Saturday, 15th February 2014

Después de Río+20: ¿El futuro que queremos?

Publicado el 16. dic, 2012 por en Política y sociedad

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La Conferencia internacional Río +20 es un nuevo impulso a la agenda mundial de protección ambiental. Sin embargo, a veinte años de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio ambiente y Desarrollo, la crisis ecológica mundial se ha agravado profundamente, vinculada al desequilibrio Norte/Sur, a las crisis económicas, al subdesarrollo y a la estructura productiva internacional. ¿Qué podemos esperar de Río +20 en este contexto? ¿Falsas promesas, buenas esperanzas o cambios de verdad? 

Alejandra Salgado Martínez

 

Nos comprometemos a revitalizar la alianza mundial en favor del desarrollo sostenible que pusimos en marcha en Río de Janeiro en 1992. Reconocemos la necesidad de dar un impulso renovado a nuestra cooperación en la búsqueda del desarrollo sostenible y nos comprometemos a colaborar con los grupos principales y demás interesados para corregir las deficiencias en la aplicación.

Declaración de Río. El futuro que queremos, 2012

Los pasados 20, 21 y 22 de junio de 2012, se reunieron en la ciudad de Río de Janeiro, Brasil, los gobiernos de 178 países del mundo, organizaciones internacionales, empresas, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable Río+20 con el objetivo de conmemorar veinte años de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, mejor conocida como la Cumbre de la Tierra. Ésta es recordada por establecer por vez primera una agenda mundial para el desarrollo sostenible (Agenda 21) y por inaugurar una estructura general del régimen de protección ambiental internacional a través de los convenios ahí firmados.

El contexto que rodeó aquella primera Conferencia de Río favoreció el acuerdo y la participación de naciones en desarrollo y desarrolladas –así como de otros actores civiles–con el propósito y la esperanza de que, con el fin del mundo bipolar, cuestiones como el medio ambiente y el desarrollo prevalecieran en la agenda internacional. De esta manera, el compromiso de enfrentar los problemas ambientales y vincularlos con el desarrollo se puso en la mesa. La participación de la sociedad civil, representada fundamentalmente por alrededor de 1400 organizaciones no gubernamentales que se hicieron presentes durante la conferencia, influyó para abrir la agenda de negociación y presionó fuertemente para adoptar compromisos.[1] Así, se adoptaron tres convenios internacionales: el Convenio sobre la Diversidad Biológica, el Convenio de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y el Convenio de Lucha contra la Desertificación, además de una declaración de principios sobre los bosques, la ya mencionada Agenda 21, el Programa 21 y la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo. Cada uno de ellos comprometía a los Estados firmantes a enfrentar de manera sólida y coordinada el conjunto de problemáticas ambientales que se vislumbraban en aquel momento como una amenaza para las generaciones futuras.

A veinte años de aquella primera cumbre, las promesas de Río han demostrado ser una gran farsa. No solamente nos enfrentamos a un debilitamiento progresivo de los compromisos internacionales con el desarrollo sostenible, sino que incluso estamos presenciando una agudización de la problemática ambiental que se entremezcla con y acentúa todo tipo de problemas socioeconómicos estructurales persistentes en las diferentes regiones del mundo. Tensiones generadas por la sobrepoblación, la migración, los conflictos étnicos, las guerras civiles y las desigualdades sociales, la inseguridad alimentaria, el deficiente abastecimiento de agua potable y el aumento de enfermedades como la malaria o el dengue se verán definitivamente agravadas a medida que avanza la crisis ambiental.

Desde 1992 la población mundial ha aumentado en un 26% y las emisiones de gases de efecto invernadero lo han hecho en un 36% entre 1992 y 2008.[2] De acuerdo con la FAO, de 2000 a 2010 la deforestación se registra en cerca de 13 millones de hectáreas.[3] Estas elevadas tasas de deforestación contribuyen con alrededor de un 16% al total de emisiones de carbono, además de impactar directamente en la pérdida de biodiversidad –especialmente en las áreas tropicales, donde se encuentra la mayor riqueza biológica.[4] En juego se encuentra el futuro de las millones de personas –principalmente de los países del sur– que son más vulnerables a los impactos de la devastación ambiental y al cambio climático, y los más afectados por la crisis económica y financiera mundial, así como por la reciente crisis alimentaria. Frente a la evidencia empírica podemos afirmar que enfrentamos una profunda crisis ecológica que amenaza el futuro de la vida en el planeta, así como nuestro presente. Enfrentamos también una crisis política pues en estos veinte años no hemos logrado construir mecanismos ni instituciones eficaces de cooperación internacional para hacer frente a los desafíos en materia ambiental.

Después de veinte años, la firma del Convenio de Diversidad Biológica no detuvo la reducción de la biodiversidad, la Convención para el combate de la desertificación no frenó el avance de las regiones desérticas, la Declaración sobre principios del bosque no disminuyó las tasas de deforestación y degradación forestal. La Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que dio vida al protocolo de Kioto –único documento vinculante para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero–, no ha logrado construir un régimen sólido para hacer frente al que se ha convertido probablemente en el desafío ambiental que mayor atención ha recibido en los últimos años.

La Conferencia Río+20 debía ser una reafirmación del compromiso político de las naciones presentes para construir el desarrollo sostenible; debía presentar un marco general de actuación a corto, mediano y largo plazo que evidenciara las dificultades en el avance de la consecución del desarrollo sostenible –un balance de los logros y retrocesos– y una perspectiva hacia el futuro.

Desde el comienzo no se esperaban grandes resultados frente al contexto de crisis, especialmente en Europa, la campaña electoral estadounidense y la experiencia de las últimas cumbres del clima –Copenhague (2009), Cancún (2010), Durban (2011), en las cuales han prevalecido los intereses políticos y económicos a corto plazo y se han retrasado todo tipo de compromisos. Sin embargo, en muchos sectores de la sociedad civil permaneció la esperanza de un viraje de política capaz de dar una respuesta real a la crisis ambiental.

Si bien el proceso no es fácil, los líderes mundiales no pueden excusarse en la complejidad del mismo para asumir el pesimismo con el que se inició el proceso final de negociación. Desde el presidente de la Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, hasta representantes nacionales como los ministros de medio ambiente de Francia y Alemania, así como un buen número de representaciones de países en desarrollo, señalaron que el texto presentado por el gobierno brasileño era poco ambicioso.

La política internacional ambiental es un complejo ejemplo de gobernanza multinivel que envuelve no sólo Estados-nación, sino una variedad de actores a diferentes escalas.[5] Dentro del proceso los intereses de los actores son muy diversos y, aunque formalmente las decisiones se toman por consenso, en la realidad, un país puede paralizar todo el proceso. Los equipos de negociadores juegan no sólo de manera horizontal –con sus pares–, sino de manera vertical, respondiendo a otros poderes o intereses al interior de sus países. Además de los Estados, la irrupción de otros actores dentro del proceso ha abierto la agenda de negociación presionando a favor de una gran diversidad de intereses subnacionales, privados, o públicos –pero no estatales. Existen fuertes grupos de presión como organizaciones no gubernamentales de todo tipo y motivaciones, grandes empresas que incluyen a las compañías petroleras, otras organizaciones internacionales –como por ejemplo las integrantes del sistema de Naciones Unidas–, grupos de científicos y técnicos, entre otros.

Las negociaciones ambientales se insertan en una estructura de poder desigual entre naciones pero con ciertas particularidades. El tratamiento de los problemas ambientales en las negociaciones internacionales ha sido fuertemente ideologizado. «(L)os países en desarrollo ven la naturaleza entera del problema de manera diferente a los países desarrollados: mientras éstos lo ven como un problema técnico, los países en desarrollo lo hacen como un problema de sobreconsumo de los países desarrollados, buscando soluciones en la esfera de la redistribución y no en la esfera técnica.»[6] Edith Antal asegura que para algunos países en desarrollo las negociaciones no son explícitamente económicas, y favorecen asuntos estructurales como «el problema de la deuda externa, el acceso a la tecnología y la adquisición de recursos financieros para el desarrollo».[7]

La estructura básica internacional Norte/Sur no ha cambiado en veinte años, por lo tanto el enfrentamiento entre intereses emergió desde el principio en la Cumbre Río+20. Por ello, la declaración política titulada «El futuro que queremos», es, como lo han sido prácticamente todos los documentos del tema, ambigua y representa un consenso básico entre posiciones antagónicas –visiones de desarrollo contradictorias–, con definiciones esenciales, retórica mezclada entre reconocimientos, recomendaciones y tibios compromisos –sin plazos ni metas claras.

Los compromisos financieros fueron evadidos por los países más desarrollados, quienes argumentaron una falta de dinero a causa de la crisis económica y financiera. El G77 –hoy más de 130 países en desarrollo– no pudo hacer valer el creciente poder económico de sus miembros más fuertes –Brasil, China, Sudáfrica e India– para negociar compromisos en materia de financiamiento, probablemente porque no quieren que los países desarrollados cobren la factura en las próximas cumbres climáticas y se vean obligados a adquirir metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. El texto final presenta como temas centrales: la Economía Verde en el contexto del desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza, y el marco institucional para el desarrollo sostenible.

La sensación de que Río+20 no tendría gran trascendencia se hizo presente en cuanto el texto final «Declaración de Río» o «El futuro que queremos» comenzó a circular entre los asistentes. La declaración final de Río+20 deja de lado al desarrollo sustentable a favor de la Economía Verde. Este concepto –defendido principalmente por la Unión Europea y promovido por el Programa de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA), el Banco Mundial, la Comisión Europea y un buen número de grandes empresas– aplica un enfoque basado en el mercado para proteger el medio ambiente.

A lo largo de las sesenta páginas de las que consta la Declaración de Río podemos encontrar –disimulado por la retórica de la cooperación, el desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza, la reiteración de los principios ya enunciados en todos y cada uno de los documentos de la materia– un énfasis desmedido en la necesidad de asegurar la contribución del sector privado para la financiación de las acciones de Economía Verde. Se hacen pocas referencias a la contribución del sector público, evidenciando la falta de compromisos por parte de los gobiernos para poner en marcha planes reales.

Dentro del documento se expone como prioridad la transición hacia una economía verde, es decir, el desarrollo sostenible se plantea como resultado de un mayor crecimiento económico amigable con el medio ambiente. La propuesta de la Economía Verde es un concepto sumamente vago que no encuentra ningún tipo de definición clara en la Declaración de Río, pero sí ha sido comentado en los canales reales de negociación, es decir, en los pasillos.[8] ¿A qué puede referirse esta movilización de fondos privados? Los representantes de la sociedad civil concuerdan en que es un nuevo concepto para continuar en la línea de la flexibilización de los compromisos a través de los mecanismos de compensación de carácter neoliberal y de mercantilización de los bienes comunes, como la inversión en tecnologías «limpias», megaproyectos, minería, monocultivos, turismo empresarial, agrocombustibles, REDD+ y otros Mecanismos de desarrollo limpio (MDL).

La Economía Verde aparece como una estrategia más del capital para hacer negocio con la naturaleza en un contexto de crisis económica. Una de las estrategias que para recuperar la tasa de ganancia busca privatizar aquello que todavía permanece fuera del mercado, y eso incluye a la naturaleza. La llamada Economía Verde pretende controlar las externalidades ambientales del mercado para permitir un crecimiento sostenido.

A pesar de haberse conseguido un acuerdo, la sociedad civil presente en la cumbre alterna denunció el fracaso y la falta de ambición de Río+20. El único resultado visible es la postura de Naciones Unidas, que favorece, a partir de ahora, una gestión económica del ambiente, centrando el desarrollo sostenible en la Economía Verde, por encima de las dos esferas que lo complementan: la ambiental y la social. El cabildeo empresarial ha logrado influir directamente no sólo en el texto final sino en la nueva concepción del desarrollo sostenible, tal y como lo ha denunciado Amigos de la Tierra Internacional, entre otras 400 organizaciones no gubernamentales de todo el mundo.[9]

Las organizaciones participantes en la Cumbre de los Pueblos –conferencia alterna a la cumbre oficial– denunciaron el fracaso de Río+20 ante la falta de decisión para enfrentar la urgencia de la crisis ambiental mundial e impulsar un cambio radical del modelo de desarrollo mundial. No obstante, muchas de estas organizaciones señalan que el resultado pudo haber sido peor de haberse impuesto la versión inicial de la Economía Verde.

Si bien la Cumbre también podría ser considerada como un fracaso, las organizaciones resaltaron el hecho de haber podido reunir a una serie de movimientos ambientalistas, ecologistas, altermundistas, indígenas y de mujeres presentes en Río de Janeiro y consolidar una propuesta que han venido impulsando: que el centro de las negociaciones ambientales considere una verdadera ligazón entre justicia social y justicia ambiental, es decir, poner énfasis en las esferas ambiental y social del desarrollo sostenible, obligando a la esfera económica a enfocarse en la redistribución de la riqueza, oponiéndose de esta manera a la Economía Verde.

A pesar de la perdida de confianza en Naciones Unidas y los representantes de los países miembros debida a los grandes gastos y los pocos resultados para enfrentar de manera eficaz y pronta las causas y efectos de la crisis ambiental, los movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales están conscientes de que las conferencias mundiales siguen constituyendo espacios para que las naciones contraigan compromisos y definan políticas comunes en materia ambiental. De igual forma, sin ese foro o espacio público mundial, las posibilidades de oposición y protesta están seriamente amenazadas. Necesitamos que emerja una alternativa desde la sociedad civil mundial, y es lo que se ha ido articulando en los foros alternativos a las diferentes cumbres mundiales. Allí se han concentrado muchos de los movimientos antineoliberales y antiglobalización porque han entendido también que el cambio climático es parte de una crisis no sólo ambiental sino civilizatoria en la que puede presentarse una oposición contundente –de parte de las organizaciones sociales, indígenas y también de algunos gobiernos– a los mecanismos que buscan privatizar la naturaleza: el agua, la biodiversidad, los bosques, los cuales constituyen falsas soluciones a la crisis ambiental, pues retrasan el cambio en los modelos de consumo y producción mundiales.


NOTAS

[1] Enara Echart Muñoz, Movimientos sociales y relaciones internacionales. La irrupción de un nuevo actor. Catarata/Instituto Universitario de Desarrollo y Cooperación/Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 2008.

[2] PNUMA, Keeping Track of our changement enviromental. From Rio to Rio +20 (1992-2012), PNUMA, Nairobi, 2011, pp. 11-15.

[3] La cifra registrada por la FAO para la década 1990-2000 fue de 3 millones más. FAO, Recursos Forestales Mundiales (FRA 2010), FAO, Roma, 2011, p. 20.

[4] PNUD, FAO, PNUMA, Forest Graphics, PNUD, FAO y FNUP, Nairobi, 2009, p. 2.

[5] Margaret M. Sketsch y Hans Th.A. Bressers, Power, Motivation and Cognition in the Construction of Climate Policy: The case of tropical forestry, en: Velma I, Grover (editor); Global Warming and Climate Change. Ten years after Kyoto and still counting Vol. 1, Universidad de las Naciones Unidas/PNUD/Red Internacional sobre el agua/Science Publishers, Enfield, 2008, p. 348.

[6] Ibidem, p. 351.

[7] Edit Antal, Cambio Climático: desacuerdo entre Estados Unidos y Europa, UNAM, Centro de Investigaciones sobre América del Norte, Plaza y Valdés, México D.F., 2004, p. 6.

[8] Naciones Unidas, Declaración de Río. El futuro que queremos, Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo Río+20, Río de Janeiro, Brasil, 2012.

[9] Paul de Clerck (et al.), Liberemos a la ONU de la cooptación empresarial, Amigos de la Tierra Internacional, Bruselas, 2012, pp. 4-11.

 

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Alejandra Salgado Martínez (ciudad de México, 1988) es licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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