Fin de Hombre

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Vladimir Amaya

 

 

Poemas de Fin de Hombre (Ganador de Juegos Florales, Sonsonate, mayo 2013) (poemario posterior a Tufo, 2014)

 

No hay vuelta en el cadáver

No hay regreso a la cordillera de lo que fueron su coraje y su ternura.

No hay nada en él

que detenga la soledad de sus ropas dentro de una maleta vacía,

o algún mapa que lleve de vuelta nuestra pupila errante hacia su ojo.

 

Tanto amor entre las manos.

Mucho amor,

y un beso ahora sólo es una palabra.

(Vacíos nuestros labios al decirla)

 

No hay en el cadáver

una última vuelta hacia la vida.

 

Ceniza hoy donde creció su abrazo:

un pozo abren en la tierra

para todos esos días que se lleva consigo.

 

«Buen viaje», le dicen,

«Hasta pronto», le dicen algunos,

«Hasta la eternidad», le dicen los más soñadores.

 

No.

No hay vuelta.

No hay vuelta en el cadáver.

Y es que no hay.

 

Hoy sólo es

ese callejón sin aire;

cadáver para un ataúd,

(el cadáver siempre es el ataúd de los vivos que quedan);

 

es un túnel espeso y sin salida,

 

Y es que no hay.

No hay vuelta en el cadáver.

No hay vuelta.

No.

 

 

Poesía, te oí caer sobre mis úlceras,

derramada para mí en una sola luz, abundante, higiénica.

Te oí caer y entendí la tempestad

y la sordera de quienes se comen los ojos en la noche

para no ver su herida más sucia en los espejos.

 

Te oí caer en el humo de mis estropajos,

y en tu cálida voz lavé mi sombra

y entendí el mineral y la fibra de tus galaxias.

 

Sin entender tu nombre, puse tu nombre sobre las arenas del mundo.

Me olvidé del mundo y besé toda arena con mis párpados.

Porque naciste en mi mano antes que yo naciera.

Y te oí caer y eras el golpe al final de los besos, el grito al final de los sueños.

Pero no respondí,

no respondí hasta ahora que regreso de la ruina de mí mismo,

en un galopar de furiosos caballos.

Porque abrí el cerebro de tajo, cual fruta, y lo comí entero.

 

Te oí caer sobre cadáveres de niños, y fui feliz.

Te oí caer entre esos cadáveres, monumental.

 

Te oí caer, gota de saliva,

gota de mí que encontré necesaria en la sed, en la noche, junto a las estrellas.

 

Y los ídolos cayeron y también las casas.

Los años y los segundos, todo cayó contigo.

 

Te oí caer

y vi hombres tristes crecer a tu lado.

Hombres eternos y tristes,

y los seguí hasta olvidar la muerte y mi cadáver;

conocer el mar, abrir tus manos,

nombrar mi amor eterno;

caer sobre el mundo para oír el amor correr por todas las venas;

escuchar en tus ojos

mi sangre construir mi otro cuerpo.

 

 

Mi padre abrazó al humo

sin saber que el humo fue su padre.

Lo abrazó y quedó sin brazos,

tirado en el suelo, como padre de lo sucio.

Besó vidrio, hiriéndose los ojos con ese beso.

Sangró humo mi padre cuando regresó del beso.

Calló por horas su oscuro vinagre y sólo escupió cáscaras de cariño.

Abrazó el humo de fábricas lejanas,

el de calderas profundas,

el de sus cigarros.

 

Mi padre abrazó al humo con su ancho rencor de hombre asmático.

Me dijo que soy hijo del humo,

que debo aprender a vestir su ojo,

a calzar su músculo dentado,

porque el humo es cadáver etéreo

―siempre último grito de las cosas que arden bajo la piel―.

 

La casa se quemó y mi padre abrazó al humo.

Mi madre se quemó entre sombras y lágrimas, y él abrazó al humo.

Leyó el humo en el odio de sus manos,

leyó el humo en las líneas de todas las piedras.

Me dijo que yo no tengo alma,

que el humo sólo es el alma de todos los fuegos;

que todo lo que brilla junto a mis manos, mañana será humo.

 

Las palabras de mi padre oxidaron el cielo.

Por eso humo su escama, su páncreas;

de humo, su espina más amada.

 

«Nada más fuerte que el humo,

nada más terrible que el humo», me dijo.

«Los poetas no saben nada del humo», sentenció.

 

 

No hemos vivido a nuestros muertos lo suficiente.

Pronunciar sus nombres es en vano.

Por muy joven que haya sido su arruga

la vida inconclusa es la nuestra.

 

He aquí, entre las lágrimas, las fechas cuando sus cruces se erigieron sobre panales oscuros.

Aquí, junto a mi pan, el hambre que les dejó desnudo de migajas.

Pero no hemos vivido demasiado su muerte

aún faltan soles más profundos que sus infartos, que sus tumores, que sus asesinos

para aprehender la ceniza que les robó las lámparas del rostro,

y encontrar sus ojos en el joyero, una oreja suya en el portalápices.

 

Pronunciar sus nombres

sólo es gastar oxígeno que a ellos ya no les sirve,

es construir ataúdes y hacerlos llorar como guitarras.

No hemos vivido suficiente su memoria, su estambre de dolor continuo.

Llevar sus flores, sus argollas,

es poco

y vale menos que la mugre sobre nuestras camisas.

 

Esto que digo es otra tumba: no hemos vivido a nuestros muertos lo suficiente.

No merecemos caminar a la habitación de su estirpe.

Su oro no es ni será nuestro oro.

Vivimos la vergüenza y la soledad con los ojos cerrados

porque cada mañana, porque cada noche

morimos una vida, y otra, y otra vida sobre su muerte.

 

 

Golpéame, hermano, golpéame;

acuchíllame los ojos,

arráncame las orejas porque he escuchado al mar decir tu nombre.

En el estómago golpéame,

en la cabeza.

Cortos son los hilos de sangre que nos separan,

porque no son las ciudades, no son las noches con sus moscas

es la sangre, hermano.

Golpéame la sangre con los últimos martillos de tu sombra.

Golpéame, no te quedes sin golpearme en este vértigo,

en esta luz que se arrastra voraz a nuestra puerta.

 

Con fuerza, hermano, como besando a una novia.

Golpéame con tus dos toros,

uno tras otro embistiendo,

imponiéndose sobre el cuerpo

como cuando la lluvia llega con sus botas oscuras a los campos

y derrumba puentes.

Golpéame la cara, hermano, la cara;

porque sé que cantas la tarde,

porque sé que esperas todos los abismos y lloraste ya todos los trenes.

Muérdeme el hígado que voy a tu lado en este humo;

porque sé, no habrá día para mi cruz en tu calendario.

 

Golpéame el corazón porque no entiendes su caligrafía.

Hazlo sin ternura, sin piedad pero con tus lágrimas.

Soy el hombre que camina al otro lado de tu espejo,

el que sabe tu calabozo, tu dios y tu mesa.

 

Soy yo, y golpéame los riñones.

Arranca mi cabeza y déjala en un parque.

Golpea profundo, pega profundo en el cuerpo,

como quien cava la tumba para un padre o un hijo.

 

Quiebra el hueso, hermano,

desgarra y abre, una a una, mis costillas.

Golpea para regresar a casa,

patea, desmiembra, para volver al árbol de nuestra sangre.

No me dejes solo y golpea,

abolla, aplasta, rompe,

hasta encontrar tu amor enterrado en mi pecho.

 

 

Poemas de La princesa de los ahorcados y otras criaturas aéreas (poemario posterior a Fin de Hombre)

 

Raras aves que fueron del paraíso

 

                               VII

 

Andrea es un recuerdo con la altura y la melancolía de un astro.

 

Ella solía brillar cuando yo estaba en el fondo de esa lágrima que debió haber sido suya.

 

Durante algún tiempo,

a cada minuto de nuestras pequeñas vidas,

ocurría el preciso instante cuando decidió irse.

Y la veía marcharse cada noche antes de dormirme.

No podía detenerla,

no quería detenerla, a veces.

Supuse que en su momento llegaría a ser una más de mis arrugas,

y yo una más de sus canas. Sólo eso.

 

                               VI

 

Ella vivía a cuatro pisos de mi cariño.

Yo tenía doce años y empezaban a gustarme los jugos de manzana.

Ella tenía catorce sonrisas en su edad, las más dulces, de seguro, de toda su vida.

Yo era demasiado viejo, de algún modo, como para besarla en los labios.

 

                               V

 

Una tarde dejó de hablarme

o en una tarde yo dejé de buscarla,

y se terminaron los paseos en bicicleta,

el viaje a tirar piedras a los techos de las casas abandonadas al final de los pasajes

y ese reír solamente porque era posible.

 

 

                               IV

Por mi cuenta sólo me hice mayor en los días de lluvia.

A veces la alcanzaba a ver con alguien de la mano,

porque aún seguía viviendo a cuatro pisos de mi cariño,

y había dejado de tener catorce sonrisas hacía mucho,

y algunas lágrimas habían pasado ya por las mejillas de su corazón.

 

En otras manos la vi crecer

y la vi amar

con esa dulzura que debió de haber sido para mí.

 

III

 

Hubo ocasiones cuando la encontré en la calle, sola,

e iba con sus libros bajo el brazo.

Al verme, se entregaba a la nada, cambiaba de acera,

y éramos barcos que naufragaban en mares distintos

golpeados por el mismo témpano.

 

Y qué decirle, si ella era mi palabra, violenta, vehemente.

Y qué esperaba de ella,

si mi miedo era una mano sobre su boca.

Nunca lo dijo. Nunca lo dije.

De todas formas, el silencio fue nuestro hijo.

 

II

 

En esos pétalos que arden en la vida,

su gesto fue siempre el de aquella niña aprendiendo a ser muchacha;

era también mi mueca de niño jugando a ser un hombre tonto.

Pero cada uno entendió, como pudo, el torcido renglón de su plana.

Y en las ejecuciones del mundo fuimos los espectadores.

Algo nos hizo detener el rostro sobre los helados aguijones del polvo

y llegar por último a nuestras culpas;

aprender a ser nosotros sin nosotros.

 

                               I

 

Llegó el cambio de estación

y todos los pájaros amanecieron muertos.

Todos los corazones amanecieron iluminados.

 

El mundo era otro en nuestros antiguos ojos de niños.

Y yo la miraba sin mirarla ya.

Un día me fui para no presenciar más todas sus despedidas,

para no rondar más por sus cabellos,

para no sentir su olor a relámpago en mi insomnio.

Me fui,

aunque mi cariño se quedó a cuatro pisos de su casa.

 

Si me viera, no me reconocería ahora;

si la viera, no supiera ciertamente si fuera ella.

 

Tengo edad para la arruga y no la encuentro;

tiene edad para la cana y no me encuentra.

 

Perversa es toda esta ternura de la nostalgia.

 

 

 

Poema suelto de distinto trabajo aún por armar.

 

 

Otra vez sin monedas, camino de regreso a casa

     

Las calles de esta ciudad

lo son sólo cuando caminas sobre ellas,

y éstas te caminan.

 

Y llegar por esas venas de asfalto candente y apolillado por la lluvia

es estar llegando por primera vez a la ciudad, todas las veces.

 

Ahí,

es la misma gente alrededor desde hace muchos años:

los padres que ayer fueron los hijos,

los abuelos que un día fueron los padres,

los hijos que ahora tienen hijos.

 

Nuevas casas

donde antes un parque, donde antes una oficina;

y una oficina, donde antes era una casa o un parque:

ciudad que cambia

y no abandona su primera piedra.

 

Y hay algo en mi ciudad,

lo noto desde sus calles llenas de atropellados y protestas,

algo que la hace tierna y triste como una madre desahuciada.

 

En sus plazas,

los novios que aún esperan la luz del primer faro;

las novias que aún lloran el último beso que jamás recibieron;

y los masacrados,

los olvidados de fechas inolvidables

siguen en el mismo corazón-plaza de todos los siglos.

 

Yo camino sobre estas calles

sin prisa, sin apremio alguno,

(esta ciudad es tan pequeña

que cualquiera de sus calles me lleva hacia mi casa.)

 

Cruzo las arterias,

los puentes

sobre un río que aguarda la próxima tormenta

para levantarse y tomarse estas calles en nombre del mar.

 

Cruzo pasajes donde esperan el cuchillo y la bala,

y la boca del hambre con los labios pintados de amor.

 

Y es que estas calles

te llevan a puertos de huracanes,

a burdeles, como a iglesias;

a un cadáver de perro, como al de un niño.

 

En mi ciudad las calles no son largas.

Largo sólo el cielo;

largos los sueños,

las esperanzas

y el dolor,

que son el mismo promontorio de basura sobre estas calles.

 

 

Del libro La ceremonia de estar solo (El Salvador: Leyes de Fuga Ediciones, 2013)

 

Agujero de gusano

 

Comparto la misma edad con mi padre.

Él y yo somos de musgos distantes.

Somos del frío.

 

Venimos

con la canción del otro sucia sobre el pecho,

al unísono

con idéntico rostro hecho pedazos.

 

Mi padre y yo

nos llevamos amarrados a la sangre

desde un tiempo remoto y terrible.

 

Yo estuve con él

cuando aún dormía en el vientre de mi abuela,

y soñaba en su sueño, que era el mío,

la sal rosada

de un mundo entonces ignorado.

 

Grité con él su primer latido

cuando transparente se eclipsó con la vida.

 

Sus primeros pasos también fueron mis primeras sendas.

Mis primeras palabras soltaron amarras desde su boca.

 

Y fui con él dentro del tornado de las hojas,

en el dulce resplandecer de los frutos.

 

Fueron los primeros inviernos de mi padre

los que me dejaron herido el recuerdo de esta lluvia.

 

Besé con él a todas sus novias.

Todas sus novias fueron mi primer beso en el mundo.

También besé a mi madre en el día de su boda.

 

Con mi padre entré a las cárceles, a los burdeles

y a los psiquiátricos de todas las ciudades.

 

Fue la soledad de mi padre mi «primera comunión».

 

Yo estuve con él

frente a ese espejo sin respuestas

y supe de barcos hundidos, de trenes oxidados.

 

Estreché las manos que mi padre estrechó en su momento.

Con él probé

las vísceras de la tarde hechas duro hueso de tinieblas

y también le di la espalda a Dios

el día en que rechazó todo cáliz.

 

Mío fue su primer alcohol

que quemó en ese instante mi garganta para siempre.

 

Su puño fue mi puño en mi cara de siempre.

Con él era yo, injuriándome siempre.

Conmigo era él, culpándome siempre.

 

Y fui con él.

Y vine.

Estoy.

 

Comparto la misma edad con mi padre

y hoy que muere

también la muerte me lleva.

 

 

 

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Vladimir Amaya (San Salvador , 1985) es licenciado en Letras graduado por la Universidad de El Salvador. Fue miembro fundador del extinto taller literario «El Perro Muerto». Ha publicado los poemarios: Los ángeles anémicos (Editorial EquiZZero Soyapango, 2010), Agua inhóspita (Colección Revuelta, volumen II, San Salvador, 2010), La ceremonia de estar solo (Leyes de Fuga Ediciones, San Salvador, 2013), El entierro de todas las novias (Editorial Universitaria, San Salvador, 2013) y Tufo (Laberinto Editorial, San Salvador, 2014). Además las antologías: Una madrugada del siglo XXI (s/e, San Salvador, 2010), Perdidos y delirantes: 36-34 poetas salvadoreños olvidados (Zeugma Editores, San Salvador, 2012), Segundo índice antológico de la poesía salvadoreña (Editorial Kalina/ Índole Editores, San Salvador, 2014) y Torre de Babel. Antología de la poesía joven salvadoreña de antaño (Editorial EquiZZero, 2015). Dirigió, cuando era estudiante, el boletín de poesía «La huesera colectiva» en el Departamento de Letras de la UES. Ha publicado poemas y ensayos en revistas y periódicos. Se dedica a la docencia e imparte talleres de escritura.

 

Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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