Saturday, 9th August 2014

Los dragones no conocen el paraíso

Publicado el 02. jun, 2014 por en Cuento, Literatura

Caio Fernando Abreu

 

 

Tengo un dragón que vive conmigo.

No, eso no es verdad.

No tengo ningún dragón. Incluso si lo tuviera, él no viviría conmigo ni con nadie. Para los dragones, nada más inconcebible que compartir su espacio ya sea con otro dragón o con una persona banal como yo. Poco común, como imagino que otros deben de ser. Ellos son solitarios, los dragones. Casi tan solitarios como cuando yo me encontré, solito en este departamento, después de su partida. Digo «casi» porque, durante aquel tiempo, en el que él estaba conmigo, alimenté la ilusión de que mi soledad se había acabado para siempre. Y digo ilusión porque, el otro día, en una de esas mañanas áridas de la ausencia de él, felizmente cada vez menos frecuente –la aridez, no la ausencia–, pensé esto: los hombres necesitan de la ilusión del amor de la misma forma que precisan de la ilusión de Dios. De la ilusión del amor para no caer en el pozo horrible de la soledad absoluta; de la ilusión de Dios, para no perderse en el caos del desorden sin nexo.

Eso me pereció grandilocuente y sabio como una idea que no fuera mía, tan estúpidos suelen ser mis pensamientos. Y tomé nota rápidamente en una servilleta del bar en donde estaba. Escribí también alguna otra cosa que quedó manchada por el café. Hasta hoy no consigo descifrarla. O tengo miedo de mi –felizmente indescifrable– lucidez de aquel día.

Me estoy confundiendo, me estoy dispersando.

La servilleta, la frase, la mancha, el miedo –eso debe verse más tarde. Todas esas cosas de las que hablo ahora –las particularidades de los dragones, la banalidad de las personas como yo–, sólo las descubrí después. Poco a poco, con su ausencia, intentaba comprenderlo. Cada vez menos para que mi comprensión fuese seductora, y pudiera convencerlo para que regresara y cada vez más para que esa comprensión me ayudase. No lo sé decir. Cuando pienso de esta manera, enumero preposiciones como: ser una persona menos banal, ser más fuerte, más seguro, más sereno, más feliz, navegar con un mínimo de dolor. Todas esas cosas que decidimos hacer y vuelven cuando algo que suponíamos grande acaba y no queda nada más que seguir viviendo.

Entonces, que sea dulce. Repito todas las mañanas al abrir las ventanas para dejar entrar el sol o el gris de los días, así: que sea dulce. Cuando hay sol, y ese sol golpea en mi cara arrugada de sueño o de insomnio, contemplando las partículas de polvo sueltas en el aire, creando un pequeño universo, repito siete veces para tener suerte: que sea dulce que sea dulce que sea dulce y así sucesivamente.

Pero si alguien me preguntara qué tiene que ser dulce, tal vez no sabría responder. Todo es tan vago como si no fuese nada.

Nadie preguntará nada, pienso. Después me cuento a mí mismo, como si fuera al mismo tiempo el viejo que cuenta y el niño que escucha, recargado en mis brazos. Fue esa la imagen que me vino hoy por la mañana cuando, al abrir la ventana, decidí que no soportaría un día más sin contar esta historia de dragones. Conseguí evitarlo hasta el medio día. Duele un poco. No más que una herida reciente, apenas una pequeña espina de rosa o algo así, que intentas sacar de la palma de la mano con la punta de una aguja. Pero si no consigues extirparla, la pequeña espina puede dejar de ser un pequeño dolor para transformarse en una gran llaga.

Así, ahora, estoy aquí. Como punta fina de aguja equilibrada entre los dedos de la mano derecha, parada sobre la palma abierta de la mano izquierda. Algunas anotaciones vuelven, tomadas hace mucho tiempo, la servilleta de papel del bar, con aquellas palabras sabias que no parecen mías y aquellas otras, manchadas, que no consigo o no quiero o finjo no poder descifrar.

Todavía no he comenzado.

Quisiera tanto poder decir «érase una vez». Todavía no lo logro.

Pero necesito comenzar de alguna manera. Y esta, al final, sin comenzar propiamente, así confuso, disperso, monocorde, me parece una manera tan buena o tan mala como cualquier otra forma de comenzar una historia. Principalmente si es una historia de dragones.

Me gusta decir que tengo un dragón que vive conmigo, aunque ahora no sea verdad. Como decía, un dragón jamás pertenece a nadie, ni vive con alguien. Sea una persona banal igual a mí o sea un unicornio, salamandra, harpía, elfo, hamadríade, sirena u ogro. Dudo que un dragón conviva mejor con esos seres mitológicos, más semejantes a su naturaleza, que con un ser humano. No que sean antisociales. Por el contrario, a veces un dragón sabe ser inteligente y sumiso como una geisha. Sólo que ellos no dividen sus hábitos.

Nadie es capaz de comprender a un dragón. Ellos jamás revelan lo que sienten. Quién podría comprender, por ejemplo, que al despertar –y eso puede ocurrir en cualquier horario, a las tres o a las once de la noche, ya que su día y su noche suceden para adentro, pero es más previsible entre las siete y las nueve de la mañana, pues esa es la hora de los dragones– siempre golpean con la cola tres veces, como si estuviesen furiosos, soltando fuego por las ventanas y carbonizando cualquier cosa cercana a un radio de más de cinco metros. Hoy, pienso que tal vez sea esa su manera torpe de decir, como acostumbro decir ahora, al despertar, que sea dulce.

Pero en el tiempo en el que vivió conmigo, yo intentaba, digamos, adaptarlo a las circunstancias. Le decía, por favor, intenta comprender, querido, los vecinos banales del apartamento de abajo ya reclamaron que tu cola golpea en el piso, ayer a las cuatro de la madrugada. El bebé se despertó, dijeron, no dejó dormir a nadie. Además, cuando despiertas en la sala, las plantas quedan todas quemadas por el fuego. Y cuando despiertas en el cuarto, aquella pila de libros se convierte en cenizas en mi cabecera.

Él no prometía corregirse. Y yo sé muy bien que todo eso parece ridículo. Un dragón nunca cree estar equivocado. En verdad, jamás lo está. Todo lo que hace y puede parecer peligroso, excéntrico o de mala educación para un humano como yo, es parte de esa extraña naturaleza de los dragones. En la mañana, en la tarde o en la noche siguientes, cuando él se despertaba otra vez, nuevamente los vecinos reclamaban y las plantas amarillas y las begonias moradas y verdes, y Kafka, Salinger, Pessoa, Clarice y Borges quedaban cada día más chamuscados. Hasta que en aquel apartamento quedáramos yo y él entre las cenizas. Las cenizas son como sedas para un dragón, nunca para un humano, porque a nosotros nos recuerdan destrucción y muerte, no placer. Ellos vagan impunes, delicados, en el límite entre esa zona oculta y la más mundana. Que no podemos comprender, o por lo menos aceptar.

Además de todo: yo no lo veía. Los dragones son invisibles, como tú sabes. ¿Sabes? Yo no sabía. Eso es tan lento, tan delicado de contar, ¿todavía me tienes paciencia? Cierto, muy lógico, quieres saber cómo, finalmente, yo tenía tanta certeza de su existencia, si afirmo que no lo veía. Si acaso dijeras eso, él se reiría. Sí, como los hombres y las hienas, los dragones tienen el don ambiguo de la risa. Lo creerías tal vez irónico, pero él estaría impasible cuando yo preguntara esto: pero, entonces ¿sólo crees en aquello que ves? Si dijeras que sí, el hablaría de unicornios, salamandras, harpías, hamadríades, sirenas y ogros. Tal vez de hadas, también, orishás, ¿quién sabe? O átomos, hoyos negros, enanas blancas, cuásares y protozoarios. Y diría, con aquel aire levemente pedante: «Quien sólo cree en lo visible tiene un mundo muy pequeño. Los dragones no caben en esos pequeños mundos de paredes inviolables para lo que no es visible».

Él gustaba tanto de esas palabras que comienzan con «in» –invisible, inviolable, incomprensible–, que quieren decir lo contrario de lo que deberían. Él mismo era completamente opuesto a lo que debería ser. A tal punto que lo percibía intratable, para usar una palabra que le gustaría, lo sentía empapado de cariño. Pensaba a veces en tratarlo de esa forma, por el contrario, para que fuéramos más felices juntos. Nunca me atreví. Y ahora que se fue, es demasiado tarde para intentar requintadas armonías.

Olía a hierbabuena y romero. Yo creía en su existencia por ese olor verde de hierbas apretadas dentro de las palmas de las manos. Había otras señales, otros augurios. Pero me quiero detener un poco en esto, en los olores, antes de continuar. No creas si alguien, alguien que tenga un mundo pequeño, dice que lo dragones huelen a caballos después de una carrera, o a perros de la calle después de la lluvia. A cuartos cerrados, moho, frutas podridas, pescados y marejada, nunca fue ese el aroma de los dragones.

A hierbabuena y romero, ellos huelen. Cuando llegaba, el departamento entero quedaba impregnado de ese perfume. Hasta los vecinos, aquellos del piso de abajo, preguntaban si estaba usando incienso o difusor. Bien, la mujer preguntaba. Ella tenía unos ojos-azules-inocentes. El marido no decía nada, ni siquiera me saludaba. Creo que pensaba que era una de esas hierbas de indio que las personas acostumbran fumar cuando viven en departamentos, oyendo música a todo volumen. La mujer decía que el bebé dormía mejor cuando ese aroma comenzaba a descender por las escaleras, más fuerte en la tardecita y que el bebé sonreía, parecía soñar. Sin decir nada, yo sabía que el bebé soñaba con dragones, unicornios o salamandras, ésa era una manera de hacer un poco más grande su mundo. Pero los bebés acostumbran olvidar esas cosas cuando dejan de ser bebés, aunque posean la extraña facilidad de ver dragones, cosa que sólo los mundos muy grandes consiguen.

Yo aprendí la manera de percibir cuando el dragón estaba a mi lado. Una vez, bajamos juntos por el elevador con aquella mujer de ojos-azules-inocentes y su bebé, que también tenía ojos-azules-inocentes. El bebé me vio todo el tiempo, después extendió las manos hacia mi lado izquierdo donde estaba el dragón. Los dragones se paran siempre del lado izquierdo de las personas para conversar directo con el corazón. El aire a mi lado era leve, de una coloración vagamente púrpura. Señal de que él estaba feliz. Él, el dragón y también el bebé, y yo, y la mujer, y la japonesa que subió en el sexto piso, y el chico de barba del tercero. Sonreíamos suaves, medio atontados, descendiendo juntos en el elevador una tarde que recuerdo de abril –ése es el mes de los dragones– dentro de aquel clima de eternidad fluida que los dragones, pero sólo a veces, saben transmitir.

Por cosas como ésa, yo lo amaba. Y lo amo todavía, quién sabe si ahora mismo, quién sabe, sin saber el significado exacto de esa palabra seca «amor». Si no todo el tiempo, por lo menos cuando me acuerdo de momentos así. Infelizmente raros. La aspereza y la contradicción parecen ser más constantes en la naturaleza de los dragones que la levedad y la rectitud. Pero quería hablar sobre algo antes del aroma. Había otras señales, ya dije. Vagas todas.

En los días que antecedían a su llegada, me despertaba en medio de la noche, el corazón agitado. Las palmas de las manos sudaban frío. Sin saber por qué, en las mañanas siguientes, compulsivamente comenzaba a comprar flores, a limpiar la casa, a ir al supermercado y a la plaza para llenar el departamento de rosas y palmas y fresas de aquellas bien gordas y racimos de uvas relucientes y berenjenas brillantes –los dragones, descubrí después, adoran contemplar las berenjenas– que yo no conseguía comer. Las acomodaba en platos, por las esquinas, con flores y velas y cintas para que los espacios quedaran más bonitos.

Me daba como un hambre. Pero un hambre de ver, no de comer. Me sentaba en la sala acomodada, tapete barrido, cortinas lavadas, cestas de frutas, jarrones con flores; encendía un cigarro y me quedaba masticando con los ojos la belleza de las cosas limpias, ordenadas, sin conseguir comer nada con la boca, hambriento de ver. A medida que la casa quedaba más bonita, yo me ponía cada vez más feo, más delgado, ojeras profundas, mejillas hundidas. Porque no lograba dormir ni comer, esperándolo. Ahora, ahora voy a ser feliz, pensaba todo el tiempo con una certeza histérica. Hasta que aquel aroma de romero y hierbabuena comenzaba a ser más fuete, entonces, un día, deslizándose como una brisa por debajo de la puerta se instalaba despacito en el corredor de la entrada, en el sofá de la sala, en el baño, en mi cama. Él había llegado.

Esas señales las descubrí poco a poco, como el olor a hierbabuena y romero, que supe que era exactamente ése cuando encontré ciertas hierbas, en un puesto del mercado. Mi corazón se disparó, imaginé que él estaba cerca. Fui siguiendo el olor, hasta inclinarme sobre el puesto para percibir: eran dos manojos verdes, la hierbabuena de hojas finas, el romero de tallos largos con hojas que parecían espinas, pero no herían. Pregunté el nombre, el hombre lo dijo, yo no lo olvidé. Por puro vértigo, en los días siguientes repetía cuando sentía nostalgia: romero hierbabuena romero hierbabuena romero hierbabuena romero.

Antes, todavía antes, el presentimiento de su visita traía únicamente ansiedad, taquicardias, aflicción, uñas mordidas. No era bueno. Yo no conseguía trabajar, ir al cine, leer o concentrarme en otra de esas ocupaciones banales que las personas como yo tenemos cuando vivimos. Sólo conseguía pensar en cosas bonitas para la casa, y en estar bonito yo mismo para encontrarlo. La ansiedad era tanta que me ponía feo, a medida que los días pasaban. Y cuando él finalmente llegaba, yo nunca había estado tan feo. Los dragones no perdonan la fealdad. Mucho menos en aquellos que honran con su rara visita.

Después de que venía, lo bonito de la casa contrastaba con lo feo de mi cuerpo, todo poco a poco comenzaba a desmoronarse. Ha hacerse dolor y no alegría. Ahora ahora ahora voy a ser feliz, repetía: ahora ahora ahora. Y pasaba los ojos por los rincones para ver si por lo menos encontraba el reflejo de sus escamas de plata verdosa, luz huidiza, la punta en flecha de su cola por la rendija de alguna de las puertas o el humo de sus narices, cuyos colores cambian según su humor, casi siempre malo, y el humo, negro. En aquellos días enloquecía cada vez más, queriendo urgentemente ser feliz. Percibiendo mi ansia, él se tornaba cada vez más remoto. Se ausentaba, se retiraba, fingía partir. Su aroma de hierbas se hacía extraño hasta que pasaba desapercibido, como una sospecha verde en el aire. Yo respiraba más hondo, perdía el aliento en el esfuerzo por percibirlo, día tras día, mientras flores y frutas se podrían en los jarrones, en los cestos, en los rincones. Aquellas mosquitas negras delgadas revoloteaban, dando vueltas agoreras.

Todo se pudría más y más sin que yo lo percibiera, dolido de lo imposible que era tenerlo. Atento solamente a mi dolor, que se pudría también, que olía mal. Algunos de los vecinos tocaban a la puerta para saber si había muerto, quiero decir, si me estaba pudriendo lentamente, oliendo mal como las personas banales que no huelen cuando mueren, a la espera de una felicidad que no llega nunca. Ellos no lo comprenderían, nadie comprendería. Yo no lo comprendía en aquellos días, ¿tú lo comprendes?

Los dragones, ya dije, no soportan la fealdad. Él partía cuando aquel aroma de frutas y flores y, lo peor de todo, de emociones podridas se volvía insoportable. Igual y confundido al aroma de mi felicidad que, una vez más, él no traía. Dormido o despierto, yo recibía su partida como un súbito golpe en el pecho. Entonces miraba para arriba, para los lados, en la espera de Dios o de cualquier cosa así: hamadríades, arcángeles, nubes radioactivas, demonios, lo que fuera. Nunca los veía. Nunca vi nada además de las paredes de repente tan vacías sin él.

Sólo quien ya tuvo un dragón en casa puede saber cómo esa casa parece desierta después de que él parte. Dunas, glaciares, estepas. Nunca más reflejos verdosos por los rincones, ni perfume de hierbas en el aire, nunca más humo colorido o formas como serpientes acechando por las rendijas de las puertas entreabiertas. Más triste: sin ninguna voluntad de ser feliz dentro de uno mismo aunque esa felicidad nos deje con el corazón destrozado, manos húmedas, ojos brillantes y aquella hambre incapaz de tragar cualquier cosa. A no ser lo bello, para ver, no masticar y por eso mismo una forma de desconcierto. En una turbia y seca casa vacía de la presencia de un dragón, volviendo a comer y a dormir normalmente, como lo hacen personas banales, ¿sabes si sería preferible aquel pantano de antes, lleno de posibilidades que no sucedían?, pero qué importa, a esta seguridad de ahora. Cuando todo sin él, es nada.

Hoy, creo que sé. ¿Un dragón viene y parte para que su mundo crezca? Pregunto porque no sé, cosas tal vez un poco primarias como: ¿un dragón viene y parte para que uno aprenda del dolor de no tenerlo después de haber alimentado la ilusión de poseerlo? Y para, quién sabe, ¿que los humanos aprendan la forma de retenerlo si un día vuelve?

No, no es así. Eso no es verdad.

Los dragones no permanecen. Los dragones son apenas la anunciación de sí mismos. Ellos se ensayan eternamente, jamás estrenan. Los telones no llegan a abrirse para que entren en escena. Ellos se esbozan y se esfuman en el aire, no se definen. El aplauso sería insoportable para ellos: la imposibilidad de ubicarlos es comprendida, aceptada y admirada, y por tanto, al revés y al derecho –incomprendida, rechazada, despreciada. Los dragones no quieren ser aceptados. Ellos huyen del paraíso, ese paraíso que nosotros, las personas banales, inventamos como yo inventaba una belleza de artificios para esperarlo, para tenerlo siempre junto a mí. Los dragones no conocen el paraíso, donde todo sucede perfecto y nada duele ni centellea o jadea, en una eterna monotonía de pacífica falsedad. Su paraíso es el conflicto, nunca la armonía.

Cuando vuelvo a pensar en él, en esas noches en que me da por asomarme por la ventana, buscando luces móviles en el cielo, me gusta imaginar que vuelve con sus grandes alas doradas, suelto en el espacio, en dirección a todos los lugares y a ningún lugar. Esa es su naturaleza más sutil, contraria a las prisiones paradisiacas que idiotamente yo preparaba con ramos de flores y frutas y cintas cuando él venía. Paraísos artificiales que se podrían poco a poco, paraísos de mí mismo –tan banal y sediento– al punto de tolerar todas sus extravagancias, lo que debía sonarle ridículo, patético y mezquino. Ahora apenas aspiro sin excesivas aflicciones a ser feliz.

Las mañanas son buenas para despertar dentro de ellas, beber café, espiar el tiempo. Los objetos son buenos de ver, sin muchos sustos, porque son lo que son y también nos miran, con ojos que nada piensan. Desde que lo corrí, para que yo pudiera finalmente aprender la gran desilusión del paraíso, y es así que lo siento: casi sin sentir.

Queda esta historia que cuento, ¿todavía me estás oyendo? Anotaciones sueltas sobre la mesa, ceniceros llenos, jarrones vacíos y esta servilleta de papel donde anoté frases aparentemente sabias sobre el amor y Dios, con una frase que tengo miedo de descifrar y tal vez, al final, diga apenas cualquier cosa simple: nada de eso existe. Y ese nada incluiría el amor y dios y también los dragones y todo lo demás visible o invisible.

Nada, nada de eso existe.

Entonces casi vomito y lloro y sangro cuando pienso así. Pero respiro profundo, me restriego las palmas de las manos, genero energía para mí. Para mantenerme vivo, salgo en busca de ilusiones como el aroma de las hierbas o los reflejos verdosos de escamas por el departamento y, al encontrarlos, aunque sea en la mente, me vuelvo entonces otra vez capaz de afirmar, como un vicio inofensivo: tengo un dragón que vive conmigo. Y de esa manera comenzar una nueva historia que, esta vez sí, sería totalmente verdadera, siendo completamente mentira. Estoy cansado del amor que siento, y en un enorme esfuerzo que poco a poco se transforma en una especie de modesta alegría, de la tarde a la noche, solito en este apartamento, en medio de una ciudad escaza de dragones, repito y repito este mi confuso aprendizaje para el niño-yo mismo sentado afligido y con frío en las rodillas del sereno viejo-yo mismo:

Duerme, sólo existe el sueño. Duerme, hijo mío. Que sea dulce.

No, eso tampoco es verdad.

 

 

 

Traducción de Aída Rodríguez Barroso

 

 

___________________

Caio Fernando Loureiro de Abreu nació en Santiago en 1948 y murió en Porto Alegre en el 1996, después de contraer VIH. Estudió dos carreras en la Universidad Federal de Río Grande do Sul, que abandonó para colaborar en algunas revistas. Escribió once libros y ha sido poco traducido, si tomamos en cuenta que es uno de los escritores más representativos de su generación. Era homosexual y su obra es «de un estilo muy personal», según la crítica literaria. Se le considera el «fotógrafo de la fragmentación contemporánea» por lo que en sus escritos abundan las oraciones cortas, con infinitas comas, claro mensaje no sólo de la fragmentación sino de la parsimonia del hombre moderno, del hombre triste, de esos narradores espirituales que tanto le gustaban a Abreu.

Aída Rodríguez Barroso es Maestra en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Estudió cien horas (u ocho créditos) de Derecho de autor en la Universidad Complutense de Madrid. Fue alumna de Alicia Reyes y visita frecuentemente la Capilla Alfonsina. Ha publicado ensayos en la página de la Capilla Alfonsina y memorias de congresos en Monterrey, San Luis Potosí y Zacatecas. Actualmente, es la editora de contenidos de la División de Educación Continua de la Facultad de Psicología de la UNAM.

 

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