Saturday, 21st December 2013

La UNAM en su centenario

Publicado el 03. nov, 2010 por en Política y sociedad

La UNAM, institución imprescindible del México moderno, celebra en 2010 el centenario de su fundación. Los vítores y fuegos artificiales no sólo no se han hecho esperar, sino que han marcado el ritmo de las celebraciones universitarias. Sin dejar de reconocer los invaluables aportes de la UNAM a la ciencia y la cultura nacionales, y a contracorriente de los festejos oficiales, este ensayo propone la crítica de los vicios más perniciosos de la Universidad como la mejor manera de celebrarla.

Todo está muy bien –dijo Cándido–, pero cultivemos nuestro jardín.

Voltaire, Cándido

Ramsés LV

I. Hija de la revolución

«No –exclamó  Justo Sierra durante la inauguración de la Universidad Nacional de México en 1910–, no se concibe en los tiempos nuestros que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo que lo uniera a las entrañas maternas para formar parte de una patria ideal de almas sin patria; no –sentenció–, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice; no la sorprenderá la toma de Constantinopla discutiendo sobre la naturaleza de la luz del Tabor» (Justo Sierra, Discurso inaugural de la Universidad Nacional). Aquella mañana del 22 de septiembre de 1910, las palabras del sabio ministro de Instrucción Pública retumbarían en el corazón de Don Porfirio: el proyecto modernizador del caudillo de Tuxtepec, fraguado en los rieles del ferrocarril y en los humos de la industria, se veía al fin coronado con el más preciado de los laureles: el laurel del conocimiento, la fundación de una Universidad Nacional. Un siglo después, esas mismas palabras son, quizá, lo único que de aquel viejo proyecto porfirista resuena en las aulas y corredores de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Al igual que los oropeles de orden y progreso con que el gobierno de Porfirio Díaz encandilaba al mundo, la Universidad fundada por Sierra fue abrasada por las huestes revolucionarias tan sólo dos meses después de su creación. Nacida formalmente el 10 de julio de 1929 con la publicación de su Ley Orgánica, la UNAM debe mucho más al rectorado de José Vasconcelos (1920-1921) que a cualquier otro proyecto o personaje proveniente de las filas porfiristas, maderistas o carrancistas. De hecho, podría decirse, sin exagerar, que la UNAM es hija de la revolución educativa emprendida por el Maestro de América. La Universidad de Justo Sierra, con sus escuelas profesionales de Ingenieros, Jurisprudencia, Medicina y Altos Estudios, fue una institución diseñada para refinar a una pequeña élite de hombres ilustrados que, sin perder de vista los problemas y necesidades nacionales, habrían de apropiarse de lo mejor del conocimiento universal y guiarían a la nación por la vereda del progreso. Tras es el estallido de la revolución, la Universidad erró en un mar de confusión y balas, y padeció la lucha de facciones que enfrentó en su seno a los partidarios de Justo Sierra, Francisco León de la Barra, Francisco I. Madero y Victoriano Huerta, y no fue sino hasta el triunfo de la facción constitucionalista que la ya maltrecha casa de estudios gozó de cierta estabilidad y estuvo en condiciones de reorganizar sus programas y actividades.

A su llegada, José Vasconcelos no sólo dotaría a la Universidad de su escudo (el águila mexicana y el cóndor andino arropando a toda América Latina sobre los volcanes y el nopal aztecas) y de su emblemático lema («Por mi raza hablará el espíritu»); le daría, también, un sentido a su existencia y un programa de acción perdurable. Como han explicado Enrique Krauze (Caudillos culturales de la Revolución mexicana, Siglo XXI, 1976) y Claude Fell (José Vasconcelos: los años del águila, UNAM, 1989), Vasconcelos dio a luz una universidad cuya misión consistía en regenerar al país con los instrumentos más nobles del espíritu humano: las artes, los libros y la lectura. Atizada por el talento y entusiasmo de un ejército de maestros y jóvenes intelectuales (entre los que se encontraban Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Daniel Cosío Villegas y Carlos Pellicer), la Universidad se dio a la tarea de alfabetizar a miles de obreros, indígenas y campesinos con los versos de Homero, las meditaciones de Plotino, los dramas de Ibsen y las novelas de Tolstoi. Porque para Vasconcelos, artífice de la ambiciosa campaña nacional de alfabetización y educación técnica, la Universidad no podía ser una torre de marfil donde un conventículo de sabios se reuniera a discutir sobre la luz del Tabor mientras su país se desgarraba en una guerra fratricida; la Universidad y los universitarios, por el contrario, debían apropiarse de lo mejor del conocimiento humano, llevarlo al pueblo en aras de su mejoramiento y aplicar cada una de sus habilidades en actividades prácticas que contribuyesen al desarrollo económico, político y social de México.

En el plan educativo de Vasconcelos, la renovada Universidad Nacional estaba llamada a desempeñar un papel fundamental. El Maestro de América aprovecharía su estancia en la rectoría y, más adelante, en la Secretaría de Educación Pública, para prefigurar una revolución que encontrara su fuerza y legitimidad no en caudillos ni en ideologías totalizadoras, sino en la misteriosa seducción del arte: la literatura, el teatro, la pintura, la arquitectura, la música, la fotografía y el cine. La impronta de Vasconcelos no palpita únicamente en los murales de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros; late también, de manera silenciosa pero acaso más intensa, en el escudo de una universidad que, como se ha visto, debe a él su vocación social, su pasión por las ciencias y las humanidades y, naturalmente, su destemplado mesianismo y su propensión a creer que en ella se gesta la redención de la sociedad mexicana.

A lo largo de su historia, la UNAM ha reunido creatividad, rigor y excelencia académica en un mismo espacio; en sus aulas, auditorios y bibliotecas se han formado personajes ilustres de las ciencias y las artes en México y el mundo, y en la actualidad es común encontrar en ella a jóvenes talentosos y académicos de primer nivel. La grandeza de la Universidad está fuera de duda. No sorprende, a estas alturas, que la UNAM sea la universidad iberoamericana mejor calificada en los sistemas internacionales de evaluación de la educación superior; tampoco sorprende que produzca la mayor parte de la investigación científica en México ni que reciba premios como el Príncipe de Asturias. Lo que sorprende y desconcierta, es que una institución pública de esa magnitud, con tantos capítulos dorados en su historia, llegue a su centenario enferma de narcisismo y renuente a cualquier clase de autocrítica.

II. Madre nutricia: pasado y presente

Durante buena parte del siglo XX, la UNAM fue el principal semillero de la élite política y cultural en México (Roderic Ai Camp, Las élites del poder en México, Siglo XXI, 2006). Las clases medias que nacieron y crecieron al amparo de la revolución mexicana sabían que estudiar en la Universidad (como estudiar en cualquier otra institución de educación superior) representaba una oportunidad inmejorable de ascender en la escala social, obtener un buen empleo y gozar del prestigio que confería un título universitario. Al tiempo que educaba a los profesionistas que nutrirían al estado revolucionario y a la industria nacional, la UNAM cultivaba con esmero la investigación, las ciencias y las artes. Su trascendencia en el desarrollo científico y cultural de México es, también, irrebatible.

Pero la UNAM no puede seguir pensando que es el núcleo cultural del país ni el pivote de su desarrollo social, político y económico. Adrián Acosta Silva («Universitarios», Metapolítica 70, julio-septiembre 2010) y Juan Carlos Silas («¿La década ganada? Educación superior en México entre 1995 y 2005», Metapolítica 70, julio-septiembre 2010), y con ellos una miríada de estudiosos del fenómeno universitario, han desbrozado recientemente una realidad tan funesta como insoslayable: las universidades, acaso en función del acelerado crecimiento de su matrícula[1] y de la profunda degradación que la economía mexicana ha experimentado en las últimas dos décadas, se han convertido en auténticas fábricas de desempleados calificados. Estudiar en la UNAM o en cualquier otra universidad ya no es garantía de empleo ni mucho menos de éxito profesional.

Además, si bien las universidades públicas se mantienen como el eje de la educación superior en México, las universidades privadas han ganado terreno y en algunos casos han llegado a desplazara a las universidades públicas. Para 1980, el 50% de los estudiantes universitarios estaba inscrito en una universidad pública y sólo el 10% en una universidad privada; para 2010, 40% de los universitarios cursa sus estudios en una opción pública, 30% en una opción privada y el 30% restante se reparte en institutos tecnológicos, politécnicos e interculturales. De acuerdo con la Estadística Histórica del Sistema Educativo Nacional 2006 (SEP, 2010), entre 1995 y 2005 el incremento neto de la matrícula de las instituciones privadas –la mayoría de ellas de bajo costo– fue de 363,949 alumnos, en tanto que el público fue de 428,703, es decir, un crecimiento casi parejo para dos tipos de institución que en tamaño difieren significativamente. Estas cifras revelan más de un elemento interesante: por un lado, la educación superior se ha descentralizado y diversificado; por otro, las instituciones privadas son las que han experimentado un mayor dinamismo y las que, por múltiples razones, han aportado el mayor porcentaje de la élite política y económica en los últimos veinte años (Camp, ídem). Entre otras cosas, esto significa que, no obstante la pobre calidad que lastra a numerosas universidades privadas, sus egresados tienen las mejores posibilidades de encontrar empleo, dejando a los graduados de instituciones públicas (los de la UNAM incluidos) en una situación precaria.

Gracias a sus programas de extensión universitaria, la Universidad fue el punto de partida de la reconstrucción cultural en el México posrevolucionario (Sonia Sierra, «La UNAM abrió caminos a la vida cultural de México», El Universal, 23 de septiembre de 2010). La historia habla por sí misma: el muralismo comenzó en sus edificios; la Casa del Lago, donde Juan José Arreola y otros escritores crearan el ciclo Poesía en voz alta, le dio un hogar al teatro universitario y vio nacer a los dramaturgos, actores, directores y escenógrafos que hoy son la base del teatro mexicano; su archivo cinematográfico, contenido en la Filmoteca, es el más grande de América Latina, y la música académica, gravemente herida tras la lucha armada, encontró aliento con la fundación de la Orquesta Sinfónica (1936) y de Radio UNAM (1937).

Su labor editorial no ha sido menos encomiable: desde la ya clásica Revista de la Universidad hasta la celebración, ininterrumpida desde 1950, de la Feria del Libro Universitario (hoy Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería), así como la edición de memorables colecciones de libros y revistas. Añádase a esto la riqueza de sus bibliotecas, museos, teatros y cines, y la labor de investigación y difusión de sus institutos y facultades para comprender por qué la cultura es uno de los veneros del orgullo universitario y, también, de su arrogancia –Alejandro Rossi, personaje habitualmente moderado, llegó a decir que «la Universidad es la cultura mexicana».

A un siglo de su fundación, la UNAM se mantiene como un referente obligado de la cultura nacional y latinoamericana; pero, al igual que la educación superior, la cultura en México también se ha descentralizado. Monterrey y Guadalajara se han convertido en plazas favorables a las letras y las artes y, a pesar del escaso interés que la cultura despierta en la sociedad mexicana, las editoriales, revistas y compañías de danza y teatro independientes han proliferado, muchas de ellas haciendo gala de una notable calidad (vale anotar que publicaciones de la talla de Contemporáneos, Revista Mexicana de Literatura, Plural y Vuelta fueron fruto de sí mismas y no de alguna institución universitaria). Es necesario insistir en ambas realidades: la dificultad para los egresados de la UNAM de encontrar empleo y los nuevos mecanismos de formación de élites, en primer término; la diversidad y ampliación de la producción cultural, en segundo, es más que un ejercicio de matización intelectual: es la antesala de la autocrítica. La UNAM hace bien en asumir su trascendencia histórica, pero haría otro tanto si también asumiera, y no sólo constatara, que los tiempos han cambiado, que ya no es el hontanar de los grupos dirigentes en México y que, por irrebatible que sea su preeminencia cultural, no es el espíritu de la nación ni el germen de su salvación. El orgullo de ser la madre nutricia de un país (mito que convendría calibrar) ha cegado a los universitarios a tal grado que, en 2010, la mayoría de ellos cree vivir en la mejor de las universidades posibles y confunde autocrítica con traición o deshonestidad.

III. Dogmas, mitos y matices

Luego de fungir como vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico, Iván Ilich llegó a la conclusión de que, en el mundo educativo, lo que se administraba era un puñado de ritos sagrados a salvo de evaluaciones prácticas. Para emprender una crítica sustanciosa de los males que aquejan a la UNAM, es necesario lidiar, al igual que Ilich, con ritos y credos que obnubilan el juicio. Concentrémonos, por ahora, en tres de esos males y en los mitos que llevan aparejados: el ejercicio del presupuesto en la Universidad, los despropósitos en la confección de estándares para la producción académica y la situación del alumnado.

Reza uno de los dogmas más caros al «progresismo» y al «pensamiento crítico» mexicanos que el gobierno, en contubernio con el neoliberalismo, reduce año con año los recursos destinados a la educación y, especialmente, a la Universidad. El fin último de esta maniobra, nos dicen, es embrutecer a los mexicanos para que las empresas trasnacionales dispongan de mano de obra barata y para que el «pensamiento hegemónico» desactive por anticipado toda crítica o cuestionamiento a nuestros malhadados gobernantes. La evidencia empírica, para desazón suya, matiza ese diagnóstico. En un estudio reciente, el centro de investigación México Evalúa y la Fundación Este País («Una evaluación del gasto educativo», Este País 234, octubre 2010) hallaron que el gasto educativo en México, además de elevado, es ineficiente. Según cifras de la OCDE (Education at a Glance 2009: OECD Indicators, septiembre 2009), México se encuentra en la cima de los inversores. Mientras que Alemania, Italiay Japón destinaron el 10% o menos del gasto público a educación, México lo hizo en una proporción del 22% (cifras correspondientes a 2006). El promedio general de los miembros de la OCDE fue de 9% y la suma del gasto público y privado representó el 6.1% de su PIB. En México, el desembolso fue equivalente al 5.1% (mayor que en Alemania, Australia, Japón, Brasil, Chile y España). El grueso de ese gasto, reporta Este País, ha servido para inflar a la burocracia: 82.6% del total fue utilizado para cubrir gastos administrativos y sólo el 4.8% fue erogado en inversión (2.2%) y operación (2.6%). Por si fuera poco, los resultados de esa inversión han sido decepcionantes: la mayoría de los estudiantes mexicanos de 15 años está por debajo del nivel mínimo establecido en el Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes, y, como puede apreciarse en los indicadores de la prueba Enlace 2010, el desempeño del estudiantado es desastroso en español y matemáticas.

La UNAM se encuentra en una situación similar. Al igual que el gasto en educación, el subsidio federal a la Universidad, como certifica el Reporte de Investigación Especial número 82 del Centro de Análisis Multidisciplinario (octubre 2009), ha crecido exponencialmente desde 1988, es decir, desde que comenzaron los oscuros tiempos del neoliberalismo. Si tomamos en cuenta que de 2001 a 2010 la inflación sumó 40.51%, encontramos que ese incremento fue real y no solamente nominal.

Consideremos, sin embargo, la hipótesis de que el gobierno fustiga sistemáticamente a la Universidad y que un incremento en el presupuesto universitario es imperativo si lo que se persigue es el desarrollo cultural, científico y tecnológico de la nación. Incluso ante este escenario, la UNAM saldría mal parada. En un agudo y polémico ensayo («Hinchadas de administración», Letras Libres 139, julio 2010), Gabriel Zaid ha puesto el dedo en la llaga: de acuerdo con el Tercer Informe de Gobierno de Felipe Calderón, para 2009 el gasto federal en educación superior fue de $103,762 millones, de los que $21,360 millones correspondieron a la UNAM. El presupuesto dedicado a la población indígena, por su parte, fue de $38,103 millones. Estas cifras dirían poco si no fuera porque la población universitaria (unos 2.7 millones de alumnos) es considerablemente menor que la indígena (unos 10 millones de habitantes); esto significa que, proporcionalmente, los indígenas recibieron diez veces menos que los estudiantes universitarios, y una sola institución, la UNAM, recibió más ayuda federal que cinco millones de indígenas.

Las dimensiones de la burocracia universitaria son estremecedoras. La UNAM posee más presupuesto y personal (27 mil administrativos, sin contar sus 35 mil académicos) que las secretarías de Gobernación, Relaciones Exteriores, Economía, Trabajo, Reforma Agraria, Turismo y Función Pública. Su presupuesto supera al de Aguascalientes, Baja California Sur, Campeche y Colima, iguala al de Nicaragua y rebasa al de Haití, Belice, Ruanda, Laos, Mauritania y Guinea, entre otros. Aun admitiendo que el gobierno federal, en ejercicio de su infinita maldad, cercena el presupuesto de la Universidad para erradicar de México el pensamiento crítico, los recursos de la UNAM no son escasos.

El burocratismo de la Universidad es heredero de la hinchazón administrativa propiciada por los cuantiosos recursos que Luis Echeverría, deseoso de recuperar la legitimidad perdida tras la represión estudiantil de 1968, inyectó a la UNAM durante su gobierno (1970-1976). El aumento acelerado del subsidio engordó a funcionarios y sindicatos, pero no mejoró la calidad de la educación superior. Actualmente, los efectos del burocratismo sobre la vida académica de la Universidad son tan perniciosos como evidentes. Como es de suponer, detrás de ellos tintina el dinero y relucen el poder y los privilegios a él asociados –pues ya lo decía el apóstol: la raíz de todos los males es el amor al dinero. Los salarios son el mejor indicador de este mal.

Un análisis del apartado «Puestos académicos» del portal de transparencia de la UNAM revela que el académico mejor remunerado es el profesor titular C de tiempo completo, cuyo salario neto es de $16,433.47. Alcanzar esa categoría, nos dice Guillermo Sheridan («UNAM: Salarios», El Universal, 26 de enero de 2010), requiere de al menos 15 años de trabajo y productividad, ya que hay que ascender por ocho niveles previos ganando diferentes tipos de concursos. Además, el doctorado es casi un requisito obligatorio para alcanzar esa categoría. Si, con un esfuerzo adicional y algo de suerte, el profesor así calificado cuenta con 30 años de antigüedad, disfruta del nivel más alto del Programa de Primas al Desempeño del Personal Académico de Tiempo Completo (PRIDE) y pertenece al escalafón más elevado del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), sus ingresos podrían sumar poco más de $80 mil mensuales.

En el otro extremo, los funcionarios peor remunerados (supervisor de escuelas incorporadas y jefe de sección académica) perciben un salario neto $13,792, sólo $2,641.17 menos que el profesor titular C de tiempo completo. El cuarto y quinto funcionarios peor remunerados (segundo oficial de cubierta y segundo oficial de máquinas) ya superan, sin embargo, al académico mejor pagado, percibiendo un salario neto de $17,429.29; los secretarios técnicos pueden ganar hasta $45,549.36, los coordinadores $64,630.65, los directores $70,205.24 (más estímulos por antigüedad, PRIDE, SNI y premios autoasignados) y el rector $145 mil, según informa el apartado «Puestos de funcionario» de Transparencia y Acceso a la Información de la UNAM. Un funcionario, vale decirlo, puede ser nombrado de un día para otro; se puede aspirar a director de instituto con el solo grado de bachiller y a rector con diez años de antigüedad.

Tenemos, también, a los profesores de asignatura y al personal de base y de confianza. La situación de los profesores de asignatura (la abrumadora mayoría de la planta docente de la UNAM) es particularmente dramática. En cualquiera de sus categorías (ordinario A o B), su salario no rebasa los $4 mil mensuales, incluyendo subsidios y estímulos a los que no todos tienen acceso. Los puestos peor remunerados del personal de base, el auxiliar de intendencia y el ayudante de cocina, aspiran, respectivamente, a $3,562.85 y $3,887.02 mensuales por 32 horas semanales de trabajo, mientras que el carpintero, el plomero y el capturista de datos perciben un salario neto $4,367.65, y el oficial de transporte especializado uno de $5,045.56, como puede constatarse en el apartado «Puestos de Base». Para rematar, el puesto peor remunerado del personal de confianza (jefe de sección académica) recibe $4,164.19, y el mejor (cinco puestos, entre ellos el asistente de procesos y el jefe de departamento) $5,032.17, con la posibilidad de llegar a los $7,342.50 (véase el apartado «Puestos de confianza»). Los profesores de asignatura pueden contar con el grado de licenciado, maestro o doctor (aunque difícilmente se le concede el puesto a un licenciado), en tanto que el personal de base y de confianza puede ingresar a la Universidad con ayuda del sindicato o de los altos mandos de la burocracia (una secretaria de confianza, por ejemplo) sin necesidad de un título profesional.

En cualquier caso, el académico está en desventaja. Hay una diferencia brutal entre los ingresos y prerrogativas de los profesores de asignatura y los del profesorado de tiempo completo, y hay una diferencia aún peor entre cualquier profesor, por bien remunerado que esté, y un funcionario medianamente acomodado, pues, para llegar a los ansiados 80 mil pesos mensuales, un académico debe haber consagrado su vida a la docencia y a la investigación y sorteado exigentes pruebas de evaluación en la Universidad y en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, amén de que, para aspirar a los estímulos más altos, debe ser o haber sido «funcionario académico». A los funcionarios y trabajadores de base y de confianza, en cambio, les basta con gozar del favor de otro funcionario o de algún líder sindical para obtener una plaza. Esas concesiones a menudo están sujetas a arbitrariedades e intereses mezquinos, de lo cual se desprende una dolorosa conclusión: en la UNAM conviene más ser un burócrata que un educador; conviene más enredarse en politiquerías e intrigas facciosas que procurar el desarrollo de una ciencia. En la UNAM, en pocas palabras, el burocratismo ha distorsionado por completo a la academia, fundamento histórico de cualquier universidad.

«En nuestra comunidad académica», declaró la doctora Linda Manzanilla durante su discurso de recepción del doctorado honoris causa, «hay muchos que se mueven por intereses políticos, no académicos; muchos que prefieren la fisión a aceptar que en una casa de estudios debe existir la diversidad de pensamiento. Hoy más de la mitad de la comunidad académica no trabaja sino que dedica su vida a destruir a los demás» (Josefina Gallardo, «Reflexión oportuna», U2000. Crónica de la Educación Superior, 27 de septiembre de 2010). Y esto no sucede únicamente porque numerosos académicos persiguen poder y comodidad antes que el progreso de la ciencia y de la educación, ni porque algunos funcionarios, adictos al poder y a los privilegios que ya tienen, suelen repartir puestos en virtud de lealtades, amistades y corruptelas, garantizando así su posición. Sucede también porque los criterios de producción y evaluación académicas favorecen la arbitrariedad, la intolerancia, el oportunismo y la mediocridad.

Como en buena parte de las universidades en México y alrededor del mundo, el eficientismo está minando la salud de la inteligencia científica en la UNAM. Para conseguir estímulos y promociones y obtener apoyo para sus proyectos de investigación, los académicos están sometidos a una presión que difícilmente puede ser benéfica: deben hacer mucho para elevar su cociente de producción (como si de manufacturar camisetas se tratara) y entregar flamantes informes de labores. Para hacer mucho deben publicar cosas que le agraden a los comités evaluadores (nacionales e internacionales), que a menudo no conocen nada más allá de sus propios métodos y prejuicios, y ostentan esa posición precisamente gracias a ellos (por ejemplo, pocos estarían dispuestos a alentar una investigación sobre la historia de los intercambios artísticos y religiosos en Mogao, bajo pretexto de ser un tema «poco productivo» que no arrojaría resultados inmediatos y cuantificables; se decantarían inmediatamente, eso sí, por un estudio sobre la competitividad de la economía china); deben dividir su tiempo entre docencia e investigación y, encima, dirigir tesis, desempeñar labores administrativas (todo al mismo tiempo) y cuidarse de no irritar a sus colegas, que más adelante podrían integrar algún comité y castigarlos como represalia por sus críticas (Guillermo Sheridan, «No PRIDE», dos entregas, Letras Libres 118 y 119, octubre y noviembre 2008).

Es poco probable que, ante este panorama, un investigador se atreva a escribir un libro como La sagrada familia, o se tome la molestia de diseñar un método como el de la reducción fenomenológica para cuestionar lo que hasta entonces se tenía por cierto en su disciplina; antes bien, los sistemas actuales orillan al investigador a publicar frenéticamente trabajos insulsos (¿quién podría escribir en unos cuantos meses una docena de artículos originales para una docena de revistas diferentes?), a aprobar tesis mediocres, a impartir deficientemente cursos inútiles, a privilegiar a quienes comulgan con la opinión de los altos funcionarios y los comités evaluadores, y a silenciar sus críticas y reprimir sus inquietudes, todo en aras de puntos para cebar el currículum y obtener un mejor salario. Quien publique una obra maestra de la historiografía o descubra una nueva manera de aplicar la energía eólica para suministrar electricidad a bajo costo, pero en aras de ese resultado recurra a una metodología impopular y dedique un par de años exclusivamente a la investigación, será marginado e irremediablemente degradado en su instituto, en el PRIDE y en el SNI. Ya lo ha dicho Sara Sefchovich («UNAM: burocracia en carne propia», Nexos 373, enero 2009): «Porque en la universidad hoy no es cierto que se pueda ser diverso, no es cierto que se pueda actuar de un modo diferente al que deciden las autoridades, no es cierto que se pueda decir lo que se piensa, no es cierto que se respeten las múltiples formas que hay de trabajar, investigar, enseñar, participar institucionalmente, difundir la cultura y la ciencia. Hay muchos a quienes horroriza la diferencia y que están convencidos de que sus criterios no sólo son los correctos, sino que deben ser los únicos y que los demás deben seguirlos al pie de la letra».

Reza otro dogma que la Universidad debe admitir a cuanto joven demande estudiar en sus aulas; que no se le debe cobrar a nadie una colegiatura mayor a los ridículos 25 centavos que se «exigen» anualmente (pues, por absurdo que parezca, no hay un registro efectivo del pago de colegiaturas); que la UNAM, en resistencia frente al neoliberalismo y en defensa de su autonomía, debe rechazar cualquier clase de evaluación externa sobre sus estudiantes y mantener intacto el actual sistema de ingreso automático del que se benefician los matriculados de la Escuela Nacional Preparatoria y el Colegio de Ciencias y Humanidades. En resumen, que la UNAM debe darle educación gratuita a todos sin exigir gran cosa a cambio.

La gratuidad de la educación es uno de los valores históricos que han dado identidad a la UNAM. La comunidad universitaria debe preservar ese valor, pero también debe adaptarlo a las necesidades de la institución. No es ningún secreto que, mientras hay alumnos (no tan pocos como algunos imaginan) que llegan a sus facultades en autos de lujo y acostumbran vacacionar en playas mexicanas exclusivas, en Europa o Estados Unidos, hay otros que abandonan sus estudios por falta de dinero. Las becas que otorgan programas como Bécalos-Pronabes son, además de escasas, insuficientes: el estudiante, según el ciclo escolar en que se encuentre inscrito, aspira a un apoyo que va de los $750 (primer año) a los $1000 (cuarto o quinto año) mensuales, lo que permite promediar unos $25 pesos diarios para quienes reciben el estímulo menor y unos $34 para quienes gozan del mayor. Suponiendo que un alumno gasta únicamente $6 diarios en transporte, que puede alimentarse en casa y que no viaja a ningún lado los fines de semana, el gasto en transporte sería de unos $132 mensuales; a quien obtenga $730 le restarían $598 y a quien obtiene $1000, $868 de su mesada para comprar libros, sacar fotocopias, imprimir trabajos escolares y adquirir materiales o servicios de apoyo (como internet y proyectores para realizar sus exposiciones). Cualquiera sabe, sin embargo, que, para asistir regularmente a sus cursos y acreditar sus idiomas, buena parte de los alumnos becados pasa largas jornadas en el campus, recurre a bibliotecas e institutos los fines de semana y combina viajes en metro, microbús y metrobús. El apoyo familiar, derivado del ingreso familiar general del becario (que, por reglamento, no debe rebasar los cuatro salarios mínimos, unos $6,895.20 al mes), sirve para complementar gastos, pero no mucho. Ni hablar de quienes, en apuros económicos, no tienen ninguna clase de beca.

En la UNAM, como demuestran los becarios tenaces y tantos otros jóvenes dedicados, hay estudiantes excepcionales, pero también hay demasiados alumnos mediocres y dispuestos a hacer de su holgazanería una forma de vida y una credencial para obtener recompensas. Para 2008, sólo el 20% de los estudiantes de bachillerato obtuvo su título o salvoconducto para ingresar a la Universidad (Guillermo Sheridan, «Saquémoslos de la UNAM», El Universal, 2 de marzo de 2010). Es indudable que, como en el nivel superior, en el bachillerato hay jóvenes que desertan por motivos económicos; pero, si reparamos en que un alumno puede llegar al último semestre del Colegio de Ciencias y Humanidades sin una sola materia acreditada y ausentarse eternamente de las aulas (pero no de las cafeterías ni de las canchas) mientras varios de sus profesores fingen trabajar con sesiones telepáticas, comprendemos por qué la flojera y la reprobación se han convertido en bienes redituables y asequibles y por qué un buen promedio en el nivel medio no garantiza excelencia ni compromiso en el nivel superior. Desde hace varios años, entre la comunidad universitaria crece la sensación de que la calidad de los alumnos de nuevo ingreso es cada vez más deficiente, y que los graduados de la Universidad (para 2008, menos del 8% de la matrícula, según Sheridan; algo en verdad preocupante) no permiten a los programas de licenciatura y posgrado vanagloriarse de su calidad. Desafortunadamente, se trata de meras percepciones, no de estudios bien documentados.

Decíamos arriba que la UNAM se encontraba en una situación similar a la de la SEP. Similar pero no idéntica: aunque el burocratismo carcome por dentro a la Universidad, los reconocimientos y buenas notas en las evaluaciones internacionales, con sus altibajos, se mantienen en parámetros más que aceptables, y su disímil calidad académica está muy por encima del ruinoso estado en que se encuentra la educación básica. Los estudiantes de la UNAM, además, no son sometidos a evaluación externa alguna. Haciendo acopio de los datos disponibles sobre eficiencia terminal y de la sensación de desencanto que se respira en los campus universitarios, convendría meditar seriamente acerca de la conveniencia de aplicar pruebas para conocer con precisión cuál es el grado de aprovechamiento de los matriculados en los niveles medio y superior. Y, ante todo, convendría examinar la pertinencia de los dogmas que impiden comprender que gratuidad no equivale a irresponsabilidad ni a laxitud de criterios, y que, en ocasiones, defender a ultranza y sin matices ciertos principios lleva a injusticias más profundas que aquellas que supuestamente se pretende combatir.

IV. Cultivando nuestro jardín

A un siglo de su fundación, ¿la Universidad está consciente de la toma de Constantinopla? ¿Está consciente de que una columna de jenízaros, toda ella pertrechada por los vicios universitarios, cerca sigilosamente el valle del Lico y se apresta a asaltarla por su muralla más desprotegida? ¿O, por el contrario, se encuentra sobrada de sí misma, discutiendo sobre la naturaleza de la luz del Tabor mientras sus problemas se multiplican peligrosamente? Éstas, y tantas otras, son preguntas que corresponde a los universitarios formularse y responderse. El centenario de un acontecimiento tan noble, lejos de representar una oportunidad para lanzar al cielo consignas y fuegos fatuos, debería ser el momento ideal para ejercer la autocrítica y reflexionar acerca de las fortalezas y debilidades de la Universidad. Las virtudes de la UNAM son mucho más grandes que sus deficiencias, pero para que esto siga siendo así es necesario que se identifiquen sus problemas más acuciantes y se tomen medidas para resolverlos.

Los problemas esbozados en este ensayo podrían tener soluciones prácticas y viables. En la Universidad hay funcionarios íntegros y trabajadores dedicados; lo que hace falta, entonces, es reducir los salarios de los funcionarios –sí, como cuando, durante su rectorado, Manuel Gómez Morín se redujo el sueldo para demostrarle a toda la comunidad universitaria que la austeridad comenzaba desde la cúspide de la pirámide– e incrementar los ingresos de los académicos, tanto de los de tiempo completo como, principalmente, de los de asignatura, a fin de equilibrar el sistema de estímulos y que el dinero no siga resquebrajando las pilastras de la vida académica. De esta manera, enseñar e investigar sería, para los docentes, más atractivo que coordinar una oficina de titulación o un departamento de difusión, y aquellos funcionarios que aprovechan su posición para traficar puestos y satisfacer sus intereses personales, se verían despojados de la recompensa de actuar con semejante mezquindad. Podrían suprimirse gastos superfluos y privilegios aberrantes, como autos y choferes para cierto tipo de funcionarios –el rector, de hecho, ha ordenado ya que muchos de esos gastos sean eliminados– y canalizar ese ahorro a infraestructura o a otros gastos operativos. A los intelectuales de la UNAM les fascina criticar al Instituto Federal Electoral y señalar cuánto ha corrompido el financiamiento excesivo a los partidos políticos y al sistema electoral en México. Sería interesante que hicieran lo mismo con el sistema de estímulos y los tabuladores de la Universidad.

Eliminar el pase directo en Preparatorias y Colegios de Ciencias y Humanidades sería una necedad; lo que, en cambio, podría hacerse, es intensificar los requisitos de ingreso al nivel superior. Para ello podría aplicarse una prueba preliminar a los aspirantes de cada carrera para determinar el grado de conocimientos y aptitudes con que cuentan, y en función de sus resultados (y no sólo de su promedio), asignarles una carrera y un plantel, o condicionar su ingreso a la aprobación de un curso de regularización si los resultados que obtuvieron fueron vergonzosos. Al mismo tiempo, podría premiarse o sancionarse, según lo amerite el caso, a las Preparatorias o Colegios cuyos alumnos obtuvieranlos mejores y los peores resultados en esa prueba. Esto obligaría a los estudiantes a esforzarse y aprender más y no sólo a obtener un buen promedio, y forzaría a la reforma de sistemas de evaluación tan relajados como los del Colegio de Ciencias y Humanidades y a la optimización de los programas de estudio, del cuerpo docente y del personal administrativo. Los defensores del «pueblo» se oponen a esta clase de medidas aduciendo que es una variante del darwinismo social diseñada para eliminar del camino a los más pobres. Es curioso que esos defensores ostenten, soterradamente, una concepción más bien despectiva de ese «pueblo»: creen que los jóvenes de extracción humilde son tan estúpidos e ineptos que están incapacitados para sortear obstáculos que exijan de ellos ahínco y destreza mental. Si algo caracteriza a la UNAM es la existencia, en todos sus espacios, de jóvenes humildes sumamente inteligentes y no pocas veces brillantes.

Las cuotas de 25 centavos deben mantenerse, pero para quien realmente las requiera. Mediante rigurosos estudios socioeconómicos (que podrían aplicarse periódicamente en fases escaladas, desde el examen de ingreso al nivel medio, pasando por la estancia en el bachillerato, hasta el ingreso al nivel superior) podría determinarse quién sí y quién no está en condiciones de pagar colegiaturas más elevadas y cobrar esas colegiaturas (variables según el monto mensual de ingresos familiares) a los alumnos de ingresos medios y altos. Esos nuevos recursos podrían ser utilizados para constituir un fondo que becara a los estudiantes más pobres de bachillerato y licenciatura, impidiendo así que abandonaran sus estudios por falta de dinero.

Los planes de estudio de cada una de las carreras y de los programas de posgrado podrían ser revisados y adaptados no a las demandas exclusivas del mercado, sino a la necesidad de dotar a los egresados de capacidades efectivas para aplicar sus conocimientos a problemas prácticos que contribuyan al desarrollo del país y que infundan en ellos un espíritu emprendedor, tal como quería Vasconcelos. Esto permitiría a los egresados competir sin tantas desventajas en el mercado laboral o echar a andar su propio negocio. Es penoso que los jóvenes de la UNAM pierdan poco a poco el deseo de poner sus propios despachos, consultorios y consultorías, de formar sus propias asociaciones y de dar vida a sus propios proyectos. Lo que priva ahora es el anhelo de administrar alguna burocracia empresarial.

Los universitarios podrían, y aun deberían, ser sometidos a evaluaciones externas o a una férrea evaluación interna, independiente de los sistemas de evaluación de cada escuela o facultad, y los resultados de esas pruebas podrían ser considerados en el promedio global de cada alumno. Sumado a la aplicación de un mecanismo de castigos y recompensas idéntico al de la Preparatoria y el Colegio de Ciencias y Humanidades, estas pruebas obligarían a todos los universitarios a esforzarse más y a evitar a profesores acomodaticios que les obsequiasen notas altas, y abriría las puertas para que las carreras mejoraran sus cursos de metodología y las escuelas y facultades agilizaran sus procesos administrativos para incrementar el número de titulados con tesis o informes de calidad. Podría (y también debería) añadirse la posibilidad de reprobar exámenes profesionales.

Reformar los estándares de producción académica es mucho más complicado, porque en ellos confluyen los actuales estándares nacionales e internacionales de evaluación, todos ellos eficientistas. Podría comenzarse, eso sí, eliminando del PRIDE el requisito de participación institucional, y organizando, al interior de los institutos de investigación (la verdadera élite científica de la UNAM y de México), mesas de discusión que ponderasen la flexibilización de criterios para valorar la producción en ciencias sociales y humanidades, por su naturaleza muy alejadas de los métodos que rigen la generación de conocimiento en las ciencias naturales.

La UNAM no necesita un mayor presupuesto: necesita gastar bien el presupuesto del que ya dispone y reorganizar algunas de sus actividades fundamentales. Cuando sus recursos se correspondan con mejores resultados, habrá que pensar en invertir más en ella y en ampliar el alcance de sus proyectos de investigación y de sus programas de extensión universitaria.

Quedaría un abultado inventario de problemas por discutir y solventar. Uno de ellos sería, por supuesto, el de los grupos radicales que conciben a la Universidad como un seminario para guerrilleros y redentores de izquierda, y que, boicoteando reformas y apropiándose de aulas y auditorios, pretenden imponer su abstrusa teología pseudomarxista a la comunidad universitaria. Ese dilema, como el dilema del compromiso político (artículo de fe que constriñe a muchos a creer que, por ser pública, la UNAM tiene el deber moral de apoyar al Sindicato Mexicano de Electricistas, a Andrés Manuel López Obrador y a cuanto movimiento social se le cruce enfrente), requiere de discusiones que superan la esfera de lo racional y se colocan en el espectro de la fe y de las creencias religiosas (o de la teología política, según se quiera ver). Ocupémonos, en este turbio 2010 y en los años venideros, de los asuntos perentorios susceptibles de soluciones prácticas y racionales, y celebremos a la Universidad curándola de su narcisismo, replicando a nuestro maestro Pangloss, como Voltaire a Leibniz, la tesis de la mejor de las universidades posibles; pues, aunque todo eso está muy bien, es necesario cultivar nuestro jardín.

NOTAS


[1] En 1970, la cobertura de la educación superior en México era de 6%; para 2008 alcanzaba ya el 28%, lo que supone un incremento anual de 57,720 alumnos, tendencia notablemente intensificada en el periodo 1995-2005, cuando la matrícula pasó de 792,652 alumnos a 1,295,046; esto es, un incremento anual de 80 mil alumnos, difícil de encontrar en otras partes del mundo.

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Ramsés LV (Ciudad de México, 1986) es director de Cuadrivio.

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