El ensayo como cuerpo del delito
Publicado el 02. sep, 2012 por Cuadrivio en Ensayo, Literatura
El autor siempre termina dejando algo de sí mismo en la escena del crimen. Su firma es involuntaria y personal. El cuerpo del delito es evidencia y circunstancia, nota roja con voz autoral. Así el ensayo: huella que delata a quien tanto empeño ha puesto en cometer el crimen perfecto, es decir, el del perfecto anonimato. Delito de Marisol García Walls.
Marisol García Walls
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Bastaron las palabras «este es un libro de buena fe, lector» para que al género que acababa de nacer se le atribuyeran desde entonces —a partir de una genealogía recién fundada por el padre del ensayo— dos características que parecían, en principio, inseparables de esta nueva forma literaria: el carácter dialógico y el pacto de lectura que se establece a partir de la confianza, de la buena fe.
Sin embargo, la historia ha demostrado que el ensayo, portador de sentidos y mediador entre visiones de mundo, no es fácil de sujetar y con frecuencia abandona su buena fe para entregarse a las actividades menos honrosas de la vida humana, entre ellas, el crimen.
Podría pensarse que la relación entre el ensayo y el delito proviene de su carácter transgresor (para ello habría que mencionar la facilidad con la que el ensayo irrumpe en el terreno de lo privado), o bien, que esta relación está dada en su tendencia a usurpar la identidad de géneros hermanos y vecinos (el aforismo, la crónica, el análisis literario) con el fin de hacerse pasar por ellos.
Pero desde otro ángulo —y de manera muy distinta— podemos seguir explorando el matrimonio entre el ensayo y el delito: no desde el punto de vista de la violencia que ejerce el ensayista sobre los temas del mundo (aunque esta violencia sea madre de su actitud contestataria), y no desde la tensión manifiesta entre la claridad que persigue su lenguaje en oposición a la posible oscuridad de sus propósitos. Más bien se trata de una cuestión de perspectiva: el ensayo, más que al malhechor, se parece al cuerpo del delito, pues es un gesto con frecuencia irrespetuoso y repentino, una presencia inesperada en un espacio que se consideraba sangrado. Aparece como la línea que marca la silueta del cuerpo sobre el pavimento; el ensayo es, ante todo, la evidencia de un yo que se encuentra detrás.
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Una nota sobre el estilo: el autor siempre termina dejando algo de sí mismo en la escena del crimen. Su firma es involuntaria y personal.
No todos los escritores permiten que este sello individual sea un signo visible y evidente: ahí están los poetas, que, contrariamente a los ensayistas, insisten en borrar los límites de ese yo. Como la poesía circula de boca en boca, cualquiera puede adueñarse de un soneto para dedicárselo a otra persona, es un género que se vuelca hacia el mundo: la poesía se comparte, se declama, se hace canción.
Por el contrario, el ensayo se resiste a entrar en boca de alguien que no sea su autor. Si es citado por otro, será en fragmentos, nunca en su totalidad. Acaso iluminará alguna de sus frases el trabajo ajeno a manera de epígrafe. Circula forzosamente por escrito, dejando huellas detrás de sí. Aparece entonces como presencia, como evidencia dura, mientras que la palabra poética se relaciona, más bien, con la falta: «no, las palabras no hacen el amor —decía Alejandra Pizarnik—, hacen la ausencia».
La puesta en escena de los límites del lenguaje está, paradójicamente, expresada dentro de estos límites: aunque las palabras refieran siempre a lo que no está, ellas sí están presentes, son la impronta que deja la tinta sobre el papel. Se convierten en testigos silenciosos. Como las palabras de estos versos de Francisco Hernández:
el poema
es la única huella
que deja el homicida
en el lugar de los hechos
(la hoja en blanco
es un crimen perfecto)
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La palabra es nueva, decía Bacon hablando del género ensayístico, pero la cosa que designa es antigua. Así el cuerpo del delito, pese a su estatuto de novedad, de recién aparecido, de elemento de la nota roja, remite siempre a un pasado inmediato, a un tiempo anterior al instante presente donde las cosas han llegado a ser tal como son y aparecen clausuradas las alternativas.
El «cuerpo del delito», según un diccionario jurídico, refiere a «los objetos utilizados para su comisión, como una navaja, un cuchillo o arma de fuego; las huellas que pudieron hallarse relacionadas al hecho delictivo o a la persona de su autor; las cosas que, en sí mismas, constituyen un delito en cuanto a su fabricación, detentación o venta, o las cosas obtenidas como fruto de estas actividades». En otras palabras, el cuerpo del delito es evidencia, pero también circunstancia.
El autor del crimen (curioso que se emplee justo esta palabra: «autor») hace todo lo posible por borrarse, por eliminar las huellas que deja en la escena. En un intento desesperado por mantener su identidad oculta, altera la disposición de los cuerpos si se trata de un asesinato; usa guantes de látex si se trata de perpetrar un robo. Pero el ensayista, paradójicamente —y a pesar de sus mayores esfuerzos—, termina reafirmándose, inscribiéndose y haciéndose cada vez más presente en su escritura. ¿Olvidará en el lugar de los hechos algún efecto personal que termine delatándolo? ¿Será la mirada de un testigo la que condene sus actos?
La idea de cuerpo evoca siempre a la persona que solía habitarlo: a sus gestos, sus manías particulares, a sus pantomimas. Con el hábito aparece la rutina, y con ella, la repetición de patrones: los pequeños guiños que se establecen como signos codificados, una especie de sistema de referencias cruzadas donde las casualidades apuntan a otras y se descubren entre ellas: ¿a cuántos asesinos no se les ha capturado de este modo, es decir, por la torpe aparición reiterada de sus particulares señas?
El estilo aparece, precisamente, en las particularidades. De pronto, determinados usos verbales terminan apuntando hacia un lugar de procedencia, o alguna muletilla hace que aparezca, inconfundible, la voz de un escritor. El ensayo se convierte entonces en una forma no sólo de comunicar sentimientos y visiones de mundo, sino también en una manera de organizar y articular el discurso.
El uso precisamente de esta palabra, «articular», no es gratuito: remite a los cuerpos móviles, pues al igual que todo escrito está articulado al interior de sí, también la evidencia del delito está organizada conforme a un todo. Incluso el más mínimo detalle podría convertirse en la clave para resolver el crimen.
El ensayista podrá buscar la perfección, el anonimato, el grado cero (por así decirlo) de la escritura, pero sus actividades pasan forzosamente por la inscripción de sí mismo en el espacio. Jamás será capaz de cometer el crimen perfecto que parece natural para el poeta, pues el ensayo es demasiado personal, es demasiado evidente. La letra, condición indiscutible de la fijación de un yo, se convierte en la forma material del pensamiento, es decir, en su cuerpo.
Queda sólo una certeza: en medio de la noche —la oscuridad es el abrigo de los criminales— el ensayo como cuerpo del delito es aquel que no admite la confianza, porque delata: es la evidencia que queda en espera de ser descubierta, la huella en el vaso de vidrio que termina entregando la mano de su propio autor.
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Marisol García Walls (Ciudad de México, 1989) es estudiante de octavo semestre de la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. Viajera de itinerarios imprevistos y oportunos rodeos, prefiere el ensayo a la narrativa porque lo encuentra más libre. Sin otro método que la observación de lo cotidiano, pasa sus tardes escribiendo y leyendo lo que se encuentra a su alcance. (pepinoagresivo@gmail.com)
Me ENCANTA Mary! <3