Equidad de género y cotidianidad

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Lecciones para México desde la Sudamérica de Bachelet, Fernández de Kirchner y Rousseff

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Tomando en cuenta los factores históricos que promovieron la politización de las mujeres en Argentina, Brasil y Chile, Marina Freitez analiza cómo los movimientos «desde abajo» permitieron paulatinamente el acceso de la mujer a las altas esferas del poder político en estos tres países. En contraposición, la autora describe la relación existente actualmente entre mujeres y política en México y las posibles lecciones que podrían extraerse de los procesos de cambio que se han experimentado en el cono sur en las últimas décadas.

  

Marina Freitez Diez

 

 

La reciente cumbre del G-20, celebrada los pasados 5 y 6 de septiembre, reunió entre sus 20 jefes de Estado a cuatro mujeres: Angela Merkel (Alemania), Cristina Fernández (Argentina), Dilma Rousseff (Brasil) y Julia Gillard (Australia), además de la francesa Christine Lagarde, quien encabeza actualmente el Fondo Monetario Internacional. Como es bien conocido, dos de estas cuatro dirigentes pertenecen a la región de América del Sur. Junto con Rousseff y Fernández, la recién reelecta Michelle Bachelet y Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica, completan el póker de mujeres latinoamericanas que actualmente encabezan cuatro de los países más influyentes en el plano regional, y que cuentan además con una creciente presencia a nivel continental y global. Las mujeres en nuestra región, por lo tanto, ocupan los titulares nacionales e internacionales por las razones correctas.

En contraste, en México en últimas fechas se han dado a conocer algunos acontecimientos que parecen ejemplificar la dificultad de que las mujeres accedan en igualdad de circunstancias a la discusión y al debate público. A pesar de que durante el evento conmemorativo del aniversario de la obtención del voto femenino en Palacio Nacional, el presidente Enrique Peña Nieto anunció que enviaría una iniciativa que obligase a los partidos a postular mujeres en la misma medida que hombres como candidatos a legisladores (50-50), simultáneamente, en el marco de las discusiones de la Ley de Radio y Televisión, la telebancada impidió la prohibición de programas que denigrasen a las mujeres y en Oaxaca se desconoció la candidatura de la licenciada Jacinta Aragón a la presidencia municipal de San Francisco Ozolotepec por ser mujer, con la ilustrativa frase del actual alcalde «aquí no va a venir una vieja a mandar» incluida.

Estos hechos nos llevan a cuestionarnos acerca de cuáles han sido las transformaciones políticas, económicas y sociales que han ocurrido en los países de América del Sur en las últimas décadas que han permitido que mujeres como Bachelet, Fernández o Rousseff hayan podido acceder a los altos puestos de poder político de sus respectivos países. Por lo tanto, el objetivo del presente trabajo será realizar una serie de reflexiones acerca de las experiencias chilena, argentina y brasileña con la finalidad de identificar posibles similitudes o lecciones que se podrían asimilar en nuestro país para abrir espacios de participación política a las mujeres mexicanas.

 

La realidad de las mexicanas

Antes de comenzar el análisis es necesario realizar una radiografía de la situación general que enfrentan las mujeres en nuestro país y en particular, en el ámbito político. Según el ex secretario del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano, con datos de 2011, sólo 1.7% de las mujeres ocupadas tiene un puesto de toma de decisiones en México, mientras que el 96.1% participan en los quehaceres domésticos (en el caso de los hombres esta cifra se reduce a 58.4%). Por jornada y trabajo de igual valor, las mexicanas ganan hasta 16% menos que sus contrapartes masculinas, e incluso se calcula que el 9.3% de las trabajadoras mexicanas no recibe paga. Por ley, los patrones están facultados para solicitarles a las mexicanas un certificado de no gravidez.[1]

La situación en el plano político es igual de preocupante. Según datos de Macarita Elizondo Gasperín, consejera electoral del Instituto Federal Electoral, tres de cada diez mexicanas piden permiso para decidir por quién votar.[2]  Asimismo, en el caso de mujeres candidatas, frecuentemente tienen que financiar de sus propios bolsillos sus campañas, al no recibir apoyo de sus respectivos partidos.

En el Congreso la participación femenina es poca. Actualmente, en el plano nacional, de acuerdo con Flor Zamora Flores, las mujeres ocupan sólo 37% de los escaños de la Cámara de Diputados y 33.6% de la de Senadores. En perspectiva histórica, desde que se otorgó el voto a la mujer en 1953, sólo el 14% de las curules ha pertenecido a mujeres y su papel se ha relegado sólo a ciertos temas, lo que ha fomentado que, tal y como advierte José Carbonell, estén ausentes en comisiones tan importantes como las de Presupuesto, Puntos Constitucionales o Gobernación.[3] En el plano local, sencillamente no se aplican las cuotas de género, por lo que la participación femenina es sumamente baja y no alcanza ni siquiera el 25%.[4]

Si la presencia de mujeres es poca en el poder legislativo, la situación es aún más preocupante en el resto de la administración pública. En la actualidad, sólo hay tres mujeres en el gabinete (Desarrollo Social, Turismo y Salud, secretarías estereotipadas como típicamente femeninas) y no existe ninguna gobernadora. Más alarmante aún es que en la historia de nuestro país sólo ha habido seis mujeres gobernadoras, dos de las cuales ocuparon el puesto de forma interina.[5] En el plano municipal, sólo 5% de las demarcaciones son presididas por mujeres. Según el Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género, en 2012 únicamente 24.9% de las sindicaturas y 37% de las regidurías estaban en manos femeninas.[6] Leticia Santín del Río señala que, al analizar las plataformas electorales para el periodo 2012-2018 del actual sistema de partidos, no se prevé un cambio en la participación política de las mujeres en el ámbito municipal en el futuro próximo.[7] Finalmente, en el poder judicial la historia es muy parecida, pues de los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) únicamente dos son mujeres.

 

Las experiencias de Argentina, Brasil y Chile

Conociendo esta información, podemos ahora analizar los hechos recientes que han ocurrido en Sudamérica en las últimas décadas, los cuales han permitido el ascenso de las mujeres a las altas esferas del poder político a nivel nacional.

En Chile, en Argentina y en Brasil, previo a la llegada de Bachelet, Fernández y Rousseff, tres factores condujeron a una serie de transformaciones que favorecieron la participación de las mujeres en el espacio público: los movimientos de mujeres, las políticas neoliberales de ajuste estructural y los procesos de democratización posteriores a las dictaduras militares. La lucha en contra de las dictaduras militares, así como la movilización en contra de la represión, tortura y/o muerte que sufrieron sus familiares, hijos, hijas o esposos, fueron catalizadores que obligaron a las mujeres a salir a las calles e involucrarse en la lucha política y en los procesos de democratización que se consolidaron durante las décadas de los ochenta y noventa.

En ese proceso de politización y movilización social, las mujeres chilenas, argentinas y brasileñas comenzaron a cuestionar las estructuras patriarcales y el autoritarismo imperante en prácticamente todas las esferas de la vida pública y privada de sus respectivas sociedades, que permeaban desde la familia, las fábricas y la educación, hasta las organizaciones intermedias y los partidos políticos. Las mujeres reconocieron el autoritarismo cotidiano que enfrentaban y comenzaron un proceso de cuestionamiento desde los orígenes, desde las estructuras más básicas, como la familia, en donde se institucionalizaba la autoridad indiscutida del padre, lo que, a su vez, generaba discriminación y subordinación de género, que posteriormente se permeaba a todo el resto de la estructura social.

Como consecuencia de estos procesos, las demandas de equidad de género se hicieron parte del proceso de transición democrática que experimentaron estos países en la década de los ochenta. Por ejemplo, el lema del movimiento chileno, acuñado a principios de la década, que exigía democracia «en el país, en la casa y en la cama», condensó el sentimiento de los movimientos de mujeres en contra de las dictaduras, promoviendo la idea de una relación directa entre democracia y equidad de género, ejemplificada en otros célebres lemas como «no hay democracia sin feminismo».

Estos procesos permitieron ampliar y profundizar la experiencia política de las mujeres y su confianza en sí mismas. Como ejemplo de este cambio de mentalidad vale la pena recordar la declaración de una brasileña líder de una organización vecinal, publicada en la década de los ochenta, la cual ilustra lo que estaba ocurriendo en las mentes de las chilenas, argentinas y brasileñas que estaban involucrándose en estos procesos:

[…] me descubrí a mí misma […] No había descubierto que la mujer […] siempre estaba oprimida, aunque tuviera derechos. La mujer tenía que obedecer porque era una mujer […] Fue en el movimiento de mujeres que vine a identificarme a mí misma como mujer y a entender los derechos que tengo como mujer.[8]

La participación de las mujeres en movimientos sociales también promovió un cambio de costumbres en el ambiente doméstico. Las mujeres dejaron el hogar para atender el movimiento en las tardes, donde desarrollaban, entre otras habilidades y experiencias, la capacidad de hablar en público, mientras que sus compañeros eran compelidos a asumir más responsabilidades en el trabajo doméstico y con las hijas y los hijos. Esto se vio fortalecido por la creación, desde los años sesenta, de una serie de movimientos de mujeres en cuyas reuniones típicamente se discutían problemas de la vida cotidiana y matrimonial, los cuales permitieron fomentar la socialización y la construcción de redes que se fortalecerían durante los años de la dictadura.

El más famoso de los movimientos de mujeres sudamericanos contra la dictadura, y que perdura hasta hoy en Argentina con una importante influencia en la vida política de ese país, es el de las Madres de Plaza de Mayo. Este movimiento debe su nombre a las reuniones semanales que realizaban cientos de madres en esa plaza para pedir al gobierno la recuperación con vida de los detenidos por la dictadura y, posteriormente, para exigir justicia tras su desaparición. Uno de los grandes aportes de las Madres de Plaza de Mayo al feminismo ha sido cambiar significados de género relacionados a la maternidad, como el cambio de la obediencia y la sumisión por la rebelión y la contestación,[9]así como romper con la dicotomía social espacio privado-femenino/espacio público-masculino.[10]

La movilización de las argentinas no se limitó al periodo de transición democrática y se ha mantenido vigente hasta nuestros días. En 2001, durante el periodo de crisis económica, las mujeres argentinas tuvieron un rol fundamental en las movilizaciones y la reorganización social que se gestó durante estos años. El activismo cotidiano nuevamente transformó las experiencias de las mujeres y sus percepciones sobre la política y las relaciones de género. Algunos espacios, como las cocinas comunales que surgieron para paliar el hambre, permitieron a las mujeres reunirse y cuestionar su subordinación colectivamente.[11]

Las clases dirigentes respondieron a estas inquietudes a través de la apertura de espacios de participación en la vida política para las mujeres. Por ejemplo, en el caso chileno, los gobiernos de la Concertación hicieron grandes avances en políticas de igualdad de género desde 1990. La agenda política de los movimientos de mujeres fue asumida en gran medida por el gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994). En Chile, luego de la época de movimientos de mujeres contra la dictadura, se hizo «normal» su presencia en todos los ámbitos de la vida nacional, desde el deporte, el arte y la cultura, hasta la defensa.

 

Conclusión

Las movilizaciones de las mujeres sudamericanas durante los años de las dictaduras militares tuvieron impactos definitivos en las relaciones de género al poner en cuestionamiento la asociación de la mujer con la pasividad y la obediencia y mover sus tradicionales preocupaciones domésticas a la esfera pública. Las luchas que las sudamericanas emprendieron originalmente en el espacio público por sus compañeros o compañeras, por otros y otras, se transformaron eventualmente en luchas para sí mismas.[12] En conclusión, los procesos sudamericanos son un ejemplo claro de que cambios cotidianos y paulatinos desde abajo permiten a la larga alcanzar logros materiales que se traducen en mejoras en la condición de las mujeres.

A partir de esa conclusión, podemos retomar el tema de las mujeres mexicanas abordado al inicio del texto. Empecemos con el análisis de las «buenas noticias». Llama la atención que el anuncio presidencial del envío de la iniciativa de paridad de género no venga acompañado de otras acciones que dependan más directamente de la actual administración, como la paridad en el gabinete mismo o algunas otras medidas similares a las que se han tomado en América latina. Al respecto podemos mencionar un par de ejemplos. El Estado ecuatoriano en la administración de Rafael Correa ha igualado los salarios de las funcionarias y funcionarios y tiene incorporado en la designación de su gabinete el principio de equidad de género, por el que se llegó a incluir a 18 ministras. En segundo lugar, Michelle Bachelet fue la primera presidenta en la historia en conformar un gabinete paritario.

Los atrasos en México en cuanto a equidad de género son ilustrados no sólo por las estadísticas mostradas a lo largo del trabajo, sino por frases como «aquí no va a venir una vieja a mandar», que demuestra que el camino por recorrer para alcanzar la paridad de género en el ámbito político aún es largo. En la permanencia de esta situación también tienen responsabilidad otros actores, como los medios de comunicación, quienes se han encargado de difundir masivamente ideas y pensamientos como los que tiene el alcalde de San Francisco Ozolotepec, o el poder legislativo, que no ha tomado medidas contundentes para poner un alto a la violencia de género que afecta a millones de mujeres en todo el país.

Las chilenas, argentinas y brasileñas han dado grandes lecciones al enfrentar las estructuras tradicionales en medio de condiciones muy adversas. Los triunfos de Bachelet, Fernández y Rousseff en las urnas son sólo un ejemplo más de un proceso de transformación que lleva décadas consolidándose. Las mexicanas debemos hacer nuestras las lecciones de Sudamérica. Además de exigir y fomentar que se lleven a la práctica acciones para promover la equidad de género «desde arriba», es necesario que, desde cada hogar, cada familia, desde la cotidianidad, se comience a construir una nueva visión sobre el papel que deben desempeñar las mujeres en la sociedad y en la vida pública. Animar el activismo público de las mujeres es indispensable para ello. Por lo tanto, será trabajo de cada persona aprender de las lecciones sudamericanas y cada día actuar para destruir las ideas y los actos que conforman el patriarcado mexicano y universal.

 

 

 

NOTAS


[1] Javier Lozano, «Sociedad machista». México, Secretaría del Trabajo y Previsión Social, 22 de marzo de 2011. Disponible en: http://www.stps.gob.mx/bp/secciones/sala_prensa/boletines/2011/marzo/articulo_sociedadmach.html.

[2] «¿Habrá que echarle leña al fuego?». Excélsior, México, 26 de junio de 2011.

[3] «Mujeres, representación popular y municipios», Excélsior, secc. «Todas». México, 21 de mayo de 2013, p. 12.

[4] De acuerdo con Rodolfo Tuirán, en 2011 fue de 22%. «Más mujeres para cambiar este país», SUMA. México, 19 de junio de 2012.

[5] CNN México, «¿Cuántas mujeres han sido gobernadoras en México?», CNN México, 17 de octubre de 2013.

[6] Subsecretario de Educación, «Ciudadanía incompleta», Excélsior. México, 8 de marzo de 2011.

[7] Luz Cabrera, «Resistencias e igualdad en los gobiernos municipales», Excélsior. México, 28 de mayo de 2013, p. 8.

[8] Caldeira (1987, 95-96), traducción propia, citado en Helen Safa, «Women’s social movements in Latin America», Gender and Society, Vol. 4, No. 3, Special Issue: Women and development in the Third World, Sage Publications, septiembre de 1990, p. 360.

[9] Lola Luna, «Mujeres y  movimientos sociales», en Historia de las mujeres en España y América. Barcelona, Cátedra, 2006,  p. 663.

[10] Cf. Elizabeth Borland y Barbara Sutton, «Quotidian disruption and Women’s activism in times of crisis, Argentina 2002-2003», Gender and Society, Vol. 21, No. 5, octubre de 2007, pp. 702 y 714.

[11] Cf. Gingold y Vásquez, 1988, citado en ibid., p. 664.

[12] Julieta Kirkwood, Ser política en Chile: las feministas y los partidos. Chile, FLACSO, 1986, pp. 200 y 201.

 

 

 

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Marina Freitez Diez (Valencia, Venezuela, 1989) es licenciada en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Actualmente, se desempeña como funcionaria pública del Gobierno del Distrito Federal. Correo: marinafd@gmail.com.

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