Antes que apagues la luz

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Eduardo Cerdán

 

 A Freud

 

Que me da miedo la noche, le expliqué a Y. en el carro luego de nuestra primera cena. Cuando era niño, comencé, me molestaba mi sombra. En el álbum familiar hay una foto en donde aparezco de perfil, inclinado sobre un escritorio pequeño mientras dibujo algo. Frunzo el ceño, mi mejilla derecha tiene la forma de baguette mal horneado, las piernas me cuelgan. Mi madre anotó al reverso, con lápiz, «agosto de 1998». Estaba por cumplir tres años. Ese episodio, el de la conciencia de la sombra, es el momento más temprano que aún conservo vívido. Hay experiencias oceánicas, inmensas por su impacto, que moldean nuestras biografías. Amores y descalabros, duelos, ausencias, muertes: algunos peldaños forzosos en esta joda que llaman vida.

En lo que recorríamos el boulevard le conté a Y. que la cámara era negra y pesada y su estuche olía a naftalina. Después de que mamá presionó el obturador, volteé a verla para decirle que me ayudara con un problema enorme: sobre la hoja en que dibujaba había una mancha que no se podía borrar con goma. Mi madre se me acercó, empezó a reír y me explicó que se trataba de mi sombra. Acomódate de otra forma, me dijo mamá, y regresó a ver la televisión en la sala, a dos cuartos de mí. Batallé varios minutos cambiándome de postura, pero nunca logré que la mancha se fuera por completo. Terminé desistiendo y me angustié tanto que me puse a gritar. Mi madre me oyó, me preguntó qué me había pasado y, cuando le expliqué, me dijo que estaba yo loco y regresó a arrellanarse en algún sillón de la sala. La aversión hacia mi sombra no hizo más que acrecentarse y pronto se extendió no sólo a todas las sombras, sino a la oscuridad en general. Era uno de esos niños que pintaban sus sábanas de amarillo, de los que sufrían night terrors. Desde entonces, le recalqué a Y., se me dificulta conciliar el sueño. De niño temía que llegara la noche porque otra vez orinaría la cama, de nuevo despertaría con la cara empapada de sudor por alguna pesadilla en donde me sacaban los dientes con todo y encías o donde habitaba dentro de un cuento siniestro que me sabía de memoria. El relato, según apuntaba el libro del que mi madre me lo leía, era la adaptación de un cuento clásico francés. Había dos niñas, una buena y otra mala, quienes iban a un castillo encantado que las ponía a prueba a través de un perro famélico. La buena ayuda al animal y es premiada con vestidos y joyas; la mala lo desprecia y sus actos la llevan a desaparecer. Desde el cuarto donde estaban las riquezas, ambas oyeron algo que las acechaba afuera de la puerta, una presencia ominosa que se llevó a la niña malcriada. En mis pesadillas yo vivía dentro del cuarto, sin posibilidad de salir, y oía todo el tiempo pasos y rasguños en la puerta.

Pasamos un bache que sacudió todo el carro; Y. se asustó, me pidió que le diera los lentes-para-ver-de-noche que guardaba en la guantera y luego seguí contándole. Hasta que cumplí cinco años, le dije, dormí en la misma recámara que mi madre, cosa que me producía algo de alivio, pero también ansiedad. Saberme acompañado paliaba un poco mi angustia antes de dormir, pero ella me daba miedo. Cuando veía que era tarde y yo seguía despierto, mamá empezaba a regañarme y con sus gritos retrasaba mi somnolencia. A veces me arrullaba, pero su desesperación hacía que arreciara sus golpes en mi espalda. Varias noches me solté a llorar y eso la enervaba todavía más. Afortunadamente, descubrí el método infalible para complacerla: hacerme el dormido. Ya llegaría después el sueño. Somos, ni duda cabe, el niño que fuimos. Todavía hoy, en las noches, me acuerdo de esas veces en que me hacía el dormido. De noche vuelvo a ser niño y tengo ganas de llorar y las manos me sudan y menos llega el sueño entre más lo invoco; me descubro pensando que no debo moverme ni abrir los ojos porque mamá va a venir para golpearme la espalda.

Estábamos a punto de llegar cuando le solté a Y. lo poco que sé de mi padre. Tenía un buen sueldo, era maestro en una comunidad rural y se iba de lunes a viernes para volver el fin de semana con nosotros. Un sábado, cuando yo tenía dos años, papá no volvió. Todo lo que conozco sobre el asunto me viene de una memoria heredada. Mi madre se alarmó y telefoneó a donde pudo para saber el paradero de su esposo. Ese viernes, le dijeron, papá faltó al trabajo sin avisar. No volvió a aparecerse en la escuela desde entonces. Se supone que la policía buscó en las localidades aledañas, en el río que cruza el pueblo y en el cerro que lo bordea. El coche de mi padre estaba aún estacionado en el garage de la casa donde rentaba un cuarto. Inspeccionaron la recámara para hallar algo revelador: algún indicio de una amante o lo que fuera. No encontraron nada anormal. La cama estaba destendida aún y la ropa sucia del jueves sobre una silla de madera. El caso de papá hizo pensar a todos que lo de «trágame, tierra» era más que una frase hecha. Todas sus pertenencias, su coche incluido, llegaron a casa después de varios meses. Mi madre no ha cambiado la cerradura de la casa en Xalapa. Tiene la esperanza, me imagino, de que papá vuelva a aparecer.

La cochera se cerró luego de que Y. se estacionara. Entramos. Sentí vértigo. El aire denso del cuarto me hizo pensar en los viejos humores sexuales que debía de estar respirando. lY., clandestina, le pasó el billete a la voz detrás de una puerta. Se desvistió, se acostó bocabajo, me descalcé y enseguida, ya en la cama, me volví hombre al agua, presto y todo suyo. Comenzó a besarme, a morderme, a tocarme debajo del ombligo. Su diestra desabrochó el cinturón, bajó los pantalones, la ropa interior, y lo liberó, enhiesto y húmedo. Subía y bajaba su mano hábil, lo estrujaba y lo soltaba y lo recuperaba. Masajeó la punta con el índice y el pulgar, tragó saliva, descendió hasta quedar entre mis piernas y lo engulló ávida. Quise penetrar su boca, así que levanté la cadera hasta sentir su paladar. Con la lengua recorrió el frenillo, succionó la cabeza y tocó ahí, donde hervía el líquido que buscaba a gritos salir. Protegió sus dientes con los labios y dio pequeños mordiscos. Apresaba la piel delgadísima, la estiraba hasta que desaparecían los pliegues, la lamía formando círculos. Atraje a Y. hacia mi cara e hice que se recostara. Mi lengua delineó sus areolas en tanto el clítoris expuesto buscaba mis yemas. Me abrí camino entre los vellos y lo pulsé. Y. no tardó en separar las piernas y yo empecé a salivar por el deseo de sumergir mi nariz en su humedad, por conocer su clima. Con sus muslos en mis orejas saboreé la almendra ofrecida mientras ella apretaba rítmicamente las nalgas. Besé su segunda boca hasta que oí los gemidos del clímax. Luego me deslicé entre los labios abundantes y me hundí todo yo. Volví al origen, a habitar un cuerpo ajeno. Los vientres comenzaron a chasquear, la carne a chapotear en el sudor que nos separaba. Al final, Y. me cabalgó hasta sentir el chorro espeso burbujeando dentro de ella. Le gustó ver que, mientras me vaciaba, mis pupilas se dilataban y mi cuerpo se sacudía por cuenta propia. Cuando Y. se deshizo del intruso como si lo pariera, una gota larga del líquido lechoso cayó sobre mi ingle. Se acostó a mi lado. Quién no se da cuenta cuando una mujer coge bien, pensé, y vi una mosca pasar por el foco y ensombrecer el cuarto. Hice cuentas: en agosto de 1998, mientras yo apenas descubría mi sombra, Y. tenía la edad que tengo hoy y su ahora esposo ya estaba cortejándola. Sentí que el sudor en mi espalda y los fluidos de su sexo en mis dedos comenzaban a enfriarse. Discurrir sobre la gran brecha generacional entre nosotros me dio sueño. Le di la espalda a Y. y le pedí que me palmeara despacio. No seas malita y arrúllame, le dije, antes que apagues la luz.

 

 

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Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es narrador, ensayista y profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario en la Fundación para las Letras Mexicanas en 2015 y ha sido premiado en concursos nacionales de relato. Es columnista en Cuadrivio Semanal y ha colaborado en publicaciones como la Revista de la Universidad de México, Literal, Latin American Voices, Punto en línea, Círculo de Poesía y La Palabra y el Hombre. Ha sido antologado en libros como 43: Una vida detrás de cada nombre (UV, 2015) y traducido al francés.

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

1 comentario

  1. Mara Calero

    agosto 7, 2016 at 3:43 pm

    Qué cosa. Enfermizo, muy bien escrito y trabajado el cuento. El guiño a Freud es perverso y genial. La Y., el discurso que parece como una sesión de psicoanálisis, el Edipo narrador… Me encantó. Felicidades a Eduardo Serdán, comenzaré a seguirlo ya.

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