Thursday, 22nd May 2014

Un cambio

Publicado el 29. dic, 2013 por en Cuento, Literatura

 

 

Charlotte Perkins Gilman

 

 

—¡Buaaa! ¡Buaaaaa!

Frank Gordins bajó su taza de café con tanta fuerza que la derramó sobre el plato.

—¿No hay manera de hacer que el niño deje de llorar? —preguntó.

—No una que yo sepa —dijo su esposa, de manera tan definitiva y educada que pareció que las palabras hubieran sido cortadas con máquina.

—Yo sí sé cómo —dijo su madre, mucho más definitiva, pero menos educada.

La joven señora Gordins miró a su suegra por debajo de sus cejas delgadas y uniformes, y no dijo nada. Pero las arrugas de cansancio alrededor de sus ojos se marcaron más; había estado despierta casi toda la noche, por varias noches.

Él también. También, de hecho, su madre, quien no cuidaba al bebé, pero se quedaba despierta deseando hacerlo.

—No sirve de nada hablar de ello —dijo Julia—. Si Frank no está satisfecho con la madre del niño, debe decirlo… así quizá podamos hacer un cambio.

Esto fue ominosamente suave. Los nervios de Julia estaban en su límite. El chirriante llanto que venía desde la habitación de al lado caía sobre sus oídos cansados y su sensible corazón de madre como un látigo; quemaba como fuego. Sus oídos siempre eran hipersensibles. Había sido una apasionada profesional de la música antes de su matrimonio y había enseñado con mucho éxito el piano y el violín. Para cualquier, madre el llanto de un bebé es doloroso, pero para una madre musical es un tormento.

Pero si sus oídos eran sensibles, también lo era su conciencia. Si sus nervios eran débiles, su orgullo era fuerte. El niño era su niño, era su deber cuidar de él y lo iba a hacer. Pasaba sus días en medio de una devoción implacable hacia las necesidades de él y cuidando su pulcro departamento; sus noches hacía tiempo que habían dejado de ser para el descanso.

De nuevo, los cansados gemidos se alzaron para convertirse en llanto.

—Pues sí parece ser hora de un cambio de tratamiento —sugirió la mujer mayor, ácidamente.

—O un cambio de residencia —ofreció la más joven, en voz mortalmente baja.

—¡Oh, por Júpiter! ¡Habrá un cambio de algún tipo y va a ser rápido, carajo! —dijo el hijo y marido, levantándose de la mesa.

Su madre también se levantó y dejó la habitación, con la cabeza alta y negándose a mostrar el efecto de esa última estocada.

Frank Gordins miró a su esposa con enojo. Sus nervios también estaban sensibles. A nadie le beneficia, en salud o carácter, estar sin dormir por mucho tiempo. Algunas personas iluminadas impiden el sueño como forma de tortura.

Ella removió su café con calma mecánica y fijó sus ojos en el plato, huraños.

—No voy a permitir que se le hable a mamá de esa manera —comenzó él, con decisión.

—No voy a permitir que interfiera en mis métodos de crianza.

—¡Tus métodos! ¡Vamos, Julia, mi madre sabe sobre el cuidado de niños más de lo que tú jamás aprenderás! Realmente tiene el amor y la experiencia práctica. ¿Por qué no puedes dejar que se ocupe del niño? ¡Así tendríamos algo de paz!

Ella levantó los ojos y lo miró: profundos e inescrutables pozos de luz furiosa. Él no tenía ni el más mínimo aprecio por su estado mental. Cuando la gente dice que se está «volviendo loca» de cansancio, lo dice de verdad. El poema que habla de la razón «tambaleándose en su trono» también es bastante claro.

Julia estaba más cerca del desastre absoluto de lo que la familia siquiera imaginaba. Las condiciones eran tan simples, tan normales, tan inevitables.

Aquí estaba Frank Gordins, bien educado, hijo único de una madre muy capaz y afectiva a niveles idolátricos. Se había enamorado profunda y desesperadamente de la exaltada belleza y fina mente de una joven maestra de música, y su madre le había dado el visto bueno. Ella también amaba la música y admiraba la belleza.

Su modesta caja de ahorros en el banco no les permitía tener casas separadas y Julia la había recibido cordialmente para compartir su hogar.

Y aquí estaban el afecto, el decoro y la paz. Aquí había una devoción noble de parte de una esposa joven, que adoraba a su esposo de manera tal que solía desear haber sido la mejor intérprete de la Tierra, ¡sólo para poder renunciar a todo por él! Sí había renunciado a su música, por fuerza, durante varios meses y la extrañaba más de lo que imaginaba.

Se empeñó en la decoración y administración artística de su departamentito, aunque encontró que sus estándares eran difíciles de mantener debido a la ineficiencia de su asistencia doméstica, siempre cambiante. El temperamento musical no siempre incluye paciencia ni, necesariamente, poder para administrar.

Cuando llegó el bebé, su corazón se desbordó de devoción y agradecimiento totales; era su esposa: la madre de su hijo. Su felicidad se elevó y empujó dentro de su ser hasta que añoró la música más que nunca, como medio gratuito para dejar correr sus pensamientos, para mostrar su amor y orgullo y felicidad. No tenía el don de la palabra.

Así que ahora miró a su marido, en silencio, mientras que salvajes visiones de separación, de huida en secreto –incluso de autodestrucción– giraban vertiginosamente en su mente. Todo lo que dijo fue:

—Muy bien, Frank. Haremos un cambio. Y tendrás… algo de paz.

—¡Gracias a dios por eso, Jule! Te ves cansada, nena… deja que mamá se ocupe de Su Alteza y trata de tomar una siesta, ¿sí?

—Sí —dijo ella—. Sí… creo que lo haré.

Su voz tenía un tono particular. Si Frank hubiera sido psiquiatra, o por lo menos médico general, lo habría notado. Pero su trabajo estaba en bobinas, dínamos y cables de cobre –no en los nervios de las mujeres –, así que no lo notó.

La besó y se fue, con los hombros echados para atrás y un largo suspiro de alivio, mientras dejaba la casa atrás y entraba en su propio mundo.

«Esto de estar casado, y lo de criar niños, no es todo lo bonito que lo pintan». Ese era el sentimiento en lo profundo de su mente. Pero no encontraba manera de admitirlo, mucho menos de expresarlo.

Cuando un amigo le preguntaba «¿Todo bien en casa?», él respondía «sí, gracias, todo bien. Los niños lloran un montón, pero es natural, supongo».

Se olvidó del tema por completo y concentró sus facultades en la tarea del hombre: cómo ganar suficiente para mantener una esposa, una madre y un hijo.

En casa, su madre estaba sentada en su pequeña recámara, mirando por la ventana hacia otra, redonda, justo frente al «pozo» y pensando con gran concentración.

Al lado de la desordenada mesita del desayuno, la esposa seguía sin moverse, con el mentón entre las manos y sus grandes ojos mirando fijamente la nada, tratando de formular en su mente cansada alguna razón confiable por la que no debería hacer lo que estaba pensando. Pero su mente estaba demasiado fatigada como para ayudarla adecuadamente.

Dormir… dormir… dormir… eso era lo único que quería. Entonces su suegra podría cuidar al bebé todo lo que quisiera y Frank tendría algo de paz. ¡Oh, dios! Era hora del baño del bebé.

Lo bañó mecánicamente. Justo a la hora, preparó la leche esterilizada y acomodó al pequeño con su biberón. Él se acurrucó, disfrutando, mientras ella lo miraba, de pie.

Vació la bañera, puso el delantal de baño a secar y recogió todas las toallas, esponjas y diversos accesorios que formaban parte del elaborado acto de bañar a un primogénito, y entonces se sentó, mirando fijamente al frente, más cansada que nunca, pero con una determinación creciente en su interior.

Greta había limpiado la mesa con manos y pies pesados, y ahora los traqueteaba en la cocina. Con cada golpe, la joven madre hacía un gesto de dolor y cuando la fuerte voz de la chica comenzó alguna clase de canto triste por encima del ruido de su trabajo, la joven señora Gordins se puso en pie con un escalofrío y tomó su decisión.

Con cuidado, levantó al niño con su biberón y lo cargó a la habitación de su abuela.

—¿Le molestaría cuidar a Albert? —preguntó en voz baja y átona—. Creo que trataré de dormir un poco.

—¡Oh, me encantaría! —respondió su suegra.

Lo dijo en un tono educado, frío, pero Julia no lo notó. Acostó al niño sobre la cama y se paró frente a él, mirándolo de la misma forma apagada por un rato. Luego salió de la habitación sin otra palabra.

La señora Gordins, la mayor, se sentó mirando al bebé por un largo rato.

—¡Es un niño perfecto y adorable! —dijo suavemente, regodeándose de su belleza rosada—. ¡No hay un solo problema! Son esas absurdas ideas de ella. Es tan irregular con él. ¡Mira que dejar llorar al bebé por una hora! Está nervioso porque ella está nerviosa. Y por supuesto que no pudo darle de comer hasta después del baño… ¡por supuesto que no!

Continuó con estas meditaciones sarcásticas por un rato. Separó el biberón vacío de la boquita mojada, que siguió chupando por unos momentos al aire y luego se quedó quieto y siguió durmiendo.

—¡Yo podría cuidarlo para que no llorara jamás! —siguió, para sí misma, meciéndose lentamente—. Y podría cuidar a veinte como él, ¡y lo disfrutaría! Creo que iré a algún lado y lo haré. Para dejar descansar a Julia. ¡Un cambio de residencia, dice!

Comenzó a mecerse mientras planeaba, encantada de tener a su nieto con ella, incluso mientras dormía.

Greta había salido a comprar alguna cosa. Las habitaciones estaban muy silenciosas. De repente, la anciana levantó la cabeza y aspiró. Se levantó rápidamente y salió disparada hacia la llave del gas. No, estaba bien cerrada. Regresó al comedor; todo estaba bien ahí.

«¡Esa niña tonta dejó la estufa prendida y se apagó!», pensó, y fue hacia la cocina. No, la pequeña habitación estaba limpia, fresca y con cada parrilla apagada.

—¡Qué raro! Debe venir del pasillo.

Abrió la puerta. No, el pasillo sólo tenía ese olor usual a sótano disperso. Entonces la salita: nada ahí. En la alcoba que el agente de arrendamiento había llamado «la habitación para la música», el piano y el violín de Julia estaban callados y empolvados en sus estuches: nada ahí.

—¡Es en su recámara! ¡y ella está dormida! —dijo la señora Gordins mayor y trató de abrir la puerta. Tenía seguro. Tocó. No hubo respuesta. Toco más fuerte. Empujó la puerta, forcejeó con el seguro. No hubo respuesta.

Entonces la señora Gordins pensó rápido: «Puede que sea un accidente y nadie debe saberlo. Frank no debe saberlo. Qué bueno que Greta salió. ¡Debe haber una manera de entrar!». Miró la ventana montante sobre la puerta y la fuerte viga que el mismo Frank había puesto para las cortinas que le gustaban a Julia.

—Creo que puedo hacerlo, si no hay más remedio.

Era una mujer notablemente activa para su edad, pero ni en alguna hazaña gimnástica pasada podría haber logrado esto. Rápidamente trajo la escalera. Desde el escalón más alto podía ver dentro de la habitación y lo que vio le hizo ganar una determinación temeraria.

Tomó la viga con sus fuertes manitas, empujó con valentía su ligero cuerpo por la abertura y giró torpemente pero con éxito, se dejó caer sin aliento y de alguna manera llegó al suelo. De inmediato abrió puertas y ventanas.

Cuando Julia abrió los ojos, encontró unos brazos amorosos a su alrededor y palabras sabias y tiernas que buscaban calmar y confortar.

—No digas nada, cariño… lo entiendo. Entiendo, te digo. ¡Ay, mi niña querida, mi hijita preciosa! No hemos sido buenos contigo, ni Frank ni yo. Pero anímate ahora… ¡tengo un gran plan que debo contarte! ¡Vamos a hacer un cambio! Escucha.

Y mientras la joven madre yacía pálida y callada, acariciada y atendida en todas sus necesidades, grandes planes se discutieron y decidieron.

Frank Gordins se puso contento cuando el bebé «dejó atrás su etapa de llanto». Habló al respecto con su esposa.

—Sí —dijo ella, de manera dulce—. Está mejor cuidado.

—Sabía que aprenderías —dijo él, orgulloso.

—¡Sí! —aceptó ella— ¡He aprendido… he aprendido tanto!

Frank también estaba contento, muy contento, de que la salud de ella hubiera mejorado rápida y constantemente. El rosa delicado había vuelto a sus mejillas y una suave luz a sus ojos; y cuando hacía música para él, en la tarde, suave música, con las puertas cerradas para no despertar a Albert, él sentía como si hubieran vuelto sus días de noviazgo.

Greta, la de los pies de martillo, se había ido y una maravillosa matrona francesa que venía durante el día había tomado su lugar. Él no preguntaba nada sobre sus particularidades y no sabía que ella hacía las compras y planeaba las comidas; comidas de tal delicadeza y variedad cuidadosa que hacían su deleite. Tampoco sabía que su salario era más alto que el de su predecesora. Cada semana daba la misma suma y no pedía detalles.

También lo contentaba que su madre pareciera tener un segundo aire en la vida. Estaba contenta y activa, tan llena de bromas y de historias como la recordaba de su niñez; y por encima de todo, también mostraba confianza y afecto con Julia. Estaba más que complacido.

—¡Te diré lo que pasa! —le dijo a un amigo soltero—. Ustedes no saben lo que se están perdiendo.

Invitó a uno de ellos para la cena, sólo para mostrarle.

—¿Haces todo eso con treinta y cinco dólares a la semana? —preguntó su amigo.

—Así es —respondió, orgulloso.

—Bueno, pues tu esposa es una administradora genial, ¡eso es todo lo que puedo decir! Y tienes la mejor cocinera que jamás he visto, o de la que haya oído, o de la que haya comido, supongo que debo decir, por cinco dólares.

La señora Gordins estaba complacida y orgullosa. Pero él no estuvo ni complacido ni orgulloso cuando alguien le dijo, con franqueza desagradable:

—¡No creí que pusieras a tu esposa a dar clases de música, Frank!

No le mostró sorpresa ni enojo a su amigo; los reservó para su esposa. Tan sorprendido y enojado estaba que hizo la cosa más inusual: dejó su negocio y se fue a casa temprano esa tarde. Abrió la puerta de su departamento. No había nadie. Revisó cada habitación. No había esposa; no había hijo; no había madre; no había sirvienta.

El chico del elevador lo escuchó moviendo cosas, abriendo y cerrando puertas, y sonrió felizmente. Cuando el señor Gordins salió, Charles le ofreció información.

—La señora Gordins joven salió, señor; pero no la señora Gordins mayor ni el bebé… ellos están arriba. En la azotea, creo.

El señor Gordins fue hacia la azotea. Ahí encontró a su madre, a una niñera sonriente y alegre, y a quince bebés felices.

La señora Gordins mayor se levantó rápidamente para la ocasión.

—Bienvenida a mi jardín de bebés, Frank —dijo alegremente—. Me alegra mucho que pudieras salir a tiempo para verlo.

Tomó su brazo y lo guió para mostrarle orgullosamente su soleado jardín de azotea, su caja de arena y su enorme piscina, grande, profunda y con acabados de zinc, sus flores, sus enredaderas, su sube y baja, sus columpios y sus colchonetas.

—Ve qué felices son —le dijo—. Celia se las puede arreglar sola unos momentos.

Y entonces le mostró todo el departamento del último piso, que había acondicionado para que muchos pequeños durmieran sus siestas o jugaran si afuera el clima era malo.

—¿Dónde está Julia? —exigió saber primero.

—Julia llegará pronto —le dijo—, como a las seis. Y las madres ya habrán venido por los bebés para entonces. Los tengo de las nueve o diez a las cinco.

Se quedó callado, enojado y herido.

—No te dijimos al principio, mi niño, porque sabíamos que no te iba a gustar y queríamos asegurarnos de que saliera bien. Yo rento el departamento de arriba, como ves… cuesta cuarenta dólares al mes, lo mismo que el nuestro, y le pago a Celia cinco dólares a la semana y le pago a la doctora Holbrook del departamento de abajo lo mismo por cuidar a mis pequeñitos todos los días. Y también me ayudó a conseguirlos. Las madres me pagan tres dólares a la semana por cada uno y no tienen que buscar una nana. Y yo le doy diez dólares a la semana a Julia y aun así me quedan como diez dólares para mí.

—¿Y ella da clases de música?

—Sí, ella da clases de música, como lo hacía antes. Seguro has notado lo feliz y sana que está ahora, ¿o no? Y yo también. Y también Albert. No puedes sentirte mal por algo que nos hace felices a todos, ¿o sí?

Justo en ese momento entró Julia, radiante tras una caminata ligera, fresca y alegre, con un gran ramo de violetas contra su pecho.

—Oh, madre —chilló—, tengo boletos para que vayamos a ver a Melba… si logramos que Celia venga por la noche.

Vio a su esposo y un rubor de culpa se le subió hasta la frente cuando se encontró con sus ojos llenos de reproche.

—¡Oh, Frank! —suplicó, pasándole los brazos alrededor del cuello— ¡Por favor, no te molestes! ¡Por favor, acostúmbrate! ¡Por favor, siéntete orgulloso de nosotras! Sólo piensa que todos estamos tan felices y ganamos cien dólares a la semana… todos juntos. Como verás, tengo los diez de mamá que agregar al dinero de la casa, ¡y veinte más míos!

Hablaron por largo rato aquella noche, solos los dos. Ella le dijo, al fin, qué peligro había colgado sobre sus cabezas, lo cerca que había estado.

—Y mamá me enseñó el camino para salir de eso, Frank. El camino para volver a tener mi mente y no perderte! Ella misma es una mujer diferente ahora que sus manos y su corazón están llenos de bebés. ¡Y Albert lo disfruta! ¡Y tú lo disfrutabas hasta que lo descubriste! »Y cariño, mi amor, ¡ya no me molesta nada! Amo mi casa, amo mi trabajo, amo a mi madre, te amo. Y respecto a los niños, ¡desearía que tuviéramos seis!

Él miró su sonrojado, ansioso y hermoso rostro y la acercó a él.

—Si las hace tan felices —dijo— supongo que puedo soportarlo.

Y en años posteriores se le oyó comentar:

—Esto de estar casado y criar niños es lo más fácil del mundo… ¡cuando aprendes cómo hacerlo!

 

 

Traducción de Lorena Rodríguez

 

 

 

 

______________________

Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) fue una destacada socióloga feminista, novelista y cuentista de los Estados Unidos.

Lorena Rodríguez (Ciudad de México, 1988) estudió Lengua y literatura modernas inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Entre sus intereses se encuentran la traducción, el feminismo, las novelas contemporáneas y el papel de la historia en la

Tags: , , ,

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*

* Copy This Password *

* Type Or Paste Password Here *

25.780 Spam Comments Blocked so far by Spam Free Wordpress

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>