Tuesday, 23rd July 2013

Fragmentos de un amor ordinario

Publicado el 21. abr, 2013 por en Cuento, Literatura

 

Iliana Pichardo Urrutia

 

 

Pájaro negro/ Pájaro blanco

 

París, 2012

Lorena partió con nuestros hijos al Palacio de Versalles sin hacer caso a mi argumento de que enfrentarse a la opulencia monárquica, sería contraproducente para su educación; desde mi punto de vista era mucho más significativo que en el viaje conocieran los puntos que habían sido clave en el mayo del 68, como el Barrio Latino o la Plaza de la Sorbona. Fomentar su memoria social valdría mucho más la pena, a la larga, que un fastuoso château.

Como si no hubiera expuesto con suficiente vehemencia mi postura, ninguno de los tres me hizo caso y partieron sin mí esa mañana, en el auto de un joven argelino de nombre Raphy, que sería su guía en la excursión. Lorena asomó su cabeza rubia por la ventana del auto y me mandó un beso ridículo y rejuvenecido, que atribuí al hecho de que por ese día, sería el copiloto de un muchacho bien parecido de ojos oscuros y árabes. Me molestó su actitud, y más allá de devolverle un beso, fingí que el viento había llevado polvo hasta mis ojos y los cerré parpadeando. Cuando los abrí de vuelta, Lorena había desaparecido con el auto, y yo estaba solo.

 

Montmartre, 1973

Me fui ese verano a París, atraído por la bohemia de la época y por ese olor a estudiante que, se rumoraba, atestaba las calles de «la ciudad de la luz». En esa época quería ser pintor, así que convencí a mi padre de que me alquilara una buhardilla en el barrio de Montmartre para que, en sus palabras, jugara por dos meses a ser Picasso o Braque. En realidad, lo que sucedió fue que los lienzos se quedaron en blanco y lo que hice la mayor parte de mi estadía, fue amigarme con los vinos franceses y vivir mi insoportable adolescencia tardía, al estilo atormentado de un poeta maldito cualquiera.

En esa atmósfera entre inconsciente, masoquista y volátil, prendiendo un cigarrillo tras otro en un café, fue que la vi: estaba sentada en una mesa contra la ventana, el pelo negro le caía lacio hasta el cuello y tenía un flequillo a mitad de la frente. Vestía una camisa blanca y un suéter azul marino de cuello en V. Sintió que la observaba y se dio vuelta para enfrentar mi mirada; lo hizo con una seguridad tal, que me hizo volcar la taza. Sus ojos se rieron y me hizo la seña de «fuego» con su mano. De inmediato me paré y caminé torpemente hasta ella:

—Siéntate –dijo–. Me llamo Blanche.

Arc de Triomphe, 2012

Me quedé observando la estela que las llantas del auto habían dejado sobre el pavimento. Lorena y mis hijos habían partido ya. Me di vuelta y comencé a caminar en sentido opuesto. Era extraño, pero a medida que me alejaba de nuestro hotel, sentía que mi cuerpo crecía, como si hubiera demasiado espacio rodeándome. Traté de recordar, pero no logré precisar cuándo había sido la última vez que había pasado un día solo. Era tanto el silencio, que el sonido de mis pasos en el pavimento me resultaba casi insoportable.

No sabía qué hacer conmigo para ocupar el tiempo, pero para mi sorpresa, mis pies caminaban firmes, separados de mí, martillando la banqueta, con un ritmo constante, como el de un segundero. Así fui retrocediendo, adentrándome en un túnel que olía a pan recién horneado, un olor que me recordaba a mí mismo, aunque eso suene extraño. Poco a poco sentí mi cuerpo ligero, ágil, tenía el sol del verano sobre la cara, pero mi piel se sentía tostada y feliz. Cuando tomé conciencia del trance exaltado de mi cuerpo, me di cuenta del lugar al que mis pies me habían llevado: el Arco del Triunfo.

Rodeado de turistas, caminé entre los muros de piedra, pasé de largo la Tumba del Soldado Desconocido y me dirigí a la estrecha escalera de caracol. Muchachos y niños pasaban corriendo al lado mío, empujándome sutilmente con sus codos. Cuando llegué al escalón 286 me recargué contra la pared para recuperar el aire. Pasó el tiempo, no sé cuánto. Mi respiración volvió a su ritmo normal, pero mi corazón no; me sentí aturdido, desorientado. Entonces, me llegó de golpe el recuerdo: el recuerdo de ella, o más bien, de la ausencia de ella, porque Blanche no llegó a la cita. Y toda la atmósfera de esa tarde lluviosa vino a posarse sobre mis hombros y sentí la desolación de la espera más angustiante de mi vida. Una espera que de haberse convertido en la aparición de ella en lo alto de la vista más hermosa de París, hubiera cambiado mi destino (iba a proponerle que nos casáramos). Pero Blanche no llegó a la cita. Aunque hubiera intuido mi propuesta, creo que no le habría dado mayor o menor valor a nuestro encuentro, quizás simplemente olvidó que habíamos quedado de reunirnos. Así era Blanche.

Yo, en mi despecho, nunca más volví a buscarla.

Quartier Latin, 1973

Blanche estudiaba Literatura y era vocalista de un grupo de rock progresivo llamado Versets Noirs. Su voz era suave, ronca, melancólica y muy francesa. Para mí, Blanche era el significado de la rebeldía en su estado más puro. Para ella, todo acto humano era susceptible de volverse poético, hasta mear en un parque. Así transcurrió mi vida con ella, entre una locura y otra. Con Blanche probé la marihuana y recorrí con delirio las tres horas y media de La mamá y la puta, de Eustache. Con ella asistí a reuniones de la juventud comunista e hice mi primer (y último) graffiti con palabras de Antonin Artaud: «No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto anormal». El corazón de Blanche era el fuego que hacía trabajar su creatividad como una máquina que nunca se paraba, que nunca se agotaba y que hacía el amor incansablemente.

Por supuesto todos conocían a Blanche, por ser quien ella era, y porque corría la leyenda de que en un concierto de los Versets Noirs, al terminar de cantar, llena de euforia, corrió a toda velocidad y se lanzó al público esperando que la sostuvieran, pero la gente, sorprendida, en vez de agarrarla, se quedó pasmada viendo cómo iba directo al piso y nadie la cachó. Blanche salió de ahí riendo a carcajadas, ayudada por un equipo de paramédicos. Tenía que haber estado ahí para verla entregarse con todo el cuerpo a su público. Siempre tengo esa visión de Blanche despegando del escenario y creo saber por qué nadie la sostuvo, ¿quién se hubiera atrevido a considerar, siquiera un instante, que Blanche no volaría?

Champs Elysee, 2012

Caminé todo el día, arrastrando recuerdo tras recuerdo por calles que recorrí alguna vez con ella. Incluso busqué la antigua dirección de la que había sido mi casa durante esa corta estancia en Montmartre, y me quedé de pie, frente a la que había sido mi ventana. No me decidí a entrar ni a tocarle al actual habitante del departamento, me conformé con mirar la cortina percudida.

Cuando me di cuenta, el sol estaba cayendo y la turbación comenzó a apoderarse de mí. Era tiempo, debía encontrarme con mi familia en un café de los Campos Elíseos. Las manos las tenía dormidas, la boca pastosa y seca, el corazón me daba vuelcos como si se tratara de un pez fuera del agua. Me llevé hasta el lugar de la cita y dudé por un momento si sentarme en el interior, pero me incliné por la terraza. Ordené al garçon un agua mineral y estuve ahí sumido en un extraño ensimismamiento; me sentía en un plano alejado y sin sustancia.

De pronto, en medio del bullicio del café, una voz femenina abrió una rendija hacia los años setenta. Una voz suave, ronca, melancólica y francesa. Pasó al lado mío. Era una mujer con el pelo canoso y lacio hasta el cuello. Era delgada y llevaba una blusa sin mangas y unos pantalones pescadores. Iba conversando y riendo con un niño negro al cuál tomó de la mano como si fuera su ¿hijo? ¿nieto? Era Blanche, ¿era Blanche? ¿Sería posible que después de tantos años estuviera tan cerca? ¿En el interior del café todo ese tiempo? Sentí que mi cabeza reventaría, me paré de la mesa, abrí la boca y… no dije nada. Unos brazos rodearon mi cintura, eran Lorena y mis hijos. Nos sentamos. Sus voces agitadas se atropellaron una sobre la otra narrando el día en Versalles, pero sus palabras se volvieron un murmullo que se perdió con el resto de la gente. Miré por encima de ellos para seguir con el corazón a esa mujer canosa que llevaba de la mano a un niño negro, que caminaba por la calle como una garza blanca abriendo a su paso un silencio. Una mujer que caminaba, casi volando.

 

 

 

 

Fragmentos de un amor ordinario

 

La fuga

El día empezó mal. Tuve que arrastrar a Benítez hasta el sótano del edificio; su cráneo golpeaba contra las escaleras y cualquier vecino pudo haber sospechado algo. A ese imbécil se le olvidó que no debía meterse conmigo si no quería amanecer atravesado por mis balas. Me llegó como un cobarde, por la espalda, y eso fue lo que me encabronó, por eso lo golpeé hasta dejarlo inconsciente y luego lo maté.

Acaricié mi revólver calibre treinta y ocho con una gamuza, y la froté como si fuera una toalla contra la piel de un bebé. No salía nunca sin él, incluso dormía pegado a mí. Zimapán es un pueblo chico y yo, su único detective. Soy el que le hace justicia a los muertos de otros, por eso tengo muchos enemigos.

Regresé a casa con hambre pero no vi la mesa puesta y Rosa no estaba, tampoco su maleta de cuero raído. Rosa no podía esconderse de mí. Desde que la vi afuera de la parroquia de San Antonio me la traje conmigo y así como confío en mi puntería, estoy seguro de que nadie podrá amar a esa mujer tanto como yo.

 «Ninguna mujer me engaña a mí, Braulio Briones», dije, mirándome al espejo y engominando mi cabello negro, corto, pegado a la cien. A las palabras hay que pronunciarlas en voz alta para que queden selladas en el aire.

«Maldita vieja», dije, al salir de casa de su madre, que se quedó arrinconada detrás de la puerta mientras busqué a Rosa por toda la casa, pero ningún recodo me olió a ella.

Mientras me terminaba el plátano que llevaba en el bolsillo del saco me vino a la mente el nombre de Concha, una amiga de Rosa, que vivía en la ciudad de México. Tal vez confiaba que no la encontraría entre treinta millones de habitantes, pero se equivocaba.  Hacia veinte años que no pisaba ese monstruo, pero yo había vivido una vida ahí, y aún me quedaban amigos.

El dragón de jade

—Si me cuelgas otra vez el teléfono te advierto que sé dónde vives, Concha. Ahora, por última vez te pregunto: ¿dónde está Rosa? –dije.

—Ok, Ok. Quedamos de vernos ayer a las tres en la calle República de Cuba. Hay unos arcos al fondo, un árbol y una banca. Fui a esperarla, pero nunca llegó y tampoco me ha llamado. De verdad que no sé dónde está –me dijo casi llorando.

 Cómo odio cuando las mujeres se ablandan.

Volví al barrio chino y caminé por la calle de Dolores. Habían pasado dos décadas pero el Dragón de Jade seguía ahí, como un templo milenario. Del techo colgaban las mismas lámparas que llenaban el lugar con una penumbra roja. Me senté en una de las mesas y pedí una cerveza. Volteé hacia la puerta de la cocina; por un momento creí que las piernas delgadas de Lixue la cruzarían. Y entonces la recordé, y volvió a mí todo el frío de su nombre: «Nieve». Su piel blanca, su pelo negro, sus ojos sin luz.

Con ella tuve un hijo, su nombre era Chew, y significaba «fuerte como una montaña». Hicimos bien en escoger ese nombre, necesitaría toda la fuerza para enfrentarse al mundo sin un padre.

Lixue se acostó con Ricardo Montrones, mi colega, mi rival, y luego se convirtió en su mujer. «China Cochina», dije. Terminé de un trago mi cerveza y salí de ahí. Me alejé del barrio y caminé por la Alameda.

Pude haber permanecido con Chew, pero quise abandonarlo para castigarla a ella; no podía matar a la madre de mi hijo, pero lo haría con otra que se atreviera a traicionarme. Todavía recuerdo la cara pequeña del niño y sus ojos rasgados durmiendo la noche que lo abandoné. Eso fue en el año del caballo, hace mucho tiempo.

 

 

Sin celos no hay amor

Observé a Rosa sentada en una banca de República de Cuba. Eran las tres y seguramente esperaba a su amiga Concha, que no llegaría. Sus ojos iban de un lado a otro de la calle, buscando. Tenía el cabello recogido, aunque casi siempre lo llevaba suelto. Permanecí detrás de los arcos, sin que me viera. El revólver lo sentía pegado a mis costillas, como un recordatorio.

            Estaba por sorprenderla, cuando, sin premeditación alguna, sentí una urgencia por alejarme de ahí, cruzar el zócalo de la ciudad y subir al metro. Me vi bajando en la colonia Portales, un barrio que conocía como la palma de mi mano. Me vi parado delante de aquella casa azul de una planta con cortinas doradas, y me sentí dispuesto a esperar hasta ver si percibía algún movimiento dentro, o si el silencio de la calle se veía interrumpido por la alharaca de Chew. Y esperar, esperar, esperar a que la puerta se abriera, y tener frente a mí sus ojos rasgados, madre e hijo, rasgados. Lixue, Chew, Lixue, Chew…

—¡Braulio! –dijo Rosa corriendo a mi encuentro.

—¿Te sorprende verme? –dije (aunque el sorprendido era yo).

—¡No! Sabía que vendrías a buscarme –me dijo poniendo sus pequeños brazos alrededor de mi cintura.

—¿Por qué huiste?

—Estoy harta de tus celos, Braulio, ¿por qué no confías en mí?

—¿Dónde pasaste la noche? Me dijo Concha que no te quedaste con ella.

—Me perdí, mi amor, odio esta ciudad, no me hallo. No vuelvo a escaparme nunca, te lo juro.

—Más te vale Rosa… porque te mato –dije.

Rosa recargó su mejilla acalorada sobre mi pecho. La tomé de la mano y subimos a un taxi.

En esta ciudad, yo también me perdía.

 

 

 

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Iliana Pichardo Urrutia (Salt Lake City, Utah, 1980). Estudió Comunicación en la UIA y Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha publicado sus cuentos en Zarabanda, revista literaria de la Escuela de Escritores SOGEM, Escala, de Aeroméxico, y actualmente colabora en la Revista Yaconic. Trabaja en el Festival Internacional de Cine UNAM y es fundadora de Buñuelos Comunidad Creativa donde participa como productora, guionista, correctora de estilo y coordinadora editorial para diversos proyectos culturales y artísticos.

@muselinaltazor

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