Tuesday, 29th April 2014

El clóset para la ginebra. Tercera y última entrega

Publicado el 24. jul, 2011 por en Literatura, Novela

Leslie Jamison

 

Tilly

 

Un invierno Dora llegó a casa de la universidad, con toda su ropa en bolsas de tela, típico de ella, y un par de ojos rojos, algo que no era típico. No era ni una llorona ni una fumadora regular. Nuestra madre había puesto la mesa para la cena horas antes de su llegada. Nuestro padre se había ido hace años.

Dora entró a mi cuarto a hurtadillas después de medianoche, se sentó en mi cama y agitó la cabeza: «¿Estás despierta?»

La verdad es que me encontraba delirando. Había tomado vodka sin descansar desde el postre. Sólo había postre cuando Dora venía, aunque a ella no le gustara.

Sé que la mayoría de las personas comienza a beber con otras personas antes de empezar a beber en soledad, pero yo lo hice de la forma opuesta. Amaba la sensación, el calor, de estar ebria, como si estuviera hecha de chocolate derritiéndose y desperdigándose en todas las direcciones. No necesitaba de otras personas para poder anhelar ese sentimiento.

Dora me dijo que había estado con un hombre por primera vez. Para ella era algo difícil de decir, pude notarlo. Ella nunca hablaba sobre ese tipo de cosas. Le pregunté que si le había gustado. Dijo que estuvo bien. Me preguntó si estaba borracha.

Le pregunté sobre el tipo. ¿Quién era? Alguien que se iba a estudiar un posgrado en derecho el próximo otoño, me dijo. No había sabido nada de él desde que dejó su cama. «¿Qué significa eso?», preguntó. «Tú sabes de estas cosas.» Yo era más joven que ella, por siete años, pero lo que dijo era verdad.

Le dije que podía significar muchas cosas, y que no estaba segura de que alguna de ellas fuera algo bueno. Le pregunté si ella quería verlo otra vez.

—Quiero que él quiera verme.

Asentí.

—Sólo quisiera que no me importara.

—No veo qué tiene de malo que te importe.

—No –dijo–. Creo que no podrías saber qué tiene de malo.

***

En aquellos días la casa estaba callada, como si estuviéramos en un funeral en el que no se pudiera hablar sobre nada. Mi madre no sabía cómo hablar conmigo. Pienso que estaba asustada, asustada de toda la tristeza que hacía que yo quisiera beber y dormir todo el tiempo, pero ella buscaba algún signo que le hiciera creer que yo podía ser una persona extraordinaria en secreto. A veces la cachaba leyendo los exámenes arrugados que yo había tirado a la basura. O la encontraba en el pasillo, cuando yo salía del baño, como si me hubiera estado escuchando cantar en la regadera. Yo sentía que su vida ya había terminado, y ahora ella esperaba que la mía comenzara. Ya éramos dos.

Siempre había chicos. La mayoría de ellos ni siquiera me gustaba, pero parecían la forma más sencilla de cambiar mi vida. Después de quinto de preparatoria, me escapé a Berkeley con mi profesor de literatura norteamericana, Arthur Boy. Nos burlábamos de su nombre. Él fue mi primer hombre de verdad. Sin embargo, la mayoría del tiempo no era una persona muy divertida. «Sálvame de mi esposa», me dijo. «De mí mismo.»

Nos mudamos a una casita de madera en la calle Poirier. La casa no estaba precisamente en Berkeley,  pero estaba al lado de la frontera con Oakland, junto a los artistas y los excursionistas de tiempo completo. El verano del amor ya había caducado. Kennedy murió y luego murió King, otro Kennedy murió, ¡el pequeño Bobby!, y todo mundo sintió que algo se había perdido. Las personas se drogaban por razones diferentes que antes.

El niño que operaba la pensión se hacía llamar Peter Pan. Vendía drogas en East Bay. No sólo hash ni sólo ácidos, aunque a mí me gustaban y obtuve mis primeras dosis de los botes que estaban alineados en el borde de su tina, el color del vidrio parecía agua de mar.

Arthur y yo nos drogábamos en Tilden Park. «Pon tu torso contra el mío», dijo, y su voz sonaba como si viniera del pasto. Yo trataba de separar nuestras horas imaginadas de las reales. ¿Habría habido un terremoto tan pequeño que quizá lo soñamos? ¿Había un cuervo sacando los ojos de una ardilla? ¿Le aventamos piedras? ¿Lo matamos? ¿Vimos su alma elevarse? Se puede sentir un chispazo dentro de uno cuando todo se está reordenando. Es increíble poder compartirlo con otra persona.

Peter P. estaba friendo un pescado. Le ayudaba a las personas a huir del final de los sesenta y entrarle a cosas más fuertes. La gente regresaba de la guerra y no podía recordar quién había sido antes de incendiar pueblos completos. Un tipo llegó a la cocina con una gasa ensangrentada bajo el brazo. Había roto una de nuestras ventanas. Le dio a Peter P. un billete de veinte con la esquina rota. «Desgraciado», dijo. «Casi me mato para conseguir el dinero.»

Peter P. tenía una cerveza en una mano y un sándwich de atún en la otra. Le dio una bolsita de plástico al hombre. «Oye», dijo. «Necesitas que te atiendan.»

Esa noche le dije a Arthur que quería que nos mudáramos. «Está matando gente», le dije. Yo no sabía qué era que tu cuerpo necesitara tanto algo.

—Preciosa –Arthur me dijo–. No sabes qué es eso.

Con él, me sentí más sola de lo que jamás me había sentido. En casa, al menos sentía que dejar mi casa podría llevarme a algo mejor.

A Arthur le encantaba coger en todo tipo de lugares: en el techo, en el armario del pasillo, en la tina. «Aquí está perfecto», dijo, mientras me colocaba sobre la mesa de la cocina. «Una madera real de grano fino.» Yo sentía que él extrañaba a su esposa y demás cosas lindas que antes tenía. Una vez vi que la puerta del baño se abrió. Peter P. estaba ahí, viéndonos.

«¡Desgraciado!», gritó Arthur. «¡Pinche pervertido!» Pero los dos estaban riendo, y sentí que lo habían planeado: ¿Quieres ver cómo le gusta? ¿Quieres verla?

Respiré profundamente y le dije a Arthur que yo no era alguien nada más para coger. «¿Qué creíste que éramos?», preguntó. «¿Una pequeña familia?» Empezó a meterse drogas más pesadas –le hacían decir cosas con las que no estaba de acuerdo minutos después. Sin embargo, seguían siendo las cosas que decía. Ésa fue la última vez que me sentí traicionada por un hombre. Después, ya lo esperaba.

Me fui a la mañana siguiente, le pedí aventón a una pareja de gente mayor. Manejaban una camioneta verde y me compraron hot cakes en una cafetería sobre la carretera. Durante todo el trayecto practiqué qué le diría  a mi madre. Quería contarle sobre las cosas que había aprendido, que ya no buscaba amor en cualquier lugar, que ya sabía un par de cosas sobre la familia.

Lucy abrió la puerta vistiendo su camisón de seda azul, el que tenía manchas de jugo de naranja a la altura del regazo. Se veía más vieja. Era más vieja. Tenía la mano sobre el corazón. «Ahora late de una forma chistosa», dijo. «Creo que es tu culpa.»

Fue uno de los momentos en que más la amé. Ver sus ojos cansados y cómo no podían ver algo que no fuera yo. Saber que lastimaría su cuerpo si me fuera otra vez. Esto me maravilló. Me hizo sentir pena.

«Ay, Tilly», dijo, y comenzó a llorar, y yo no sabía por qué –porque estaba a salvo, porque estaba en casa, porque parecía que no me había ido tan mal, o porque parecía que me había ido mal, porque me veía mal. Honestamente, no sabía cómo me veía.

Tomé su mano. Su piel era suave, como papel gastado.

—Me siento deshecha, mamá. No la estoy pasando bien.

—Estás de regreso –dijo–. Eso es lo que me importa.

Los días que siguieron, nunca me preguntó por qué me había ido, sólo le interesaba saber por qué había regresado. Creo que le alegraba escuchar lo solitaria que me había sentido.

«Dora dice que te debía haber dejado resolver las cosas por tu cuenta.» Dora ya se había mudado a Boston, donde estudiaba un posgrado en derecho. Pensé qué habría sido de aquel muchacho. ¿Todavía estaba en su vida? A veces hablaba por teléfono, manteníamos cierto equilibrio de silencio al teléfono. Una vez le pregunté si era feliz. Ella respondió que estaba exactamente donde quería estar.

No regresé a la escuela, aunque sólo me faltaban algunos meses para terminar. Conseguí un trabajo de mesera para eventos. Me gustaba arreglarme para verme bonita. Me hacía dos trenzas largas que caían por mi espalda. Dora me había enseñado a hacer eso. Siempre me lastimaba cuando lo hacía, así que aprendí a hacerlo lo más rápido que pude. Me gustaba la manera en que la gente me miraba en las fiestas del medio del espectáculo. Si eras lo suficientemente bonita, la gente siempre creía que ocultabas algo. Se emborrachaban y me contaban sus secretos. Era buena para escuchar. Recibía buenas propinas.

Mi madre sabía que el dinero no aparecía de la nada. El dinero sólo llega de alguien que quiere algo a cambio. Yo le decía que no dejaba que los hombres me tocaran, aunque eso no fuera cierto. Solamente no les dejaba pagar por ello. «Sólo se necesita que alguien piense que eres una puta», me dijo. «Entonces eres una puta.»

Se nos olvidó aquel primer momento en la puerta de la casa –sus manos de papel, nuestro abrazo en mutismo, la esperanza. Tuvimos peleas espantosas. Ella creía que no me sabía respetar. «O si sabes hacerlo», me dijo, «eres una experta para ocultarlo.»

Casi cada noche se hinchaba mi garganta de tanto llorar. Vertía el licor sobre el dolor, cerraba los ojos y dejaba a la oscuridad nadar. Me llevaba el alcohol que sobraba de las fiestas. Tomaba lo que fuera, pero desarrollé un gusto particular por la ginebra, ácida y dulce y amarga al mismo tiempo. Era la que lograba embrutecerme de la manera más rápida, se sentía y enviaba punzadas a cada punto de la superficie de mi piel. Todo se volvía más agudo cuando estaba ebria –cobijas, madera, el aire del humo, las alfombras– como si todo fuera forjado a la medida de mi cuerpo. Todo el mundo tenía sentido y yo me encontraba en el centro de ese forraje. Tenía algunos momentos de ceguera y paz antes de desmayarme. Me despertaba para el alcohol que no había bebido la noche anterior. Tomar con un estómago vacío acristalaba el interior de mi cuerpo como una cacerola de arcilla.

Un día, mi madre me encontró así, con la botella en medio de mis rodillas. «Mírate», dijo. «Sólo mírate.» Me tomó del brazo. «¡Levántate, levántate, levántate!» Me empujó hacia el espejo y me tomó de los hombros: «¿Puedes ver esto

Sí pude verlo. Me vi como alguien de mis fiestas me hubiera visto –una sirena, apenas vestida. Y después vi el resto. No traía shorts. Las letras de mi sudadera leían NEPENTHE, y había una mancha de vino cubriendo la N. Sostenía la botella con una mano. Mis mejillas estaban sonrojadas y ásperas, como estuco, alrededor de mis ojos la piel estaba hinchada. Mis pupilas se asomaban de sus cuevas. Mi cabello estaba grueso y enredado, como el nido de ratones que habíamos encontrado en la cochera cuando era pequeña: pedacitos de trapos y pelo y tiras de tapicería de auto. Me había impresionado el nido, cómo creaba un hogar con nuestros desperdicios.

Mamá me miraba. «¿Te puedes ver? En verdad, ¿puedes?»

Tomé la botella y la aventé hacia la puerta. Quería que se callara. El vidrió se encajó en la madera. Tenía el cuello de la botella descuartizado adentro de mi puño cerrado. Arranqué un pedazo de vidrio y lo acerqué a mi muslo para cortarlo. En el espejo pude ver la sangre brotar de la hendidura. Salía pesada, así como el cristal del vino se derramaba. El fluido fue silencioso después del sonido del resquebrajamiento. Acerqué el vidrio a mi cuello. No sabía dónde cortar. No sabía si podía hacerlo.

Tomó mi mano y la cubrió con las suyas. El vidrio cortó la palma de mi mano. Sentí cómo escurría la sangre entre nuestros dedos. Abrí el puño. El pedazo de vidrio cayó a la alfombra.

—Lo sabía –dijo–. Sabía que no lo harías.

Ése fue el momento en que me di la vuelta y la golpeé. Sonó como el azote de un látigo. Después, lentamente, coloqué mi mano sobre la piel roja del golpe. Quería confortarla. Ahuecó su mano sobre la mía por un segundo, permitiéndolo; después, sacudió la cabeza y se fue. «¡Lucy!», le dije. Lo grité. Otra vez y otra vez, hasta que los sonidos dejaron de tener sentido: «¿Sí, Lucy, Lu?» Sólo quería que volteara. Quería saber que podía haber algo más después del crujido de mi piel sobre la suya. Sonó como el fin de todo.

***

Lucy dijo que tenía que irme. Así fue. Dejé mi orgullo en esa casa, y lo extrañé: una parte de mí que sabía a decepción, a mi madre. Su decepción, al menos, tenía algo de dignidad.

Me acostaba con personas con las que no debí acostarme, por drogas o por una cama. Renuncié a mi trabajo, pero seguía pasando tiempo con la gente que conocía en esas fiestas, gente que hablaba sobre escultura abstracta y que me pedía que les diera sexo oral en el baño. Esas obras de arte nunca tenían personas en ellas. Eso fue lo que me atrapó. Estaba teniendo relaciones con hombres y mujeres, dejándolos estar dentro de mí.

Ganaba un poco de dinero vendiendo collares en la playa Venice. He de haber caminado unos veinte kilómetros diarios tratando de hacer que turistas los compraran. Estaba flaquísima, algo que hacía que pudiera quedarme dormida rápido, sin importar dónde estuviera. Abrazaba mis brazos adoloridos y podía sentir el dolor cerca, como un párpado –oscuro y rápido.

Había una mujer en la playa que me agarró cariño. Casi tenía la edad de mi madre y vendía capas a la gente que pasaba. Su tejido era como de dedos abiertos, dejando que el viento y la arena tocaran tu piel salada. Usaba estambre grueso en colores neón: azul borde de medusa, verde pálido roca lunar. Algunos eran fosforescentes y al atardecer se podía identificar a la gente que las había comprado, caminando, tomando refresco y tiritando como fantasmas.

Un día se acercó y me dijo que su nombre era Fiona. No era atractiva, pero me gustaba mirar su rostro, todos sus atributos parecían la perilla que, al jalarse, abrirían la puerta secreta de su habla. Su piel era como la de alguien que ha pasado su vida entera bajo el sol. Su cara era rasposa como una manta, manchada por el sol con el color de un durazno.

—¿Dónde duermes? –me preguntó.

—¿Disculpa?

—¿Tienes a donde llegar? –dijo–. Muchas mujeres no tienen un lugar donde dormir.

—Tengo varias opciones –dije–. Más o menos.

Había estado compartiendo un cuarto de motel con renta mensual con un vendedor de bienes raíces que se había separado de su esposa.

—Bueno, ¿cuál es? ¿Más o menos?

—Más menos que más, a últimos días.

Me dio una llave. «Llévatela», dijo. «Por si algún día estás en problemas.» Me dijo que vivía en la avenida Rose. «A dos edificios del greasy spoon»,* dijo. «Es el balcón con los ya-sabes-qué.» Agitó sus brazos para hacer sus capas bailar.

—¿Puedo llegar así, nomás? –dije–. ¿Cuando sea?

Empezó a reír.

—¿Eres nueva en la ciudad?

—De esta parte de la ciudad, sí.

—Eso pensé –dijo–. Puedes ir cuando gustes.

Era una desconocida, seguro. No me debía nada. Pero en aquel entonces, mi vida estaba llena de desconocidos y de nadie más. Quería deberle algo a alguien, lo que fuera. Quería sentirme endeudada.

Su balcón era como dijo. Las capas se meneaban por el aire salado. No estaba en casa, pero la sala tenía señales de ella desperdigadas por todo el lugar: tazas vacías con bolsitas de té secas, una vasija con agujas de tejer que brillaban color plateado, cuando les daba la luz de la luna. Me tropecé con libros abiertos, estrellando sus caras contra el piso. Me dormí en el sillón y desperté a su voz. «No te levantes», susurró. «Descansa.»

Su lugar estaba lleno con desorden y tesoros: mosquiteros inútiles puestos en la pared, una hilera de collares para perros decorados con piedritas, bolitas de papel arrugadas aventadas debajo de los libreros. Saqué una y vi que era la bolsa de una panadería. Saqué otra y en ella habían algunas líneas escritas, probablemente de ellas, que parecían el principio de una carta o una canción: Si ésa es tu idea del cielo, puedes quedártelo…

Fiona se movía con gracia en medio del desorden. Sabía dónde encontrar todo: tacitas para medir, el álbum de fotos viejas, el control remoto (sin baterías) escondido en algún lugar con polvo. Un tipo llamado Drew vivía con ella, pero no estaba en casa casi nunca. Él había estado en Khe Sanh, y fue una de las primeras cosas que me dijo: «Yo estuve en Khe Sanh». Sabía que Khe Sanh estaba en Vietnam, le dije, pero no sabía nada más al respecto. «Es lo único que necesitas saber», me dijo. «No hay nada más al respecto.»

Esa noche le pregunté a Fiona sobre Khe Sanh. ¿Qué había pasado ahí? ¿Qué sabía?

—Una guerra terrible  –me dijo–. Espantosa.

El cuarto de Drew estaba vacío, como una celda de prisión. Lo único que valía la pena notar era una máscara tallada en madera. Parecía que había sido hecha con la hoja de una palmera. Le pregunté si había sido así, y resultó que , tomada de una playa que había visitado con licencia. Tenía una toalla extendida frente a la ventana y una cama colocada en la esquina. «Esa cama ha recorrido mucho camino», me dijo.

Me mordí el labio. Yo era una niña, nerviosa ante el dolor ajeno. «¿Desde allá?»

—Desde allá –señaló la toalla–. Dormí por tanto tiempo en el piso, que me costó mucho trabajo romper el hábito. El piso se sentía mejor.

—¿Para qué la usas ahora?

La toalla tenía rayas verdes, como si alguien hubiera rayado un limón.

—Asolearme.

—Pero hay una playa allá afuera –dije.

Desvió la mirada. «Ya sé», respondió. «Pero me gusta estar aquí adentro.»

A veces veíamos las noticias. Vietnam parecía un lugar en el que incluso las plantas estaban vivas, todo era electrizante. Las caras de todo mundo estaban borrosas y las voces chillaban con estática, cual lluvia. Los lugares tenían nombres exóticos –Cam Lo, Da Nang– pero todas las batallas sonaban norteamericanas: Operación Virginia Ridge, Cañón de Idaho, Colina Hamburguesa. Todos los días veía soldados caminar por la playa con ojos vidriosos y botas desabrochadas.

Drew no hablaba de su año en la guerra. Un día dijo que extrañaba el cinturón de municiones de su M60, la manera en que se sentía el metal entre sus dedos. Su voz se quebró cuando me contó sobre un par de noches en Saigón. «Había sopa», dijo, y yo presentí que había una mujer de por medio. Le dije que iba a estar bien, pero ¿qué podía saber yo? Quizá la próxima vez comenzaría a llorar y nunca se detendría.

 ***

Fiona dijo que podía usar el sillón el tiempo que quisiera. Yo estaba harta de que la gente fuera amable. Quería hacer algo por mi cuenta. Guardé el dinero que había ganado vendiendo collares. Tomé un trabajo de medio tiempo en un puesto de hot dogs. Se sintió como pertenecer a un mundo pequeño, en esa parte de la playa donde todo mundo reconocía mi cara y decía «Buenos días, hermosa», aunque nunca pasara de eso. Había un grupito de gente sin hogar que vivía debajo del muelle, y yo les llevaba salchichas viejas que se habían quemado o ahogado en aceite por demasiado tiempo.

Fiona decía que veía futuro en mí. «Vas a vivir algún tipo de historia emocionante», me dijo. «Es difícil saber qué será.»

Pensaba sobre lo que podría pasar si veía a Lucy –si acaso fuera por esos rumbos y viera mi rostro. Era poco probable. Sin embargo, ella estaba ahí, en la misma ciudad, en el mismo todo. Cómo poder dejar de preguntarme: ¿Qué tal si…? ¿Qué tal si…? ¿Qué tal si…? Ella se sentiría avergonzada de verme así –apestando a carne, ganando un par de dólares por hora. ¿Te puedes ver? ¿Puedes?

Drew me invitó a compartir su cuarto. Dije que sí. Me estaba hartando de Fiona y su soledad. La solía encontrar sentada en el sillón, con una mirada desoladora, mientras su mano merodeaba por un tazón de palomitas. «¿Tienes hambre?», me preguntaba, y yo tomaba unas cuantas, sólo para no ver su cara si le decía que no.

Llevé mi bolsa al cuarto de Drew. «No te preocupes por la logística», me dijo. «Voy a dormir en el piso.»

Esa noche se metió a mi cama, su cama. Sus palabras fueron amables. –«¿Te molesta?» –, susurró –pero se esperó a que estuviera dormida para tocarme, hasta que estuviera demasiado cansada como para hablar o pensar, y pensé que ésa no era la forma correcta de tratar a una persona. Recuerdo haber pensado: No es amable. Me volteé y abracé mis piernas contra mi pecho. No lo intentó de nuevo. Desperté escuchándolo quejarse. Sujetaba su brazo izquierdo con su mano derecha, apretándolo. Pude ver lo blancos que estaban sus nudillos. «¿Qué pasa?», pregunté.

—Estoy sangrando. Creo que es grave.

Recorrí sus brazos con mis dedos, alrededor de su puño, pero no pude sentir nada pegajoso ni húmedo. «Suelta tu brazo», le dije. «No puedo sentirlo.»

Su brazo se soltó, pero no había ninguna herida.

—No hay nada mal –le dije–. Estás bien.

—No es cierto. –Se quejó otra vez–. Debes hacer presión o…

Me di cuenta en ese momento. Le dije: «Suéltalo. Voy a hacer presión.»

Me arrodillé al lado de la cama e hice un círculo con mis manos alrededor de su brazo. No había nada, pero presioné de cualquier modo. Susurré a su oído. «Se está recuperando.»

Cuando se durmió, dejé de apretar con mis dedos. Finalmente, quité mis manos y lo miré descansar.

 ***

Drew nunca pagaba cuando hacíamos algo juntos, pero hicimos un acuerdo que involucraba a nuestros cuerpos. Se entendía que yo podía ocupar su cuarto sin pagar y, a cambio, yo tenía que verlo masturbándose. «Sólo quiero que me veas», dijo. «No quiero que te voltees.»

Drew me importaba, aunque sentía que él me había secuestrado a algo que yo no quería para mí. Era mejor de noche, el espacio oscuro de la habitación, pero al verlo de día me daban ganas de vomitar.

Un día lo encontré sentado en una esquina, sujetando sus rodillas con fuerza. Traía su máscara de madera puesta y lo hacía parecer un demonio –el mentón alargado y curvo como una coma, los ojos como flechas torcidas. Me detuve ahí, con la mano en la puerta. «Lo siento», dijo. «No quería asustarte.»

Un día amanecí con calambres, de esos jodidos, mi estómago enmarañado. Vomité en un tazón azul porque no quería vomitar en el baño de Fiona. Yo ya era suficiente carga. Esa noche, Drew se metió a la cama y tocó mi frente con la parte trasera de su mano. «Estás a punto de explotar», me dijo.

Me volteé. Quería guardar el malestar para mí misma.

—Se ve que tienes deseos –dijo–. Pero no externas ninguno. De ahí viene la fiebre.

Me dijo que su hermana también era así, tocarla quemaba, porque pasaban demasiadas cosas debajo de su piel. Adentro de ella había un horno. «Tienes que ser bueno con ese tipo de personas», dijo. «Especialmente con ese tipo de personas.»

No dije nada.

—Has sido buena conmigo –dijo–. Desearía haber podido ser bueno contigo.

No me sentía enferma, sino débil y agotada. Vomitaba lo que fuera. Sabía lo que necesitaba.

Me desperté temprano a la mañana siguiente. El sol, a través de su ventana, era brillante y redondo y desnudo. Me moví lentamente para no despertarlo. Agarré una bolsa de súper y empaqué lo necesario –un cepillo de dientes, calcetines limpios, una taza de café con las colinas de Catalina, como nudillos verdes debajo de un cielo naranja, y letras de molde que decían: WHERE THE SUN IS ALWAYS SETTING.

Mi ropa se había mezclado con los bonchecitos de Drew. Olían al dulce blanqueador de su detergente. Guardé el dinero que había ahorrado en los calcetines. Le dejé a Fiona una nota que decía gracias, una vez al principio y una vez al final, con un teléfono en medio, en caso de que quisiera contactarme, el teléfono de casa de mi madre.

Tomé el autobús 17 y me bajé cerca de la ferretería. Caminé kilómetro y medio colina arriba con una bolsa de plástico chocando contra mis rodillas. Recordé cuando regresé de Oakland, seguro que ella me aceptaría de regreso, cuando creía que lo único que importaba es que ambas queríamos que estuviera en casa.

Lucy no vestía su camisón cuando abrió la puerta. Usaba un vestido viejo con rayas amarillas. Enseñaba los palitos de sus brazos y el estante de su clavícula. Había envejecido, adelgazado y endurecido, como yo. «Si supieras lo mucho que me duele verte», dijo, «no hubieras venido.»

—Ya no tomo –dije–. Lo dejé.

—Qué bueno, Matilda. Me da gusto.

—Hace unas semanas estaba pensando que podría regresar…

—Me asustaste –dijo suavemente.

—Ya no soy así. Ya no lo seré.

—Dejaste algunas cosas aquí, deberías llevártelas.

—¿No me escuchas? Quiero regresar.

—¿Tienes un lugar donde dormir? –preguntó–. Ahora estaba llorando. Tienes adónde llegar esta noche, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

—Seguro.

—¿En serio?

Asentí.

—Quizá deberías ir para allá.

Toqué su brazo y retrocedió.

—¿Por favor? –Dejó de verme–. Deberías irte.

No fui muy lejos. Me senté en la esquina, lo suficientemente lejos como para que no pudiera verme, y encontré los calcetines en mi bolsa. Tomé un billete de 5 dólares y regresé los demás a su lugar. Caminé a una licorería en Sunset y compré la botella más barata de ginebra que pude encontrar, después fui a la tienda de al lado por un jugo de naranja. Caminé hasta el final de los faros, encontré una banquita vacía a la mitad de un terreno y empecé a tomar traguitos rápidos, uno a uno, una y otra vez.

Me imaginé a mi madre leyendo sus novelas de misterio o retocando su cabello con tinte caoba, el color que manchaba su cuello con piquitos irregulares. Odiaba sus rituales cuando vivía en casa, pero ahora trataba de recordar cada uno de ellos. La ginebra quemó mis encías. El océano pudo haber sido el desierto. Era un gran campo de oscuridad, sin luz alguna.

La casa brillaba cuando regresé. La forma en que la luz salía de las ventanas me hizo recordar a una yema saliendo de un huevo resquebrajado. Por una hora miré hacia dentro desde los arbustos, dándole tragos a la ginebra, y vi a mi madre moverse por la sala. Su sombra se dobló para recoger algo del piso. Su cabeza tenía una forma extraña, demasiado alta, y supe que era una toalla envolviéndola. Ella era algo distinta en la oscuridad, más rota. Tomé la ginebra y el jugo de naranja al mismo tiempo, dejé que la alberca se entibiara sobre mi lengua, y dejé que pasara de un jalón, escuchando cómo pasaba por mi garganta humedecida.

Toqué la puerta y no recibí nada a cambio. Seguí tocando, sin un ritmo, sin parar –rap rap rap rap rap– hasta que abrió. El ángulo de la toalla estaba inclinado, amenazando con caer, y su cara, debajo de ella, estaba hinchada. Había estado llorando.

—No me fui –le dije–. Las cosas salieron mal.

Suspiró.

—Estás ebria.

—Estoy triste –respondí–. Esta noche estoy triste, muy, muy triste.

—Deberías irte. Por favor no me hagas pedírtelo otra vez.

—¡No te estoy haciendo hacer nada!

Esperó parada, mirando sus pantuflas. No levantaba la cara. «No tengo nada que decirte, Matilda. No mientras estés así.»

Mi voz era una liga en mi garganta, en tensión. La tomé de los hombros y moví todo su cuerpo. Se cayó la toalla. Su cabello cayó sobre sus hombros. Cuando levantó la cara sus ojos dejaban ver un destello terrible, sin lágrimas, de acero: caparazones azules durísimos que ocultaban el dolor que se encontraba detrás de ellos.

—¡Eres mi pinche madre! –grité–. La liga se reventó. Quería hacer que sus sentimientos temblaran hasta escapar de su cuerpo, sólo para poder verlos. No tengo nada… Ella no tenía que decir las palabras indicadas. Ella podía decir las palabras que quisiera. Yo escucharía lo que fuera que dijera.

—Suéltame, por favor –dijo–. No hagas que te recuerde de esta manera.

Solté sus hombros. A esto habíamos llegado: recordar.

—Deberías irte al lugar en el que vas a dormir –dijo–. Vete con cuidado.

La empujé contra la puerta. A mi propia madre. Eso hice.

Se agarró del marco de la puerta y susurró: «¿Qué te hizo ser así?»

Se volteó y entró a la casa. Vi cómo se apagaban las luces de la sala, luego de la cocina y del comedor. Su cuarto permaneció alumbrado. Levanté una piedra pesada y la aventé a su ventana. Se quebró en miles de pedacitos que secuestraron la luz. «Tú fuiste la que me hizo ser así», murmuré y apenas pude escucharme.

 ***

Fui de regreso a la casa de Fiona, pero sólo encontré a Drew. Me dijo que se había ido a un pueblito al norte de Nevada, un pequeño lugar llamado Lovelock. Se veía asustado y lastimado. No quería tocarme, no siquiera para saludarme. Lo obligué a verme a los ojos: «No eres una persona, ¿eh? Créelo.»

Tomé un autobús a Reno y conseguí un trabajo en una cafetería que era de un tipo llamado Phil. Se llamaba Philippe, pero todos le decían Phil porque le molestaba. Ni siquiera era francés.

Los casinos de Reno eran como juguetes construidos para niños gigantes. Uno de ellos tenía un mural con pioneros en carretas, indios agachados detrás de piedras, una fogata con lucecitas parpadeando. A veces pasaba tiempo ahí, fumando, porque me gustaba sentir a la historia descollándome. Era uno de los lugares más antiguos en el pueblo. Contaba la leyenda que el lugar se había hecho famoso por un juego llamado «ruleta de ratón», en el que ponían a un ratón en una jaula llena con agujeros numerados y la gente apostaba sobre adónde se metería. Trataban de hacer ruido para hacer que el ratón cambiara de parecer. Apuesto a que los ratones escogían los agujeros que olían a sus padres o hermanos. Me encantaba la idea de un montón de hombres enloquecidos viendo a un ratoncito tratando de decidir qué cueva escogería para meterse a cagar. Se sentía bien estar en un pueblo en el que nada tenía que ver conmigo. Me gustaba despertar temprano y merodear por los lobbies, sólo para poder verlos vacíos.

Un día se acercó a mí un hombre vistiendo un traje de rayas. Tenía una cola de caballo que le llegaba a la cintura. Me preguntó si estaba en el negocio y si alguien me representaba. Recuerdo esa palabra que usó: representaba. Como si estuviera hablando de talento o de la farándula. Él se dedicaba a eso. Ese día estaba cazando al amanecer, éste es el término que él usaba, buscando en los lobbies a mujeres que se vieran perdidas. No había muchas razones para que una chica estuviera sola en el hotel de un lobby tan temprano en el día. Le dije que no me interesaba.

«Por supuesto que no.» Sonrió. «Pero… por si las dudas». Tomó mi mano y escribió algo sobre ella con su pluma azul: Motel 6, Cuarto 121. «Sólo date una vuelta, si te da curiosidad.»

El cuarto se lo rentaban a un hombre viejo, un vendedor de condimentos retirado y drogadicto activo. Se veía demasiado pobre como para meterse las drogas que se metía. Quería que fumara de su mota antes de que se preparara algo para él, y dije «está bien, sí», lo haría. La mota desabrochó mis músculos como un amante paciente que te quita la blusa. Después llevó su pequeña caja de herramientas a la cocina. «Ven acá», dijo. «Está salteada». Hablaba mucho en argot, como tratando de hacer un punto. Probablemente fue de esos niños con los que los demás niños no querían jugar.

Recuerdo un escurreplatos al lado del lavabo, retacado con latas de cerveza y nada más. Aplanó una y preparó la droga en la base. Lo vi darse el arponazo, quitarse la liga y flotar hacia el espacio. Su barba colgaba como pelusa de la secadora. Tenía su boca abierta e inclinó su cabeza hacia atrás, como si estuviera bebiendo algo del cielo. Ofreció prepararme un poco. Agité la cabeza. Su voz se volvió miserable, y susurró: «¡Quiero que vengas aquí conmigo!» Intentó meterme una pipa en la boca. Quería que lo necesitara tanto como él. Así que probé un poco, como cuando comía de las palomitas de Fiona, sólo para no tener que ver la expresión de su cara si me negaba.

Su boca estaba seca y amarga cuando cogíamos. Después, me dio un fajo de billetes arrugados y sacó una Biblia y una caja de galletas del cajón. Me senté en el borde de la cama, con las piernas cruzadas y lo vi comer. Creí que había algo que quería leer en voz alta. Pero lo único que hizo fue verme, confundido. «Ya acabaste», dijo. «Puedes irte.»

 ***

Empecé a trabajar para el señor de la colita de caballo. Probablemente tenía otro nombre en casa, pero en el gremio se le conocía como Bruce Black. Me dijo que yo era inteligente. Yo sabía que no lo era. También me dijo que era bonita, aunque para aquel entonces, ya lo había escuchado de tantos hombres –hombres a punto de venirse, quedándose dormidos, corriéndome de sus camas– que apenas le presté atención. No podía verlo.

La mayoría de mis clientes eran tipos que se habían estancado en la mediocridad. Podía verlo en cómo caminaban, cómo cogían, en sus actos ocasionales de crueldad. Sus sueños habían sido aniquilados, como pequeños fuegos a lo largo de toda su vida. Cuando los conocí, ya la habían perdido –no sólo la gran oportunidad, incluso el poder soñar con ella. Ahora eran vendedores y vendedores de bienes raíces. Muchos de ellos tenían hábitos. Por lo general eran justos y, a veces, incluso eran amables, y eso me hizo sentirme agradecida –cosa que me hacía enojar. ¿Me sentía agradecida sólo porque alguien me trataba como un ser humano?

Uno era un diabético con una herida que no sanaba en el pie. «Antes era una cortada», dijo. «Pero después la sangre dejó de correr por ahí». Por dos años había tratado de hacer todo lo posible para recuperarse. Quería que le untara crema para el dolor alrededor de sus pequeñas fauces, abiertas justo en medio de su talón. Creí que era de ésos que quieren pagarte por un momento ordinario, tomarlo de la mano o bañarme con él, pero resultó que no era de ésos. «Muy bien», dijo una vez que había terminado con su pie. «Ahora vamos a coger.»

Pasaba todo mi tiempo libre en los casinos. A mediodía llegaban los casos perdidos. Me gustaba su forma de soñar, tan necia. Veía lo que comían, lo que vestían, cuando empezaban a beber más tarde. Veía las formas en las que obtenían suerte, soplándole a los dados o gritando frases: «¡Necesitamos un nuevo par de zapatos!»

            El primer tipo que se puso rudo conmigo no fue el peor, porque no me eché la culpa. Nunca había visto lo rápido que se podía activar el switch, mi cuerpo anclado al suyo: «¿Crees que puedes tener una opinión al respecto? ¡No puedes decir ni una chingada!» Me culpé por los que vinieron después. Ya debería de haber aprendido para aquel entonces. Eran animales atrapados en sus propias vidas. Cuando me veían, veían que podían hacer cualquier cosa que quisieran.

Un hombre me dejó moretones por una semana. Casi me ahorca. Trató de hacerlo por atrás, y ésa fue la razón por la cual se enojó, pero pienso que sólo buscaba un pretexto para estallar. Todo el tiempo que lo estaba haciendo –sujetándome con sus rodillas, apretando mi cuello con sus dedos– me decía que a otras les iba peor: tenían que desenterrar uñas, sus manos eran atadas, metían sus cabezas en agua. ¿Acaso sabía yo eso? ¿Qué tan mal les iba? Me hizo agradecerle. Jaló mi cabello tan fuertemente que sentí que mi frente se iba para atrás. Susurró: «dilo».

Me pagó más cuando me fui. Yo intentaba recuperar mi aliento. Estaba asustada, qué tal si, al querer hablar, no podría hacerlo. Una parte de mi garganta fue destruida. «Eres una putita muy afortunada», dijo. «¿Lo sabías?»

Una vez que nacen ese tipo de cosas en un hombre, nunca mueren. Se van a algún lado. Si no era en mí, quizá hubiera sido con una mujer caminando por la calle. Desperté con un moretón en el cuello y pensé: «Dame una buena razón». Sólo necesitaba una. «Quizá ahora no le pasará a otra mujer.»

***

Abe era uno de mis clientes más ricos. Durante nuestra primera vez juntos, se detuvo a la mitad, todavía dentro de mí, y me tomó un segundo darme cuenta de que estaba llorando. Por eso es que su cuerpo temblaba. Lo sacó y se acostó ahí, sin justificarse de ningún modo. Después de un rato, él dijo, «casi tuve un hijo hace varios años. Pero ella no quiso tenerlo. No lo tuvimos.»

Se abrochó la camisa y me dio mi ropa, bien doblada. A ese tipo le gustaba que las cosas estuvieran parejas. Si él estaba vestido, yo también. Cuando llegué a su cuarto de hotel, se presentó inmediatamente, como si le importara un carajo el protocolo generalizado: «Mi nombre es Abraham Clay.»

—Matilda.

Mi garganta se cerró de golpe cuando lo dije. Pertenecía a mi otra vida, ese nombre. Esos sonidos no pertenecían ahí. Forcejeaban con la diferencia.

Me dio un cigarro. «Voy a fumar», dijo. «Y agradecería si tú también lo hicieras.»

El viento levantó los vellos de mis brazos. Una sirena sonaba a lo lejos, luego más cerca, más cerca –chillando más fuerte, más rápido, más violentamente– hasta que los sonidos se volvieron más lentos, se difuminaron, la ambulancia se había ido. «Yo hago ésas», dijo Abraham. «Mi compañía las hace.»

—Suena importante –le dije.

Se encogió de brazos.

—Se vive de eso.

Me dijo que se iba a divorciar. No en Reno, sino en Las Vegas, donde vivía con su esposa. Su matrimonio había colapsado después de que ella abortó su primer embarazo. Tenía casi sesenta años, pero nunca había tenido un hijo. «Debí haberla detenido», dijo. «Nos arruinó.»

Comencé a responderle –«Está bien» o, quizá, «Ya pasó»pero no me lo permitió. Me dijo que tenía que irme de Reno. Lo dijo bruscamente y rápido, como si intentara olvidar lo que había confesado de sí mismo. No me conocía, dijo, pero todo mundo merece algo mejor a lo que yo tenía –¿No? ¿Acaso no me parecía así?

¿Qué iba a decir ante alguien que, de hecho, estaba escuchando? Era como los dolores agudos en las manos cuando regresan a la vida después de congeladas. Si me concentro en mis muslos, puedo hacer que los músculos recuerden cómo los separó.

Dormí en su cama. Cada vez que escuché el sonido de una sirena, pensé en todo el mundo del que él era el dueño. Le pregunté cuántas ambulancias había hecho.

—¿Cuántas sirenas? –dijo–. Miles, probablemente.

 ***

Me tomó años antes de ir a buscar a Fiona, aunque pensaba en ella todo el tiempo y Lovelock estaba a unas cuantas horas de Reno. Fue Abraham el que me convenció de ir a buscarla. Le había contado un poco de mi pasado, de cómo pensaba en Fiona. «Deberías seguirle la huella a las personas que han sido buenas contigo», dijo. Su propia vida tenía muchos cabos sueltos.

Lovelack era un pueblo horrible con una cárcel a su nombre y ya. La dirección me llevó a un parque de tráileres a las afueras. El lugar de Fiona estaba clavado al piso con pórticos y una escalera de plástico, con muchísimas serpientes de cables que tocaban la muy, muy caliente tierra. Enfrente de la puerta había un tapete con un gatito jugando con un par de mariposas. Nunca las atraparía. Todo estaba adornado con tierra y arena.

Fiona se tardó tanto en abrir la puerta, que casi me doy por vencida. Había engordado. Pensé que quizá tenía algo que ver con la abrazadera de su pierna. Me explicó lo de la herida. Un letrero de metal se había caído y la había aplastado, me dijo, con letras del tamaño de hogazas completas de pan. Un amigo suyo había abierto una tienda de ropa y ella le estaba ayudando a poner el letrero. Ahora se encargaba de la tienda, dijo Fiona, pero ya no le podía ayudar. Su voz tenía cierto filo que no tenía en Venice. Tower People, era una tienda para gente alta. Su amigo era un hombre pequeño, pero que tenía una esposa muy alta por la que haría lo que fuera.

Le pregunté si seguía tejiendo capas.

—¿Eso? –dijo–. Eso fue hace años.

Pausé. No sabía que decir después.

—¿Quieres pasar o no? –preguntó–. Porque necesito sentarme.

La seguí. Depositó su cuerpo en un sillón reclinable y me hizo sentir tristeza la cantidad de alivio que eso le causaba. Como si fuera inconcebible un mayor placer.

Quería saber si estaba buscando un lugar donde quedarme. No lo estaba haciendo, particularmente, pero tenía alguna razón para haber tomado el autobús desde Reno –tampoco me hacía feliz estar ahí. Me repetía constantemente: «Ésta no es tu vida real, todavía no lo es.»

—Bueno… –dijo Fiona–. Tengo un cuarto disponible, si lo necesitas.

Había sido construido como un desayunador, me advirtió, pero había espacio para una cama. ¿Quizá podría hacer algunos mandados a cambio? Le costaba mucho trabajo andar con su pierna lastimada y el peso extra que ahora cargaba. «Déjame te explico algunas cosas de este pueblo», me dijo. «Todo está ahí, puesto, para chingarte.» Creí que explicaría algo más, pero no, no lo hizo.

Me hizo sentir que yo estaría haciendo algo bueno. Compraba sus claveles rosas para la mesa plegable de su cocina, y cajas con doce donas para tenerlas en su cuarto. Comía muy rápido, en secreto –sus pastelitos dejaban, sin embargo, un légamo de azúcar y migajas a través de las sábanas. Lavaba su suministro inagotable de sudaderas con eslóganes chafas: PMS stands for Please More Sugar! o My Heart’s Locked Up in Lovelock. Compraba pastillas verdes para desparasitar la pancita de su gata, y un tipo de pomada especial para una costra que tenía en los labios. Era una herida vieja que parecía un dolor frío e interminable. La tenía por haber mordido un cable eléctrico de pequeña. Arrastraba su jodida manguera alrededor del tráiler –estaba llena de nudos, como el cabello de una niña y tan oxidada que goteaba rojo– e intentaba regar su jardín marchito. Trabajo para idiotas. Las plantas querían morir debajo del sol. Al final, las dejé hacerlo.

Fiona no me preguntaba sobre mi vida o de cómo vivía en Reno, pero decía que respetaba mis habilidades para sobrevivir. Ella sabía que de algún modo había sobrevivido. Si en algún momento llegara a conocerme realmente, descubriría que yo había sido arruinada como cualquiera, arruinada por los hombres y las drogas y el sonido de mi propia mano golpeando el rostro de mi madre.

Creo que agradecía más mi compañía que los favores que le hacía –los llamaba mandaditos. Nos ingeniábamos maneras de pasar las eternas horas de nuestras vidas.  Veíamos películas viejas en blanco y negro y tratábamos de adivinar qué femme fatal se enamoraría del detective, cuál lo mataría y cuál haría ambas. A veces veíamos los partidos del Jazz de Utah. Eran lo más cercano a un equipo propio. No hablábamos de nuestros sentimientos más privados ni de nuestras historias, pero así es como te das cuenta de que hay una gama gigantesca de cosas qué decirle a una persona que no se traten ni de ti ni de ella.

Por lo menos, yo era otro corazón latiendo en el cuarto. Eso puede significar algo, creo, dependiendo de la situación. «Si estás corriendo todo el día por mi culpa», dijo, «quiero ver tus pies.» Sacó una crema que olía a menta y empezó a trazar círculos sobre las partes más lastimadas –la parte trasera de mi talón, la bolita de la planta de mi pie. «Relájate», me dijo. «No tienes que levantar los dedos.» Amasó mis articulaciones hasta que sentí cómo mi pie se relajaba por completo, un montón de huesitos atrapados en mi piel áspera.

Cuando terminó, me empecé a levantar por la crema, pero ella me detuvo. Dijo que no quería que otra persona volviera a ver sus pies. Demostraban la edad que tenía.

«Además», dijo, «no he terminado contigo.» Se paró atrás de mí, masajeó mi espalda –esta vez, sólo con sus manos, deditos torciéndose por debajo del cuello de mi camisa– hasta que pude sentir los nudos de mi espalda disolverse entre el músculo, como pequeños montoncitos de arena.

Cuando me besó, su cicatriz cepilló mis labios. Su orilla era dura, como papel de lija. «¿Esto está bien?», preguntó.

«Sí», le dije, y la besé de regreso, metí mi lengua al tibio pozo de su boca. «Quiero esto», susurré. «De verdad que sí.»

Empecé a pagar renta cuando comenzó nuestra relación. Le dije que no podíamos mezclar al dinero con lo que estábamos haciendo. Quería mantener las cosas separadas. Seguía trabajando con Bruce de vez en cuando, tomaba el autobús a Reno. Le decía a Fiona que iba de compras. «Nunca compras nada», dijo. «O nunca me lo enseñas.»

Pero cuando empecé a pagar renta, no pude seguir ocultándolo. Cuando le dije la verdad me di cuenta de lo mucho que me pesaba haberle estado mintiendo.

—Sabes que no juzgo –dijo–. Pero no puedo soportar la idea de que te estés acostando con esos tipos para pagar la renta.

Le dije que quería pagar lo que me correspondía.

Ella ganaba bien, vendiendo maquillaje por teléfono; probablemente, podía vivir en un mejor lugar que un tráiler. Sin embargo, para aquel momento ya se había dado por vencida, sin esperanza alguna en el mundo, presumiendo que lo único destinado para ella era fealdad y no había razón para tratar de conseguir algo más. Tenía una voz tranquilizante y trabajaba con un teléfono de diadema. Se sentaba en su reclinable amarillo y le decía a las mujeres que eran hermosas. «Tiene cierto brillo», solía decir. «Tus ojos van a parecer joyería». Supongo que la imaginaban joven y delgada, caminando en un invernadero, pasando sus dedos por flores tropicales para poder encontrar las palabras para todos los colores de las sombras para ojos que vendía. En realidad, dicha sea la verdad, cada verde era un milagro imposible bajo el destello blanco de nuestro sol.

Cuando regresé a casa, después de una de las peores noches que me tocaron –«Eres una putita muy afortunada»– casi me arrancó el pelo, tratando de ver el moretón que tenía en el cuello. Me contoneé de tan fuerte que jaló.

«Dios», dijo. «Estás muy asustada. Estás muy pinche asustada.» Me enfundó con su cuerpo, gigante y cálido, y me meció hacia atrás y hacia delante, hasta que ella se sintió mejor y le dije que yo me sentía mejor también.

Seguía viendo a Abraham un par de veces al mes. A veces cogíamos y hablábamos. A veces sólo cogíamos. Incluso sus preguntas más pequeñas –¿qué me parecía el clima? ¿ese tipo de refresco?– me hacían sentir vista, como si hubiera más de mí porque yo era algo para él.

La pierna de Fiona estaba mejorando, pero el resto de su cuerpo, empeorando. Dormía en mi propia cama la mayoría de las noches, porque era más cómodo para las dos. Era algo extraño, eso de ser una mujer y estar con otra mujer, como una ola rompiéndose en medio del agua. Todo estaba hecho de la misma materia; sin embargo, era todo un acontecimiento.

Vi su cuerpo hacerse pedazos: muslos con telarañas de venas azules, una panzota, llena de pliegues, suelta. Tenía el tipo de estirones carmesí que deja un bebé, pero nunca le pregunté si había tenido hijos. Una vez encontré una cicatriz entre los pliegues de carne.

—¿De qué es esto? –le pregunté.

—Tenía un bicho adentro –dijo–. Un amigo tuvo que sacarlo.

Besé la cortada. Esperé a que estuviera dormida esa noche, le quité sus calcetines. Sus pies eran suaves remos blancos en la oscuridad. Despertó riéndose. «¡Cristo santo!», gritó. Fue simpática, dulce y juguetona conmigo.

Mi primer orgasmo me sorprendió. Me había venido muchas veces –mi cuerpo privado entre las sábanas, mi cara apagada en las almohadas, mi mano acalambrada entre mis piernas– y había intimado con muchas personas. Pero ambas cosas jamás habían sucedido.

Ella quería que le contara lo que había sentido. Yo no estaba segura de poder encontrar las palabras para hacerlo, pero lo intenté. «Éste se sintió como una camisa siendo desabrochada», le dije. «Ésos fueron garras escabulléndose por mi vientre. Ése fue como nata endureciéndose en el microondas.»

 ***

Una vez un pájaro quedó atrapado en el tráiler, picoteando el vidrio como loco, aunque habíamos dejado la puerta abierta. Sentí pena por él. No podía entender por qué era lo suficientemente estúpido como para querer quedarse ahí. Se movía tan rápido que producía calor, como un foquito cubierto de plumas. «¿Has sentido el corazón de un ave, por debajo de sus costillas?», le pregunté a Fiona. Era como poner artillería pesada contra un palillo. «Lo quiero fuera», dijo, y le pegó con una escoba, tan fuerte que murió. Ya no era la misma mujer que yo había conocido junto al mar.

Quedé embarazada durante el verano. «Verano de axila», decía Fiona, porque una podía sentir que todo el cuerpo se encontraba adentro de una. Algunas personas le decían calor seco. A la chingada con eso. No te permitía estar seca en ningún lugar, te hacía sudar en todos lados.

A finales de junio pasé la noche con un imbécil en Reno que me sacó de la regadera. Insistió en que cogiéramos sobre la alfombra, porque no quería dormir en una cama sucia. Lo dejé desnudo adentro de sus sábanas, me fui a esperar el autobús, casi al amanecer. Su semen seco se resquebrajaba sobre mi piel, tan crujiente como el glaseado de una dona, adentro de mi ombligo.

Hacía calor demasiado rápido, justo cuando salía el sol. Estaba sudando sobre el asiento del autobús, mis muslos se embarraban sobre el hule, como mantequilla sobre pan caliente. Pude oler mi propio coño; me gustó, porque era mío. Pensé en la cara del tipo –la forma en que sus mejillas temblaban, tambaleándose, rojas– y me hizo sentir tan mal que corrí hacia la puerta. El chofer era un tipo grande con una visera, tomando refresco. Toqué su hombro y le pedí que se detuviera, tratando de tragar lo más que podía. Señalé mi estómago, en caso de que no entendiera.

Dijo: «Señorita, estamos en carretera.»

Dije: «¿Quieres que esto pase en el autobús o fuera de él?»

Se detuvo. El calor quemó mis rodillas cuando me arrodillé sobre el asfalto. Se quedó un desastre de vómito en mis dientes. Yo era pudín hecho de fiebre. ¿Qué tal si alguien que pasara por ahí creyera que estaba rezando?

Me volví a subir al autobús y todos los pasajeros me vieron terrible. Era una puta cualquiera con resaca. Pero el chofer resultó ser un tipo amable. Me dio un chicle derretido, que sacó de su saco, y una campanita. «La próxima vez que necesites que nos detengamos», dijo, «suena la campana.»

Una vez que estuve enferma, Lucy me dio un triángulo de metal. «Tócalo cuando sea», me dijo. «No quiero que te levantes.»

Sólo lo toqué una vez.

—¿Qué necesitas? –me preguntó. Acarició mi cabello–. ¿Quieres hielo?

Sacudí mi cabeza. Sólo quería que se quedara.

 ***

Pasé al baño en la estación de camiones de Lovelock, repleto de un hedor a orina añeja. Las paredes estaban tapizadas con números telefónicos y lenguajes personales. Ni siquiera pude entender algunos: Jenny boquirasuró mi coche. Sentí mi periodo en el autobús, se filtraba cálidamente. Lucy aseguraba que todas las mujeres de nuestra familia podían sentirlo antes de empezar a sangrar, pero nunca decía «sangrar», sólo «eso» o «esa manera».

Resultó que mi ropa interior estaba blanca. Chistoso, porque ya llevaba semanas esperando. No me preocupaba quedar embarazada, lleva años de tener sexo y nada para poder comprobarlo. Pero ahora esperaba. Seguí esperando por semanas, empecé a vomitar casi cada mañana. Tomaba té de menta, a pesar del pinche calor, sólo porque era la única cosa que mantenía a mi estómago en silencio. Compré una prueba de embarazo, no tan elegante como las que venden ahora. La pequeña cruz roja parecía la luz neón de una iglesia de carretera. Me imaginé a los fetos que había visto en televisión. Su piel brillaba como si el alba apareciera detrás de ellos.

No podía dejar de pensar en el chofer. Su suave piel gorda me había hecho querer tocarla, sus dedos grandes, su campanita. Sus ojos eran negros, como pantallas de televisión. Eso fue lo único que tuve en la noche: el fantasma de un chofer detrás de mis párpados, la amabilidad de un perfecto desconocido.

Cuando le conté a Fiona, me regaló una sonrisa y se acomodó en su reclinable amarillo. «Vamos a celebrar», dijo. «Tú vas a comprar la champaña.» Su voz sonó plana, pero me alegró que lo permitiera. No podía imaginarme un embarazo completo sin embriagarme. Pero ahí estaba ella, diciendo, «al menos esta noche podemos darnos el lujo.»

En la tienda compré champaña rosa envuelto en celofán, un pedazo gigante de pastel de frambuesa, un pollo rostizado completo. «Cuidado con esas porquerías», hubiera dicho Lucy. «Estás comiendo todo lo que después hará a tu pequeño bebé.»

Nos acurrucamos en el sillón y tomamos trocitos de pastel con los dedos. Nos dimos de comer mutuamente, nuestros cuerpos tan cómodos que nos olvidamos de ellos. Estábamos ingrávidas y tibias. Fiona tomó tanto que se quedó dormida. Era demasiado grande como para entonarse, pero cuando su sangre se embriagaba, se perdía. Sus ronquidos eran tan graves que hacían bambolear todo su cuerpo.

Sentí algo terrible en mi intestino, una puntada al costado, de  ésas que se sienten después de correr. Era tela que alguien había roto. Había una pequeña pulsación entre mis caderas, ahí es donde me habían rasgado. El lugar de dolor era el mismo lugar en el que mi bebé estaba creciendo. Tomé un poco más de champaña –la última vez, me prometí– y encontré una botella de ginebra. Estaba tan borracha que no podía caminar derecho. Golpeé mi cadera contra la mesa de noche. Una pierna torcida, toda la comida tirada. Levanté mi playera y me toqué debajo de la panza. «Lo siento», dije. «Lo siento.»

Encontré lo que quedaba del pastel –abrí la parte en la que habían estado nuestros dedos– y las sobras del pollo. Las costillas estaban musgosas por las pelusas de la alfombra. Tiré todo y llevé la ginebra al clóset del pasillo. Cerré la puerta. Fiona no se despertaría, pero lo hice de cualquier modo, por si las dudas. Me agaché debajo de una hilera de vestidos que ella conservaba de su juventud, distintos colores que se distinguían en la oscuridad: naranja y verde, un verde azulado de coctel que ella había usado en antros. Limpié mis dedos con la alfombra, para no ensuciar ni dejar migajas sobre la tela. Eran de las cosas que Fiona quería más en este mundo.

Tomé tragos firmes. Continué tragando. Una mancha sangró a través de mi vida entera, estaba contenta por ello: cubriendo cada una de mis memorias con una cobija. Recuerdo que el tragar se volvió más difícil –ese ritmo regular, como un reloj– abandonando la alberquita de saliva y después empujándola de regreso para ser tragada de nuevo: tragando hasta que no quedara espacio vacío dentro de mí; tragando hasta que se sintiera como respirar. Bebí hasta que mi garganta estaba lastimada; después, bebí un poco más. Perdí mis límites. Quería vomitar, pero sentí que, si vomitaba demasiado fuerte, el bebé se asustaría, movería su bolsa o la rompería. Sé que uno no debe llamarlo bebé –la cosa pequeña, absolutamente pequeñísima– pero así me sentí con mi hijo desde el principio.

Desde niña me había imaginado teniendo un bebé, pintando un cuarto grande, en una casa grande, con franjas azules o flores y meciéndolo –sshh, sshh– para que se durmiera cada noche. Y ahora, esto: sin cuarto para decorar, sólo una caja construida en el tráiler de Fiona. Estuve con hombres, mientras estaba dentro de mí. Antes había hecho las cosas mal, incluso sabiendo que estaban mal. Esto era algo que quería hacer bien.

Algunas mujeres guardan sus historias de madre con cuidado, los cómos, dóndes y cuándos de crear otra vida. Lucy me había contado cómo había empezado a tomar agua traída del Atlántico, cuando se embarazó de Dora. Mi historia era la más espantosa que podía imaginar, vomitando en la carretera y esperando a sangrar en el desierto, tragándome a mí misma hasta enfermar, entre los vestidos gigantes de los sueños rotos de otra mujer.

 ***

Sabía que Abraham era el padre. Era la única forma en la que coincidían los tiempos. Pero no quería tener que explicarle, decirle «este tipo fue demasiado antes, este otro demasiado después», tener que admitir con cuántos hombres había estado. Dejé de ir a Reno. Un día me habló. «Bruce me contó», dijo. «Quiero saber si es mío.»

Le dije que sí, que estaba segura.

Había estado pensando, largo y tendido, me dijo, y quería adoptarlo. Sólo si era algo que yo también quería. Pensaba que podía darle a ese niño una vida decente. «No es que tú no puedas», explicó. «Por supuesto que podrías.» Pero estaba, ahí, el asunto del dinero.

Le dije que necesitaba algunos días. Colgamos y no pude pensar en una sola razón por la cual yo debería educar a un niño. Lo quería demasiado, pero adonde viera, cada partecita de mi propia vida, me hizo odiar la idea de traer a alguien más a mi vida. Seguía tomando. Sabía que estaba mal, y algunas noches me portaba bien –algunas noches comía un plato de pasta y me forzaba a dormir antes de que estuviera despierta el tiempo suficiente como para poder embriagarme. Otras noches decía «sólo una». Sólo una copa de vino o una pulgada de ginebra. Y después me encontraba tirada en la cama, sosteniendo mi panza y diciendo «lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento.»

Una mañana desperté en el piso del baño. Ni siquiera podía recordar cómo había llegado ahí. Mi cara estaba contra el azulejo, cerca del escusado. ¿Había estado vomitando? Tampoco podía recordar eso. Le hablé a Abe. Le dije que sí. Él debería criar al niño. Iba a Reno cada tres semanas, íbamos juntos con el doctor. Me sentaba en la mesa y Abe se sentaba y miraba. Había demasiadas preguntas. «¿Qué estás comiendo y qué tanto y tienes náuseas?» «¿Te dan calambres, sientes patadas, se te sube la presión cuando te paras demasiado rápido?» Trataba de responder con honestidad, pero era difícil: Abe estaba ahí, mirando. Mentí sobre dos cigarros en el tercer mes e inventé un plátano diario para desayunar. Mentí sobre la bebida. Por supuesto que mentí sobre la bebida. No podía siquiera imaginar la cara que pondría Abe. Si pudiera ver las noches, cómo llenaba la curva de mi panza con tragos largos y dulces de ginebra, hasta que mi bebé estuviera prácticamente ahogado. A veces amanecía con mejillas crujientes, sabiendo que estaban así por haber llorado. Me embriagaba tanto que ni siquiera recordaba que había llorado.

La oficina del doctor tenía fotos de lo que le pasaba a los bebés cuando sus madres habían tomado: sus caritas descuidadas, bocas anchas, narices como de arcilla húmeda. Pero parecían estar lejísimos de nosotros, Abe parado con orgullo junto a mí. Parecía más su hijo que nuestro –tenía los derechos, teníamos un trato– de cualquier modo, cuidó mucho de mi cuerpo, por lo que llevaba dentro para él. Al menos quería conservar ese sentimiento. Era lo único bueno que me quedaba. «Su esposa se ve bellísima», le dijo una enfermera a Abe. «Un barco maravilloso». Sonrió y puso su brazo sobre mi espalda.

A Fiona no le gustaban mis viajes a Reno. «Si le importa tanto», decía, «¿por qué no viene él?»

Le dije que estaba ocupado, cosa que era cierta. ¿Cómo explicarle lo mucho que le rogaba con desesperación? «No puedes venir. Por favor no vengas». No quería que viera cómo vivía.

Me imaginaba el pequeño cráneo formándose dentro de mí, la bolita de masa para galletas que algún día sería un cerebro. Quería poner mi oreja contra mi piel, sólo para poder escuchar los dos pulsos líquidos: uno en el corazón y otro en el intestino.

Algunas veces Fiona miraba al bulto en mi estómago como si el diablo hubiera plantado una semilla ahí. Ya no dormíamos juntas y, ciertamente, ya no hacíamos nada juntas. Una vez intentamos coger, al principio del tercer trimestre –nuestros cuerpos gigantescos recostados sobre su camita, sus manos torpemente tratando de alcanzar debajo de mi ropa interior, tras pasar con esfuerzos el bulto que llevaba en la panza. Me volteé. «Vamos a dormirnos, mejor», le dije.

Ella quería saber si algo había cambiado. Le dije que todo había cambiado. Mi privacidad ya no era mía. Nos pertenecía a mí y a él. Sabía que sólo lo tendría por unos meses más. No quería sus manos o su aliento en mi piel, alrededor de su hogar.

En el octavo mes encontré una nota. «Pagué la renta de un año», había escrito. Dejé de leer. Me senté con un vaso de jugo de naranja. Después de un traguito sentí la necesidad de orinar, sentí retortijones a través de mi cuerpo, cual electricidad. Se había ido para siempre.

Sabía que no iba a regresar, pero en mi cabeza todo seguía siendo la silla de Fiona, el refrigerador de Fiona, el clóset de Fiona. Mi fuente se rompió en la regadera. Tomé una toalla y sentí el agua fluir entre mis piernas, como si la regadera siguiera abierta. «Bien», pensé. «Aquí vamos».

La enfermera en el hospital me preguntó si iba sola. Le dije que sí. «Qué linda», dijo, y me quitó el cabello de la cara. Estaba muy dilatada. Su turno terminó a medianoche, pero regresó, vistiendo jeans y un suéter rosa, y me tomó de la mano. Contaba las contracciones: «una, dos, tres… treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta…»

Recuerdo queriendo gritar y queriendo cagar. Recuerdo que me pusieron inyecciones para el dolor, pero no recuerdo cuáles fueron. Recuerdo sentir que ya no podía hacer nada más, hasta que mi cuerpo se contrajo y gritó «sí, sí puedes. Sí vas a poder». Recuerdo haber empujado con músculos escondidos entre la espina y la ingle.

Su cuerpo era morado y se retorcía por la fuerza de su llanto. Cuando levantaron su cabeza, fui la primera en verle el rostro. Su frente estaba arrugada, como si estuviera preocupado, y su cráneo parecía plastilina. Su boca era un hoyito de donde provenían sus gritos, sus labios coloridos, como si hubiera estado comiendo zarzamoras. Pensé: «Aquí está». La única cosa de la que jamás me arrepentiría.

 

 Traducción de Raúl Bravo Aduna

 

NOTA


[*] Término genérico que se usa en Estados Unidos e Inglaterra para restaurantes de comida rápida y barata. (N. del T.)

 

 

_____________

Leslie Jamison (Washington D.C., Estados Unidos) creció en Los Ángeles y estudió en la Universidad de Harvard y el Taller de escritores de Iowa. Ha sido mesonera en California, maestra en Nicaragua y oficinista temporal en Manhattan. Actualmente es candidata a doctora por la Universidad de Yale, donde escribe su tesis sobre pobreza y degradación en la literatura norteamericana del siglo XX. Tiene 26 años. Visita su sitio electrónico en http://www.lesliejamison.com/

Puedes adquirir la primera edición de The Gin Closet en AmazonSimon & Schuster.

***

Raúl Bravo Aduna (Ciudad de México, Massachusetts, 1675) es poeta, ensayista, traductor y bruin. Ve el mundo con ojo crítico, pero en vez de preocuparse, decide reír en respuesta a sus fallas. Le gustan el hockey, la poesía y el helado. Le obligan a decir «es miembro del consejo editorial de Cuadrivio»… Es miembro del consejo editorial de Cuadrivio. Su sitio electrónico: http://www.rbaduna.com

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3 comments on “El clóset para la ginebra. Tercera y última entrega

  1. por tu pseudónimo y el hecho de que comentaste también en la traducción que hice del texto del Dr. Albright, voy a suponer que tu comentario, Wisława, es para mí. y te lo agradezco muchísimo. si no es así, con mucho gusto se lo comunicaré a Leslie de tu parte. saludos.

  2. Wislawa Whitman on said:

    Guau. No tengo más que decir salvo que te he seguido últimamente y me he convertido en tu fan.

  3. Pingback: Ecos de Irlanda | Revista Cuadrivio

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