El patio de los alacranes

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Diego Armando Arellano

Me levanto a las cinco de la mañana a diario, incluyendo los domingos, que supuestamente fueron hechos para descansar. Papá murió recién, y nuestra vida familiar cambió terriblemente, tanto que tuve que hacerme responsable de la noche a la mañana. A mi padre, mientras dormía, lo mató la picadura de un alacrán. Dicen que de tan cansado no se dio cuenta de que se estaba muriendo. Amaneció tieso, aún afiebrado y severamente hinchado. Pobre de papá. Siempre dijo que yo lo mataría de pena. Qué pena lo de la picadura.

A partir de esa muerte mis días se pusieron de cabeza, todavía más. Si bien es cierto que nunca fuimos millonarios, sí vivíamos holgadamente. Nos comprábamos lujos baratos de vez en cuando. Mi padre vendía libros por la mañana, y por la tarde retrataba escuincles arriba de un caballito de madera. Las fotografías costaban pocos pesos, pero sólo el día sábado, cuando se llenaba la plaza, resultaba fructífero el negocio. A su muerte tuve que enfrentarme con la realidad: no había ahorrado nada, ni un miserable centavo, y yo me encontraba con una madre enferma y una hermana pequeña cursando la primaria. Mi alma comenzó a estragarse. Además, mi tío Felipe, hermano menor de mi madre, vivía de arrimado en nuestra casa; una supuesta locura lo había incapacitado para trabajar. Eran tres bocas que mantener –cuatro con la mía–, de ahí lo de mis desmañanadas y mis días sin descanso.

Ante mi fracaso como fotógrafo de la plaza y mi negativa de vender libros de casa en casa como lo hacía papá, don Eusebio, el de la tienda, me recomendó un trabajo en la nueva fábrica de jabón. Alguien en la radio había augurado éxito en el inicio de esta nueva década, los años cincuenta. Se vendían refrescos, jabones y automóviles gringos y de otros países. Era el camino hacia la modernización. En la fábrica me habían aceptado sin remilgos, aunque tuviera 17 años. Entraba a las seis de la mañana, pero tenía que levantarme a las cinco para alcanzar a llegar. Mis quehaceres en el trabajo eran titánicos: tenía que limpiar moldes y tallar con una escopetita los interiores de los hornos. Por flaco cabía en cualquier rincón. Ganaba tan poco dinero que apenas si nos alcanzaba para comer dos veces al día y para las medicinas de mi madre enferma. La vida se volvió despreciable y la injusticia me empezó a saber desde que me levantaba.

Para ayudarnos, decidimos vender objetos de la casa: un par de candelabros, la cámara fotográfica y unos aretes de mi madre, herencia de la suya. Mi hermana apenas se daba cuenta de los problemas que nos asfixiaban, y mi tío Felipe ni siquiera mostraba preocupación por la situación tan delicada: se la pasaba tragando a todas horas, sentado en un sofá y escuchando las nuevas que decían los del radio. Un día me cansé porque, en un supuesto ataque de ansiedad, o de locura fingida, ya no sé, vació toda la alacena de los pocos víveres que nos quedaban para subsistir durante la semana. Me desquicié de coraje. Al fin y al cabo éramos familia, y si mi tío estaba loco, yo no tendría por qué no estarlo. Decidí matarlo el día del asalto a la alacena. Por la noche, cuando dormía, le aventé tres alacranes que saqué de entre las piedras que había en el patio. Vi cómo los animales caminaron sobre la sabana que cubría a mi tío Felipe; después no supe más. Me fui a dormir con la esperanza de que amaneciera muerto, tieso, afiebrado, hinchado por todos lados. Y así fue.

No sé si mi tío Felipe murió dormido. Quizás se levantó, no sé. Tuve el tino de atrancarle la puerta por la noche. Quizá se levantó a pedir ayuda, o pudo ser que de tan huevón que era, prefirió seguir echado sobre el catre. Lo cierto es que el hecho, aparentemente, nos desahogó un poco en nuestra economía, aunque la pena por las muertes tan seguidas tenía afligida a mamá y su enfermedad le agravaba el ánimo, se lo mermaba. A mí me daba pena verla tan cansada y enferma. Antes era tan bella. La recuerdo bien cuando yo era niño, cuando enviudó de su primer marido –mi padre verdadero– y se casó con el segundo que recién acababa de morirse por la picadura. Me pidió que a su nuevo esposo también lo llamara papá, aunque mi padre hubiese sido otro. Ella quería tanto al que no era mi padre que por eso permitió que pasara todo lo que después pasó. Un día entró a la habitación cuando su marido me exigía que no gritara. Ella vio y mejor se quedó callada; por eso a veces yo no le tengo consideración. Aun así, a él siempre le llamé papá, y me dolió que se muriera por culpa del alacrán. Pero esto de pensar a veces bien, a veces mal, me viene de herencia. Lo loco lo traigo de mi tío Felipe, que en paz descanse el pobre hombre.

Los días de trabajo en la fábrica se vuelven cada vez más insoportables. Gané fama de raro entre los compañeros, todo porque hablo poco y no convivo mucho con los patanes que trabajan ahí. Don Eusebio es muy bueno conmigo; en realidad es el único que se preocupa por mi bienestar. Seguido me dice que cuide mucho a mi madre, que trabaje duro para el futuro de mi hermanita. Dicen en el radio que el país va por buen camino. Yo no confío en lo que dice ese aparato, y últimamente tampoco me importa cuidar a mi madre y seguir viendo por mi hermana. Las dos son unas malagradecidas y me exigen lujos como si yo fuera el hombre de la casa, cuando en realidad apenas dejé de ser niño. Es muy extraño, cuando me llegan estos pensamientos me salgo al patio a acopiar alacranes. Hay montones debajo de las piedras más grandes. Los pongo en un frasquito de cristal para que se les retuerza el ánimo a los pobres y su veneno esté en su punto. Ya Dios dirá lo que hago más tarde con ellos. Si los malos pensamientos me ganan, los libero cuando nos durmamos todos, pero antes atranco bien las puertas.

Aunque la muerte de una madre siempre causará un dolor indescriptible, el cariño y la bondad de los vecinos compensa considerablemente cualquier sufrimiento. En cuanto enterramos a mamá, don Eusebio llegó con una despensa suficiente para un mes. Otros vecinos igual de caritativos llevaron comida preparada, ropa, muñecas de estambre para mi hermana y un poco dinero para mí. Hombres de otras colonias se organizaron para venir a fumigar el patio. Terminaron a pisoteadas con cientos de alacranes. Según esto, ya no queda ni uno solo en el patio, aunque en este lugar lo que sobran son alacranes: rojos, cafés, negros, amarillos; como sean, pero siempre hay. Lo que les parece raro a todos es que en un ratito tres de la familia se hayan muerto por la picadura del arácnido. Nos tratan como pobres criaturas y algo me dice que no nos dejaran solos.

Mi hermanita llora mucho de noche; tengo que ponerme cerca de ella para arrullarla y contarle un cuento. A veces me gana la duda de preguntarle si a ella también nuestro padre le pedía que mordiera la almohada mientras se bajaba sus pantalones… Pero no me animo… Ella es tan pequeña que seguro no entendería mis preguntas. Yo la consuelo mucho, la abrazo y entre susurros le digo que papá está muerto. Un alacrán le picó su corazón.

—¿Y mi tío Felipe? –pregunta desconsolada.

—A él también un alacrán le pinchó su corazón.

—¿Y mi mamita? –insiste mi pequeña.

—A ella un alacrán le picó su alma, pero murió de puro remordimiento…

Oyendo esas historias es como mi hermanita logra quedarse dormida; si no, no puede.
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Diego Armando Arellano (1984) estudió periodismo en la Universidad de Colima. Se integró al taller literario de José María, la Foca, en la ciudad de Toronto. Actualmente hace periodismo para el periódico El Juglar. Su blog es http://manostristes.blogspot.com

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

2 comentarios

  1. MARCELA PECH

    septiembre 29, 2010 at 1:29 am

    Diego realmente me da gusto encontrar tus publicaciones, eres bueno sigue adelante y felicidades.

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