Quien lee enciende un fuego

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Clara Obligado (1950) es una escritora argentina, exiliada política del Proceso de Reorganización Nacional, que reside en Madrid desde hace varios años. Ha publicado cinco novelas, cuatro libros de relatos y ha compilado varias antologías de microficción y cuento. En Hispanoamérica se ha vuelto un referente por los talleres de escritura creativa que imparte de manera presencial y a distancia. Su última novela, Petrarca para viajeros, obtuvo el XXIII Premio «Juan March Cencillo» de Novela Breve.

 

 

Clara Obligado

 

En mi casa había libros. Muchísimos. Mi bisabuelo fue escritor, también mi abuelo, y la biblioteca familiar estaba compuesta por miles de volúmenes encuadernados en cuero y con letras doradas. Preciosos papeles de aguas, grabados auténticos. Algún volumen del siglo XVI, la Historia Natural de Buffon, dos pequeños ejemplares de La educación sentimental de Flaubert, publicados cuando el autor todavía estaba vivo. Era una biblioteca de lujo que tenía una habitación especial con muchos textos en inglés y francés, libros en latín o en griego y una nutrida cantidad de literatura argentina firmada por sus respectivos autores. Era un lujo, es verdad, pero el libro más moderno que descansaba en esos estantes era Cien años de soledad. Crecí con esos libros y heredé el respeto sacrosanto de mi padre hacia esos objetos bellos y valiosos. A veces, cuando él no me veía, abría uno de esos volúmenes y pasaba un dedo sobre una imagen, leía casi a escondidas poemas en francés. Como otros son carpinteros por tradición, o amantes de los jardines, yo heredé la lectura.

En otro lugar mucho menos solemne de la casa, en algún pasillo medio escondido, estaban los libros que leía mi madre. Ella no era una lectora culta, sino voraz, que compraba libros gruesos, novelones de moda, sin encuadernación alguna, libros de bolsillo con unas portadas terribles. Durante el verano se sentaba bajo los árboles, abría uno de esos ejemplares y pasaba las páginas con ansiedad. No leía: devoraba. Olvidaba incluso lo que había leído y repetía una idéntica ceremonia con el mismo disfrute. Como buena hija mujer, yo me adhería a los rituales de mi padre y despreciaba un poco la manera de leer de mi madre, tan poco sofisticada. La lectura era un acto solemne y pautado, no un ejercicio gozoso y fuera de todo límite.

También mi hermana mayor leía mucho. Cuando mi madre quería castigarla, le prohibía leer. Yo robaba para ella libros de la estantería de los libros para niños. No eran, en absoluto, lo que ahora se considera literatura juvenil, sino una curiosa miscelánea salida de quién sabe dónde.

O sea que leer podía ser un lujo, una fuente de conocimiento y prestigio, un placer, una adicción, un pecado. No estaba mal.

Así pues, fui creciendo entre libros. Durante los veranos pasábamos tres meses en la pampa, aislados por completo, cinco hermanos y nuestros padres, la naturaleza y los libros. Era una época en la que devoraba lo que me pusieran por delante, pero con una característica curiosa: la mayoría de los volúmenes que teníamos entonces habían sido editados en España, con lo que yo leía literatura española sin localizarla e interpretando por analogía los espacios con aquellos que me rodeaban. Así, por ejemplo, en los libros de Celia, de Elena Fortún, las niñas iban al Retiro (el parque madrileño) y, para mí, iban al Retiro (la estación de trenes porteña). Hablaban de «churumbeles» (niños), y para mí eran, por analogía sonora, adornos para caballos. Leía a Gerardo Diego y sus poemas surrealistas sin entender prácticamente nada, pero llevada por la sonoridad de sus versos. Creo que en esos años empezó a desplegarse para mí el ritmo de la semántica, o a cobrar su verdadera dimensión. Es decir: entender no era siempre lo más importante y la imaginación se nutría, también, de historias sonoras. Es cierto: cuando leemos, perdemos mucho del texto, pero ganamos matices inesperados, si es que desacralizamos la lectura.

A los diez años decidí estudiar literatura. Más tarde cursé un bachillerato en letras, donde leíamos alegremente tragedias en griego, fragmentos de la Eneida. Tuve una profesora, la inolvidable Teresa Manzur, que nos incentivó con lecturas que eran, a todas luces, para adultos. Leer sin cortapisas, incluso sin comprender del todo lo que estaba leyendo, entender el mundo a través de los libros, era ya para mí tan natural como respirar. Y empecé a acumular libros en una pequeña biblioteca que estaba en la habitación que compartía con mi hermana menor. Y comenzamos a pelear: ella quería que apagara la luz y yo, ya dueña de la noche, de ese espacio en el que no había padres ni hermanos, sino sólo tiempo para mí, me resistía, contra todo sentido común. A la lectura se sumó entonces la nictalopía, para no abandonarme jamás.

Luego vinieron la universidad, libros y más libros, y esa manía que mantengo de leérmelo todo, de manera exhaustiva. Si me gustaba un autor, lo recorría completo, lo que la crítica había escrito sobre él, los autores que lo rodeaban. Fui adolescente con Rimbaud, aprendí sobre las pasiones humanas con Stendhal, seguí a Dante hasta los infiernos. Aprendí sobre estructuras literarias con Goethe, comprendí todo lo que había que aprender sobre la novela moderna con Rulfo y supe que nadie me conmovería tanto con un cuento como Borges. Y también fui nutriéndome de otras formas de contar: cómics, culebrones, boleros. Curiosamente, lo que sí había desaparecido de mis lecturas eran las mujeres. En toda la carrera sólo leí a Sor Juana Inés de la Cruz. Tardaría años en darme cuenta de que la universidad había convertido la literatura en un asunto de vida pero, también, en un asunto de hombres.

Y luego, la larga noche de la dictadura. El exilio. Perdí mi biblioteca, que quedó en Buenos Aires, mientras yo me marchaba a vivir a Madrid. Y empecé, poco a poco, a formar una nueva, la que ahora me rodea, mientras escribo estas notas, y que ya es demasiado abundante. ¿Para qué guardo –me pregunto a veces– libros que no volveré a leer? Nunca olvidaré el primer libro que la conformó, que fueron las poesías completas de Miguel Hernández, y que los españoles todavía no habían podido leer. Dolor, prohibiciones, política eran mis nuevos compañeros de viaje. Y, a través de los libros, intenté comprender el nuevo país en el que, desde entonces, habito.

Han pasado muchos años. Tengo demasiados libros, pero por suerte mi hija también ha estudiado literatura y agradece cada tanto una donación. En estos días me están llegando muchos de los volúmenes de mi padre, que murió hace unos años, y yo los miro con nostalgia mientras pienso que, en realidad, la lectora que ahora soy, tan poco solemne, dada a marcar los libros y a doblar sus páginas, se parece más a la manera de leer de mi madre que a la seriedad patriarcal. Con entusiasmo sigo devorando lo que me gusta y mi vida se organiza a través de los libros. Se explica a través de los libros. He leído a muchas mujeres, cada vez las leo más, su mundo habla del mío. A veces pienso que debería desprenderme de algunos de los ejemplares que me rodean, pero me cuesta. Mi padre decía que un libro que no se encuentra es un libro que no se tiene. Tenía razón. Pero el sistema que alguna vez tuve para organizarlos ha desaparecido ya de mi vida, tan llena de tantas cosas.

En los cursos de Escritura Creativa que dicto en Madrid, la lectura es el eje. ¿Qué se puede enseñar, si no es a leer y a leerse? ¿Dónde puede estar la solución a los problemas que nos planteamos como escritores, si no es en otros libros, escritos, en general, por personas que nos superan? Pero leer es, ante todo, aprender a desentrañar un código secreto. Pasión, profundidad, búsqueda de los autores que acompañan a cada poética es parte de mi trabajo. Cercanía y distancia: leemos como quien bucea en fosas abisales. Pero también leemos con orden, huyendo de la superficialidad y de los imperativos del mercado, buscando que los libros dibujen un sistema en el que se pueda pensar la vida.

En realidad, creo que no enseño otra cosa que lo que he aprendido. Quien lee enciende un fuego. Quién lee nunca está solo. Quien lee vive dos vidas. No sé si todo esto es verdad, pero actúo como si lo fuera. Al fin y al cabo, me digo, enseñar no es otra cosa que transmitir un entusiasmo.

Revista de crítica, creación y divulgación de la ciencia

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