que ridículamente se erigen diosecillos individuales vestidos con los ropajes del capital, la moda o las pantallas. La desesperación ante el callejón sin salida que es nuestra vida ha orillado a los seres humanos a ceñir sus últimas esperanzas en cualquier cosa que pueda ser colocada sobre un altar. Esa necesidad de adorar algo o a alguien lleva a los cuatro críticos de 2666 (los tres ya mencionados más Piero Morini) a obsesionarse con la figura cuasi mítica de Benno von Archimboldi. Adoración que no los exime de sus pecados ni los eleva a una condición superior al resto de los mortales.

Hace poco escuché cierta interpretación sobre la última novela de Manuel Garrido, El último deseo. Se sugería que Gonzalo de Aguirre, personaje principal del libro, no debería basar sus relaciones sentimentales sólo en el sexo, pues al ser un intelectual de alto nivel, tendría que estar más allá de esas frivolidades para así concentrarse únicamente en el nivel espiritual. Desde mi punto de vista, esa percepción es totalmente errónea. Una persona puede ser culta y continuar siendo leve, una escoria. Dedicar su vida a las artes no le garantiza una existencia decorosa ni, mucho menos, la superioridad sobre un obrero o un campesino –individuos que, dicho sea de paso, han demostrado históricamente poseer mayor coraje para resistir y concretar las palabras incendiarias que los poetas alimentan sin consumirse en ellas.

Contemplemos a nuestros cuatro intelectuales y notaremos que, a pesar de que tres de ellos sean doctores y dos dirijan sus propios departamentos de letras, de que colaboren en innumerables revistas y congresos alrededor del mundo y de que hayan alcanzado las más altas cumbres del éxito profesional, eso no les impide haber golpeado a un hombre hasta casi matarlo, ni los conmina a tratar con respeto a sus admiradores o colegas del tercer mundo, a quienes más bien utilizan para su beneficio, ni les confiere un alto sentido de la amistad o la fidelidad. Y es que, siendo o no cultos, carecen del alto nivel moral que todavía nuestros padres –tristes nómadas exiliados de la Modernidad tardía– nos inculcaron. La literatura no los salva. Ni a ellos ni a nadie.

En 2666, Bolaño ataca severamente a los nuevos críticos literarios, de quienes dice que son «gente en general, repitámoslo, lúcida, aunque a menudo negada para hacer la O con un palito»[2].

Más adelante, por medio de Óscar Amalfitano, afirma que:

 los intelectuales sin sombra están siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un huracán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada, procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese animal[3].

Claro ejemplo de esos intelectuales que escuchan de espaldas y son incapaces de hacer frente a los animales colosales no sólo son nuestros cuatro críticos sino la inmensa mayoría de los “pensadores” contemporáneos. Esos que también reverencian y persiguen a su escritor alemán particular y se enajenan por completo del mundo real. Esos que, como Liz Norton, se escandalizan al ver por primera vez una taza de baño rota, pues en realidad nunca han visto nada a su alrededor más que las cuatro paredes de la biblioteca dentro de la cual se encierran.

Si Friedrich Nietzsche nos dice en El Anticristo que la absurda esperanza de la venida de un redentor y de su reino celestial nos aleja de la existencia terrenal y de todo lo hermoso que podamos hallar en ella, así también los intelectuales posmodernos se alojan en las aulas con la ridícula fe en que algún día habitarán el Parnaso a lado de su escritor favorito, mientras que se niegan a asomarse a la ventana y encarar el abismo, no el que está decorado con metáforas, interpretaciones, estructuras sintácticas, teorías y corrientes literarias, sino el verdadero, el que es adornado por hambre, incertidumbre, pobreza, violencia y desesperación.

Éste no es el espacio ideal para enumerar las atrocidades que ocurren día a día en todas las latitudes del globo. Son innumerables y quisiera suponer que, si no por nuestra experiencia personal, las conocemos al menos gracias a la prensa. Lo que creo que no sabemos, o que queremos olvidar, es que los que estamos interesados en la investigación de la posmodernidad vivimos en el mismo lugar donde ocurren esas calamidades. No obstante, somos fiel imitación de Nerón, quien, como la tradición afirma, durante el incendio de Roma se preocupó mucho más por los versos que lamentarían el suceso que por el dolor de las víctimas.

Mientras se leen estas líneas, en el mundo corren la sangre de hombres y animales, las mentiras disfrazadas de democracia, la guerra oculta pero pactada de todos contra todos, y el infierno abre sus fauces para devorarlo todo.

Está por demás decirlo: nunca uno entre los miles de millones de pobres del planeta saciará su estómago únicamente con la lectura del Don Quijote. Así, la literatura no salva la vida; nosotros tenemos que salvarla.

A pesar de la distopía planteada en 2666 y encarnada en nuestra cotidianidad, mi condición de hombre occidental me obliga a terminar estas líneas con unas cuantas pinceladas de esperanza. El abismo al que nos enfrentamos es muy profundo y termina por tragarse a todo aquel que se atreve a nacer en este planeta. Por ello, cuando Pelletier, Espinoza y Norton llegan a Santa Teresa, la ciudad posmoderna perfecta, y contemplan el desierto plagado de cadáveres –noticia que siempre fue para sus vidas una insignificante nota a pie de página–, dejan de ensimismarse en sus propias desgracias y abren los ojos a la verdadera vida, una vida que pulula de muerte. Nosotros deberíamos hacer lo mismo: lanzarnos a los caminos abandonando la absurda adoración canónica al estilo académico de los personajes de «La parte de los críticos». No es éste un llamado a que se cierren las facultades de Filosofía y Letras del mundo, ni que se muden a otro planeta los admiradores de Cervantes, de García Márquez o de Bolaño. Yo hablo de valor y compromiso.

¿Podemos darle un lugar, si no lustroso, al menos decente a la literatura en un mundo dominado por el capital? Sí, pero sólo olvidándonos de una vez por todas del arte por el arte y, por qué no decirlo, de su contraparte igual de dañina representada por la literatura panfletaria tal como la concibió el realismo socialista. Por mi parte, cuando hablo de valor repudio a aquellos indiferentes que, como los falsos cristianos, viven contentos con la ilusión de la salvación personal y aplaudo a los que, con la nimiedad de levantar su mano, vuelven menos sombrío nuestro tiempo. Y cuando hablo de compromiso veo a Amalfitano colgando un libro en el tendedero para que aprenda cuatro cosas de la vida –pues no toda la vida está en los libros–; veo a Archimboldi errando eternamente para escapar de sus falsos apóstoles; veo a Roberto Bolaño y a otros pocos como él, náufragos en un mundo que les dio la espalda, no por ello renunciando a contarle chistes a la muerte, y cuya literatura encuentra sus raíces no entre maestrías y doctorados sino en el grito que emiten los millones de huérfanos que miran dolorosamente su propio rostro reflejado en el espejo, y que siempre escriben de frente a los monstruos colosales, manchados con la sangre y la mierda y la fetidez de nuestro mundo desgarrado.

México, D.F., octubre de 2010

[*] Esta ponencia fue leída originalmente el Coloquio Literatura y Posmodernidad, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM el 25 y 26 de octubre de 2010.

 

Bibliografía

Bolaño, Roberto, 2666, Anagrama, Barcelona, 2004.

NOTAS

_______________

[1] Roberto Bolaño, “La parte de los críticos”, en 2666, p. 102.

[2] Ibidem, p. 100.

[3] Idem, pp. 162, 163.

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