Ana sonríe

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Ilustración: © Gabriela Morán

 

Denise Phé-Funchal

 

Ana sonríe

 

Es agosto y llueve. En el estudio al final del patio, los pinceles descansan por todas partes, los pomos de pintura, adornados con gotas que se deslizaron para secarse y pequeñas arañas se asoman detrás de los cuadros inacabados, un poco enmohecidos, recostados al fondo del estudio de paredes blancas manchadas por viejas pruebas de color. Ana no fue a trabajar. Esa mañana decidió quedarse en casa. Luego de dejar a los chicos en el bus, volvió, cerró la puerta principal con llave, llamó a la oficina, dijo que los chicos estaban enfermos y pidió permiso para quedarse con ellos. El jefe no preguntó nada pero Ana supo que la despediría. El perro amarillo está sentado a su lado frente al ventanal que da al pequeño patio interno. Llueve. Mientras acaricia la cabeza del perro amarillo, Ana piensa en las miles de cosas que puede hacer para ganarse la vida luego del lunes. La voz del señor Abe era definitiva, como la de Carlos aquella vez que le había dicho el lunes hablamos, Ana. Ocho años después y aún puede escucharlo decir el lunes hablamos. Mientras camina por el largo pasillo de la casa, sueña con las voces de los chicos, con sus risas. Piensa en lo que le contarán que vieron por la ventana del bus, lo que hicieron ese día. Llegarán pronto pero Ana se va para atrás, a la pequeña cabaña que alguna vez acomodó como estudio. La puerta se abre a las seis y media, como siempre. Las voces de los chicos y de Alba –la mujer que los recoge en la parada del bus y se queda con ellos hasta que Ana vuelve– inundan la casa. El perro amarillo sale a recibirlos, no mueve la cola y ladra, ladra sin parar. Alba lo calla, pero el perro sigue, no juega con los chicos, ladra frente a la puerta del jardín que Ana cerró. Cuide la casa, le había dicho mientras se quitaba los zapatos. El perro quiso seguirla y trató de evitar que cerrara la puerta interponiendo su hocico. Ana, que ya había bajado un par de gradas, lo empujó con la rodilla derecha y repitió, cuide la casa, ladre cuando vengan los chicos, y cerró la puerta. El perro la escuchó bajar las gradas descalza, sus pies chapoteaban en las pozas de las desiguales gradas, la escuchó caminar despacio por el camino de lozas que atravesaba el jardín. Cuando se mudaron a esta casa, Ana había sembrado un huerto. Ahora sólo crecía la hierba alimentada por la lluvia. La escuchó alejarse por el camino y percibió el cambio en el sonido de los pasos lejanos cuando Ana entró al estudio. Ana no encendió la luz. El perro se echa frente a la puerta del jardín hasta que escucha la llave meterse en la cerradura principal y sale corriendo a recibir a los chicos. Ana no enciende la luz cuando la tarde termina de caer. Sabe que los chicos han vuelto del colegio. Desde la ventana del estudio mira hacia la casa, la luz de la cocina se enciende y el perro ladra. Recordó el primer día en su estudio. Los chicos jugaban afuera, decidían dónde sembrarían tomates y zanahorias, dónde iría el albahaca y el perejil, ponían banderines de paleta de helado y papel con dibujos que habían hecho por la mañana y que permitían identificar las macetas para los chiles de aquellas donde iría el ajo y de la otra destinada a la hierbabuena. Mientras los chicos reían, ella arreglaba el estudio, colocaba cuidadosamente los botes de pintura, los pinceles y los botes de solvente. En un rincón había colocado una canasta de mimbre alta y profunda en la que guardaba cosas que le ayudaban a darle textura a los fondos de sus cuadros. Papel aluminio, hojas secas, telas y cuerdas de distintos grosores. El perro amarillo era cachorro y jugaba con el trapeador que había dejado recostado junto a la puerta. Ana preparaba su espacio. Ahora el perro ladra de nuevo. Ana mira su reflejo en el espejo que, tres años atrás, había colocado sobre una de las paredes para que la pequeña habitación pareciera más grande. La luz del patio vecino que entra por la ventana alumbra la canasta de mimbre, Ana se acerca y saca una a una las cosas. Telas, papeles, cuerdas delgadas, lanas, cuerdas gruesas, todas llenas de polvo que cubría los rastros de pintura de colores. Los chicos abren la puerta del patio, pero la voz de Alba que les dice chicos vamos a la tienda, los detiene. Sólo el perro sale corriendo, busca a Ana en el estudio, se queda un momento con ella mientras acomoda el banco también lleno de manchas de pintura y cubierto por el polvo. Ana le rasca la cabeza y se inclina para darle un beso en la punta de la nariz. El perro gime. Sale corriendo, atraviesa el jardín y espera inquieto a que Alba y los chicos vuelvan de la tienda, los espera ladrando. Cuando Alba mete la llave en la cerradura, la vecina asoma la cabeza a la ventana y dice algo le pasa a ese perro, lleva ya un par de minutos casi aullando, qué raro porque la señora Ana volvió hace rato. Los chicos entran corriendo, llamando a Ana, pero nada, sólo el silencio más pesado que el ladrido del perro amarillo que corre veloz a través del patio, de un lado a otro, va y vuelve y para frente a la puerta del estudio y ladra más fuerte sin mover la cola y vuelve a correr. Alba enciende los reflectores que alumbran el patio y les dice a los chicos que caminen sobre las piedras, que con este clima y la hierba crecida puede salir un sapo por ahí o una alimaña y darles un susto. Mientras se acercan al estudio, los chicos le apuestan a Alba que seguro un gato o una enorme rata se ha metido al cuarto empolvado. El perro amarillo ladra, los pasos de los chicos suenan en los charcos, sus risas llenan el jardín. Los chicos ríen imaginando a mamá subida en un banco, quizá sobre la mesa, protegiéndose del animal que la tiene encerrada en el estudio. Ríen. Ana no los escucha. El perro ladra. Frente a la entrada del oscuro estudio los tres tragan saliva antes de que Alba, nerviosa y sonriente, con un palo en la mano, se decida a empujar la puerta apenas entreabierta. El chico ríe nervioso y cierra los párpados, la chica lo imita y toma fuerte de la mano a Alba que pronto grita. El perro ladra. Ana sonríe. Los chicos no pueden hablar. El banco está tirado. Ana cuelga al centro de la habitación. Una cuerda gruesa, con manchas de distintos colores rodea su cuello.

 

I

Ana sueña

 

Ana se despide de los chicos que corren a la parte trasera del bus para decirle adiós. Aún es temprano. Tiene tiempo para el segundo café de la mañana, hojear el diario, ponerse los zapatos de tacón, servir la comida del perro amarillo, el agua y revisarse el maquillaje. Son las seis treinta de la mañana y en cuarenticinco minutos, a más tardar, debe salir rumbo al trabajo. Atravesar la calle, ser bañada por el humo de un bus o de un camión viejo, esperar la unidad y hacer el recorrido de cuarenta minutos que la deja a dos calles del trabajo. Mientras camina, Ana sueña con tener un auto pero cada vez que cierra los párpados pensando en él, recuerda el accidente, el amigo al volante, ella con la chica en los brazos, dos perros –uno gris y una café– en el sillón de atrás, con el chico. Una curva y luego el barranco, el auto plateado perdido para siempre y ella, con tacones rotos y falda rasgada, sacando a todos del auto. Los chicos bien, el amigo bien, los perros muertos. Ana olvida el auto. Hoy no, no quiere subirse al bus lleno de gente triste que mira por la ventana, no tiene ganas de esquivar el retrovisor del bus por miedo a encontrar en sus rasgos la misma mueca triste de todos los que viajan con ella. Esperará a que sean las siete y media, a que el señor Abe esté en la oficina y llamará, dirá que los chicos están enfermos y que debe quedarse a cuidarlos. Ana camina las dos calles que separan la parada del bus del colegio y la casa. Aspira el olor de la panadería y sueña con los panecillos con mantequilla que su abuela Libertad preparaba por las tardes. Nunca los probó, eran solamente para Don Santiago, su padre, que los tomaba con chocolate caliente después de la cena. Los imaginaba suaves y moría por probarlos recién salidos del horno, con la mantequilla que se derretía sobre un poco de azúcar. La abuela Libertad decía que las buenas madres cocinan para sus hijos, conocen sus gustos y los complacen, pero no dejaba que Gregoria se metiera a la cocina y preparara platillos para sus hijas. Ana tampoco había inventado platillos para los chicos, y siempre que pasaba por la panadería se decía este fin de semana, de este no pasa que haga algo para ellos. Ana atravesó la calle frente a la panadería y pasó a la tienda, pidió un cartón de leche y tardó un poco más de lo común en pagar, se distrajo con las campanas de las iglesias cercanas que a coro indicaban que faltaba un cuarto para las siete. Ese día no corría, no pensaba en que ya solamente tenía tiempo para servir la comida del perro amarillo, ponerse los tacones y revisar el maquillaje. No iría a trabajar y faltaba más de media hora para llamar al señor Abe. Dijo que tenga buen día, al señor de la tienda, y antes de seguir caminando, se tomó unos segundos para respirar el aire ya contaminado de la mañana. Cuando tenía tiempo, como hoy, Ana se desviaba y bajaba hasta la calle en la que vivió con Carlos. El pequeño apartamento del tercer piso estaba ahí en el edificio que aún conservaba el nombre de El Cielito. El espacio que ella y Carlos habían ocupado aún tenía persianas blancas, como si ellos continuaran ahí, como si detrás de ellas se viera su caballete estallando en colores, como si sonaran desde la mañana las sinfonías que Carlos disfrutaba. Nunca paraba más de diez segundos frente al apartamento, pasaba caminando, repitiendo el ritmo de sus pasos de cuando se apresuraba para recorrer la media cuadra desde la esquina, abrir la puerta, subir las gradas, entrar a casa y estar con él o esperarlo. Al inicio le pareció tan perfecto que el edificio se llamara así, El Cielito. Quiso creer que era un presagio de felicidad eterna. Frente a la puerta, y por diez segundos, Ana cerraba los párpados y soñaba con él corriendo la persiana para verla. Aún parada en la esquina de la tienda, Ana piensa en Carlos que murió hace cuatro años. Un ataque al corazón. Cayó frente a sus alumnos. Decían que antes de tocar el piso ya estaba muerto. Ana se había negado a verlo metido en una caja. Lo de sentirse intrusa en un funeral en el que el muerto no le pertenecía no se le pasó por la cabeza, ella tenía más derecho que la mujercita aquella que por accidente se olvidó de tomar los anticonceptivos. Carlos era suyo, de nadie más.

En realidad, Ana le tenía miedo a las cajas de muerto desde que creyó ver a su padre respirar tras el vidrio. No quería verlo rodeado de flores, no le gustaban las flores. No fue al funeral, no se vistió de negro, llevó a los chicos a casa de Loreta y Gregoria y robó del botiquín unas pastillas para dormir que su madre guardaba desde la muerte de la tía Paula, dos años atrás y que luego Ana seguiría comprando en la farmacia a unas cuadras de la oficina, le pagaría unos billetes más al tipo que atendía para que se olvidara de pedirle la receta. El día que Carlos murió, encargó a los niños en casa de su madre, dejó dinero y ropa y volvió a la casa. Desconectó el teléfono, llamó a Carlos por los pasillos, en cada esquina, como alguna vez viera hacer a su padre, Don Santiago, luego de la muerte de la abuela Libertad. Intentó hablarle y tomó las dos pastillas blancas, se recostó sobre la cama y sintió sus músculos relajarse despacio, dormirse uno a uno. Ana se soñó pequeña, soñó la finca en la que había pasado unas vacaciones de fin de año. Soñó los caballos y volvió a escuchar a los sapos que cantaban toda la noche y que le daban miedo. Caminaba por el patio, temblaba, su yo del sueño no paraba de caminar. Ana intentaba cerrar los párpados pero no podía, seguía viendo la hierba crecida a su alrededor. Llovía y los sapos cantaban. Llegaba a la galera en la que dormían en la finca, la puerta estaba abierta y podía verse, podía ver a sus hermanas y a su padre durmiendo, boca arriba, vestidos de blanco, su padre tenía entre las manos una cuerda, la cuerda desgastada con la que en esas vacaciones le enseñó a hacer nudos corredizos, mientras Ana pasaba los días boca arriba luego de la golpiza por el episodio de la gallina. Ana no podía controlar a su yo del sueño, no quería entrar pero dio un paso. Todos dormían sin sábanas, bajo mosquiteros de tul, alguien lloraba en una esquina, el murmullo crecía mientras Ana se adentraba en la habitación. La luz se colaba por una ventana y el llanto se escondía en lo oscuro. Ana se quedó parada en medio de las camas en las que descansaban los cuerpos y el murmullo creció. De la esquina salieron cientos de mujeres vestidas de negro, que se acercaban con pequeños pasos y lloraban. Ana no podía moverse y las mujeres la rodearon. No podía verles las caras, no podía levantar el rostro, sólo veía sus bocas retorcidas de penas, sus lágrimas que corrían por las manos nudosas que tapaban sus párpados y se estrellaban contra el piso. Cuando todas lloraron a coro, cuando los suspiros fueron uno solo y las respiraciones se cortaron en el mismo instante, las mujeres se dispersaron, se integraron a las paredes y Ana quedó sola. Las camas habían desaparecido y sólo escuchaba un llanto a sus espaldas. No quería voltear. Rezó mientras su cuerpo giraba para encontrarse con la abuela Libertad mal metida en una demasiado pequeña caja cuadrada y blanca, rodeada de flores y Ana volvió a sentir el aroma del viejo cuerpo descomponiéndose y el aroma de las margaritas, de los pompones y de los lirios que rodeaban a la abuela, desprendiendo un olor dulce que se mezclaba con la carne muerta, con la peste de los líquidos que a veces se escurrían de la boca del cadáver. Ana deseaba ver a Gregoria o a Don Santiago limpiando el rostro de la muerta, como lo hicieron en el funeral de cuatro días y medio que su padre dispuso para asegurarse de que la abuela Libertad no despertaría dentro de la tumba. Pero no estaban, no eran ellos quienes lloraban. Ana no quería saber quién era y su cuerpo giraba de nuevo, giraba buscando el origen del sonido y ahí estaba, un bulto que lloraba, cubierto de cabeza a pies por un manto oscuro, acurrucado en una esquina. Por momentos el llanto paraba de imitar el canto de los sapos y soltaba una minúscula risita y Ana temblaba, quería despertar y no podía, el olor de la abuela y de las flores aumentaba, las paredes se cerraban, se acercaban con pasos pequeños como las mujeres, el bulto estaba cada vez más cerca, más cerca el lamento. La habitación se cerró completamente, Ana quedó casi sobre la abuela cubierta de flores, de pedazos de jarra que se habían estrellado contra sus huesos duros y mal doblados en la caja, el bulto lloraba frente a Ana que no podía cerrar los párpados, las paredes se seguían acercando, más despacio ahora y el bulto se levantaba, el manto se deslizaba, Ana no podía levantar la cabeza, sólo miraba los brazos de la abuela, parte de su rostro, el líquido saliendo de sus labios, margaritas y el bulto, las manos del bulto, las manos de Carlos descubiertas por el manto que se acercaba para abrazarla, el rostro muerto y pálido de Carlos que lloraba y de cuya boca entreabierta y rellena de algodón se escapaba un lamento agudo y la risa, la risita. Ana despertó. No sobresaltada porque el cuerpo aún dormía. Durante el resto de la noche y por varios días, sintió el aroma de las margaritas descompuestas. A la mañana siguiente, casi con el amanecer fue por los chicos, los llevó a casa casi dormidos y les preparó el desayuno. Ana mueve la cabeza de un lado a otro, espantando el recuerdo del sueño. Las campanas anuncian las siete. Ana imagina la puerta de El Cielito y decide que aunque tiene tiempo, irá directo a casa, no tiene ganas de sentir el cosquilleo en el estómago, ni la sensación de miedo y ansia que le da cuando piensa en subir la mirada y quizá, sólo quizá, encontrarse con los ojos de Carlos. Ana cruza la calle y camina hasta la casa. El perro amarillo escucha los pasos acercarse. Corre desde el fondo del pasillo principal para recibirla. Ladra antes de escuchar la llave en la cerradura. Ana ama al perro amarillo y le acaricia la cabeza al entrar. Le cuenta sus planes mientras traga dos minúsculas pastillas y le pide que le avise cuando sean las siete y media.

 

Loreta llama

 

Loreta deja las llaves sobre la mesa que está junto a la entrada del apartamento. Las deja caer sobre la porcelana con paisaje azul. Disfruta el sonido de las llaves estrellándose suavemente contra el platito, cierra la puerta, se quita los zapatos, tira la bolsa sobre el sillón y suspira. En casa son las seis y media de la mañana, piensa en Ana y en los chicos esperando el bus del colegio, piensa en el rebaño de cabras que seguro pasa frente a ellos, en el desfile de madres y niños, en los adolescentes que alargan el paso intentado detener el timbre del colegio. Llamará a las siete menos cuarto, sabe que Ana sale a las siete en punto para tomar el bus que pasa más o menos a las siete y cinco en la esquina de la calle siguiente, ahí, frente a la casa en la que se crió Gregoria desde que su madre murió, y su padre decidió colocar a sus seis hijos y cuatro hijas menores de edad entre parientes y amigos. Con el paso de los años le perdió la pista a casi todos, sólo Paula que vivía en un país vecino se comunicaba con ella. Loreta guarda años de cartas de lo cotidiano. A veces le gusta soñar que la vida de familia, los paseos, la tranquilidad que cuenta la tía Paula fueron parte de la vida de su madre. A Gregoria la rescató Rodolfo –el mayor– que acababa de casarse con una viuda rica e infértil que, aunque lo había elegido como marido, no lo consideraba de su misma clase por no tener ancestros con apellidos ilustres, ni con fortuna que acompañara su aroma de hombre, sus hombros anchos y su sonrisa perfecta. La viuda quería dejar su fortuna en manos de sus sobrinas, a pesar de que muchos vaticinaron, incluso hicieron apuestas de cantina –que nunca llegaron a cobrarse– a favor de Gregoria, ya que podía decirse que la trataba como a una hija a quien dio educación propia a su sexo y para quien dispuso habitaciones y mobiliario tanto en la casa principal como en el chalet de descanso en las afueras de la ciudad. Los detractores de la idea le recordaban a sus contrarios que Rodolfo era veinte años menor y entre risas comentaban el agradecimiento de la viuda y, antes del próximo trago, decían que darle un lugar en la casa era lo mínimo que podía hacer por la niña. Ahora esa casa frente a la que Ana toma el bus que la lleva hasta la oficina, es un parqueo que sólo conserva, por leyes municipales, la fachada austera que fue remozada por última vez en el año en que Gregoria llegó. Cada vez que pasaban enfrente, Loreta sentía los dedos de su madre atrapar con miedo su mano. A lo largo de los años en los que caminó de la mano de su madre, la niña identificó que era frente a una ventana en específico que sentía los huesos y las uñas de Gregoria clavarse en su piel. Alguna vez, estando mayor, cerca de la adolescencia, le preguntó por qué, pero solamente le contaría la historia de la habitación de la ventana, años más tarde, mientras Loreta lloraba con el corazón en pedazos. Pero esa vez, ante una Loreta preadolescente, se limitó a fruncir la boca y a negar con la cabeza mientras evadía la mirada de la hija que ahora piensa en comer rápido. Loreta debe volver al trabajo que le queda a quince minutos a pie. Preparar algo fácil, piensa mientras abre la alacena y sus ojos recorren el estante sobre el que descansan los enlatados. Quisiera volver a probar el arroz de la abuela Libertad. A Gregoria nunca le quedó igual. La última vez que lo comió fue el día que la abuela murió. Don Santiago la encontró subida en una silla, comiendo directo de la olla frente a la estufa fría. La bajó y la abofeteó. Le salió sangre por la boca y por la nariz y luego la abrazó, le dijo disculpas princesa, disculpas mi niña y lloró mientras la cargaba y la llevaba hasta la habitación en la que descansaba el cuerpo de Libertad, con monedas sobre los párpados y un pañuelo de dolor de muelas rodeando su mandíbula, terminado en un moño –apretado con rabia– sobre la cabeza. La bajó, le limpió la boca y la nariz y le dijo dele un beso a la abuela, pídale disculpas por comerse el arroz. Loreta no quería, pero sintió la rabia que a su padre comenzaba a subirle por las piernas y se inclinó sobre la abuela, que por suerte olía al azafrán del arroz que había terminado de cocinar justo dos minutos antes de sentarse en la silla de la cocina, frente a la carne y las verduras que esperaban ser cortadas. La abuela se sostuvo la cabeza y Loreta que jugaba en una esquina de la cocina, escuchó un lamento pequeño que caía por el cuerpo viejo mientras Libertad se echaba hacia atrás, recostaba la cabeza sobre el respaldo de la silla de madera. Segundos después, Loreta vio que una de sus manos caía a un lado. Pensó que la abuela se había quedado dormida y no fue sino hasta una hora después, cuando –por suerte– jugaba en el patio, que Don Santiago entró a la cocina y al encontrar el cadáver de su madre se volvió loco y comenzó a gritar. Gregoria corrió hasta la cocina, se quedó en el umbral y él se le fue encima mientras gritaba, dónde estaba, mi madre muriendo y usted, y usted, le decía mientras la batía a golpes y Loreta pudo ver la rabia que escalaba el cuerpo de su padre, la misma que sintió se aproximaba a él cuando ella dudó en darle un beso a la abuela muerta. No quería que la batiera a golpes, no quería estar como su madre, tras una mantilla negra que no dejaba ver los moretones, los labios hinchados. Loreta tomó una lata de atún, cerró la alacena, alcanzó el pan que estaba sobre la refrigeradora que luego abrió para sacar mostaza y un bote de vidrio en el que nadaban unas pocas aceitunas. Se preparó un sándwich y comió de pie, rápidamente, mientras ojeaba la publicidad que había recogido del buzón al entrar. Vio una promoción de zapatos que seguro le gustarían a Ana y consultó la hora. Si no llamaba en ese momento, no la encontraría en casa. Se apresuró a tragar el último pedazo de pan con atún y aceitunas y buscó el teléfono y marcó. Nadie contesta. Son las seis cuarenta e imagina que Ana estará arreglándose el maquillaje, poniéndose los zapatos de tacón altísimo y corriendo hacia el teléfono, pero no, Ana no contesta. Quizá el bus del colegio se ha atrasado, esperará unos minutos y volverá a llamar, llamará luego de lavarse los dientes. Va al baño, abre el botiquín de pared, saca el cepillo, el dentífrico, el hilo y el enjuague bucal. Pone todo en orden de uso sobre el borde del lavamanos y cierra la puerta del botiquín. Encuentra su rostro alumbrado por el neón, con las arrugas claras, con todos los días encima y puede verse el labio hinchado, puede sentir la sangre que había tragado porque su padre luego de abofetearla, se inclinó para pedir perdón y cuando la levantó para cargarla, le advirtió que no le manchara el traje. La había abrazado fuerte, muy fuerte mientras le decía, perdón princesa. Pasa la seda entre sus dientes, aprieta el tubo y la pasta que huele a canela cubre el cepillo. Se lava por más de cinco minutos mientras intenta insertar en su memoria el recuerdo falso de ella diciéndole a su padre que había comido el arroz porque tenía hambre, porque nadie se había ocupado de darles de comer, porque la abuela no había tenido tiempo, porque eran más de las dos de la tarde y habían pasado casi siete horas desde el desayuno. Por más de cinco minutos las lágrimas corrieron por su rostro. Siempre se preguntó si de haberle dicho eso a su padre la hubiera salvado de los golpes o si, quizá, otras bofetadas se habrían acumulado sobre su rostro. Loreta se cepilló los dientes hasta que la sangre salió de sus encías, hasta que sonaron las campanas de la iglesia que la llevaron a pensar que en casa eran las siete. Se enjuagó una vez con el líquido sabor a menta y otra con agua y otra con menta. En casa serían las siete y siete. Marca. Suena una vez, dos, tres. La voz de Ana que saluda y que dice los chicos están otra vez enfermos, de verdad o sólo te tomaste el día pregunta Loreta y Ana sonríe al otro lado del teléfono y Loreta piensa en el efecto de las pastillas, puede ver los ojos adormitados de su hermana. Suspira y habla.

 

 

Fragmento de la novela Ana Sonríe (Guatemala: F&G Editores, 2015).

 

 

 

 

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Denise Phé-Funchal. Nació en Guatemala, en 1977. Escritora, socióloga y docente universitaria de literatura europea. Ha publicado la novela Las Flores (F&G Editores, 2007), el poemario Manual del Mundo Paraíso (Catafixia Editores, 2010), el libro de cuentos Buenas Costumbres (F&G Editores, 2011) y la novela Ana sonríe (F&G Editores, 2015). Sus cuentos han sido publicados en las antologías Sin Casaca (Centro de Cultura Española, Guatemala, 2008), Región (Interzona Editora, Argentina, 2011), Memorias de la casa (narradores) (Índole Editores, El Salvador, 2012), Ni hermosa ni maldita (Alfaguara, Guatemala, 2012), El futuro empezó ayer (UNESCO-Catafixia, 2012), Un espejo roto (Guaymuras, Tegucigalpa, 2014), Zwischen Süd und Nord (Unionsverlag, Alemania, 2014), Cuerpos, relatos eróticos por mujeres (F&G Editores, 2015), Una región de historias (La pereza Ediciones, Miami Florida, 2015) y The novel of the world, (Fondazione Arnoldo e Alberto Mondadori. Milán, 2015). Sus poemas aparecen en las antologías Poesía para todos (Óscar de León Palacios, Guatemala, 2011) y Memorias de La Casa (Índole Editores, El Salvador, 2011). En 2009 participó como guionista para el proyecto Reinas de la Noche (Vizconde producciones), y en 2010 en la adaptación de su cuento Chapstick para la filmación de un corto de ficción (Vizconde producciones) que fue seleccionado para el Short film Corner del Festival de Cannes 2011.

 

Gabriela Morán. Nació en San Salvador en 1992. Estudió la licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Don Bosco. Tiene una especialidad en ilustración digital y conocimientos básicos en cómic, concept art y diseño de personajes. Actualmente reside en El Salvador y trabaja para la Secretaría de Cultura de la Presidencia.

Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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