Thursday, 21st November 2013

Culto y tiranía de los libros

Publicado el 24. jul, 2011 por en Ensayo, Literatura

 

Mucho se dice acerca de los libros impresos y del cambio a la era digital. Sin proponérselo, este ensayo discurre sobre lo que es un libro, sobre el significado del canon y las diferentes formas de leer. Zedryk Raziel dibuja estantes con olor a una librería de viejo donde en cada esquina se escucha el eco de Borges, y nos enseña que leer es una actividad que se ejerce y construye desde la soledad.

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Aquí el campo es extensión y la extensión no parece ser otra cosa que
el desdoblamiento de un infinito interior, el coloquio con Dios del viajero. Sólo la
conciencia de que se anda, la fatiga y el deseo de llegar, dan la medida de esta latitud
que parece no tenerla.

E. Martínez Estrada, «Los rumbos de brújula».

 

Zedrik Raziel Cruz Merino

I

Parece mentira, pero pocas veces el individuo se siente abismado en presencia de las salvajes inmensidades. Es frecuente que el mar ya no lo ahogue, que el tiránico desierto ya no lo humille, que la selva le parezca una desmesurada metáfora de los vellos peligrosos de su propio pubis. No es una broma. Su incursión (porque esto es una batalla) en una porción de cualquier espacio vastísimo, por modesta que ésta sea, en lugar de desconsolarlo, le promete una conquista total en el provenir. Es la función existencial de la sinécdoque, y el resultado del trabajo psicológico de la imaginación rodeada de un paisaje desaforado, un lienzo de incalculables proporciones. Hay quien observará en esta actitud del individuo una noble perseverancia por abarcar la totalidad. Puede ser. En cambio, hay otros, más suspicaces, que no ven un engrandecimiento de la voluntad del hombre por abarcar el Todo, sino una astuta disolución del Todo para ponerlo al alcance de la (limitada) posibilidad humana. «El que quiere todo lo que sucede, consigue que suceda todo cuanto quiere. ¡Omnipotencia humana por resignación!»… No hace mucho conocí esta frase afortunada de Unamuno.

Pero hay, no obstante, una inmensidad capaz de una tiranía irrefutable: la de los libros, la de la incontenible producción literaria. Algunos de mis amigos, en su mayoría estudiantes de Periodismo, han confesado, en un murmullo desilusionado y sombrío: «Tantos libros que leer y la vida es tan poca». Por supuesto que una declaración como ésa exige una circunstancia bastante embarazada: no se va por el mundo saludando a las personas y diciéndoles: «qué bueno que te encuentro mira tengo un vacío existencial espantoso no te voy a quitar mucho tiempo y zzzap bueno eso era todo adiós». Y esa circunstancia-demasiado-embarazada suele ocurrir en la universidad, luego de que algún profesor (abundan esos espíritus sensibles) hubiera escenificado un pequeño escándalo porque no puede creer que ninguno de nosotros, sencillos estudiantes, haya leído aún el Finnegans Wake, o La estructura de las revoluciones científicas, El Quijote, ¡ni siquiera Rayuela!

Yo también he murmurado que «el mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir»[1] en el mismo sentido en que mis amigos se han referido al imperioso golem del Libro, que, en términos generales, es sólo una de las formas del inabarcable Conocimiento. Y precisamente por la conciencia de esa inabarcabilidad, en el fondo me digo que la indignación de aquellos profesores no es razonable, y aunque este pensamiento no sea sino una pobre justificación para mi propio consuelo, me he preguntado, también en el fondo, si mis profesores, cuando tenían mi edad y eran unos estudiantes sencillos, ya habían leído todo Paradiso y El capital y el Tractatus logico-philosophicus. Me digo que muy probablemente no, y los imagino sentados en las butacas con sus pantalones acampanados y sufriendo –aunque esto es relativo– ante el reclamo de sus ilustrados profesores. Entonces juzgo que, ahora que ellos están del lado del pizarrón, moviéndose ceremoniosamente como señores feudales, los arrebata un dejo de vanidad y un poco de la muy humana satisfacción que otorga el desquite.

La titánica producción de conocimiento en forma bibliográfica es vertiginosa. Bioy Casares era consciente de ello, y en 1948 escribió, en «La trama celeste»: «Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era imprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta» (1999). Por su parte, Arciniegas, a propósito del riesgoso desconocimiento que guardaban los países latinoamericanos con respecto de Estados Unidos y viceversa, anotó, en 1945, en su ensayo: «¿Nos conocen? ¿Los conocemos? ¿Nos conocemos?»: «La ignorancia es explicable. Crece en tal forma el panorama de las cosas que hay que conocer en el mundo, que no se sabe a ciencia cierta qué escoger como lo más importante para tener ese grado de cultura media que nosotros aspiramos a ganar en el bachillerato o en la lectura; los descubrimientos y las invenciones se multiplican» (1993). Y Arciniegas ilustró inocentemente que en sus tiempos de secundaria no existía la radio; parecía que el avión nunca iba a alzar el vuelo y nadie llegó a sospechar que «del queso podrido pudiera sacarse la penicilina».

Frente a tales preocupaciones motivadas por la aspiración a una «cultura enciclopédica», una «cultura media», la sugerencia de Bioy es piadosa. Y se entiende que es inevitable situar en el principio de cualquier «plan de lecturas», obligadamente ordenado por jerarquías de lo insuperable y lo inmejorable, a los Clásicos: los autores y las obras imprescindibles, que son universales (es decir trascendentales) y poseen la capacidad de superar su tiempo y su espacio hasta quedar intemporales y desterritorializados, con independencia del horizonte de expectativas –en cuanto al arte– que impera en las sociedades. Eso debería ser. La definición de la obra clásica postula la existencia de una lista casi imperturbable de autores, un solo canon;  y, sin embargo, hay múltiples cánones… Hay ávidos lectores que no se preocupan de transitar por los Clásicos. Leen libros desesperadamente pero no pasan por la obra de Shakespeare, Dante, Cervantes, Goethe, Whitman, Freud, Tolstoi, Proust, Joyce, Beckett, Pessoa… –dixit Harold Bloom–; en cambio, construyen su propio canon, su lista de imprescindibles. Y eso está bien hasta que, por ejemplo, alguna autoridadresuelve que en realidad no está bien, y la lectura de los Clásicos, el canon, es afectada por lo políticamente correcto, lo que se-tiene-que-leer.

Así pues, pienso en los dichosos años en que la imprenta original imprimió los primeros libros, cuando en el mundo navegaban unas 47 copias de doce o quince obras distintas que en el calce de la segunda página llevaban la valiosísima firma del genuino Gutenberg, Editor, para servir a usted. Entonces (era el siglo XV) los hombres morían con una disimulada sonrisa de satisfacción, conscientes de que habían conocido todos los libros que su tiempo había sido capaz de parir; contentos porque esos libros los habían salvado de la vergonzosa ignorancia. Pero los hombres no dejaron de confeccionar manuscritos, como tampoco dejaron de ser esposos ni obreros ni estudiantes ni ambiciosos editores; éstos últimos multiplicaron las imprentas (en el XVIII ya era casi una industria) y algunos ilustrados desgraciados, aun agonizando –los hijos y las madres y las esposas aún no paraban de llorarlos– se obligaron a leer las últimas páginas del último libro de su época, cuando ya se habían desperdigado por el mundo miles de volúmenes de unas 835 obras (entre las que, sin duda, figuraban las doce o quince de los bondadosos tiempos de Gutenberg). Después, ya no tenía caso aventurar un conteo general de todos los libros.

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II

Siendo el libro soporte material de la memoria y de los sueños, y registro fatal del conocimiento, es comprensible y aun lógico que la Biblioteca (que otros llaman el Universo) creciera en amplitud al ritmo del nacimiento y desarrollo de cada una de las nuevas generaciones de individuos. En la actualidad, en eso que se ha dado en llamar Sociedad de la Información, la democratización del registro del conocimiento es todavía más evidente y, por supuesto, abrumadora. Según hace constar Luis Felipe Lomelí, antes de la Wikipedia, el Conocimiento (o, mejor dicho, la sistematización del Conocimiento) era posible sólo en la pluma de los eruditos (2010: 16). De acuerdo con el narrador y periodista, el primer esfuerzo de sistematización lo emprendió Ptolomeo I, en el siglo III a. C., con la Biblioteca de Alejandría –aunque también considera los códices mesoamericanos y las estelas de caligrafía china–, todos ellos ejercicios elitistas dispuestos sólo para el uso de los sabios. Posteriormente, en el siglo XVIII (era la «primera gran revolución enciclopédica»), filósofos como Diderot, Voltaire, d’Alambert y Montesquieu tuvieron la intención de dotar a los ciudadanos de una fuente de conocimiento y promover el espíritu crítico. Y si Lomelí hace referencia, con la alusión al surgimiento de la Wikipediaen 2001, a una suerte de segunda revolución de las enciclopedias, es porque «antes de Diderot, el conocimiento era de los sabios y sólo hecho por ellos. A partir de Diderot, el conocimiento era para todos pero sólo hecho por los sabios. Desde Wikipedia, el conocimiento lo hacemos todos»[2].

El ejemplo de Lomelí, sin embargo, no demuestra que, en nuestros días, la puesta-a-disposición (sistematización) de unos saberes sea un ejercicio tan cotidiano como ir al mercado; en cambio, sirve para reconocer una desacralización de la figura del intelectual como único sujeto autorizado –en tanto que autor– para comunicar (o poner-a-disposición) conocimientos; en ese sentido, queda justificado el vertiginoso engrosamiento de la Biblioteca, favorecido por las características de internet, que, como señala Raúl Trejo, permite la contribución de innumerables individuos a la trama de la acumulación de conocimiento. (Se entiende, pues, que no son considerados los textos –producciones de sentido no necesariamente escritos– de índole personal, sino sólo aquéllos que, de acuerdo con Martín Barbero, han sido capaces de evidenciar la desestabilización de la escuela –una de las tres instituciones fundamentales de la Modernidad, además del trabajo y la política– en tanto que la han refutado como único centro de legitimación del saber, «ya que hay una multiplicidad de saberes que circulan por otros canales, difusos y descentralizados» (2007: 75).

En su obra Viviendo en el Aleph, Trejo ofrece una información asombrosa: en el mundo, dice, diariamente se genera tal cantidad de información que, si fuera digitalizada[3], equivaldría a entre 256 y 385 millones de libros. Y si todos los libros y documentos impresos que alberga la Biblioteca del Congreso de Washington, reputada como la más grande del mundo por sus 29 millones de archivos, fueran asimismo digitalizados, esa información sería equivalente,cuantitativamente, a la que se produce en el mundo en menos de dos horas… La Universidad de California, Berkeley, se propuso calcular la cantidad total de información que ha generado la humanidad. El estudio reveló que, cuando menos en 2002, se produjo entre 3.4 y 5.4 exabytes de información (un exabyte equivale a mil millones de gigabytes), tomando en cuenta «la producción mundial de libros, periódicos y otros impresos, documentos de oficina, películas y fotografías, música en discos, videos, información acumulada en ordenadores y bases de datos», sin incluir las copias de los mismos, sólo originales. También se estimó que, en el transcurso de la historia de la humanidad, se habían producido, hasta albores del siglo XXI, alrededor de ¡12 exabytes de información original! (Ibid.: 68-69).

Puesto que los resultados de la investigación de la Universidad de California pueden ser justificadamente inadmisibles (¡la mitad del Conocimiento total de la humanidad fue producida en un solo año!), Trejo se detiene en una aclaración necesaria: «la calidad es otra cosa». En la actualidad, es verdad, cada minuto se genera una información equivalente a entre 178 mil y 267 mil libros; pero «la calidad es otra cosa». Y no sólo eso. Vale reconocer que, previo a esahomogeneización binaria que es la digitalización, existe una diferencia contundente –en la dificultad de su manufactura, la justificación de su existencia, la importancia de su contribución al desarrollo intelectual o material del hombre– entre un manojo de notas informativas y las reflexiones filosóficas de Kant o los Diálogos de Platón, por ejemplo, o entre una carpeta de vanidosas fotografías y las primeras cartografías del mundo. E-te-cé.

Es decir: mientras que el conocimiento correspondiente al presente (era digitalSociedad de la Información) está mayormente determinado por la cantidad, el conocimiento anterior –cuantitativamente inferior– abundaba en calidad, a falta de profusión. Éstas, por supuesto, no son aserciones totalizantes. De hecho, el ejemplo de Trejo no fue traído aquí para debatirlo, sino para ilustrar la vorágine bibliográfica –no existe término más exacto– que ha anegado, de manera casi exponencial, a las generaciones posteriores. «Basta que un libro sea posible para que exista», postuló Borges. Y si, como arroja el estudio que ha referido Trejo, el total del Conocimiento de la humanidad es de aproximadamente 12 exabytes, y si la mitad de ese total –estimada a partir de un año modélico: el 2002– sin duda abunda en una miscelánea de archivos de texto, audio, gráficos y video, la otra mitad, que con seguridad abarca más o menos mil quinientos años –contabilizados a partir del nacimiento del libro como registro del saber y, por tanto, como herramienta de conocimiento–[4], está fundamentalmente constituida por libros y otros textos escritos, pues la historia del recurso del audio-video-gráfico es, en comparación, embrionaria.

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III

El interés por el conocimiento de incontables libros es una preocupación histórica: no ha sido siempre. Es posible que se haya multiplicado a partir de la Modernidad –época que inauguró la Revolución francesa y que se arraigó en la fiabilidad de la ciencia, la razón y la ideología política– y de la puesta en marcha del modo de producción capitalista, que exige la aplicabilidad y la aplicación de los saberes como contribución al desarrollo técnico. Esa historicidad explica la razón de que Séneca deplorara a un individuo que le parecía muy vanidoso porque poseía una biblioteca de cien volúmenes. ¿Y quién tiene tiempo para leer cien volúmenes?, se preguntaba Séneca. Por su parte, los antiguos veían en el libro un pobre sucedáneo de la palabra oral (Borges, 2004).

En su tiempo, Borges se refería a la existencia de un «culto del libro». Juan Francisco Fuentes informa de que Stalin y Hitler, contemporáneos de Borges, fueron «lectores compulsivos», «esa especie, no tan rara, de dictadores que amaban los libros y odiaban a los hombres»: tras su muerte, el primero legó una biblioteca de 20 mil volúmenes; el segundo, una de 16 mil 300. Ambos eran capaces de leer 500 páginas por día (2010). No tengo a mi disposición alguna prueba de que Borges fuese igualmente un lector atroz, pero alguna vez él aseguró haber leído toda la Encyclopædia Britannica, y, en otra ocasión, lamentó su «desconocimiento total» de las letras húngaras, y nada más (¿el desconocimiento de cuántos cientos de literaturas lamentaríamos nosotros?).

En la pertinente pregunta: ¿a quién preocupa la vorágine bibliográfica?, subyace la conciencia de que, en tanto histórico, el interés por el libro no es generalizable. Y supone que la conmoción ante la inabarcable Biblioteca sólo ha sido problema para ciertos sujetos que luego ya no pueden dormir, aunque, según anotó Aristóteles en su Metafísica, «todos los seres humanos nacen con apetito de saber». Tal vez sea conflicto exclusivo de los espíritus con ánimo enciclopédico, pese a que la enciclopedia –y, por extensión, la enciclopedia-humana–, lo mismo que el diccionario, no sea sino una suerte de fosa común en la que las cosas, las partes del Conocimiento, están descoyuntadas y esparcidas por doquier, incoherentemente ordenadas en la obligatoria coherencia de un libro.

La inutilidad de la «cultura enciclopédica» está justificada. El supremo deseo de abarcar la totalidad, cualquiera de las totalidades, comporta el inevitable riesgo del zapping, que fue promovido originalmente por el surgimiento del control remoto. Entonces fue posible saltar de un canal a otro en el momento más arbitrario, a toda velocidad, continuamente, y, como consecuencia imprevista, enfrentarse a un «bazar de informaciones sin secuencia», desordenadas, «destellos de imágenes inconexas», como asegura Trejo. Esa «tragedia del zappista» no es privilegio de la televisión; ahora –pero probablemente desde mucho antes de la dulce invención del control remoto– ha transitado a la frondosa nébula de los libros. Bernard Pivot observó en el zapping una implicación ontológica asombrosa: el zapping envuelve el don de la ubicuidad, ese «viejo sueño del hombre»; en la intención de aprovecharlo todo, se procura estar en todas partes (o sea, en todos los libros) al mismo tiempo: se salta de una historia a la otra con una precipitación que niega la reflexión sobre lo leído. Hay quienes, a los 39 minutos de haber fatigado un libro entero, ya están en la lectura de uno nuevo; y hay otros, más audaces, que leen varios libros «al mismo tiempo», es decir que pasan a una segunda lectura sin haber acabado la primera, y después se deslizan hacia una tercera –la segunda sin concluir– y luego vuelven a la primera –la tercera pendiente. Así, para el «lector» ya no hay un discurso continuo, sino una tira de fragmentos sin sentido. «Desafortunadamente –escribió Pivot–, al querer estar en todas partes al mismo tiempo, el zappista ya no está en ninguna. […] No queriendo perderse nada, hace parte de todas las historias y de todos los discursos, pero al no entrar en ellos de veras se pierde lo esencial» (Trejo, 2006:115-116)[5]. El pequeño dios sin ubicuidad deviene deidad con ceguera.

Todos nacen con apetito de saber, pero no todos quieren saberlo todo. Es así. Según Borges, el libro es una de las formas de la felicidad del hombre. Puede ser. La temible tiranía de los libros es el costo impagable de esa alegría superior, y sólo ciertos individuos, héroes suicidas, querrán aventurarse a la incursión (porque esto es una batalla). Algunos valientes, inteligentemente, refutarán El canon occidental de Bloom y el canon de sus profesores y el de sus padres, esas lecturas políticamente correctas; sabrán que ellos mismos pueden poseer su propio canon –y que éste puede constar de un número de obras cualquiera–, porque si un libro clásico es leído por una sociedad o un conjunto disperso de individuos «como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término» (Borges, 1980), no es menos cierto que las consideraciones de «lo clásico» han de variar de sujeto a sujeto (Unamuno decía de sí mismo que él era su propio conjunto de individuos). El secreto está en imponerse, o, mejor dicho, en emanciparse.

De cualquier modo, para los voluntariosos queda una última oportunidad: recurrir a los compendios sistémicos de Borges y Hesse[6]. Reunido el Todo literario, y a pesar de la conciencia de su inabarcabilidad, existe una satisfacción en siquiera poder concebir el tamaño de ese Todo, conocer por qué es tan ineluctable, y, así, justificar, excusar, nuestratriste imposibilidad: sin sentirnos demasiado humillados, demasiado imperfectos.

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Fuentes de consulta

Adolfo Bioy Casares, Historias fantásticas, Madrid, Alianza, 1999.

Denis de Moraes, Sociedad Mediatizada, España, Gedisa, 2007.

Fernando Burgos, Los escritores y la creación en Hispanoamérica, Madrid, Castalia, 2004.

Germán Arciniegas, América ladina, México, FCE, 1993.

Herman Hesse, El lobo estepario, México, Editorial Época, s/año.

Jorge Luis Borges, «El libro», en Fernando Burgos, Los escritores y la creación en Hispanoamérica, Castalia, Madrid, 2004.

Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Buenos Aires, Bruguera, 1980.

Juan Francisco Fuentes, «Libros que matan», en Revista de Libros, núm. 165 [en línea]. Madrid, septiembre de 2010.

<http://www.revistadelibros.es/articulo_completo.php?art=4730>. [Consulta: 9 de febrero de 2011].

Luis Felipe Lomelí, «Sabiduría democrática», semanal Día Siete, núm. 540, enero de 2011.

Martín Barbero, «Tecnicidades, identidades, alteridades: desubicaciones y opacidades de la comunicación en el nuevo siglo», en Denis de Moraes, Sociedad Mediatizada, España, Gedisa, 2007, p. 75.

Raúl Trejo, Viviendo en el Aleph. La sociedad de la información y sus laberintos, España, Gedisa, 2006.

Winston Manrique Sabogal, «El culto al libro como objeto», en El País.com, Blog «Papeles perdidos» [en línea]. Madrid, 20 de abril de 2011. <http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2011/04/dia-del-libro-el-culto-al-libro-.html>. [Consulta: 7 de mayo de 2011].

 

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Notas

[1] Frase que Saramago, en su discurso en la entrega del Nobel, cita de Josefa Caixinha, su abuela.

[2] Existe una profunda diferencia entre la producción de conocimientos, de lo cual ciertamente es capaz cualquier sujeto, y su sistematización, registro y transmisión hacia la posteridad. Es cierto, como sostiene Martín Barbero, que las sociedades tradicionales (minorías indígenas o regionales) y las mayorías populares de cada país, son productoras y actualizadoras de una pluralidad de saberes y competencias culturales, principalmente de forma oral y doméstica (excusa por la cual dichos saberes no son incorporados como tales a los «mapas» de sus sistemas educativos); sin embargo, la preocupación de este artículo es reflexionar sobre las posibilidades de acumulación y conocimiento a lo largo del tiempo y el espacio (desterritorialización) que favorece el libro.

[3] Para Trejo, la digitalización de contenidos (texto, audio, gráficos, video) permite que éstos, al ser procesados en una plataforma de carácter binario, se puedan manipular para modificarlos, comprimirlos, compartirlos y diseñarlos de numerosas formas.

[4] Winston Manrique Sabogal identifica los cuatro estadios evolutivos por los cuales ha transitado el libro hasta su formaactual. «Recordemos que la primera forma del libro fueron las tablillas, hacia el año 3500 antes de Cristo», explica Sabogal; «luego el rollo de papiro, hacia el 2400 a. de C.; después el códice, que aunque se escribía a mano, se montaba con tapas de diferente material (madera, etcétera). Finalmente, hacia el año 1450 salió de la imprenta el primer incunable, el libro impreso más antiguo: Misal de Constanza […]. Ésa es la cuarta forma de libro impreso y el pariente más próximo tal como lo conocemos hoy. A partir de ahí, cinco siglos de transformaciones y perfeccionamiento sobre el mismo sistema.» Vid. Winston Manrique Sabogal, «El culto al libro como objeto».

[5] Bernard Pivot, cit. pos Trejo. Sólo una observación de Daniel Bell me impide reputar la preocupación por la inabarcabilidad del Conocimiento como una actitud primordialmente vanidosa. Al sociólogo estadunidense le alarma la gran cantidad de cosas que hay que saber para entender cualquier asunto hoy en día. «Uno debe estudiar un tema con más intensidad que en cualquier periodo anterior», afirma; por ejemplo, para evaluar la política económica hay que comprender las intersecciones de la curva de Philips, la vinculación del sistema monetario con la política fiscal, etc. (Trejo, ibíd., pp. 40-41).

[6] Es justo conceder a Hesse un mérito atribuido inapelablemente a Borges. Trejo supone que el argentino, en varias de sus ficciones, «previó» el advenimiento de algo así como la Sociedad de la Información, en general, y de internet, en particular; sobre todo, en la visión del Aleph y de la Biblioteca de Babel (no obstante, en las analogías de Trejo se halla una excepción insoslayable: tanto el Aleph como la Biblioteca son «espacios» de acumulación total del saber, mientras que internet, hasta ahora y en apariencia, sólo es susceptible de serlo). Pero la propuesta de Borges (de 1945 «El Aleph», y de 1941 «La Biblioteca de Babel») fue anticipada por Hesse, quien escribió, en su novela El lobo estepario –publicada a finales de los veinte–: «acaso ya muy pronto, se descubrirá que no sólo nos rodean constantemente los sucesos y las imágenes actuales, del momento, […] sino que todo lo que alguna vez haya existido quede de igual modo registrado por completo y existente» (Herman Hesse, El lobo estepario, México, Editorial Época, s/año).

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Zedryk Raziel Cruz Merino (México, 1990) es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es director de la revista universitaria Contratiempo.

 


 

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