Morirse a la mexicana

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En México, la muerte puede llegar en plena fiesta, en la calle, a la edad que sea. Sin embargo, alrededor de la trágica violencia se reúnen los que estuvieron lejos mucho tiempo, sin hablarse, sin saber de la familia o los amigos. En esta crónica, Karina López acompaña el ritual mortuorio que cierra filas entre los vivos, solidarios frente a un destino que puede tomarnos a todos por sorpresa.

 

Karina López Cortés

 

Es la clausura de la 12° Feria Metropolitana Artesanal y Cultural de Chimalhuacán. Cada rincón del deportivo La lagunilla se encuentra abarrotado por todo tipo de personas y artefactos: niños con algodones de azúcar, carritos de hot dogs, caras pintadas de héroes de película, puestos infinitos de comida; a lo lejos, las luces de los juegos mecánicos y los gritos que emite la gente al subirse. Celso Piña en el centro del recinto regocija a los oídos y cuerpos. Parecía una noche perfecta, y se hace difícil volcar en palabras cómo todas las risas de aquella tarde se transformarían en un mar de lágrimas.

Es la una de la madrugada. A la salida del recinto se escucha el sonido de las sirenas de ambulancias y patrullas. Una señora grita con desesperación. Las olas de gente se hacen presentes a la brevedad y, en efecto, lo peor acaba de ocurrir: se observa un cuerpo tendido a media avenida y cubierto de sangre.

Por tanto que intente aquel chico, ya no puede mover ni un dedo, ahora simplemente es un bulto pesado que marcan los peritos y que posteriormente es subido a la ambulancia. Ya no hay nada por hacer.

 

Se siente el rumor cálido del pueblo unido

Han pasado tan sólo unas horas después del trágico incidente y en la casa de la familia Galeano desfilan caras irreconocibles: parientes lejanos, vecinos, familia política y amigos del difunto. Llegan vestidos de negro, con veladoras en mano y con flores. Todos se acercan a la familia para dar el pésame, al mismo tiempo que los rodean con un caluroso abrazo.

Si no fuera por el atuendo, cada velorio sería una fiesta donde la gente se encuentra, donde se vuelven a cruzar las palabras después de años. La sala se llena de anécdotas. Entonces se abre la tribuna y se escuchan frases como «recuerdo cuando…», «pido un minuto de silencio…», «en nuestros corazones» y el inmortal «nos encontraremos».

Todos se abrazan, se consuelan, se dan aliento, brindan afecto hacia ellos y hacia aquellos a quienes opacó la muerte. El vértigo del momento abalanza un cuerpo que se deja caer sobre el ataúd y grita: «¡No me dejes, no me dejes!», hasta que el sonido se va despacito y se pierde en los rincones de la casa, llenándola de nostalgia y de lamentación.

Afortunadamente llega el padre para oficiar una misa y lograr tranquilizar a los asistentes. Comienza con el sermón, y mientras unos le prestan atención, la familia cercana tiene una mirada perdida, están en shock, como si no existiera palabra alguna que les diera un consuelo o que al menos les atenuara el dolor. Mientras tanto, algunas personas reparten café, cigarros y a los que gusten les ofrecen algo mas «fuertecito». Termina la misa de cuerpo presente y la gente comienza a formarse para despedirse. Es entonces cuando la estudiantina de la iglesia entona algunos cantos religiosos y la atmósfera se puede sentir, todo se vuelve más pesado. Conforme la gente avanza contemplan la imagen de aquella persona que alguna vez sonrió y compartió un instante de su vida con ellos. Él está ahí. Incluso se lleva las manos al corazón como dando gracias. El tiempo pasó tan rápido que las luces se apagan y entran los rayos del sol. La gente sigue llegando mientras el familiar que mantiene la cabeza fría detalla los trámites burocráticos. Entonces se anuncia que en breves momentos irán a enterrar al fallecido.

Una carroza negra se estaciona en la entrada principal. La mamá del difunto no contiene su impresión y se desmaya, pero alguien la auxilia rápidamente y con unas cuantas frotadas de alcohol regresa en sí. Al poco tiempo la casa queda vacía y todos los asistentes se disponen desde sus coches a seguir la procesión hacia el panteón.

 

De la negación al Amor eterno

Llegan a un panteón, como diría Cervantes, «de cuyo nombre no quiero acordarme». Se empiezan a hacer presentes los gritos de desconsuelo, que van de las lágrimas hasta el sollozo.

Los amigos más cercanos cargan el ataúd y se dirigen a donde yacerá el cadáver. En la marcha por su pesado sendero les acompaña un mariachi que entona a todo pulmón Amor eterno de Juan Gabriel, y es entonces que los demás comienzan a cantar a una sola voz.

La gente rodea cautelosamente lo que por ahora es una fosa. Bajan el ataúd con el mayor cuidado y ese instante parece una eternidad: toda la gente observa la caja, unos tantos con tristeza y otros con resignación. Todos los presentes saben que terminarán «ahí abajo», que es inevitable, pero que por lo pronto hoy no le tocó a ellos.

 

El último adiós

El cajón cae al fondo y es el momento en que sabes que sólo podrás volver a ver a esa persona en tus recuerdos. Los encargados comienzan a llenar la sepultura con tierra mientras la gente arroja flores, fotos y artilugios que les ayudan a menguar su dolor, que les hacen sentir que se quedarán con un poco de su presencia, cuando en realidad los que se van un poco, cada vez más, son ellos.

Morirse en México es casi un rito en el que a veces el difunto pasa a segundo término, pues se aprecia la unión, y todos aquellos que no tuvieron tiempo de compartir en otras ocasiones con el fallecido ahora se postran frente a él con el famoso «hubiera», como si en la enumeración de posibles hechos encontraran una justificación que menguase su remordimiento.

Muchos viajan largas travesías, otros traen consigo el más grande arreglo de flores y otros simplemente la intención de estar presentes. Todos se dan cita aquel día, aquel día como cualquier otro, sólo que con un fin común, brindar el último adiós al que alguna vez fue, hizo y deshizo.

 

 

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Karina López Cortés (México, 1993) estudiante de la licenciatura de Ciencias de la Comunicación. Amante de la cinematografía, la literatura y la insoportable levedad del ser, literalmente. Contacto: karina.aunam@gmail.com

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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