Alfred Marshall o la sombra del olvido

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Figura clave de la economía neoclásica inglesa, Alfred Marshall (1842-1924) armoniza en su obra aquello que la teoría económica contemporánea y los barones del dinero parecen haber olvidado: ética, filosofía, historia y rigor científico para desentrañar los arcanos de la actividad productiva del hombre. En este texto genuinamente proteico, Miguel Cabrera perfila al célebre economista de Bermondsay en el coro de sus caleidoscópicos orfeones.


Miguel A. Cabrera «Sómacles»

Orfeón I.- El niño escrutaba los 64 escaques con la atención que le merece el cuadrado que los distribuye. Sobre la pieza plana y de ónix firme se esconden voluntades vitalicias, se aherrojan estrategias, se desenvuelven  los ataques que, entre fianchettos y gambitos, se lanzan como periplos tímidos en apariencia, mas procaces y arriesgados en su fugacidad. Tras el movimiento del caballo de ébano, esa figura de perfil valiente que se cristaliza con el crin holgado y pertinente, la defensa se barrunta; dos, tres, cuatro movimientos del monarca y sólo el intercambio de la torre a cambio del enroque. Le sigue peón por peón y luego alfil por dama, acaso un movimiento que sacrifica por posicionamiento a la dueña del tablero, esa madre siempre tan egregia y tan altiva. Al mover las piezas con su mano derecha, Alfred se llevaba la otra a la barbilla mientras sus dedos daban ligeros golpecitos en el mentón para después llevar el pulgar a sus dientes ligeramente fuera de lugar. Dudaba con inocencia.

Era un niño pequeño, sumamente delgado, pálido y mal vestido. Cada día, tras regresar de la Merchant Taylors School, su padre, con la ortodoxia que toda educación religiosa podía dispensar, le aleccionaba en el hebreo y en la teología. Pareciera que el pequeño tendría inevitablemente el mismo destino de aquel de John Stuart Mill; una infancia de sobrecarga intelectual y trabajos forzados con el padre, esa figura que se entrecortaba en los recuerdos más profundos de sus sueños y sus pesadillas. Huía siempre de los típicos juegos pueriles; prefería las caminatas e imaginar a solas con el bote, el rifle y el pony que le había regalado su tía Louisa. Circunspecto y distraído, solía resolver problemas de ajedrez y leer, a costa del enojo de su progenitor, pequeños libros de matemáticas, lenguaje con el que, algún día, habría de sugerir uno de los sistemas de ideas más influyentes en el campo de la economía. Pero entonces, en sus paseos vespertinos, el infante se instruía en la curiosidad del pensador, del observador que en ciernes vigila con ojo titilante a la naturaleza, el que sonríe con gesto ufano al consagrar su vida a Dios.

Orféon II.- Alfred Marshall nació el 26 de Julio de 1842 en Bermondsay, Inglaterra. Según escribe John Maynard Keynes, el prominente economista descubrió las líneas de su pensamiento a partir del ingreso en el Grote Club, círculo de intelectuales que se reunían periódicamente a discutir los más variados temas de filosofía, economía política y ciencia. En el St. Johnʼs College de la Universidad de Cambridge conoció a Henry Sidwick, personaje que le invocaría deseos nuevos por aventurarse en desconocidos caminos al conocimiento. Lo que sabemos de él es típico de un gentleman en la academia: estudios de física, religión, metafísica y ética serían el proemio de lo que más tarde se convertiría en una arraigada preocupación por las vicisitudes sociales.

Por aquel entonces, las teorías de Charles Darwin y Herbert Spencer sobre el evolucionismo, así como el profundo enclave de la física newtoniana en torno al porvenir científico del hombre, habían influenciado sin precedentes el pensamiento victoriano; no son desconocidas las ideas de progreso alentadas entre otros por Auguste Comte, quimeras que lograban seducir a los humanos en los sueños racionales, mapas oníricos que, de manera insospechada, serían en el siglo XX el aperitivo preferido de investigadores y artistas distópicos por igual. ¿No es acaso el progreso menos una promesa que una muestra de la disfuncionalidad humana? Aunque para Marshall, así como para el resto de los filósofos y científicos decimonónicos, medro y prosperidad se aparecían menos vacilantes que consistentes. Todo radicaba en el descubrimiento de la verdad a partir del conocimiento matemático y factual, así como de la organización de las paremias a partir de los axiomas universales.

¿Cómo es posible que Marshall despuntara como el más influyente economista de su época? Para Joseph A. Schumpeter, el talento y agudeza visionaria del inglés no tenían parangón. Con el desarrollo de sus Principles of Economics («Principios de economía») publicados en 1890 eclipsó el trabajo de la reluciente escuela austriaca cuyos máximos honores correspondían a William Stanley Jevons, Carl Menger y León Walras, ofuscando incluso el prurito estadístico de Francis Ysidro Edgeworth. Sus méritos son entendibles. Desde el siglo XVIII y hasta bien entrado el XIX dos teorías diferentes se disputaban la explicación del valor de un bien. Por un lado, para la corriente de David Ricardo es posible determinar un precio a partir de la cantidad de trabajo cristalizado que contenga; en otras palabras, a partir de la fuerza explicativa de la producción y el coste, el valor se descubre por la suma del esfuerzo que toma producir un bien. Por otro lado, la nueva teoría marginalista, apuntalaba a la demanda como único esclarecedor del valor, es decir, el precio se establece a partir del beneficio utilitario que de un bien pueda derivarse. No obstante, en nuestro economista inglés encontramos una labor sintética: Eric Roll comenta que fue la matematización de ambas teorías en disputa, trenzadas en la famosa crux marshalliana, la que proporcionó el fundamento para un enorme número de casos donde  el productor y el consumidor interactuaban.

¿Por qué hoy en día la ley de oferta y demanda no es más que un concepto manido y folletinesco? Después de todo y como comentan Screpanti y Zamagni, la fuerza mística de la gran síntesis marshalliana resuena tanto en los espacios del análisis como en la  aplicación social; Alfred Marshall proponía una teoría de corte reformista más cercana al socialismo de Mill y defendía la intervención del Estado cuando fuera pertinente a pesar del cariz utilitarista que heredó de la filosofía de Jeremy Bentham.

Orfeón III.- La economía es una ciencia desprestigiada. Su crítica se nutre de los valores financieros y empresariales que han enraizado los prejuicios más trillados: desigualdad, explotación, egoísmo a ultranza, libertad comercial sin cortapisas. Desde nuestra actualidad, lejos están los días en que serios teóricos diseccionaban con prurito filosófico y moral el conjunto fenoménico de lo que implica la moneda, el comercio, la producción, la distribución, la creación de riqueza (Aristóteles, Adam Smith). Y con razón. Clío no miente, es cálida pero objetiva, fría cuando se le requiere que lo sea y poética en torno a la sensibilidad de lo estético. Es decir que, cuando se antepone la ética a la economía con ventaja considerable para la primera sobre la segunda, cuya delicuescencia valorativa es sin remedio, descubrimos un sinnúmero de inconsistencias entre el pensamiento y la praxis. Un debate por demás documentado.

Al sacar a flote las premisas, es imposible no tener al menos dos certidumbres como dos relámpagos: 1) el humano desea el poder más que otra cosa, 2) cualquier sistema evacua este anhelo. Tomemos por ejemplo el debate que suscitó cismas entre los marxistas. De un lado, el reformismo sensato de Edward Bernstein, llamado a la atención por evitar las tentaciones que hacen posible las tiranías y el totalitarismo. De otro, el empuje pragmático de Karl Kautsky, motivación suficiente para tomar las armas y organizar y movilizar a las fuerzas sociales. Resultado final: el paso de la opresión burguesa a la opresión proletaria o, dicho de otra manera, la génesis del socialismo comunista despótico.

Por ello, cuando evocamos a la economía desde el corredor de la filosofía, es fácil trocar a las ideas por sus ejemplos contextuales. Mas no por ello se nos impide desenmascarar a los políticos gárrulos tanto capitalistas como comunistas, agentes que, desde el saliente de sus aires palaciegos, comandan menos con prudencia que con elefantiásica estupidez. De aquí que los trabajos como el de Alfred Marshall sean la sombra del olvido, el desfile de intenciones, ahora devenidas en clisés, que va marchando bajo los ojos de la ciudadanía apática.

Así, podemos afirmar que detrás del follaje denso de las acciones, se descascara la corteza del pensamiento, se encuentran venas de savia bruta que, en sus intenciones, colaboran para bombear cuando menos reflexiones a los sistemas sociales. ¿Se puede dimensionar a la economía desde la ética, la moral y la filosofía? Marshall así lo creía. Aquel hombre que solía pasar sus veranos en montañas solitarias repasando sus ingenios, era el mismo que declaraba admirar a uno y sólo un hombre, a saber, Immanuel Kant. Su veta moralista es clara. Recordemos que su educación perfilaba en lo religioso como actitud, sin embargo y pese a la loable tarea del pensador, no es ignorado el hecho de que hoy en día en las parcelas de la posmodernidad, tras la muerte de Dios, pensar en filosofía y moral como aquella de la de Aristóteles o Kant o Smith, es menos una sensatez que una ingenuidad. Quedan a la vista por debajo de una musculatura en podredumbre, los cimientos de una muy tullida pero sugerente y necesaria estructura filosófica, aquella que, al distribuir las piezas del ajedrez teórico, olvidaba que detrás de los sueños encontramos, a nuestro pesar, no a la imaginación sino a la realidad.

Orfeón IV.- Los cuerpos como carne mancillada, líneas que se superponen encontrando la luz del tiempo. Ciclos donde las ramas de los ojos caen en oropel, fuera de nosotros. Las raíces se sustraen de las semillas, crecen hacia los costados, encuentran el terreno de las sombras que ensalivan sus dendritas hacia abajo. Miríadas azules y teas de rojos esmeraldas se vuelan y desaparecen; esquirlas que respiran desesperación poco tiempo que penetran, que se olvidan. Observamos con la piel, escuchamos con las profundas cuencas de los ojos, pareciera que los nervios y la sangre desbordaran en el centro de la espuma, de la muerte. ¿Puede más el flujo de cenizas que el fulgor de las estrellas? Pero el fuego abrasa, refleja que los pasos son ligeros y da vuelta, da soplos de huesos que se sustraen al músculo, al miedo. Caen las hojarascas en las aguas, en esferas imperfectas que navegan sin poder, que se arrojan a las hojas y a los hilos. La falsa mujer levanta su espalda, mira hacia atrás, desova con su mano a los dioses, atiende a enfermar las curaciones. En alto los castillos y el olvido, en duro las columnas jónicas, en suave el alud de cotilleos de las voces de las lenguas de los brazos. Tendido el rey, el zoroastro, el universo.

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Miguel Cabrera (ciudad de México, 1988) es estudiante de la licenciatura Economía y Matemáticas Aplicadas en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Pertenece al Consejo editorial de Cuadrivio.

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Cuadrivio, revista de literatura, política, ciencias y artes.

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