Voz de terciopelo: aspereza sin relieves

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Un puñado de gente compone la audiencia del espectáculo titulado Arrebatos Carnales. ¿Arrebatos de quién? Nada más y nada menos que de Agustín Lara, a quien todos en el auditorio parecieran conocer como íntimo. Los asistentes coinciden: escuchan anécdotas y reconocen viejas canciones, reviviendo a la Voz de Terciopelo.

Cuauhtémoc Mondragón López

 

«En sus años de pobreza, Agustín Lara trabajó durante algún tiempo en un antro llamado Le Rat Mort, que, advierto, para los no conocedores del francés, significa “La Rata Muerta”», relata el actor David Contreras Pineda bajo las cálidas luces del escenario que caen fulminantes sobre su rostro, tan cálidas como las risas del público desatadas con cada nueva y sátira develación sobre los pasajes en la vida del cantautor.

Y es que pareciera que todos los ahí presentes llevaran muchos, muchísimos años de conocer al prominente músico, tan de cerca como a un entrañable compañero de juergas, de desmadrosas tertulias. Ni condescendiente ni conservador. Nada pueden contarles que no supieran o supusieran ya de él. «Su vida siempre fue un libro abierto», señala el propio narrador.

Aquel «coito andante», según lo condenó alguna vez el arzobispo Martínez; aquel «mentiroso profesional», en palabras del periodista Paco Ignacio Taibo I; aquella «voz aterciopelada», como así lo llamaba la publicidad de lo que fue su programa en la XEW, La hora íntima de Agustín Lara; no siempre gozó de todas las facilidades y privilegios con los cuales llegó a componer gran parte de su obra.

La otra parte, quizá la más prolífica y trascendente en su carrera, fue concebida en medio de grandes carencias. «Sobre una caja de zapatos en la cual se encontraban dibujadas las teclas del piano», asevera David Contreras al detallar los pormenores con las miradas llenas de interés sobre él, mientras, de tanto en tanto no deja ir la oportunidad de puntualizar los hechos biográficos de gran singularidad con un chiste, con una broma que permite compartir el momento de una manera más apropiada, y aún más, amena.

Al reflexionar en torno a la caja referida, uno puede llegar a plantearse cuestiones como ¿qué clase de zapatos pudo haber contenido ese mismo e improvisado instrumento, el mismo donde quizá Agustín Lara ideó las melodías que cautivaron a un México que devoraba cruel su tradicionalismo, hasta consumirse en la espiral de la modernización?

Tratándose de este compositor, lo más seguro es que haya sido un calzado femenino… digamos, un par de zapatos de tacón color rojo, como los de aquella señora quien, acompañada de su esposo, esperaba sólo hacía algunas horas su turno al frente de la fila que daba la vuelta entera al Centro Cultural José Martí, compactado por la asistencia de un público presto para ingresar a la presentación del espectáculo de narración titulado Agustín Lara, arrebatos carnales.

Afuera, a las puertas del Metro Hidalgo y al frente del Paseo de la Reforma, los campanarios de la Iglesia de San Hipólito despedían el atardecer que se tiñó de un profundo color azul marino, mientras las luces de la ciudad, entre los luminosos postes, los semáforos, las tiendas a pie de calle y un insistente anuncio de Coca-Cola en el panorama público, vertían los últimos retoques a una noche de San Valentín que engalanaba la ciudad.

Allá adentro la cosa era diferente. Las puertas del recinto dedicado a la memoria de José Martí se cerraron de par en par para acuartelar al pesado bochorno entre la numerosa concurrencia. Fue así que, con boleto numerado entregado en mano (ya que el espectáculo era gratuito, pero, eso sí, de cupo limitado), ingresamos a la sala de uno en uno, ocupando nuestro lugar correspondiente en las butacas de tonalidad alfombra roja. Una vez ahí, los asistentes nos dispusimos a ponernos cómodos, a nuestras anchas, antes de que comenzara la función.

Amantes acurrucados en su nidito amoroso por aquí, parejas que han cambiado la intimidad por el compañerismo a lo largo de los años por allá, admiradores y entusiastas de las composiciones del Flaco de Oro de este lado, y yo… pues triste o afortunadamente hecho acompañar tan sólo de mi fiel grabadora de audio y mis escuetas notas sobre un cuaderno despastado. «No siempre puedes tener lo que quieres», diría el apóstol de lengua larga y labios hinchados, Mick Jagger, de los Rolling Stones.

Al frente del público, sobre el templete entablado de madera barnizada y acotadas dimensiones, yacían sólo un par de micrófonos colocados en sus bases, una recta y la otra inclinada, proyectando sus sombras a la par de una silla vacía, sobre la superficie blanca y desnuda que recibía la dura iluminación de los reflectores que, incandescentes, se ocultan por la parte superior donde se ubica la cabina técnica, revestida por los pliegues de una cortina color púrpura. Un auditorio pequeño, a decir verdad. Idóneo para la exigencia de la ocasión.

De pronto, hizo su aparición sobre el escenario un hombre de estatura considerable y bigote poblado cuyos oscuros cabellos recogidos hacia atrás por una cola de caballo sobresalían por el borde de un sombrero de fieltro color negro gansteril, mismo que encajaba con el traje zoot suit de pachuco que portaba para su caracterización: elegante tacuche gris de largas solapas, amplias hombreras y pantalón holgado que cubría casi al ras del suelo un par de zapatos de cuero, lustrosos como la pista de baile a la cual debieron de sacarle todo, todo su brillo.

Una vez terminando de checar el volumen y la afinación de la guitarra, ajustó el atril al tiempo en que se erguía de hombros. El silencio se hizo entre las butacas… «La Secretaría de Cultura del Gobierno del Distrito Federal, a través del Centro Cultural José Martí, los invita a continuar disfrutando de sus actividades, en esta ocasión con David Contreras Pineda, un servidor, encargado de presentarles este espectáculo titulado Arrebatos Carnales. ¡Éstos son los arrebatos carnales de Agustín Lara! Y ésta es la tercera llamada. Comenzamos».

Sonaron los aplausos, se precipitaron como una tupida lluvia y se atenuaron para dar paso en la sonoridad del ambiente a los nostálgicos acordes de la noche, los primeros en esbozar la imagen acústica de un romántico empedernido, autor de un número considerable de piezas musicales que le permitían estar ahí, prácticamente de cuerpo presente, mas no a través de los muchos y afamados interpretes que han sabido dotar a su obra de una identidad propia, hasta cierto punto, particular.

En ese momento, la identidad de Agustín Lara se apreciaba igual que una canción compartida, como aquella que versa en su comienzo «poniendo la mano en el corazón…», de título «Amor de mis amores», con la que David Contreras dio inicio a una velada que pretendíase bohemia y partió con el pie derecho de quien ha abusado elocuentemente del vino tinto, lo necesario como para recibir la visita de las nueve diosas griegas del arte y atender a cada una de ellas en las oficinas que proveen muy amablemente las habitaciones de los moteles de paso.

«Imaginémonos a ese jovencito, a ese casi niño de trece años en la última etapa del porfiriato. Con un padre médico, ginecólogo, que quería que Agustín siguiera sus pasos… y de alguna manera lo hizo. No de la mano de la ginecología, pero él también exploró a las mujeres». Puede que en la risa de quienes nos encontrábamos ahí, escuchando aquel relato, se haya leído entre líneas la conclusión a una instantánea conjetura: «Ah, con razón…».

Tal expresión no era la única que podía interpretarse en el texto de las miradas abstraídas. Más que una narración biográfica, aquello era el testimonio vivo de un buen carnal que había regresado al barrio de Santa María la Redonda para contar a toda su flota, reunida en el quinto patio de la vecindad, las aventuras y desventuras de un viejo amigo en común a quien se le ha acompañado en su andar taciturno entre visiones urbanas, seductoras, «de mujeres hermosas con atuendos muy ligeros, con los pechos casi al aire», puntualizaría en su relato David Contreras.

La mayor parte de la audiencia reunida se componía de hombres y mujeres de edad madura, muchos de ellos con los rostros ya añejados, compañeros inmemorables de la vida que se permiten de vez en cuando, ¿porqué no?, salir a pasear en medio del Sueño de una tarde dominical por la Alameda Central, estrechando el recuerdo como el tibio núcleo que albergan las palmas, o «las manitas sudadas», entrelazadas al transitar.

La escena también se dibujaba gustosa por la participación de los jóvenes, como aquellos novios del rincón. Y es que Agustín Lara no es patrimonio de una única generación. Cruzando sus piernas entalladas por un pantalón azul fosforescente, ella buscó reclinarse en el hombro de su enamorado, quien, por su parte, repasaba acariciante una y otra vez las yemas de sus dedos sobre las mejillas de aquella joven, envuelto en lo que pareciera un trance inducido desde la nebulosa de sus dactilares.

Frente a ellos, la brecha generacional se contraía hasta colocarlos a sólo una fila de distancia de un presumible matrimonio; a sólo una fila de distancia del devenir histórico, quizá. Ella, buscó llevar el rezo de sus manos a la altura de su nariz, de sus ojos meditabundos; buscó inclinar su cabeza en dirección al hombro derecho de su marido, hombro ennoblecido sobre el cual cayeron, resguardadas como espuma de mar, las canas de los largos cabellos plateados de su mujer.

«En una ocasión, cuando nos fuimos de gira artística Pedro Vargas y un servidor allá, a Cuba, una de mis enamoradas se enojó tanto conmigo que arrojó el piano por la borda. Piano que, además, era alquilado. Para contentarla, le compuse la canción de «Solamente una vez»… claro que después se la dediqué a otra mujer. Y luego, a otra mujer». La sonrisa de un hombre mayor parecía expresar el regocijo interior de una voz implícita que celebraba con complicidad aquella puntada, al espetar un insonoro y rotundo: «Pinche Agustín».

Así, a la luz de un Farolito que alumbraba apenas la calle desierta donde deambulan los idilios del placer y el dolor, juntos, en el ente indivisible del bolero como forma de percibir y enamorarse del mundo en rededor, suenan los acordes en tono escarlata que se escapan desde el interior de la guitarra para retachar en la pared, y de ahí, para ser absorbidos en su color por el brillo de las muchas pupilas que albergaban recuerdos tras la forma de pequeñas lagrimas que brotan a las orillas de sus párpados semiabiertos, apacibles.

«Solamente una vez, amé en la vida… ¿Se la saben?», la respuesta a esta pregunta fue unívoca, como invariablemente no podía dejar de serlo. Titubeante en un principio, hasta que la canción comenzó a oírse en matices que se diferenciaban por cada cántico único que vibraba de manera distinta, al compás de las experiencias de vida propias que, por una noche, y una noche nada más, decidieron coincidir y cohesionarse en el aire que respiran los roncos pechos al unísono de la dulce y total renunciación.

Y cuando ese milagro [cometa] el delirio de amarse, ya séase en voz de Tony Russel, de María Victoria o quizá de Antonio Badú, todos ellos juntos, interpretando las composiciones que, de una caja de zapatos, viajan hoy con el eco del arrabal en un satélite por el espacio, acompañadas de otras tantas y monumentales creaciones humanas, aquellas campanas de dicha que cantan en el corazón seguirán cautivando a muchos hombres y mujeres, pero nunca a un solo hombre, ni a una sola mujer.         

«Cuando algún reportero quiso picarle el orgullo a Agustín Lara preguntándole: “maestro, es bien sabido que usted compone dos o tres canciones a la semana. ¡Eso no cualquier compositor lo hace! ¿No será porque usted fuma de la marijuana?”. Éste, quien siempre meditaba sus respuestas, tranquilamente sacó una cigarrera de oro de su bolsillo. La abrió, y seleccionando uno de los cigarros de marihuana ya preparados que consumía como caramelos, le dio una fumada con el porte y la elegancia de un Lord… aunque muy flaco, pero un Lord. Después, entre las volutas de humo, Agustín Lara extendió el porro al periodista, diciendo: “Tome, aquí está su inspiración. Ahora, haga canciones tan chingonas como yo”».

Al poco rato de haber terminado la función, la sala quedó vacía. Quedó, al filo de las últimas horas del 14 de febrero del año 2013, la insinuante idea de que muy probablemente todos corrieron a sus casas como un montón de coitos andantes para tomarle la palabra al Flaco de Oro, sin demoras ni reservas. Sin condescendencia alguna.

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Cuauhtémoc Mondragón López (México). Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), dice sobre sí mismo: «Es curioso cómo las vidas de ciertos personajes relevantes en la historia se limitan a 3 o 4 líneas. La mía se limita a 2». Contacto: cuauhtemoc.mondragon@gmail.com

Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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